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Instantánea 64 - Bolos vuelta y vuelta y algunas “verduras”. (1ª parte).

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 Bolos vuelta y vuelta y...

Durante la semana que le había ofrecido de plazo a Cecilio Valcárcel para darle una respuesta y viendo que nada nuevo surgía para mí en la profesión, me dediqué a lanzar a dos “detectives”, Gianini, ese “Representante de Artistas” que había sido mi ángel protector durante casi un año y que seguía siendo mi amigo,  y a mi compañero de la gira Pepe Hervás, para que me averiguaran quién era verdaderamente ese estrafalario ser. Sorprendentemente por ambos lados me llegó una información tranquilizadora. Valcárcel era un individuo dedicado al teatro desde el año 50. Había sido un director muy respetado en Madrid,  montando obras de prestigio con importantes actores. Incluso llegó a crear un grupo llamado Teatro del Arte con  el cual puso en pie obras de gran categoría.  Pero a mediados de los sesenta el hombre se perdió súbitamente entre un bosque de silencios y sombras impenetrables. Algunos lo achacaron a conflictos sexuales, otros a graves desavenencias con el régimen, llegando a especularse sobre un intento de suicidio y una depresión que lo habían convertido en lo que ahora era; un personaje maldito, al que todos rechazaban y del que la profesión huía.

Cecilio Valcárcel y yo en Un sereno debajo de la cama
 

La cuestión es que, pese al nefasto título de la obra, Un sereno debajo de la cama, acepté su oferta. Los ensayos transcurrieron sin novedades. Puesto que se precisaba un primer actor, coloqué en la compañía a Pepe Hervás, para su gran satisfacción, pues también estaba parado. Los papeles principales estaban bien cubiertos.  Pastora Peña, la "genérica", había sido una actriz muy solicitada y seguía siendo una gran cómica. Su hija, Pastora Mejías, que hacía la "damita", cumplía su cometido y, para sorpresa de todos, Cecilio, que se adjudicó el papel de sereno, construyó un personaje, basado principalmente en su estrafalario físico, que resultó de una tremenda eficacia. Tan solo verle entrar en escena con el “chuzo” típico de su oficio en la mano provocaba hilaridad en el público.


(Un sereno era un empleado del ayuntamiento, vestido de uniforme y encargado de velar por la paz nocturna y, sobre todo de abrir esos portales que, a partir de las diez de la noche, permanecían obligatoriamente cerrados. Ya que muchos de los moradores de la ciudad, siendo solo alquilados o huéspedes, no poseían las llaves de los mismos, este personaje, gracias a una propina, se encargaba de su apertura. Durante muchos años fueron notorios los gritos en la noche madrileña  de, “¡sereno!” y las más o menos raudas respuestas de “¡va!”. El chuzo era una especie de larga porra, única arma que ellos portaban para  su protección y con la que amedrentaban a los pusilánimes cacos de aquella época).
Finalmente debutamos en el teatro Cervantes de Málaga el 10 de mayo del 1970. Nada más y nada menos que en Málaga, donde residía la familia de Jesús que, muchos meses atrás, nos había “desheredado”. Aunque con el tiempo las asperezas llegaron a suavizarse entre nosotros, el pensar que me verían trabajar por primera vez en una obra con tan poca clase me provocaba un gran desasosiego.
 
Con la familia de Jesús.
De izquierda a derecha su hermana Meli, su madre Carmen, su hermano Salvador, Jesús, yo y Jesús padre.
 
Ellos ya me conocían personalmente, gracias a una visita que les había hecho con ese fin, y confieso que me  sorprendió gratamente encontrarme con seres tan auténticos como su madre, Carmen, tan sensibles como su hermana Melita, tan tiernos como su hermano menor, Salvador y con  un hombre de una generosidad  insospechada como la que demostraba ese patriarca, Jesús padre. Pero de esos asuntos familiares hablaré en otro momento.

La cuestión es que, plaza donde trabajábamos, público satisfecho y hasta, asombrosamente, buenas críticas. Tal era el éxito de Un sereno... que llevábamos otra función de Antonio Paso que tan solo pudimos representar dos veces en todo el tiempo que duraron los bolos.

El hecho de que actuáramos con ese sistema, es decir un día aquí y días más tarde allá, no era un problema para mí. Las idas eran lo suficientemente frecuentes para cubrir las necesidades económicas y las constantes vueltas me permitían regresar a los brazos de Jesús y al gozoso ambiente de la “comuna”.
 
 
 
 

En los seis meses que estuve en la compañía muchas cosas sucedieron, algunas divertidas y otras realmente desastrosas. La "damita" fue sustituida dos veces. Alberto Crespo, el “galancete” que inició con nosotros la gira tuvo una gran discusión con Cecilio y se largó, dejándonos colgados para la próxima fecha que era tan solo tres días después. Entonces apareció en nuestra vida Cesáreo Estévanez. Cuando nos lo presentaron Pepe y yo casi morimos del susto. Era totalmente tartamudo. Hicimos un par de ensayos con el corazón en un puño.  Incluso en la destartalada ranchera de Cecilio, que era el medio de transporte de toda la compañía (seis personas apiñadas en los asientos y el escaso decorado en el maletero y en la baca), fuimos hasta Valencia repasando el texto con él.  Todo lo cual hizo aún más tremenda la sorpresa de ver que, en el momento de subirse al escenario,  su tartamudez había desaparecido y su actuación resultase estupenda. Uno de los milagros del teatro.

La llegada a las ciudades o pueblos era realmente como parte del  cine de los Hermanos Marx. Debía ser un espectáculo para los viandantes ver bajarse de ese vehículo, que sin duda era de goma, a siete personas con sus correspondientes bolsas de mano y tras eso ver descargar un paquete conteniendo un telón de fondo,  forillos, así como el bastidor de una cama y un colchón estos últimos amarrados con burdas sogas a la baca. Ese era todo el decorado que transportábamos. El resto de la utilería, unas sillas, una mesita y algunos adornos, se buscaban en la plaza, ya en el teatro o pidiéndolo prestado a cualquiera de los organizadores. Y de todo esto se ocupaba nuestro regidor y “chico para todo”, un señor maravilloso llamado Pedro, un amante del teatro dispuesto a pasar por cualquier cosa con tal de estar en ese adictivo ambiente.

Y gracias a este hombre logramos solucionar el mayor problema que tuvimos durante esa gira.

José Hervás, Cecilio Valcárcel, yo y
nuestro "chico para todo" Pedro.
 
Una tarde, ya todos en el teatro y el "pseudo decorado" montado, nos dimos cuenta de que no habíamos visto a Valcárcel desde nuestra llegada. Como la hora de la función se acercaba y el teatro estaba todo vendido, nos lanzamos en pleno a buscarle. Cuando, ya desesperados, acudimos a la comisaría de policía nos enteramos de que el hombre estaba detenido. Lo habían pillado en las afueras del pueblo, dentro de su ranchera y  en situación muy comprometida con un joven de la localidad. Por más que rogamos, con nuestras más depuradas actitudes histriónicas, por su liberación, nos aseguraron que, hasta al menos el día siguiente, no lo iban a soltar. Entonces le dijimos al desagradable policía que nos atendía que tendríamos que suspender la representación, ya que Cecilio era el protagonista. La respuesta fue apabullante; “pues incurrirán ustedes en escándalo público, con multa y encarcelamiento incluido. No se puede suspender un acto sin notificarlo a la comandancia veinticuatro horas antes”: El tío ni siquiera intentaba disimular la satisfacción que esto le provocaba.

Salimos de allí sumidos en la más tremenda angustia, ¿qué íbamos a hacer?  De pronto, la voz de Pedro nos sacudió como un rayo; “yo me sé la obra de pe a pa. Yo puedo hacer  de el sereno.” Y así fue. Bueno, casi fue. No quiero recordar esa noche. Por supuesto Pedro no se sabía la obra, ni remotamente,  de pe a pa y nos pasamos toda la función diciendo parte de sus textos y empujándolo disimuladamente para que estuviese en la posición adecuada. Pero salimos del apuro, en este caso gracias a uno de esos forofos del teatro que, por aquellos días, aún se encontraban. No quiero ni pensar que opinaría el público y el gerente del espectáculo pero no hubo que echar el telón. Otro milagro teatral.

La moral del grupo se fue deteriorando a partir de ese momento. Ya no nos fiábamos de Cecilio Valcárcel.
 



Mientras estuvimos en su compañía pudimos decir, remedando al Tenorio, "yo a los castillos subí, yo a las cabañas bajé..." Hoy estábamos en importantes ciudades como Bilbao o Vitoria y dos días después en pueblos que ni siquiera figuraban en el mapa. Lo mismo actuábamos en grandes y prestigiosas salas como el Principal de Valencia o el Álvarez Quintero de Sevilla que en antros que eran lo menos parecido a  teatros, como aquella vez que representamos la función en los escasos dos metros que quedaban delante de la pantalla del único cine del pueblo. En esa inovidable ocasión, al no disponer el local de camerinos, hubimos de cambiarnos en un pajar cercano de donde salimos rabiando  por los picores que nos produjo el maldito "piojo de las gallinas". La consecuencia fue una semana de antihistamínicos y alcohol alcanforado.

Tras casi seis meses de bolos, agotada de tanta vuelta y vuelta y tanta desorganización me despedí y conmigo lo hicieron Hervás y Cesáreo, con lo que se disolvió la compañía. En una conversación entre los tres habíamos llegado a la conclusión de que, mientras estuviésemos fuera de Madrid, nadie nos iba a contratar para futuros montajes, así que, a pesar de los insistentes ruegos de nuestro director y primer actor, abandonamos la empresa. (Un tiempo más tarde yo volvería a ser objeto de las urgencias de Cecilio Valcárcel y su Un sereno debajo de la cama)

El regreso a la comuna fue gratificante para mí y muy agradecido por sus miembros, ya que yo era parte importante del alma de la casa y de aquellos maravillosos personajes que la poblaban.

Las anécdotas se sucedían y tanto las nuevas, como el recuerdo de las ya vividas, alimentaba cada día el fuego de nuestra felicidad.  Anécdotas, a veces algo verdes,  como las que pasaré a contar  en el próximo capítulo.
 
 

 
Próximo capítulo-y ahora, algunas “verduras”. (Segunda parte).

Instantánea 65 - …y ahora , algunas “verduras”. (Segunda parte).

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Fotografia JesusAlcantara
Yolanda Farr. Foto Jesús Alcántara
 
 
Gustavo
 
Gustavo era un mocetón hermoso y con una vitalidad desbordante, muy cubana,  que se había unido al grupo de los “adictos” de forma absoluta y desinteresada. Un día apareció por la “comuna” y a ella se adhirió vehementemente. Estudiaba en la Academia de Bellas Artes San Fernando de Madrid y su devoción por la pintura influyó bastante en algo que sucedió después y que ya narraré. Era poseedor de una particular mezcla de sexualidad y candidez que lo hacía encantador. Un viernes llegó a casa, lleno de entusiasmo, diciendo que había encontrado a alguien maravilloso, y que ambos habían decidido pasar el fin de semana de camping y luna de miel. Estaba de tal manera exultante que se podían oler las feromonas que exhalaba. Sin embargo, el domingo nos sorprendió su aparición... Su rostro entristecido y su actitud apagada nos hizo pensar lo peor. Algo terrible tenía que haberle pasado durante su aventura campestre. Naturalmente tan solo tardó unos minutos en relatarnos lo ocurrido. “Muchachos, estoy muy preocupado. Ya sabéis con qué entusiasmo inicié esa aventura. Pues bien, el resultado fue nefasto. ¡La primera noche solo me fue posible completar la faena siete veces seguidas! Eso está muy por debajo de mi marca, así que, deprimido y avergonzado, volvimos a Madrid esta mañana. Sin duda, algo muy malo me está ocurriendo.” Y no bromeaba. Estaba realmente acongojado. Por supuesto todos rompimos a reír con desaforo.

El domingo continuó entre traguitos y consuelos. En un momento determinado nos dijo que necesitaba ir al baño a “cambiarle el agua a los pajaritos” y a su vuelta se me ocurrió decirle algo que, de forma divertida, lo marcó para el resto del tiempo que duró nuestra relación: “Gustavo, espero que hayas tenido cuidado al sacudírtela pues, como habrás advertido, nos tienes el  techo  del baño absolutamente desconchado”.  A partir de ese jocoso momento , todo lo relativo a la potencia y dimensiones de su pene fue para los miembros de la comuna, naturalmente él incluido, motivo de chanza y exageración. Y quedo apodado, desde entonces,  como "rompe techos".
 
