Bolos vuelta y vuelta y...
Durante la semana que le había ofrecido de plazo a Cecilio Valcárcel para darle una respuesta y viendo que nada nuevo surgía para mí en la profesión, me dediqué a lanzar a dos “detectives”, Gianini, ese “Representante de Artistas” que había sido mi ángel protector durante casi un año y que seguía siendo mi amigo, y a mi compañero de la gira Pepe Hervás, para que me averiguaran quién era verdaderamente ese estrafalario ser. Sorprendentemente por ambos lados me llegó una información tranquilizadora. Valcárcel era un individuo dedicado al teatro desde el año 50. Había sido un director muy respetado en Madrid, montando obras de prestigio con importantes actores. Incluso llegó a crear un grupo llamado Teatro del Arte con el cual puso en pie obras de gran categoría. Pero a mediados de los sesenta el hombre se perdió súbitamente entre un bosque de silencios y sombras impenetrables. Algunos lo achacaron a conflictos sexuales, otros a graves desavenencias con el régimen, llegando a especularse sobre un intento de suicidio y una depresión que lo habían convertido en lo que ahora era; un personaje maldito, al que todos rechazaban y del que la profesión huía.
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Cecilio Valcárcel y yo en Un sereno debajo de la cama |
La cuestión es que, pese al nefasto título de la obra, Un sereno debajo de la cama, acepté su oferta. Los ensayos transcurrieron sin novedades. Puesto que se precisaba un primer actor, coloqué en la compañía a Pepe Hervás, para su gran satisfacción, pues también estaba parado. Los papeles principales estaban bien cubiertos. Pastora Peña, la "genérica", había sido una actriz muy solicitada y seguía siendo una gran cómica. Su hija, Pastora Mejías, que hacía la "damita", cumplía su cometido y, para sorpresa de todos, Cecilio, que se adjudicó el papel de sereno, construyó un personaje, basado principalmente en su estrafalario físico, que resultó de una tremenda eficacia. Tan solo verle entrar en escena con el “chuzo” típico de su oficio en la mano provocaba hilaridad en el público.
(Un sereno era un empleado del ayuntamiento, vestido de uniforme y encargado de velar por la paz nocturna y, sobre todo de abrir esos portales que, a partir de las diez de la noche, permanecían obligatoriamente cerrados. Ya que muchos de los moradores de la ciudad, siendo solo alquilados o huéspedes, no poseían las llaves de los mismos, este personaje, gracias a una propina, se encargaba de su apertura. Durante muchos años fueron notorios los gritos en la noche madrileña de, “¡sereno!” y las más o menos raudas respuestas de “¡va!”. El chuzo era una especie de larga porra, única arma que ellos portaban para su protección y con la que amedrentaban a los pusilánimes cacos de aquella época).
Finalmente debutamos en el teatro Cervantes de Málaga el 10 de mayo del 1970. Nada más y nada menos que en Málaga, donde residía la familia de Jesús que, muchos meses atrás, nos había “desheredado”. Aunque con el tiempo las asperezas llegaron a suavizarse entre nosotros, el pensar que me verían trabajar por primera vez en una obra con tan poca clase me provocaba un gran desasosiego.
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Con la familia de Jesús. De izquierda a derecha su hermana Meli, su madre Carmen, su hermano Salvador, Jesús, yo y Jesús padre. |
Ellos ya me conocían personalmente, gracias a una visita que les había hecho con ese fin, y confieso que me sorprendió gratamente encontrarme con seres tan auténticos como su madre, Carmen, tan sensibles como su hermana Melita, tan tiernos como su hermano menor, Salvador y con un hombre de una generosidad insospechada como la que demostraba ese patriarca, Jesús padre. Pero de esos asuntos familiares hablaré en otro momento.
La cuestión es que, plaza donde trabajábamos, público satisfecho y hasta, asombrosamente, buenas críticas. Tal era el éxito de Un sereno... que llevábamos otra función de Antonio Paso que tan solo pudimos representar dos veces en todo el tiempo que duraron los bolos.
La cuestión es que, plaza donde trabajábamos, público satisfecho y hasta, asombrosamente, buenas críticas. Tal era el éxito de Un sereno... que llevábamos otra función de Antonio Paso que tan solo pudimos representar dos veces en todo el tiempo que duraron los bolos.
El hecho de que actuáramos con ese sistema, es decir un día aquí y días más tarde allá, no era un problema para mí. Las idas eran lo suficientemente frecuentes para cubrir las necesidades económicas y las constantes vueltas me permitían regresar a los brazos de Jesús y al gozoso ambiente de la “comuna”.
En los seis meses que estuve en la compañía muchas cosas sucedieron, algunas divertidas y otras realmente desastrosas. La "damita" fue sustituida dos veces. Alberto Crespo, el “galancete” que inició con nosotros la gira tuvo una gran discusión con Cecilio y se largó, dejándonos colgados para la próxima fecha que era tan solo tres días después. Entonces apareció en nuestra vida Cesáreo Estévanez. Cuando nos lo presentaron Pepe y yo casi morimos del susto. Era totalmente tartamudo. Hicimos un par de ensayos con el corazón en un puño. Incluso en la destartalada ranchera de Cecilio, que era el medio de transporte de toda la compañía (seis personas apiñadas en los asientos y el escaso decorado en el maletero y en la baca), fuimos hasta Valencia repasando el texto con él. Todo lo cual hizo aún más tremenda la sorpresa de ver que, en el momento de subirse al escenario, su tartamudez había desaparecido y su actuación resultase estupenda. Uno de los milagros del teatro.