Salmerón
 
Mi amigo Salmerón, veterinario, formaba parte de los asistentes a nuestros “saraos nocturnos” y, por su bonita voz y su afición a cantar, sin duda era la persona a quien más se oía durante la  descarga de canciones que servía de apoteosis a nuestras reuniones.
José María Salmerón y yo

A pesar de que debía estar a las 6 de la mañana en la compañía de recogida de basuras donde   trabajaba hasta que pudiese revalidar su título de veterinaria, era siempre el último en abandonar la casa. Una noche en la que aquella gran copa de cristal, de la que hablo en mi capítulo anterior, había sido rellenada y vaciada de brandy varias veces, Salme se puso bastante “malito”. Sin notarlo se había pasado con el alcohol y a las 3 de la mañana nos dimos cuenta de que muy difícilmente iba a poder integrarse a su trabajo si no dormía aunque fuese un par de horas. Así que decidimos ponerle en un taxi tras colocar en sus calzoncillos una bolsa de plástico transparente llena de cubitos de hielo. Un rato más tarde, cuando el apartamento dormía el “sueño de los justos”, me despertó el estrépito del timbre del teléfono. Salté de la cama como empujada por los demonios,  con el eterno temor a que ese aparato me comunicara malas noticias de mis seres queridos  en Cuba. Entonces oí una voz casi irreconocible por la angustia que me decía; “Yolanda, he ido a orinar  ¡y se me está cayendo el pellejo de los testículos!” Tardé unos segundos en reaccionar. De pronto se hizo la luz en mi abotagado cerebro. “Tranquilo, amor, no es que se te caiga el pellejo, es la bolsa de plástico que Carlitos y yo te pusimos antes de irte. Estaba llena de hielo que ya debe haberse derretido, ¿no lo recuerdas?” Esto fue motivo de risas compartidas durante muchísimo tiempo.



Escarpanter


(Cuento esta anécdota a consciencia de que a algunas personas les puede resultar irrespetuosa. Conociendo, como conocí a este maravilloso individuo, que en paz descanse,  estoy segura de que, tal y como hicimos muchas veces, reiría con nosotros  ante su ingenuidad de aquellos días.)

Con José Escarpanter
Pepe Escarpanter era un hombre culto y encantador.  De una seriedad jovial, convirtió en su deber cuidar del resto de la comuna. Era nuestro Pepito Grillo. Había sido profesor en Cuba y tuvo la suerte, aparte de sus méritos, de lograr serlo también en España. Enseñaba Literatura Hispanoamericana y Teatro Español Contemporáneo en la Universidad Complutense de Madrid. Por supuesto, salvo en ocasiones, como la noche de la visita de José Bergamín o de la de Gloria Fuertes, él no asistía a nuestras reuniones nocturnas. Pero sí estaba siempre preparado, a la mañana siguiente, con su cafecito o su Alkaseltzer para ayudar a los damnificados y para disfrutar con los relatos de la noche anterior. Aunque era un buen hombre, un hombre serio, también era humano y con muy legítimos apetitos sexuales.

Una mañana nos extrañó no escuchar su grito de “¡muchachos, el cafecito!”.  La puerta de su habitación estaba cerrada y no se abrió por mucho que tocamos en ella. Finalmente decidimos que, para nuestra sorpresa, se había quedado a dormir fuera y cada uno fue encaminándose a su respectivo empleo. Tan solo yo, que en esos momentos estaba entre bolo y bolo con Cecilio Valcárcel, permanecí en la casa.

Un tiempo después oí abrirse la puerta de Escarpanter y acudí para saber que le sucedía. Entonces observé que, con el rostro descompuesto,  caminaba con dificultad hacia  la cocina. “¿Qué te pasa, Pepe, cariño?”,  “Nada, Yola, no te preocupes”, fue su contestación. Como no iba a quedarme con una respuesta tan obviamente falsa insistí hasta lograr que me contara la verdad. Y la verdad era que, la noche anterior, había sucumbido a la tentación de tener un desliz. Su acompañante, persona algo  viciosilla, sin duda, le había instado a ponerse en el pene una capa de la pomada  Vick Vaporub, con la pretensión de que aquello le mantendría la erección durante más tiempo. No sé si eso tenía alguna base científica pero el caso es que mi amigo se había despertado por la mañana con una tremenda y dolorosa inflamación en el prepucio. También en este caso recurrí a la socorrida bolsa de hielo y, afortunadamente, en un par de horas su problema estaba solucionado. “¡La primera vez que  me "desmadro" y mira lo que me pasa! Es cierto que en el pecado está la penitencia",  comentaba más herido en el alma que en el cuerpo. Como era de esperar, al volver el resto de los habitantes de la comuna, Pepe les contó lo sucedido y entre todos convertimos lo que pudo haber tenido muy malas consecuencias, en un motivo de risas y jolgorio. Así de íntima y sincera era nuestra relación.
 
Hervás
Carlitos Álvarez, otro "comunero", yo y, a mi izquierda,
Pepe Hervás

El actor José Hervás había sido, durante los seis meses de mi gira teatral con la Segunda Campaña Nacional de Teatro  (ver Instantánea 61), uno de mis mejores amigos y, desde la vuelta a Madrid, era persona asidua a nuestras reuniones nocturnas en Fuente del Berro.  Su juvenil sexualidad, algo altamente tabú en aquellos años de férreo control católico, lo hacía proclive a grandes e instantáneos enamoramientos y su poca “cultura alcohólica” lo convertía en víctima fácil de sus efectos. Por otro lado una joven y agraciada cubanita había comenzado, hacía poco,  a frecuentar nuestras “reuniones comunales”. Su larga melena negra, esa dulce forma de hablar tan cubana que arrebata los corazones de los extranjeros y su bonito cuerpo cautivaron, desde el principio, a mi querido compañero.

Ella era una de las adopciones de Carlos Rodríguez. (Ver Instantánea 60).  Recién llegada de Cuba, la había encontrado vagando por las tascas de Arcos de Cuchilleros, sola y asustada, y sin siquiera conocerla, la trajo a casa. Eso no era nada sorprendente ya que mi Carlos siempre ha tenido un corazón que no le cabe en el pecho. Hubo un tiempo en el que le dio por ir al aeropuerto de Barajas para apoyar en todo lo que le era posible a los exiliados cubanos que descendían, aterrados y en la más absoluta miseria, de los aviones de Cubana de Aviación.


Hasta tal punto llegaba su empatía que una noche en  la que Jesús tenía pase pernocta en la mili, de vuelta mi amor y yo del cine a la una de la mañana, hubimos de atravesar el largo pasillo del apartamento pasando sobre cuerpos de desconocidos, algunos vencidos por el sueño, otros acurrucados y temblorosos, hasta poder llegar a nuestra habitación. Ese día la comuna fue “parada y fonda” para al menos una veintena de cubanos.


El problema había sido que en Cuba les adelantaron, sin previo aviso,  un día la salida,  con esa total falta de respeto al individuo que siempre ha caracterizado al gobierno castrista y, ante la imposibilidad de comunicarse con el exterior, los viajeros  no consiguieron notificar el cambio a sus parientes o amigos aquí en España. Ni siquiera los grupos de apoyo, como el creado por El Centro Cubano, del cual ya he hablado en un capítulo anterior, (ver Instantanea 41) supieron de la prematura llegada.  Es decir que los pobres se veían abocados a quedarse en el aeropuerto incomunicados hasta la noche siguiente. Naturalmente nadie traía dinero para hacer ni una llamada telefónica. Así que todos ellos, liderados por Carlos, tomaron el autobús gratuito del aeropuerto y se encaminaron a nuestra comuna de Fuente del Berro. Aquella noche, de las camas y de los armarios de nosotros, los fijos,  volaron sábanas y mantas con las que pretendíamos aliviar el frio y la incomodidad de esos pobres seres que se arrebujaban por el suelo de toda la casa. Pero esta es otra historia.

Volvamos a Hervás y a la bonita cubana que lo tenía encandilado. Una noche, al ir yo a la cocina para preparar un piscolabis para los presentes, escuché un diálogo en el hall de entrada a la casa. Como las voces sonaban algo alteradas decidí acercarme a la puerta que comunicaba ambos espacios y averiguar qué sucedía. “Vamos, vente conmigo a mi casa”, decía una voz gangosa por los efectos etílicos. “Que no Pepe, que no”, le contestaba una dulce voz de mujer. “No me puedes hacer eso, cubanita”, sonó de nuevo la voz masculina. “Oye, muchacho, ya está bien. ¡Que no!”. Como  el tono femenino iba ganando en intensidad decidí intervenir y entré al hall justo a tiempo para ver a mi amigo depositar desmañadamente sobre la cómoda contra la que la chica estaba acorralada, un número incontable de preservativos por los que debía haber pagado un dineral, ya que solo se encontraban en el mercado negro. Las farmacias tenían terminantemente prohibido venderlos. “Mira lo bien preparado que vengo”, alegó exitado Hervás. La escena parecía sacada de uno de esos procaces sainetes que caracterizaban al famoso Teatro Shangai de Cuba, como recordareis, propiedad de mi señora abuela. (Ver Instantáneas 18 y 19)Supongo que harta de presiones, con voz ya desesperada, la muchachita contestó; “¡Que no es eso, socio, que lo que pasa es que soy lesbiana!” a cuya afirmación respondió mi amigo de la forma más surrealista que se pueda uno imaginar; “no importa, bonita, yo no soy racista”. Gracias a la tensión que en esos momentos se respiraba pude contener una carcajada. Fingí no haber visto ni oído nada y me las arreglé para romper ese desagradable momento trayéndome a ambos al salón con el pretexto de que estábamos extrañándoles.

Al día siguiente, cuando comenté a Hervás el suceso del que había sido protagonista, me juró, avergonzado,  no recordarlo en absoluto. Y es posible pues a veces el alcohol ingerido se evapora en la cabeza formando una impenetrable nube de olvido. Seguramente  lo que le sucedió a mi querido y siempre educado compañero fue un ataque irrefrenable de efervescencias juveniles.
 
El musical Hair
Hair


Nuestro Gustavo, "rompe techos”, se nos apareció una noche con un personaje muy peculiar. Un joven de larga melena rubia ceniza, alto, delgado  y con un rostro angelical que daba gusto mirar. Se lo había encontrado en una de sus rondas por el “Madrid la nuit”. Al intentar entablar conversación con él descubrió que tan solo hablaba inglés pero, aún así, en su chapurreado idioma de Shakespeare, logró entender que el rubio era artista y que estaba en España más solo que la una. ¿A dónde llevarlo entonces? Pues a la “comuna”, donde estaba seguro que sería bien recibido y, al menos conmigo, gracias a mi dominio de esa lengua, podría conversar y recibir la básica información que necesitaba para desenvolverse por la ciudad. Pero realmente la información la recibimos nosotros. No era aquella una noche demasiado concurrida ni bendecida por personajes importantes así que, siguiendo el clásico sistema de sentarnos en el suelo formando una rueda y pasándonos la imprescindible copa de brandy me lancé a la ardua labor de la  traducción simultánea. Entonces supe, y traduje, que era de Nueva York, que había sido hippie y que en la actualidad trabajaba en un musical llamado Hair. Por supuesto aquello a nosotros nos sonaba muy lejano. La censura, de nuevo la “maldita”, había evitado que en España se conocieran demasiados detalles sobre el movimiento hippie, al cual tachaban de sumamente pecaminoso, y tan solo los artistas habíamos oído hablar de aquella obra, Hair, inspirada en el “hipismo”, y siempre como algo prohibido y demoniaco. 


 A pesar de que se había estrenado, con éxito apoteósico, en Broadway en el año 67, y de llevar todo ese tiempo con carteles de no hay billetes,  la mayoría  los españolitos de a pie que poblaban el país ese  1970, no tenían ni idea de su existencia. Así que aquella noche recibimos generosa información sobre esos temas. Básicamente se trataba de una hermosa música, unos jóvenes artistas sin inhibiciones  y todo girando alrededor del pacifismo y del repudio a la guerra de Viet Nam. Ya llevábamos una hora de reunión cuando aquel muchachito me dijo de pronto que  se sentía muy cohibido con tanta ropa encima, que siendo hippie había descubierto la libertad física y psíquica que le proporcionaba el desnudo integral y que si no nos importaba le gustaría pasar  el resto de aquella encantadora velada así, DESNUDO. Hecha la traducción y tras el consentimiento del resto del grupo la noche terminó con una curiosa imagen: un grupo de jóvenes normalmente vestidos entre los que destacaba, con luz propia, un blanco y puro ángel desnudo. Y esto llevado por todos con la mayor naturalidad del mundo. Una nueva experiencia.

A la hora que el muchacho consideró prudencial, nos pidió permiso para vestirse en otra habitación. Decía que hacerlo en público le avergonzaba,  qué curioso. Después se colocó su chaquetón de flecos, se puso su sombrero y se despidió de nosotros lleno de agradecimiento y llevándose algunas direcciones de bares exóticos, pues de todo había en ese Madrid indomable. Nunca más volvimos a verle.

Bien, ya conocéis algunos “pecadillos” de aquella panda de entrañables compañeros y amigos a la que me había reintegrado tras las agotadoras, pero instructivas, idas y venidas con la compañía de Cecilio Valcárcel y su Sereno debajo dela cama. (Ver Instantánea anterior)

Durante todo ese tiempo mi información sobre los acontecimientos políticos o artísticos se había prácticamente circunscrito a lo que Pepe Hervás, devorador diario del periódico matutino, me comentaba. Por ejemplo, la sentencia contra Mariano Ventura, de 18 años, y autor del primer secuestro aéreo en España, el cual había ocurrido en enero de ese 1970.

Pablo Picasso
En febrero, Chile había firmado un acuerdo comercial con Cuba, a pesar de la oposición de la OEA, de lo que aún de hablaba controvertidamente. Hervás, Cesáreo y yo sosteníamos frecuentes discusiones al respecto.

En marzo, el genial pintor malagueño Pablo Picasso, a pesar de  sus reconocidas ideas antifascistas, había donado a la ciudad de Barcelona 900 obras suyas, las cuales estaban comenzando a llegar para alborozo del régimen.

En abril, Paul McCartney anunció la disolución definitiva del grupo “Los Beatles”, causando la desesperación de sus infinitos fans.

En agosto, en la isla de Wight, Gran Bretaña, se había celebrado un apoteósico festival de pop al que acudieron más de 250.000 espectadores. Eran los últimos coletazos de ese movimiento hippie que había contagiado prácticamente al mundo entero.

En  septiembre, mientras trabajábamos en Valladolid, supimos que Salvador Allende había obtenido, por escaso margen, la victoria en Chile. ¿Qué pasaría ahora en ese contradictorio país?


En cuanto a mi profesión, grandes figuras acaparaban la atención del público y nuevos valores se abrían camino. Camilo Sesto (en esos momentos aún Camilo Sexto, con x) iniciaba su carrera en solitario con un “sencillo” que contenía dos canciones exitosas; Llegará el verano y Sin dirección, abandonando el grupo Los Botines al que había pertenecido.

Alberto Cortez, ese admirable cantante argentino pero casi constante residente en España, incluía en el LP Cómplices, una de sus más bellas y versionadas canciones; Distancia.

Nino Bravo, con su voz prodigiosa, colocaba en el mercado un autentico hit; Te quiero, te quiero.
 
Nino Bravo, Alberto Cortez y Camilo Sesto

Julio Iglesias había participado en el festival de Eurovisión en el mes de marzo, consiguiendo para España un muy digno cuarto puesto con  la canción, Gwendoline, la que se escuchaba continuamente y en todos los medios de difusión, llevando al joven y poco experimentado cantante a la fama.
 
 
En el cine, que continuaba con  su tónica general de mediocridad, Alfredo Landa, gracias a la película de Ramón Fernández  No desearás al vecino del 5º, film con el que comenzaba la temible época del destape, batía record de taquilla provocando  el encasillamiento en papeles cómicos y vacuos de un gran actor.  Pero, como una rosa brotando en medio de un erial, Buñuel rodaba Tristana, con Catherine Deneuve, Fernando Rey y Franco Nero, hermoso producto basado en la novela de Benito Pérez Galdós.
 
 
Y en noviembre de ese 1970,  al fin, ofrecían a Yolanda Farr  la oportunidad de debutar en Madrid con un buen papel y un reparto de primera. Sí señor, aquel mismo año el teatro Maravillas iba a ser el escenario de su “puesta de largo” madrileña.




Fotografia Jesus Alcantara
Yolanda Farr. Foto Jesús Alcántara.




Necrológica.


Carmen Montejo
Dos grandes actrices han muerto en estos luctuosos días. En Méjico, donde residía desde el año 42, Carmen Montejo falleció el día 25 del presente mes, a los 87 años,  esa hermosa mujer nacida en Pinar del Río, Cuba, pero nacionalizada mejicana. Fue notable su participación en la época de oro del cine de ese país, así como en teatro y televisión.

 
 
María Asquerino
 
Y en Madrid, dos días más tarde, el 27, España se despedía de una de sus más grandes figuras teatrales; María Asquerino.  Aunque fuese considerable también su trabajo en televisión, el teatro, al que amaba entrañablemente, fue su fuerte durante toda su vida. Hace poco menos de un año, la última vez que nos vimos, ya estaba muy deteriorada y segura de su muerte cercana. En estos momentos mi corazón está lacerado por la pérdida de esa gran actriz y compañera española de pura cepa. En el día de hoy, viernes 28, su cuerpo estará expuesto hasta la noche en el Teatro Español de Madrid. Sin duda toda la profesión está con ella en estos momentos, de una manera u otra.






Próximo Capítulo- Madrid me ama, yo amo a Madrid

Instantánea 66 - Madrid me ama. Yo amo a Madrid.

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El Palacio Real, la iglesia de Los Jerónimos y el Museo del Prado
Madrid es una hermosa y aristocrática ciudad, al menos una gran parte de ella.  Además de la tan celebrada zona de “Los Austria”, tiene esas calles Gran Vía y Alcalá que podrían destrozar las cervicales de cualquiera que se dedicara a observar, asombrado,  las infinitas estatuas y ornamentos que coronan sus azoteas. Es impresionante la sobria magnificencia arquitectónica de su Museo del Prado, de su Biblioteca Nacional o de su catedral de la Almudena, que por ese año 70 en el que aún se desarrolla  esta parte de mi historia, estaba en precarias condiciones (no teniendo lugar el inicio  de su restauración hasta 1975 y bajo la presión del Cardenal Tarancón),  pero cuyas líneas se adivinaron siempre majestuosas e inspiradas. O la iglesia y convento de los Jerónimos, otra víctima de un abandono tal durante los siglos XIX y XX que dejó la parte conventual  sumida en  un estado de deterioro doloroso hasta que, entre 2007 y 2011, fue restaurada e  incorporada al Museo del Prado.
 
El Arco de Cuchilleros y Luis Candelas
O la grandiosa Plaza Mayor que da acceso por una de sus nueve puertas al Arco de Cuchilleros, el cual conserva, según se dice, efluvios de Luis Candelas, ese bandolero nacido el año 1804 en el muy castizo barrio de Chamberí y condenado a morir por garrote vil en 1837. Se cuenta que este individuo nunca utilizó la violencia en sus muchísimos latrocinios y que, siendo un hombre aficionado al buen vivir, con asiduidad frecuentaba las tascas de esa emblemática zona madrileña. De hecho la mayor y más famosa taberna del lugar lleva por nombre, en su honor, Las cuevas de Luis Candelas. Sí, Madrid es una ciudad llena de historia y hermosa, sobre todo cuando se mira con unos ojos de los cuales, las  sombras de la soledad y la miseria han sido borradas por el trabajo, la amistad y el amor. Es decir, mis ojos en aquel último mes del año 70.
 
A partir del 19 de diciembre yo me dirigía cada día al teatro Maravillas, ubicado en la calle Malasaña. En él debuté, en esa fecha, con la función “El escaloncito”, de David Turner, dirigida por Antonio Amengual, con la fortuna de que  los críticos me trataran muy bien, a pesar de ser una desconocida para ellos. Las protagonistas eran una pareja de actrices que recientemente se habían hecho famosísimas a consecuencia de un exitoso programa de televisión; Los Martínez.Como suele pasar en esta profesión desde el invento de “la caja tonta”, un artista puede haber dedicado toda su vida al teatro, como era el caso de ambas, y no alcanzar la popularidad hasta que la TV le acoge y promociona. Ellas eran Florinda Chico y Rafaela Aparicio. Dos grandes profesionales y personas adorables. Bellos recuerdos guardo de ambas y del resto del reparto, Montserrat Blanch y Alberto Bové, prestigiosos veteranos, y Ana María Simón, Pepe Lara y Ramón Reparaz, jóvenes y prometedores. Todos me brindaron el apoyo que ellos consideraban necesario para una “cubanita” recientemente exiliada y “prácticamente novata”. La realidad era que yo no solía ir alardeando de mi currículum. Hacía tiempo que mi querido álbum de recortes de Cuba reposaba en un armario para único disfrute de mis ojos y estímulo de mi espíritu cuando me sentía desorientada o relegada. Entonces aquellas buenas críticas de teatro, aquellos retratos de mi trabajo en el Tropicana o en el Capri, aquellas imágenes y artículos sobre mis trabajos cinematográficos, eran mi sostén, mi impulso, susurrándome al oído, “venga, Yolanda, si lo conseguiste una vez, y no fue cosa fácil, volverás a hacerlo”.
Foto de El Escaloncito. De izquierda a derecha Pepe Lara, Ramón Reparaz, Montserrat Blanch, Yolanda Farr
Florinda Chico, Alberto Bové, Eduardo Martínez, Rafaela Aparicio y Ana María Simón
Solo al comienzo de los ensayos tuve un conato de problema. Alguien denunció al empresario por contratar a una extranjera, lo cual estaba prohibido. Pero se llevaron un gran chasco. Ese Gianini, para el que nunca tendré suficientes palabras de agradecimiento, me había conseguido tiempo atrás el carnet de “teatro, circo y variedades” del Sindicato Vertical del Espectáculo. Supuestamente para obtenerlo era necesario hacer una prueba y haber cumplido el Servicio Social, equivalente en las mujeres a la mili de los hombres, pero realmente se entregaba, en muchos casos, por “amiguismo”. Así pasó conmigo.
 
Carnet del Sindicato Vertical del Espectáculo
Es decir que, aparte de no haber dejado de ser nunca española, desde el principio estaba perfectamente  documentada. Aún así durante muchos años los compañeros siguieron creyéndome cubana, lo cual no me molestaba en absoluto pues mi alma fue y sigue siéndolo  en gran parte. Lo curioso del caso es que en el momento de la denuncia yo llevaba más de un año trabajando profesionalmente sin problema alguno pero, según parece, alguien me había tomado ojeriza y verme en un importante reparto y en Madrid despertó sus iras nacionalistas. Siempre ha existido y existirá este tipo de “personajillo”.
 
A finales de octubre de ese año 70 se presentaron en casa dos personas que se convertirían en mis íntimos amigos y eficaces representantes durante mucho tiempo; Antonio Collado y Mari Carmen Calleja. Desgraciadamente Gianini, según sus propias palabras, ya no me era de utilidad pues solamente estaba relacionado con el mundo de la música. Ellos me habían visto en Soria haciendo El sereno debajo de la cama,  les había interesado mi trabajo e inmediatamente me consiguieron el esperado debut madrileño. Su fe en mí fue la llave que me abriría muchas e importantes puertas. Antonio provenía de una familia dedicada al espectáculo por generaciones y Mari Carmen, su esposa, era una abogado amante de todo lo que tuviese que ver con el mundo de la farándula.
Con Mari Carmen Calleja y con Antonio Collado
 
Los Collado eran tres hermanos, Salvador, Antonio y Manolo y todos siguieron los derroteros familiares. Salvador se dedicó a la producción, Antonio a la representación y Manolo Collado pasó de productor a ser un  importante director  que convirtió a su esposa, la actriz María José Goyanes,  en una de las principales figuras del teatro en las décadas de los 70 y 80. La cosa es que, antes de terminar mi aventura con El escaloncitoya estaba contratada para hacer, bajo la producción de Manolo Collado,  la dirección de José Manuel Garrido, en el Teatro de La Comedia y prácticamente con el mismo elenco de la gira, Tiempo del 98, aquella obra tan comprometida que, formando parte del repertorio de La Segunda Campaña Nacional de Teatro, pocas veces pudimos representar en provincias a causa del veto de las “autoridades”.
 
Su autor, Juan Antonio Castro, había utilizado con maestría trozos de poemas y escritos críticos de personajes de la Generación del 98 como Unamuno, Azorín,  Machado o Baroja, los cuales se adecuaban perfectamente con los problemas de la España del momento, víctima aún de la dictadura franquista, ensamblándolos con canciones antiguas y chanzas muy actuales. Básicamente estaba constituida por una serie de escenas que iban desde el aguafuerte goyesco hasta la sátira quevedesca, pero todo muy bien engarzado. El resultado fue un producto revulsivo que en unos despertaba ovaciones y bravos y en otros repulsas y hasta pateos. Ah, los famosos pateos, ya desaparecidos del panorama teatral, pero que durante años lograron retirar de los escenarios a actores mediocres, a cantantes desentonados y a obras por algún motivo fallidas.
 
Yo llevaba principalmente la parte musical de la pieza y más de una vez, mientras entonaba, vestida de cupletista, una versión caricaturizada de la famosa canción Soldadito Español, fui víctima de insultos y pateos por parte del sector más conservador del público. En una ocasión, un señor muy de derechas arremetió contra mí desde el patio de butacas al tiempo que un “caballero español” saltaba de su asiento para defenderme. Ambos se liaron a gritos reivindicatorios y puñetazos lo cual nos obligó a bajar el telón. Aquella noche no se pudo terminar la función.  Esto sucedió en Madrid y  tras haber sufrido en mis carnes, antes del estreno y por primera vez, el despiadado mordisco de la censura, como narro a continuación.
Tiempo de 98 durante la gira.
De izquierda a derecha Carlos Canut, Juan Jesús Valverde, Julia Tejela. Emilio Berrio, Terele Pavez, José Hervás, Yolanda Farr, Mariasun Sordo, Francisco Valdivia, Concha Hidalgo y Eusebio Poncela
 Durante las pocas ocasiones en que habíamos representado en provincias Tiempo de98, aquella escena de la cupletista era distinta y mucho más provocadora. En la versión original yo salía envuelta en la enseña española y cantando La Banderita Española, un pasodoble que se había convertido en una especie de himno usado de fondo musical en las “juras de bandera” y los desfiles militares, exaltando con su letra los ánimos más patrioteros y nacionalistas de gran parte del pueblo. Lo que poca gente sabía era que la pieza pertenecía a una revista llamada Las Corsarias y estrenada en el año 1919. La cuestión es que los militares franquistas se habían apoderado, para uso exclusivo, de ese pasodoble, a semejanza de lo que los nazis habían hecho en Alemania, durante la Segunda Guerra Mundial, con la canción Lili Marlene. Por tal motivo y a causa de la forma caricaturesca en la que,  por supuesto a instancias del director y del autor, yo lo interpretaba, los censores decidieron, que aquello era una “ofensa a la bandera”, acto penado por ley, y o se eliminaba esa escena o prohibirían el estreno.  Esto sucedió durante el inevitable pase privado que toda función pretendiente a entrar en un teatro de Madrid debía ofrecerles. Como el autor no estaba dispuesto a permitir esa estúpida poda de su obra, tras largas conversaciones entre censores, autor y director, llegaron a un acuerdo; yo cambiaría la canción y prescindiría de la bandera.
 