La llegada a las ciudades o pueblos era realmente como parte del cine de los Hermanos Marx. Debía ser un espectáculo para los viandantes ver bajarse de ese vehículo, que sin duda era de goma, a siete personas con sus correspondientes bolsas de mano y tras eso ver descargar un paquete conteniendo un telón de fondo, forillos, así como el bastidor de una cama y un colchón estos últimos amarrados con burdas sogas a la baca. Ese era todo el decorado que transportábamos. El resto de la utilería, unas sillas, una mesita y algunos adornos, se buscaban en la plaza, ya en el teatro o pidiéndolo prestado a cualquiera de los organizadores. Y de todo esto se ocupaba nuestro regidor y “chico para todo”, un señor maravilloso llamado Pedro, un amante del teatro dispuesto a pasar por cualquier cosa con tal de estar en ese adictivo ambiente.
Y gracias a este hombre logramos solucionar el mayor problema que tuvimos durante esa gira.
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José Hervás, Cecilio Valcárcel, yo y nuestro "chico para todo" Pedro. |
Una tarde, ya todos en el teatro y el "pseudo decorado" montado, nos dimos cuenta de que no habíamos visto a Valcárcel desde nuestra llegada. Como la hora de la función se acercaba y el teatro estaba todo vendido, nos lanzamos en pleno a buscarle. Cuando, ya desesperados, acudimos a la comisaría de policía nos enteramos de que el hombre estaba detenido. Lo habían pillado en las afueras del pueblo, dentro de su ranchera y en situación muy comprometida con un joven de la localidad. Por más que rogamos, con nuestras más depuradas actitudes histriónicas, por su liberación, nos aseguraron que, hasta al menos el día siguiente, no lo iban a soltar. Entonces le dijimos al desagradable policía que nos atendía que tendríamos que suspender la representación, ya que Cecilio era el protagonista. La respuesta fue apabullante; “pues incurrirán ustedes en escándalo público, con multa y encarcelamiento incluido. No se puede suspender un acto sin notificarlo a la comandancia veinticuatro horas antes”: El tío ni siquiera intentaba disimular la satisfacción que esto le provocaba.
Salimos de allí sumidos en la más tremenda angustia, ¿qué íbamos a hacer? De pronto, la voz de Pedro nos sacudió como un rayo; “yo me sé la obra de pe a pa. Yo puedo hacer de el sereno.” Y así fue. Bueno, casi fue. No quiero recordar esa noche. Por supuesto Pedro no se sabía la obra, ni remotamente, de pe a pa y nos pasamos toda la función diciendo parte de sus textos y empujándolo disimuladamente para que estuviese en la posición adecuada. Pero salimos del apuro, en este caso gracias a uno de esos forofos del teatro que, por aquellos días, aún se encontraban. No quiero ni pensar que opinaría el público y el gerente del espectáculo pero no hubo que echar el telón. Otro milagro teatral.
La moral del grupo se fue deteriorando a partir de ese momento. Ya no nos fiábamos de Cecilio Valcárcel.
Mientras estuvimos en su compañía pudimos decir, remedando al Tenorio, "yo a los castillos subí, yo a las cabañas bajé..." Hoy estábamos en importantes ciudades como Bilbao o Vitoria y dos días después en pueblos que ni siquiera figuraban en el mapa. Lo mismo actuábamos en grandes y prestigiosas salas como el Principal de Valencia o el Álvarez Quintero de Sevilla que en antros que eran lo menos parecido a teatros, como aquella vez que representamos la función en los escasos dos metros que quedaban delante de la pantalla del único cine del pueblo. En esa inovidable ocasión, al no disponer el local de camerinos, hubimos de cambiarnos en un pajar cercano de donde salimos rabiando por los picores que nos produjo el maldito "piojo de las gallinas". La consecuencia fue una semana de antihistamínicos y alcohol alcanforado.
Tras casi seis meses de bolos, agotada de tanta vuelta y vuelta y tanta desorganización me despedí y conmigo lo hicieron Hervás y Cesáreo, con lo que se disolvió la compañía. En una conversación entre los tres habíamos llegado a la conclusión de que, mientras estuviésemos fuera de Madrid, nadie nos iba a contratar para futuros montajes, así que, a pesar de los insistentes ruegos de nuestro director y primer actor, abandonamos la empresa. (Un tiempo más tarde yo volvería a ser objeto de las urgencias de Cecilio Valcárcel y su Un sereno debajo de la cama)
El regreso a la comuna fue gratificante para mí y muy agradecido por sus miembros, ya que yo era parte importante del alma de la casa y de aquellos maravillosos personajes que la poblaban.
Las anécdotas se sucedían y tanto las nuevas, como el recuerdo de las ya vividas, alimentaba cada día el fuego de nuestra felicidad. Anécdotas, a veces algo verdes, como las que pasaré a contar en el próximo capítulo.