 
Así que se me vistió con un absurdo traje de vedette lleno de plumas y me tuve que aprender en dos días Soldadito Español, canción que por algún motivo parecía no ofender la sensibilidad patriótica del régimen. Este hecho me hizo comprobar los desconcertantes designios de esos inevitables y temidos censores. (Y como estos individuos merecen una descripción mucho más detallada, en próximos capítulos seguiré narrando futuros encontronazos con semejantes prepotentes, en cuyas generalmente incultas manos se encontraba la profesión).  
 
Tiempo de 98 nos llenaba a los actores de emociones extremas, pues nunca sabíamos lo que íbamos a provocar en el espectador, contagiándonos  tensiones que llegaron a afectarnos personalmente. Terele Pavez, por ejemplo, cayó en una de sus primeras crisis paranoides. Un día, en escena y sin motivo alguno,  lanzó a la cabeza de un compañero una máquina de escribir que en ese momento  supuestamente utilizaba, pero con tal suerte para ambos que el proyectil no llegó a su destino. Otro día faltó a la primera función, alegando que se había quedado dormida. Cosa insólita en un actor. Una compañera primeriza tuvo un ataque de nervios en escena  ante su primer pateo. Con delicadeza y tratando de conservar nuestros personajes, la sacamos del escenario en medio de unos gritos y lloros que  el publico debió tomar como parte del montaje pues ni se inmutó. En fin, que hubo  a veces momentos terribles para todos.
 
Esta obra se estrenó el 22 de mayo de 1971 en el Teatro de La Comedia. Por cierto, con un controvertido pero apoteósico éxito.
 
Y acabo de darme cuenta que he saltado olímpicamente al año 71, pasando por alto mis navidades del 70 y, sobre todo, mi primer fin de año sobre un escenario español. Y os aseguro que aquella fue una experiencia maravillosa.
 
Fotografía de Jesús Alcántara
El día 24 de diciembre, según la costumbre, los teatros solo hacían la función de la tarde, de esa manera los artistas teníamos la oportunidad de pasar aquella fiesta tan familiar con los seres queridos. Es decir, que en la comuna se organizó una cena navideña llena de suspiros y lágrimas por nuestros ausentes, esos sufridos prisioneros del castrismo. Pero el día 31 no tan solo se trabajaba, sino que la función era una gran fiesta compartida con los espectadores. En la taquilla, junto con la entrada, los que acudían eran  obsequiados con una bolsa que contenía las doce uvas pertinentes, serpentinas, matasuegras, pitos y un botellín de sidra El Gaitero. Fuese la obra un drama o una comedia, diez minutos antes de las 12 se cortaba la representación, se conectaba con Radio Nacional de España, se pasaba el sonido a la sala por megafonía y ya fuese vestidos del siglo XV, con la ropa más actual o en el semidesnudo propio de las revistas, los artistas se mezclaban con el público y el intercambio de serpentinas o confeti era continuo. Hasta que llegaban aquellos famosos y complicados “cuartos” con los que el reloj de la Puerta del Sol intentaba avisar a toda España que iban a dar comienzo las 12 campanadas dedicadas a  transportarnos a un nuevo año. Y en medio del jolgorio general, todos nos esforzábamos en lograr lo prácticamente imposible; ingerir las doce uvas al unísono con unas campanadas que resultaban  demasiado largas o demasiado cortas. Indefectiblemente. Después, durante otros diez minutos, se armaba una locura de botellas descorchadas, lluvia de sidra, gritos, estruendo de pitos y matasuegras y demostraciones indiscriminadas de afecto. Pasada esa festiva interrupción se apagaban las luces de la sala, se bajaba el telón y comenzaba el “más difícil todavía”; recobrar el espíritu de la obra y el interés del respetable. Continuar el espectáculo. Hasta tal punto eran emotivos esos 31 de diciembre que incluso los actores sin trabajo en esa fecha subían al escenario de algún teatro para compartir con los compañeros y el público aquel momento mágico.
 
Y así de mágico fue para mí el fin de año de un 1970 que daría paso a un 1971  lleno de trabajo, parte del cual ya he adelantado,  sorpresas y alegrías. Garrafales alegrías, como pronto veréis
 
Necrológicas.
Una de las ültimas
fotos de José Sancho
Se van. Todos aquellos apuestos galanes de nuestro teatro, cine y televisión, se van poco a poco, dejándonos un panorama bastante desolado. El día tres de marzo falleció en Manises, Valencia, ciudad donde había nacido  en 1944, José Sancho. Su carrera es tan fecunda que solo mencionaré aquel “estudiante” de la serie Curro Jiménez, el cual tanta popularidad le aportó en los años 70. Infinidad de premios homenajean su carrera. Mencionaré únicamente el ACE al mejor actor que le fue entregado en Nueva York el año 2006 y del cual él estaba tan orgulloso.  Su poderosa voz trepidaba hasta en las últimas filas del anfiteatro romano de Mérida mientras interpretaba una adaptación teatral de  Memorias de Adriano, de Marguerite Yourcenar, bajo la dirección de José Tamayo. Pepe Sancho, un actor de “poderío”, cuyas características humanas y actorales dejan un agujero en la profesión muy difícil de llenar.

 
Próximo capítulo:¡Al fin, Dios mío, al fin!

Instantánea 67 - ¡Al fin! (Dedicado a los cubanos que han vivido este emocionante momento).

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Foto de Jesús Alcántara
Fue algo inenarrable. Una semana antes había recibido el telegrama anunciándomelo y desde entonces mi corazón no había bajado de las 120 pulsaciones por minuto. Morfeo, por su parte, había adoptado hacia mí una actitud arisca.
 
Ya llevaba más de un mes ensayando Romeo yJulieta, en versión del reciente nobel de literatura Pablo Neruda, cuando la ansiada noticia “rompió todos mis esquemas”. Ni siquiera podía concentrarme en mi personaje, hasta tal punto que Morera, el director de la obra, llegó a preguntarme qué me sucedía. No estaba acostumbrado a mis desconcentraciones ni a la media sonrisa que llevaba puesta continuamente desde unos días atrás. Durante las representaciones de Tiempo del 98 en el Teatro de la Comedia, Manolo Collado, el productor, me había ofrecido, con cierto pudor, hacer el papel de la madre de Julieta, María José Goyanes, en su próxima producción. “No te sientas ofendida, Yolanda, según el texto de Shakespeare la señora Capuleto tenía 13 años al parir a su hija”, me dijo a manera de excusa inútil pues una actriz está dispuesta incorporar personajes de toda índole, mayores o menores, castos o impúdicos. Realmente cuanto más dispares o ajenos al propio ser más apetecibles nos resultan. Al menos en mi opinión.
 
María José Goyanes
El supuesto problema estribaba en que María José y yo éramos contemporáneas, aunque ella tenía, y tuvo durante mucho tiempo, un aspecto adolescente y yo, siendo alta y angulosa, siempre había aparentado mayor. Estaba previsto estrenar en el Teatro Fígaro el 9 de octubre de ese 1971, justo el día después de la llegada a Madrid de las bellas mellizas alemanas y del estoico gallego de mi alma, es decir de mi madre, mi tía y mi padre.
 
¿Cómo podría describir mi estado mientras, aquella mañana del día ocho en el aeropuerto de Madrid, esperaba el siempre retrasado arribo del avión de Cubana? Los minutos se me hacían  horas que se enrollaban alrededor de mi cuello como una soga que me impedía respirar. Jesús, a mi lado, con su brazo sobre mis hombros, intentaba contener los temblores que me azotaban. Inútilmente.
 
Casi cuatro años habían pasado desde aquel diciembre de 1967 en el cual mi cuerpo, que no mi corazón, abandonase a la fuerza familia, amigos y vivencias de mi patria adoptiva, Cuba, obligada al exilio, como tantos y tantos cubanos, por los desatinos e injusticias de un lobo con piel de cordero que nos había engañado a todos; Fidel Castro. Casi cuatro años soportando la ausencia y ahora aquel lapsus de espera comparativamente corto me parecía inaguantable. Ay, la relatividad del tiempo…
 
Y entonces, desde una de las terrazas del aeropuerto, los vi descender por la escalerilla del avión. ¡Señor! No recuerdo cómo bajé las escaleras que me conducían  a la sala de espera. Ignoro quién o qué puso alas a mis pies pero la cuestión es que, mucho antes de que traspasaran la aduana, yo estaba ya ahí, sumergiéndome poco a poco en el charco que iban formado mis lágrimas de emoción, flotando sobre una nube de ansiedad, desligada de todo lo que no fuese devorar con los ojos y el alma aquella puerta.
 
Ante mis súplicas, los “comuneros” y los adictos habían quedado en casa, preparando allí la bienvenida, sin duda picados por el mosquito de la envidia a la vez que conmovidos por mi felicidad. Pero esa iba a ser una experiencia que yo quería vivir en la intimidad. Manana y Ramón, que nos prestó su coche para ir al aeropuerto, estaban organizando una fiesta para recibir a mi familia cuando me viniese bien. Ellos sabían que el día de mi estreno y los tres o cuatro siguientes no tendría ni tiempo ni ánimo para distracciones. Desgraciadamente mi amiga del alma,  Gladys Triana, que había llegado a España en Junio del 69, ya había partido para EEUU en busca de un ambiente más abierto y propicio para su pintura. España no era sitio para jóvenes y rompedores artistas de la plástica. Ni siquiera pudo asistir a la primera exposición de Jesús Alcántara, mi amor, que había descubierto su vocación pictórica seguramente gracias a la pasión por ese arte que yo le había contagiado. El acontecimiento fue en la sala Tramontana de Madrid, con buenas críticas y hasta varias ventas, cosa harto difícil para un joven primerizo. Lo cierto es que todo el que veía  sus cuadros quedaba admirado por su originalidad y pasión colorista tan tropical, cosa sorprendente en un español. 
Bodegón. Pintor Jesús Alcántara
Su afición inicial había sido estimulada por mí y por el pintor,  amigo y asiduo de la “comuna”, Gustavo del Valle, “rompe techos” (ver Instantánea 65) y posteriormente por las palabras y consejos de Gladys, quien desde hacía ya años se entregó a la pintura con una devoción casi sacerdotal.  Con ella Jesús solía asistir a la escuela de grabado de San Fernando o al popular Rastro madrileño, donde  ella y varios otros pintores jóvenes exponían, los domingos, parte de su obra en plena calle. Muy al estilo del eternamente bohemio barrio de Montmartre, Paris.
 
Gladys Triana y yo en el Rastro
También esto tengo que agradecer a Gladys Triana, aquella mujer que con su amistad me sacó, en uno de los momentos más negros de mi vida cubana, del abismo de sombras y soledad al que el castrismo me había arrojado cuando, tras la detención de mi primer amor, Homero Gutiérrez, se dictó contra mí y mi trabajo un arbitrario veto que casi acaba con mi carrera y hasta con mi existencia. Pero sobre esto ya he escrito con anterioridad. (Ver Instantánea 27). Desafortunadamente el destino nos marcó a ambas caminos divergentes, imposibilitando nuestros sueños juveniles de compartir la vida,  pero sin afectar  nuestra entrañable amistad que, por cierto, perdura hasta hoy a pesar del tiempo y la distancia. A ella sí hubiese querido tener a mi lado en la situación que se avecinaba. Su presencia hubiese sido de enorme alegría y apoyo para mi familia. Pero a lo largo de mi existencia he comprobado que las cosas se desarrollan generalmente según un plan ajeno a nuestros deseos. Y así hay que aceptarlo.
 
A pesar de  la reconfortante compañía de Jesús, mi espera en aquel aeropuerto de Barajas  se estaba haciendo cada vez más tensa cuando, al fin,  vimos que los viajeros, mayormente cubanos exiliados, tras pasar el control de aduanas y recoger el mísero equipaje que estaban autorizados a sacar de Cuba, comenzaban a salir por aquella puerta que para ellos era como la frontera definitiva entre la opresión y la libertad. Decenas de rostros desconcertados cruzaron ante nosotros y se oían conmovedores gemidos y llantos de los que aguardaban ese reencuentro, quién sabe durante cuánto tiempo. Y de pronto, tres frágiles figuras aparecieron entre la gente y una explosión de deslumbradora  luz celestial eclipsó para mí todo lo que me rodeaba. Sí, todo lo demás se desvaneció. Tan solo aquellos tres seres iridiscentes ocupaban la panorámica que mi corazón tenía la capacidad de captar. Con paso inseguro, agarrados apretadamente del brazo, como niños temiendo perderse, intentaban atravesar la barrera de cuerpos ansiosos que nos separaba.
 
Dos segundos tardé en llegar a su lado. Quince minutos tardamos en dejar de llorar y abrazarnos. De sus cuerpos brotaba un perfume a galán de noche, salitre y amor que yo inhalaba con la desesperación de un náufrago muerto de sed. Aquellos olores tan amados y por tanto tiempo ausentes… Mientras, la gente pasaba sorteando el entrañable grupo de cuatro figuras que parecían querer eternizar el momento. Hasta que la voz de Jesús nos hizo reubicarnos en el tiempo y el lugar. Eran las 11 y media de la mañana. Solo entonces tuvieron lugar las presentaciones. Afortunadamente Jesús, con su rostro angelical y su dulce y embaucador acento andaluz, se ganó, prácticamente desde aquel primer instante, el cariño de esa familia mía tan proclive siempre al afecto.
 
A pesar del cansancio que sabíamos les embargada, decidimos, tal cual estaba planeado, llevarlos directamente a la “comuna”, donde comuneros y adictos estaban ansiando recibirles. Mi intención era que, desde el primer momento, se sumergieran en un baño de amor generalizado, que sintieran como todos los que me querían, y eran bastantes, también les querían desde hacía mucho tiempo.
Primera foto de mi madre, mi padre y mi tía
en la "comuna"
 
Tras momentos emocionantes y un banquete pantagruélico, el cual a causa de sus estómagos empequeñecidos por los nervios y la estricta dieta  cubana  apenas probaron, a las 5 de la tarde les llevamos al apartamento que Jesús y yo habíamos alquilado y habilitado para ellos. Era un agradable lugar muy cercano a la “comuna”, en la zona de Ventas, franqueado por árboles y de fácil acceso. Desde allí, cuando estuviesen repuestos y centrados, podrían desplazarse por el Madrid de su juventud, en busca de los lugares y las personas que habían sobrevivido en sus corazones. Nuestros cuerpos se negaban a separarse. Nuestros ojos se clavaban los unos en los de los otros, buscando el regalo de fundirnos con esas almas que adorábamos. ¡Teníamos tantas cosas que decirnos y un retraso de tantos besos que darnos! Pero como la fecha de la tan esperada llegada no había resultado idónea, aquella misma tarde, a las 6, yo hube de dejarles. “Jesús se quedará con vosotros hasta que os durmáis, y mañana por la mañana estaremos aquí de nuevo,” les dije al salir. Y la escena de la despedida fue, absurdamente, casi tan dramática como la acaecida cuatro años atrás en nuestra casa de 70 y 13, Ampliación de Almendares.
La familia Mariño-Pfarr, al fin, en Madrid
Con el corazón oprimido, dividido entre la tristeza de alejarme y la alegría de tener asegurado el reencuentro, salí hacia el Teatro Fígaro para atender a la ineludible obligación de participar en un ensayo general que duraría sabe Dios hasta qué hora de la madrugada, ya que al día siguiente, 9 de octubre del 71, estrenaríamos en el teatro Fígaro el tan complicado y carísimo montaje de la obra Romeo y Julieta.
 
Pero aquello no me preocupaba. Lo único realmente importante era que la familia Mariño-Pfarr, vencedora de tantas escaramuzas, estaba nuevamente reunida y ya nada malo podía pasarnos.
 
Próximo capítulo. Ni el mayor fracaso podía afectarme.

Instantánea 85 - Homenaje a Analía Gadé

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Analía Gadé

 
En este capítulo tan solo quiero hablaros de cuando conocí a María Esther Gorostiza, bellísima mujer y ser humano admirable. Aunque tal vez debo empezar diciendo que su nombre artístico es Analía Gadé.

Analía Gadé
 
Nacida en Córdoba, Argentina, en octubre del año 1931 ganó, siendo una adolescente, un concurso de belleza. En mi opinión, podía haber ganado todos los certámenes a los que se presentara. Poseída por el espíritu de la farándula, años más tarde contrajo matrimonio con un conocido actor de aquel país, Juan Carlos Torry, y juntos formaron una exitosa compañía de teatro. Por fortuna para nosotros los españoles, el matrimonio no duró mucho y Analía, huyendo de malos recuerdos personales, decidió venirse a una “madre patria” que la recibió con los brazos abiertos, colocándola desde el principio en el lugar privilegiado que se merecía gracias a su belleza, su simpatía y su buen hacer. Aquí se unió sentimentalmente a otro actor reconocido y admirado, entonces y hasta la hora de su muerte acaecida en noviembre del 2007, Fernando Fernán Gómez. Tampoco esa pareja duró mucho. Yo creo que aquella mujer era demasiado importante para que un hombre pudiera evitar convertirse, a su lado, tan solo en el “marido de…” Y ya se sabe lo mal que los señores aceptan esa condición. Sería agotador intentar enumerar su filmografía ni sus trabajos teatrales. Además, ese no es mi propósito. Lo que deseo es hablaros de aquel Asesinato entre amigosy de mi inmejorable relación con la famosa y hermosísima Analía Gadé.

Ella era la protagonista de la obra y yo la antagonista. El galán era un Ramiro Oliveros del que no tengo mucho que contar. Tanto porque su trato fue siempre distanciado como porque al mes de estrenar dejó la compañía. Algo nada lamentable,  pues entró a sustituirle un ser encantador, famoso por haber hecho para la  televisión una serie sobre la novela El conde de Montecristo, de Alejandro Dumas. Tal fue la aceptación popular del programa que el pobre se queja, aún hoy,  de que le hayan colgado para siempre el apodo de “el conde”. Se trata de José Martín, un caballero, un hombre culto donde los haya, una “rara avis” en el ambiente teatral.

Pepe Lara, un apuesto y joven actor malagueño, ex compañero en mi debut teatral en Madrid el año 1970 con El Escaloncito, (ver Instantánea 66), y amigo íntimo desde que yo donara sangre para una operación que hubieron de practicarle a corazón abierto, formaba parte del elenco, junto con el prestigioso genérico Alberto Fernández.

También en el reparto  estaba Paco Marsó, al que trataba desde la época del restaurante-espectáculo La Fontana donde habíamos compartido escenario y divertidas tertulias en la mesa de Alonso Millán, autor de los sainetes que componían Bailando se entiende la gente,y conversador empedernido. (Ver Instantánea 74). Lo he dejado el último porque, tanto ahora como en el futuro, su nombre aparecerá de forma intermitente en mi blog. Todo un personaje, Paquito. Para comenzar diré que aquel soltero y mujeriego empedernido que yo había conocido tiempo atrás, en el  momento en que compartíamos escena en Asesinato… era ya un hombre casado nada más y nada menos que con la gran Concha Velasco.
 
Concha Velasco y Paco Marsó
en Las Arrecogidas....
 
Según Paco contaba se habían conocido en  el año 77 durante los ensayos y posterior puesta en escena de Las arrecogidas del Beaterío de Santa María la Egipciana, de José Martín Descalzo, resultando ambos de inmediato víctimas de un flechazo de Cupido. Concha por aquellos días estaba soltera y embarazada y guardaba,  aun guarda, la identidad del padre de su hijo en absoluto secreto. Un secreto que, como es normal, no lo es para algunas personas. Pero cómo ni por asomo deseo levantar públicamente un velo tendido con tanto ahínco, ella sabrá por qué, su nombre no será revelado por mí. La cuestión es que a la pareja le vino de perillas el mencionado flechazo; Concha consiguió un cariñoso padre para su hijo y Paco un prestigio que se convertiría en fortuna cuando, poco más adelante, fuese  el eficacísimo mánager de la estrella.  

Pero regreso a las representaciones de Asesinato entre amigos.

 
Analía, Marsó y yo en
Asesinato entre amigos
Aquella obra, destinada en apariencia a ser el gran éxito teatral de 1979, por uno de esos insondables misterios teatrales, no lo fue. El texto era divertido, el final impactante, la dirección de Catena irreprochable, el decorado suntuoso, los actores estaban brillantes en sus papeles, pero de alguna manera el producto, a pesar de las estupendas críticas,  no interesó al público. En cuanto a Analía, no podía estar más hermosa y acertada en su interpretación. Desde los ensayos supe que nuestra relación sería inmejorable.
 
Una estrella como era, se ofreció para asesorarme en el vestuario y para enseñarme truquitos de maquillaje que nadie como ella, y Sara Montiel, dominaban en este país. Durante  las representaciones intentaba  en todo lo posible permanecer desapercibida mientras yo tenía mis escenas, es decir, no atraer  la atención del público, algo que ni remotamente los divos, y los que creen serlo, están dispuestos a hacer.

Era tal su dominio de la escena que, siendo yo testigo,  dejó esta anécdota para los anales del teatro.


De izquierda a derecha Analía, Alberto Fernández, yo, Ramiro Oliveros y Pepe Lara
 
Sucedió casi al final de la obra, en un momento en que su personaje debía disparar contra el mío. Es sabido que el sonido de los disparos se simula haciendo chocar dos tablas en medio de las cuales se ha colocado un detonador y que el regidor, entre cajas, es el encargado de sincronizar el sonido con la acción del actor. Pues bien, la noche del estreno, en la escena en que mientras yo la apuntaba con mi pistola ella alzaba la suya diciendo “y por eso, te mato” ningún sonido acompañó a su movimiento de apretar el gatillo. La situación no podía ser más tensa e inoportuna. Aquel era el momento crucial de la trama. Su primera reacción fue repetir la frase y el movimiento, pensando que el regidor había tenido un despiste, pero el resultado fue el mismo: el silencio. Entonces, en un arranque de espontaneidad y sin perder su personaje dijo, “pum, pum, y por eso TE MATÉ”. En ese momento yo me desplomé, según estaba marcado,  al tiempo que intentaba contener la risa, y del público, que por supuesto se había dado cuenta del problema, subió una clamorosa ola de bravos y aplausos. Así reacciona ante un imprevisto una verdadera actriz. Y así se lo agradece su público. Más tarde supimos que el detonador se había humedecido impidiendo su funcionamiento.


Analía, yo y Marsó
 
Asesinato entre amigos tan solo tuvo una duración en cartel de tres meses, y eso gracias a que nuestra fe en la función nos hizo aceptar la propuesta de bajarnos nosotros mismos los sueldos que, al empezar el tercer mes, nos hizo el productor, Julio Kaufmann. ¡Nos lo pasábamos tan bien interpretando aquellos divertidos personajes y existía tan buena relación entre nosotros! Pero lo único que conseguimos fue alargar un poco la agonía. A finales de abril la compañía se disolvía con infinita tristeza general y con la confirmación de que al público no había quién lo entendiera. RIP Asesinato entre amigos.

Muchos años más tarde, en 1999, Analía sufriría un infarto cerebral que, aunque no le dejó secuelas físicas, sí mermó algo sus facultades. Aún así, aquel mismo año, volvió a la escena interpretando, en el teatro Albéniz, Las mujeres sabias, de Moliere. Cuando la visité en su camerino se arrojó a mis brazos llorando al tiempo que me confesaba las dificultades que había tenido para volver a memorizar el texto de esa obra que ya había protagonizado, unos años atrás, en el teatro Nuevo Apolo. También me contó que llevaba tiempo trabajando pertinazmente con una logopeda pues temía que su vocalización hubiese perdido fluidez. No era así. Su belleza y su dicción seguían siendo perfectas pero el público nunca podría adivinar el trabajo que aquello le costaba. He aquí un ejemplo de lo que un espíritu fuerte y una férrea devoción pueden conseguir.


Escena de Las mujeres sabias. Año 1984
De izquierda a derecha Alfonso del Real, Analía Gadé. Amparo Baró y Laly Soldevilla
Foto Jesús Alcántara
 
Pasado el gran susto que acompañó su regreso a la escena, Analía continuó algún tiempo haciendo funciones, siendo una de las últimas El dulce pájaro de la juventud, de Tennesse Williams. Con tanta profundidad había horadado su alma el gusanillo del teatro que consideraba que la vida, fuera de las tablas, era algo sin sentido. Por desgracia sufrió un nuevo accidente vascular y, aunque esta vez se trató tan solo de un micro infarto, sin duda eso hizo brotar en ella las dudas e inseguridades que noquearon  a ese gusanillo teatral que, mientras  te corroe,  te va inoculando la voluntad de una entrega, a veces, rayana  en la exageración.

Analía, yo y el periodista Jesús María Amilibia, otra gran persona y amigo. 

Hace ya años que Analía Gadé se vio  forzada a retirarse de las tablas. A pesar de esto la afición sigue manifestándose en su continua asistencia a los estrenos, y su bondadoso carácter en sus posteriores visitas y felicitaciones a los actores en sus camerinos. Esa mujer es un ejemplo de que la belleza interior y la exterior pueden convivir en el mismo ser.

En el próximo capítulo os contaré, entre otras cosas, como unos meses después de terminar Asesinatoentre amigos sufriría en mis carnes, durante meses, el malévolo invento de Los Festivales de España.

 
Foto Jesús Alcántara

 
Próximo capítulo. Los Festivales de España.

Instantánea 86 - Los Festivales de España.

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Foto Jesús Alcánta
En España, aún en la actualidad, muchos jardines y lugares históricos se transforman en teatros al aire libre en la temporada de verano. Durante el año 79, en el cual se desarrolla esta parte de mi narración,  funcionaban con mucha más intensidad aquellas giras que llamábamos Festivales de España y que, a precios módicos, daban la oportunidad de disfrutar de montajes teatrales, tanto de clásicos como de autores contemporáneos, a los habitantes de ciudades y pueblos del interior del país.  Además, y muy importante,  ofrecían trabajo al gremio teatral  en unos meses en los que, tanto la producción televisiva como la escénica, casi desaparecía en un Madrid “cerrado por vacaciones”.


Manuel Fraga Iribarne
El auge de estos Festivales fue durante la década de los 60 y los 70, gracias al empuje de un hombre que en esos momentos era Ministro de Información y Turismo: Manuel Fraga Iribarne. Aunque más conocido por haber creado y promocionado los famosos Paradores de Turismo, era también un reconocido aficionado al teatro.
Personaje controvertido dentro de la política de aquellos años, por unos visto como una promesa de aperturismo y por otros como un gallego derechista y despótico, lo cierto es que fue fiel a sus ideas hasta la hora de su muerte, acaecida en 2013.  Se cuentan de él mil historias, por ejemplo que, gallego hasta la médula,  era capaz de recitar de memoria los nombres de cada caserío, villorrio, pueblo o ciudad de Galicia. Lo indiscutible es que era un político adelantado a su época y que poseía un talento especial para las relaciones públicas.  Será por siempre recordada su forma de enfrentarse a un suceso acaecido en 1966. 
Fraga, en su juventud, con Franco
Dos aviones americanos, un B-52, portador de cuatro bombas de hidrógeno, y un avión de aprovisionamiento KC-135 chocaban sobre la provincia de  Almería cayendo los artefactos sobre territorio español.  Tres de ellos fueron a dar a tierra y uno  se hundió en las aguas de Palomares.  A pesar de que las bombas caídas en  tierra firme fueron inmediatamente recuperadas por el ejército norteamericano y de que ambos gobiernos, americano y español, aseguraban que no había surgido ninguna fuga radiactiva, (información que ahora se sabe fue incierta) aquello provocó el natural espanto en la población. Sobre todo entre los habitantes de Palomares, ya que el artefacto caído en el mar cercano no se lograba localizar.
Saliendo de las aguas de Palomares
La reacción de Fraga fue organizar una gran campaña informativa en la cual se le veía, junto al embajador norteamericano, bañándose tranquilamente en esa playa  con el propósito de demostrar al pueblo que aquello no conllevaba ningún peligro. Y surtió efecto. (Esa cuarta bomba tardó muchos días en ser recuperada).

Todo esto que he contado sucedió en la dictadura de Franco. Tras su muerte, Fraga fue nombrado vicepresidente y Ministro de Gobernación de Carlos Arias Navarro, el primer presidente de gobierno bajo el reinado de Juan Carlos.

Durante el tiempo de su mandato en este Ministerio ocurrieron varias cosas que debilitaron su imagen de reformista y hombre de centro. Entre ellas los sucesos de Vitoria, donde la policía armada mató a cinco obreros e hirió a otras cien personas; y  su radical negativa a permitir que los trabajadores se manifestasen el Primero de Mayo.


Fraga con el líder comunista Santiago Carrillo
Posteriormente, en el 76,  fundó el partido Alianza Popular al que definió con estas palabras; “este partido trata de ejercer una acción que tienda a que una gran parte de las fuerzas conservadoras del país formen un grupo que acepte las reglas democráticas y del "sufragio”. Y en el 78 fue uno de los colaboradores en la redacción de la Constitución Española, es decir uno de los “padres de la constitución”.

Como he dicho, un personaje controvertido al que no se le puede negar su preponderancia en el mundo político y su buena disposición para con el mundo de las artes.

 Y ahora os voy a contar cómo y porqué, un día de abril de aquel año 79, poco después de los “funerales” por Asesinato entre amigos, la muerte intentó hacerse conmigo.

Por fortuna Jesús había regresado de la etapa pasada en Milán, pintando bajo el mecenazgo de Doménico Rainieri. (Ver Instantánea 84). Gracias a Dios estaba ya conmigo. Aquella noche habíamos ido al cine, como siempre que teníamos tiempo y oportunidad. A la salida un fuerte cólico me atacó de repente pero, ya que el estómago había sido desde adolescente mi punto flaco, en un principio no le hicimos mucho caso. El problema era que el dolor no se calmaba con el paso del tiempo. Muy por el contrario se iba intensificando hasta llegar a convertirse en algo insoportable. Entonces decidimos ir a urgencias. Me realizaron un análisis de sangre que salió normal y, supongo que teniendo en cuenta mis antecedentes clínicos, no me hicieron más caso. Me diagnosticaron un cólico por ingestión de algún alimento en mal estado, me mandaron tomar un fuerte calmante, Nolotyl, y me enviaron a casa. Ante el asombro de Jesús no obedecí en absoluto lo de los analgésicos  pues aquel dolor no se parecía en nada a los experimentados con anterioridad y yo quería seguir su evolución. Y pasé una noche que no deseo ni a mi peor enemigo.

Jesús y yo celebrando
su vuelta de Italia
Al llegar la mañana llamé a mi médico de familia, como por entonces se le decía a aquel entrañable médico de cabecera que todos hemos conocido en nuestra vida, ese que era doctor,  psiquiatra y hasta muchas veces adivino. Cuando le conté por teléfono mis síntomas, "don Carlos", pues ese era el nombre del muy bendito, me dijo que volviese de inmediato a urgencias y que no me moviese de allí hasta que me hicieran caso pues lo que yo tenía era un ataque agudo de apendicitis. Así lo hicimos y en el nuevo análisis de sangre ya mis leucocitos se habían disparado a cifras astronómicas. Entonces fui ingresada para operarme de inmediato. Cuando vinieron a prepararme para entrar en quirófano, el joven enfermero me preguntó con una amplia sonrisa. “¿Tú no eres Yolanda Farr, la artista? Pues díselo al doctor Rodríguez Requena, el cirujano que te va a operar. Él tratará tu precioso cuerpo con mucha delicadeza.” Maldito lo que a mí me importaba en esos momentos el tamaño de la herida. Yo tan solo quería salir de aquel sufrimiento.

A pesar de estar drogada desde hacía algún tiempo insistí en que me dejarán bajar al quirófano por mis propios pies y así poder entrar en él erguida y decidida, como los cristianos penetraban en la arena del circo romano, dispuesta a enfrentarme a los leones, a los bisturís o a lo que se terciara. Se me concedió el capricho y andando fui hasta la aterradora mesa de operaciones. Eso sí, sostenida por mi amable enfermero. Lo último que recuerdo, tras sentir como por la vía que me habían puesto en el brazo entraba un líquido caliente, fue una voz que decía. “Oye, Requena, es Yolanda Farr, la artista, esmérate con ella”. Luego vino una oscuridad acogedora, tan solo rota por otra voz que repetía mi nombre y por la paulatina consciencia de un brumoso rostro desconocido al que bordeaba una luz mortecina. Me cuenta Jesús que en aquel momento abrí los ojos,  dije algo así como, “no me moleste, déjeme dormir”, y volví a sumergirme en la cómoda inconsciencia.  Así se perdieron  para siempre varias horas de mi vida.

 A la mañana siguiente todo había pasado. El cirujano me contó que la operación había salido bien, a pesar de lo dificultoso de extraer un apéndice que estaba necrosado y escondido tras un riñón. Luego dijo  que estaba viva por milagro. La septicemia había estado a la distancia de minutos.

 A modo de epílogo: don Carlos y el doctor Rodríguez Requena me salvaron la vida. Menos de veinticuatro horas más tarde daba mi primer paseo por los pasillos de la clínica y a los tres días dejaba esa habitación llena de las flores que mis amigos me habían llevado. Y menos de un mes después, en plena convalecencia,  estaba ya ensayando para esos Festivales de España  que me someterían a un auténtico tour de force.

 
 
 
Antonio Díaz Merat, ese muchacho que en el año 1968   fuese ayudante de dirección de Tamayo y que, como tal, me recibió en el teatro Bellas Artes para mi primera y fallida audición en España, (ver Instantáneas 51 y 52),  no siendo ya tan muchacho, se había convertido en director de prestigio. Él me llamo para hacer, como protagonista, tres obras de Alfonso Paso con los actores Fernando Delgado, José María Guillén, Carmen Robles y Luis Rojo.  No sabía en lo que me estaba metiendo.

Aunque he calificado los Festivales como malévolos, la realidad es que tuvieron una parte hermosa. A excepción de en algunos teatros convencionales, o desangelados polideportivos, la mayoría de las representaciones se hacían al aire libre, en ferias, en las ruinas de teatros romanos, o en los patios de derruidos castillos donde el público se sentaba sobre rocas o en sillas que se traían de sus casas. Era impresionante verlos entrar al recinto cargados con muebles, mantas y cojines.

Estos lugares solían abarrotarse y la concurrencia era agradecida y atenta. Gracias a Dios, pues trabajar en esas condiciones, con poquísima megafonía y soportando, incluso en pleno estío, el aire más que fresquito de las noches castellanas era muy difícil. Recuerdo como, en los intermedios entre escena y escena, algún compañero me solía esperar para calmar la tiritera que me dominaba, provocada por Eolo y por la nula protección que me ofrecía mi inevitable vestuario veraniego.
 
El tratamiento entonces era un traguito de coñac,  golpecitos en la espalda y masajes en brazos y cuello. Así la sangre volvía a circular a temperatura normal.

 Esperando el comienzo en las ruinas de un castillo.  Escenario bajo un torreón.  Foto picada de los improvisados camerinos

En esos momentos comprendía la razón por la cual la mayoría de los asistentes acudían provistos de unas acogedoras mantas. Allí, bajo el fulgor de la luna,  era una imagen sorprendente verlos compartiendo sobre sus regazos cobertores de todas clases. En otras ocasiones, como la vez que trabajamos en las ruinas del teatro romano de Sagunto, las emanaciones de aquellas antiquísimas  piedras, la belleza del  entorno, hacían olvidar las incomodidades. Aquel lugar no estaba aún remozado en su totalidad lo cual hacía más intensa la sensación de inmersión en el pasado. Pensar que en esas gradas, (caveas) se habían sentado, muchos siglos atrás, personas amantes del teatro, que sobre el escenario que pisábamos (scena frons) tal vez se habían representado, recién saliditas del horno, obras de Séneca, Plauto o Terencio, nos llenaba de emoción.

La peor parte de los Festivales era cuando tocaba trabajar en medio de un recinto ferial. Imaginad esta película; de fondo musical el vocerío de la multitud, el ruido de los carricoches, la pachanguera  música que brotaba de los altavoces y en imagen, una tarima levantada aquella misma mañana en una esquina y sobre la cual los actores, con unos gritos que frustraban sus esfuerzos por realizar un buen trabajo, intentaban por lo menos  hacerse oír. Las funciones debían comenzar una vez oscurecido el día y terminar antes de las 12 P.M., hora de las brujas y de la inevitable andanada de tracas y cohetes.  Aquello sí que era deprimente y estresante.


Con Fernando Delgado y José María Guillén en ¿Conoce usted a su mujer?
 
Aunque llevábamos tres obras, El cielo dentro de casa, Vivir esformidable y ¿Conoce usted a su mujer?, esta última era la de más éxito y  por lo tanto la que más se representaba.   Me encantaba mi personaje, esa mujer de doble personalidad, Isabel-Acacia, que me ofrecía la oportunidad de mudarme, de una escena a otra, la piel de una devota esposa por la de una peligrosa sicópata.

Mis compañeros no podían ser más encantadores. Carmen Robles, que en otros tiempos había sido una primera actriz, no era mi madre sólo en escena. Había extendido ese papel a la vida cotidiana y juntas llevábamos la carga de los larguísimos viajes y las malas experiencias. Incluso llegamos a compartir varias veces esa habitación de hotel tan difícil de encontrar, en los días de fiestas, en ciudades y pueblos.

De izquierda a derecha Guillén, Fernando, Carmen Robles y yo en Vivir es formidable.
 
José María Guillén era un conocido galán joven y un chico lleno de vitalidad. Siendo tan pocos de compañía, el director y productor no alquiló un autocar para los viajes, así que solíamos hacerlo en los coches particulares de los miembros de la compañía.  Díaz Merat y Luis Rojas lo hacían en el de Fernando Delgado, los técnicos en el de Joaquín Martos, el regidor, y Carmen y yo íbamos en el de José María, al que todos llamábamos Chema, y entreteníamos las horas del tedioso desplazamiento jugando a las películas,  a los personajes o a las adivinanzas. Así el tiempo y los kilómetros se hacían más llevaderos.




En cuanto a Fernando Delgado, eso era harina de otro costal. Actor en aquellos días muy popular por su continuo trabajo en T.V.E., era uno de esos seres a los cuales, poseedor de no se sabe qué misterioso poder, era inevitable querer hiciese lo que hiciese. Y señalo esto pues, a veces, había motivos para arrearle más de un buen cocotazo. Este hombre tenía la costumbre de gastar bromas en escena a sus compañeros, bromas ingeniosas en ocasiones pero otras sangrantes. Una de esas chanzas, según dicen bastante habitual en él, era colocarse de espaldas al público, frente a su interlocutor masculino y, con una extraordinaria habilidad para no ser visto por los espectadores, apretar con una mano los testículos de su víctima mientras esta intentaba hablar. Esta bromita era famosa entre los actores que habían trabajado con él. Otra de sus ocurrencias, que voy a narrar a continuación, estuvo a punto de buscarnos un gran problema.


Con Fernando en la escena del cuchillo de ¿Conoce usted a su mujer?
En los laterales de los escenarios teatrales solía haber unas mangueras antiincendios, enrolladas y colgadas sin más en la pared, con el fin de que cualquiera tuviese fácil acceso a ellas en caso de necesidad. Una noche, durante una representación de ¿Conoce usted a su mujer? en el teatro de Torrelavega, Cantabria, en medio de una escena en la que yo, “poseída por mis demonios” le atacaba con un cuchillo, Fernando abandonó el escenario durante unos segundos pero tan solo  para volver con una de dichas mangueras abierta y arrearme un corto pero efectivo “manguerazo”. El público quedó encantado, el escenario hecho un asco y yo hube de hacer el resto de la función furiosa y empapada de pies a cabeza. Por supuesto el empresario del teatro montó en cólera pero, a los cinco minutos, tanto él como yo, estábamos de nuevo conquistados por su encanto y riéndole las gracias. Desde luego no era normal su poder para embrujar a la gente. De todas las personas que soportaron sus a veces pesadas bromas,  a ninguna he oído hablar mal de él. Fernando Delgado era un gran actor y un individuo encantador, pero en extremo peligroso en escena.

El fin de aquel verano del 79 fue también, para nosotros,  el de los Festivales de España y el de la Compañía de Teatro Popular, dirigida por Antonio Díaz Merat, con la cual conocí una España hasta entonces ignorada por mí.

Necrológica.

Myriam Acevedo
El día 23 de julio murió en Roma, Myriam Acevedo, actriz cubana de grato recuerdo para mí y para la mayoría de los habitantes de aquella rutilante ciudad de La Habana de los años 50 y 60. La admiré como la protagonista de Las Criadas, de Genet, de La ramera respetuosa, de Sartre y de La madre, de Gorki, pero nuestra relación se estrechó durante los ensayos de La noche de los asesinos, de PepeTriana, esa obra cuyo proceso de creación pude seguir, desde las primeras notas del autor, gracias a mi amistad con esa familia de artistas. Todos trabajos magníficos de Myriam, pero que, en mi opinión, quedaron eclipsados por su imagen existencialista, banqueta y ropa negra, mientras entonaba, con voz grave y sensual,  su inimitable versión de La Macorina en el pub El Gato Tuerto. Y con esa maravillosa visión de la Acevedo me quedo para despedir su presencia física en este mundo. Su recuerdo pervivirá siempre en la memoria y el corazón de todos los que disfrutamos de su trabajo o de su amistad.

 
Próximo capítulo. La Farr, ¿transexual?

Instatánea 87 - La Farr, ¿transexual?

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Foto Jesús Alcántara
 
En octubre de ese atareado año de 1979, Juan José Alonso Millán, el ingenioso autor de los sketches que componían  Bailandose entiende la gente, esa función  que con tanto gusto había interpretado en el restaurante-espectáculo La Fontana por el año 75, decidió volver a escribir teatro. Tras estrenar Compañero te doy, en diciembre del 78, se había tomado un año sabático. Como nuestra amistad continuaba en activo me pidió que participara en el proyecto y no solamente como actriz. Pretendía hacer una obra dividida en tres historias, todas relacionadas con la actitud de distintas personas ante el sexo.  Los misterios de la carne. Las dos primeras ya estaban escritas pero le faltaba una idea original y epatante para la última, de la cual yo sería protagonista. Así que pidió mi colaboración.  Inmediatamente se me ocurrió un tema sobre el cual estaba bastante informada a partir de mi participación en el ambiguo espectáculo del Music-Hall Topless. Mi muy cercana relación con gays,  entre los que se encuentran gran número de mis amigos y mis más devotos fans, me había hecho interesarme profundamente por sus problemas, tanto frente a la sociedad como frente a sus inquietudes personales, así que pensé que el tema de la transexualidad sería interesante y novedoso en el teatro.  

Yeda Brown
Desaparecido el Topless, gran parte de la profesión solíamos asistir a un cabaret llamado Gay Club donde se representaba, con mucha dignidad  a pesar de los escasos medios, un espectáculo de travestismo. Varios fueron los presentadores, los bailarines,  los travestis y hasta los transexuales que trabajaron en él. Y digo HASTA pues fue por esa época cuando se comenzaron a realizar en España las operaciones de cambio de sexo. Algunos amigos homosexuales decidieron, con admirable valentía, pasar por un trance que, en este país, aún estaba en “proceso experimental”. Yeda Brown, vedette del mencionado Gay Club, fue una de las primeras en tomar esa drástica decisión. Tras su cirugía sostuve con ella largas conversaciones al respecto y aunque me describió con todo detalle en qué había consistido el proceso, las imágenes son demasiado truculentas para plasmarlas en mi blog. Desde entonces he podido aquilatar la cantidad de valor y  desesperación  necesarios  para que alguien llegue a esos extremos.

Con Carla Antonelli
Pero fue una persona encantadora y bella la que con más sinceridad me abrió los ojos ante el terrible conflicto que implica tener un alma de mujer prisionera dentro de un cuerpo masculino. Ella fue Carla Antonelli, en aquellos tiempos travesti y en la actualidad mujer reconocida legalmente como tal, actriz, activista de los derechos de los LGBT (lesbianas, gays, bisexuales y personas  transgénero) y diputada a la asamblea de Madrid por el PSOE. Cuando un día, en una reunión con sus amigos más íntimos, nos confesó que estaba considerando realizarse el cambio de sexo, se me abrieron las carnes. Y se me rompió el corazón cuando, ante mi pregunta sobre si su pene no cumplía sus funciones y por eso quería prescindir de él, me respondió que aquel no era el problema en absoluto, que la cuestión era que su espíritu se sentía vejado al ver su pubis invadido por ese insolente colgajo, para más humillación poseedor de vida independiente, y que aquello hería a su sensibilidad femenina. Nunca olvidaré esas palabras suyas ni las sinceras lágrimas que brotaban de sus ojos al tiempo  que las pronunciaba.



Bibiana Fernández
Un caso muy semejante es el de Bibiana Fernández, antes Bibí Anderson y antes aún, Manuel Fernández. Fue en su  condición  de precioso muchachito que la conocí en Málaga a principios de los 70.  Esta persona, hoy hermosa mujer donde las haya, comenzó a trabajar como vedette travestida a mediados de la misma década. Esa ha sido, durante mucho tiempo, la única profesión a la que travestis y transexuales han tenido  acceso. Bibí llegó a realizar en escena un número de desnudo integral en el que no se veían en absoluto sus atributos masculinos gracias al truco, me imagino que doloroso, de introducir  sus genitales entre sus muslos, esconderlos entre nalgas y allí sujetarlos con esparadrapos. Aquel final de su striptease provocaba un estallido de clamores. Fue su participación en la controvertida película de Vicente Aranda Cambio de sexolo que la lanzó al estrellato. Esto ocurrió en 1977.  En la actualidad, sometida desde hace años a una vaginoplastia, ha conseguido encauzar su vida como mujer,  participando en numerosos films y programas de televisión e incluso contrayendo matrimonio con un cubano. Pero también ella, en sus inicios, sufrió la terrible dicotomía y hasta las burlas de aquellos que no podían aceptar que, a veces, la naturaleza comete terribles e injustos errores.
 
Menciono estos casos porque, al pertenecer sus protagonistas al mundo del espectáculo, son notorios.  Pero sin duda muchas personas sin imagen pública han pasado por este trance, seres que  soportaron durante su vida la marginación de una sociedad, y hasta de una familia, que les rechazaba, llegando incluso a catalogarles como “monstruos pervertidos”. Precisamente sobre un caso así versaría  el rodaje de un capítulo de la serie televisiva Tristeza de amor, del cual yo sería protagonista. Como el suceso era real, llevé mi labor de investigación previa hasta el punto de pedir que me fuese facilitado el conocer personalmente a los protagonistas de la historia. Fue una experiencia sangrante ver como aquel padre se negaba, empecinado,  a aceptar que su “hijo” era en esos momentos su “hija”, así como la tristeza de ella al sentirse rechazada por su propia sangre. Gracias a la gran audiencia que tuvo el programa, a la popularidad que ese medio proporciona y al respeto con el que traté el tema, recibí formidables críticas y se reafirmó, en una parte del público, aquella duda, aquella pregunta que, desde el Music-Hall, había estado pululando por ahí. “¿Es Yolanda Farr una transexual?” Realmente mi voz grave, la frecuencia con la que, durante una época, interpreté esos papeles y mis facciones angulosas podían, con unos gramos de imaginación y unas gotas de mala leche, apoyar esa suposición.

Mi nombramiento como madrina de los homosexuales en el Gay Club.
De izquierda a derecha Pierrot, Jorge Aguer, yo y Perla Cristal
Hasta tal punto fue grande mi popularidad dentro de ese mundillo que  el mencionado Gay Club  me brindó un homenaje, nombrándome Madrina de los Homosexuales de Madrid. Pierrot, sin duda alguna el mejor y más inteligente de los presentadores que por aquella sala habían pasado, fue el organizador del evento.

 Pierrot era un muchacho catalán, culto y con tanta clase que sorprendía verle inmerso en ese ambiente. A pesar de tener los estudios magisterio y la carrera de periodismo se había sentido atraído por el marabú y la lentejuela hasta el punto de abandonar todo lo demás.
 
Pierrot
Pero no le imaginéis vestido con plumas y lamé. Su indumentaria, su sello de presentación, consistía en un impoluto smoking blanco que favorecía su estilizada figura al tiempo que le hacía resaltar aun estando en medio de vedettes semi desnudas y provocativos y amanerados boys.

Grande fue nuestra afinidad y nuestra admiración mutua desde que nos conocimos. Siendo periodista,  como única concesión a su pasado, publicaba una revista dedicada al mundo gay  llamada, como él,  Pierrot, y en su portada y páginas interiores salí con frecuencia, tratada cada vez con mimo y gran respeto. Siempre recordaré a ese hombre con un afecto que, estoy segura, es recíproco, aunque tras su regreso a Barcelona nunca volviéramos a vernos.

 
Y ahora regresemos al momento en que alguien se ponía en la piel de un transexual, por primera vez, en el teatro español . O sea, volvamos al comienzo de este capítulo y a  “Los misterios de la carne”, la obra de Alonso Millán que estrenábamos en el teatro Valle Inclán en enero de 1980.

En el primer cuadro del tercer acto de Los misterios de la carne


Los tres actos de que se componía estaban protagonizados por el mismo actor; el gran Rafael Alonso. En cada uno de ellos su personaje era distinto y la actriz acompañante también. El primero consistía en un señor maduro que intentaba conquistar a una jovencita. Ella era Carmen Roldán. El segundo trataba del tedio y la monotonía matrimonial y la esposa era Marisol Ayuso, y el tercero, como ya os contaba, versaba sobre un individuo que se llevaba a la cama a una vedette de cabaret sin sospechar que se trataba de una transexual. El sorprendente final era que, ya en la habitación de un hotel,  ella le confesaba su condición y él, a su vez, reconocía por primera vez en la vida, sus ocultas tendencias homosexuales, estableciéndose entre ellos una divertida complicidad.

Con Rafael Alonso en el segundo cuadro del tercer acto de Los misterios de la carne
 
Aunque jamás se me reconoció el mérito, cosa que yo tampoco esperaba, esta última historia prácticamente era mi creación . Al menos el argumento.  Su desarrollo fue  saliendo durante los ensayos a base de improvisaciones, con el apoyo incondicional de mi compañero, y para total satisfacción de Alonso Millán que, en esa época, estaba pasando por un momento de vagancia creativa. El resultado final de la obra fue que Rafael Alonso estaba genial en sus tres papeles, Carmen y Marisol estupendas en los suyos y yo ideé para mí  un brillante personaje y una situación en la cual, tanto el actor como yo, tuvimos amplísimas posibilidades de lucirnos.

 
Nos mantuvimos varios meses en cartel, celebrados por críticos y público y lamento decir que, en este caso, el fallecimiento de la función no fue por causas naturales. Un buen día, a teatro lleno, el dueño nos anunció que no nos renovaría el contrato pues había vendido el local. Una sala de espectáculos menos para un Madrid que aún no había superado el difícil trance de la transición.  A pesar de ese abrupto final, me llevé de Los Misterios de la carne una de mis más gratas experiencias teatrales y la admiración de y por ese gran actor que era Rafael Alonso.

Como por fortuna la vida y mi carrera continuaban,  en el mes de Mayo de 1980 tendría la oportunidad de interpretar la deliciosa comedia de Woody Allen Play it again, Sam bajo el absurdo título de Aspirina para dos. Más adecuado hubiese sido el que se utilizó para  la versión cinematográfica, Sueños de un seductor, pero su adaptador, Juan José Arteche, tuvo esa genialidad algo surrealista.

Si queréis saber más sobre mi agitada vida tendréis que esperar a un próximo capítulo. Chao, amigos.


Necrológicas.
Fernando Alonso

Fernando Alonso
Así, más o menos con esta imagen, conocí a Fernando Alonso, el hombre que, en Cuba, me abrió las puertas al sueño de ser ballerina, aceptándome en la famosísima Academia de Ballet de Alicia Alonso allá por los lejanos finales de 1950. Mis recuerdos de él y de sus lecciones magistrales están tan vívidos en mí como si aquella época de battements y pas de bourrées hubiese sido ayer. Nuestra relación alumna-profesor fue lo suficiente cercana como para permitirme apreciar su generosidad y condescendencia hacia mis problemas técnicos, provenientes de una mala escuela previa. Sus palabras de ánimo, en los momentos en que Yolanda-adolescente se venía abajo ante la dificultad de corregir su viciada técnica, adquirían un valor superlativo al ser pronunciadas por una persona tan importante. Nunca olvidaré el día en que, tras mi accidente de columna y al ir a despedirme de él y de mis sueños de Copelias y Giselles, me dijo, “mira, gallega, mientras Alicia viva, en Cuba no habrá otra prima ballerina. Y tú, sea en lo que sea, estás destinada a ser la primera”. Mucho he leído en estos días, por internet, sobre su curriculum, pero aquí he querido plasmar un  rasgo de su gran humanidad. Nunca he olvidado, y nunca olvidaré, a ese estupendo profesor y cálido ser humano.

Para finalizar este pequeño homenaje citaré unas palabras, acertadísimas, de Yuris Norido: “Los maestros mueren sólo en una dimensión física. Los alumnos son garantía de su supervivencia.”



Guillermo Álvarez Guedes
Guillermo Álvarez Guedes.
Famosísimo actor cubano, uno de los primeros en abandonar Cuba tras el nefasto triunfo de la revolución, falleció en Miami, su patria de adopción, el día 31 de este mes de Julio. Mi amigo Arturo Arias Polo, periodista de El Nuevo Herald, publicó la noticia acompañada de estas palabras; “con su partida el mundo del espectáculo hispano pierde una de sus estrellas más versátiles, alguien que supo traducir el “cubaneo” de sus chistes a un idioma universal.” Poco puedo añadir a esto, salvo mi personal recuerdo de aquella entrañable persona con la que alguna vez tuve el gusto de compartir pantalla cuando ambos trabajábamos en Cuba para Gaspar Pumarejo. Que en paz descanse ese joven de 86 años.

Quiero aprovechar para agradecer a mis amigos de esa cubanísima ciudad de Miami su gentileza al informarme de lo que en ella sucede, tanto festivo como luctuoso. En especial a Juan Cueto-Roig, a Mequi Herrera, a Gelasio Rosales y a Nancy Fernández Novo,  quienes, con gran gentileza, se preocupan de mantenerme al día. Gracias, amigos.


Próxima Instantánea. Especial Vacaciones.

ESPECIAL VACACIONES

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¡Que lo paséis bien! Os espero de vuelta.
Yolanda Farr

Instantánea 88 - 1980

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Foto Jesús Alcántara

Interpretar Aspirina para dos (Play it again, Sam)fue una experiencia maravillosa. La obra de Woody Allen era una gozada. Aquellas situaciones en las que se mezclaba lo real con lo onírico eran a la vez inteligentes y divertidas. La disociación del personaje protagonista, Allan, ese individuo tierno, angustiado y débil que en sus ensoñaciones daba vida a su ídolo, Humphrey Bogart,  convirtiéndolo más que en su consejero en su “alter ego”, daba lugar para mucho juego. El resultado era que los personajes se desenvolvían en un mundo entre la realidad y la fantasía, un lugar lleno de ese ingenio mordaz del famoso autor, director y actor.



Nicolás Dueñas, Yolanda Farr, Antonio Iranzo
En el elenco estábamos Nicolás Dueñas, como Allan-Woody, yo, como Nancy- Deane Keaton y Antonio Iranzo, en una estupenda caricatura del “duro galán” Bogart.
 
África Prat, Andrés Resino, Loreta Tovar
Otros que formaban el reparto eran Andrés Resino, África Prat y Loreta Tovar. La delicada y acertada dirección estuvo a cargo de Ángel Montesinos y el estreno fue en el teatro Marquina el 9 de mayo de 1980.


 
Feliz de romper el encasillamiento en papeles de travestí o transexual que había soportado durante los últimos meses,  era enorme mi disfrute  mientras interpretaba a esa mujer tan humana que era Nancy y enorme mi goce al observar la reacción del público ante unos textos tan llenos de ingenio.

 
Una de las más conmovedoras anécdotas teatrales de mi vida tuvo como fondo esa función.

Al finalizar una complicada escena que había trabajado arduamente con el director, ya que mi personaje debía mostrar el proceso desde la sobriedad hasta la embriaguez sin caer en excesos u obviedades,  mi compañero  Dueñas y yo vimos como por el pasillo central del patio de butacas se iba acercando una figura que portaba algo en la mano. Por supuesto eso nos inquietó. Cualquier  intento de invadir el espacio actoral siempre inquieta y hay que admitir que yo era, en esos momentos, un personaje bastante controvertido, recién nombrada “Madrina de los gays” en un país que aún guardaba recelos y animadversiones contra los homosexuales. Pero nuestro temor duró poco.



Con Iranzo-Bogart en Aspirina para dos
 
Una vez llegado el hombre al pie del escenario, vimos que la mano que se alzaba hacia mí iba armada tan solo de una hermosa rosa roja en una ofrenda respetuosa y totalmente en silencio. Varias veces había sido objeto, durante mis actuaciones, de entusiastas lanzamientos de flores, pero la visión de aquel sonriente muchacho, solo y erguido en medio del patio de butacas  mientras, con gesto decidido, me ofrecía una rosa de tan intenso color que parecía relumbrar entre la penumbra, pareció detener  el tiempo. Así que, en medio de un silencio general y expectativo, hice algo totalmente prohibido por las leyes del teatro convencional: me acerqué al proscenio y, rompiendo la “cuarta pared”, recogí aquella flor. Una ovación premió mi gesto y la rosa me acompañó, amorosamente acurrucada en mi escote, el resto de la representación.
 
Con Nicolás Dueñas y Antonio Iranzo en Aspirina para dos
Siempre pensé que más tarde o más temprano aquel muchacho se identificaría, que intentaría establecer un contacto personal.  Pero me equivocaba. Jamás supe quién fue el entrañable admirador que, a partir de ese día dejaba, cada martes, una hermosa rosa roja para mí en la taquilla del teatro  El caso es que ese hecho, por su sencillez y belleza, se ha quedado grabado en mi memoria con más fuerza que muchos de los posteriores honores que se me dispensarían.

Aquel año estuvo plagado de buenos estrenos en Madrid y de grandes acontecimientos mundiales.

En marzo pudimos ver Kramer vs. Kramer, película dirigida por Robert Benton e interpretada por Dustin Hoffman, Meryl Streep y un niño que cautivó al público: Justin Henry. También en ese mes un film de ciencia ficción provocaría en sus fans una fiebre que estaba destinada a contagiar al mundo entero: Star Trek I.

En mayo, Stanley Kubrick nos conmocionó con El resplandor, (The shining). Jack Nicholson, envuelto en su imagen de enloquecido poseso, protagonizó durante tiempo las pesadillas de un público aterrado. Por fortuna, los cinéfilos teníamos la opción de gozar con la deliciosa Fama (Fame) y las vivencias de aquellos jóvenes estudiantes de la New York City High School of Performing Arts.

Un jovencito Pedro Almodóvar
En el mes de octubre se exhibía la “Opera Prima” de  un jovencísimo manchego;  Pepi, Lucy, Bom y otras chicas del montón. El director, que llegaría con los años a ser ganador de dos Oscar e infinidad de otros premios cinematográficos, era Pedro Almodóvar. Las protagonistas, tres jóvenes actrices, Carmen Maura, Olvido Gara (Alaska) y Eva Siva, lograron gran popularidad gracias esta película.

Y en el mes de noviembre se estrenaba en Madrid el controvertido e ingenioso film  La vida de Brian, (Brians life). Los protagonistas y creadores del guión eran los Monty Phyton, un grupo de comediantes ingleses. Esta parodia sobre la vida de un joven contemporáneo de Cristo, Brian, vapuleado por la intolerancia, el sectarismo y el dogmatismo del momento, llena de una obvia pero ingeniosa  semejanza con la vida del Mesías, estuvo a punto de no ser nunca filmada. La productora Emi Film, al serle presentado el guión, lo vetó calificándolo de “obsceno y sacrílego”. Fue el beattleGeorge Harrison quién hipotecó su casa y su estudio de grabación para crear su propia productora y financiar el altísimo coste de esa película inolvidable.

En los teatros madrileños, al tiempo que nosotros representábamos Aspirina para dos  en el Marquina, Paco Martínez Soria, en La Comedia, arrasaba con La tía de Carlos, de Brandon Thomas; en el Español,  Aurora Bautista, en una de sus entonces raras incursiones teatrales, hacía una impecable interpretación en La dama de Alejandría de Calderón de la Barca; en La Latina triunfaba la revista La marina tellama, con la gran Lina Morgan  y Anne Marie Rosier de supervedette; en el Cómico, para asombro general,  se seguía representando Sé infiel y no mires con quién, aquella comedia que yo estrenara en el Maravillas hacía ya una década y en el Teatro de la Zarzuela se podía disfrutar la ópera Don Giovanni, de Mozart, con un elenco de divos internacionales.


 
Pero la función más innovadora y deliciosa que había en la cartelera era una comedia musical de título El diluvio que viene. Sus autores, los italianos Garinei, Giovannini y Trovaioli lograron un espectáculo encantador basándose en la hipótesis de un nuevo diluvio universal. Su final, incluida una original aparición Divina en forma de blanca paloma, era todo un hallazgo que arrancaba ovaciones y  bravos. (Sobre esta escena y su paralelismo con el famoso aterrizaje de dos palomas sobre el hombro de Fidel Castro durante su primer discurso televisado en La Habana, aquel hecho que los espectadores tomamos entonces como una señal divina, escribo, desmitificándolo, en mi Instantánea 26. Leedla y descubriréis el truco.)

En cuanto a las efemérides mundiales de aquel 1980, una en especial me conmocionó como todo lo que tenía que ver con mi querida “expatria de adopción”, Cuba.  Aunque a retazos, la noticia del abrumador “éxodo del Mariel” logró traspasar la espesa “cortina de caña” con la que la dictadura castrista intentaba incomunicar a la isla con el resto del mundo.
 
Visión parcial de los jardines de la embajada del Perú
Todo comenzó cuando el 1 de abril seis cubanos estrellaban un autobús contra la verja de la Embajada del Perú y pedían un asilo político que les fue concedido. Como represalia por esa concesión, el gobierno retiró la custodia externa a esa delegación diplomática lo que propició que un enjambre de personas saltara las verjas y ocupara los jardines, negándose a abandonar el lugar hasta que les fuesen entregados salvoconductos para abandonar el país. 10.800 seres humanos se mantuvieron a la intemperie y en las más precarias condiciones durante días.

El gobierno del país andino estaba angustiado, pues le resultaba imposible atender a tan desorbitado número de demandas. Aquel dramático espectáculo dañaba  intensamente la imagen de Fidel y de su supuesto “paraíso socialista”. Así que, encolerizado y en uno de sus frecuentes arranques de soberbia, Castro anunció la apertura del Puerto del Mariel para los que quisieran irse, con la condición de que tendrían que ser recogidos y sacados de la isla en barcos.
 
Una de las 1600 embarcaciones que salieron del Mariel
Nunca imaginó el sátrapa que, durante los 5 meses que el puente estuvo abierto, 1600 embarcaciones trasladarían a más de 125.000 cubanos, principalmente a Miami. Un nuevo éxodo masivo que sufría mi querida isla, sólo comparable con el que, entre 1960 y 1962 protagonizaron 14.000 niños cubanos.

Marisela Verena
Pero de este hecho, esa operación Peter Pan de la que nada se comentó en Cuba ni en su momento ni después, hablaré en un próximo capítulo. Será mi pequeño homenaje a mi admirada amiga y cantante Marisela Verena, una de sus protagonistas, y a tantos otros niños que fueron enviados  por sus progenitores fuera de la isla, solos y prácticamente desamparados, ante el temor mayor de que les fuera arrebatada la patria potestad, como en esos días se murmuraba.

 Por supuesto otras cosas importantes sucedieron en el mundo en aquel 1980.

En enero el presidente norteamericano Jimmy Carter decretaba un embargo de cereales contra la URSS al tiempo que, en Moscú, era arrestado el eminente físico nuclear y activista de los derechos humanos Andrei Sajarov.

En Guatemala varios disidentes políticos españoles tomaban la embajada de España. La policía guatemalteca, en un acto de tremenda crueldad, quemaba vivos en su interior a 36 de ellos.

En junio y en EE.UU. tenía lugar el peligrosísimo incidente del “chip defectuoso”. Los centros de mando habían recibido un aviso de alerta sobre un ataque nuclear. Supuestamente 200 misiles lanzados desde la URSS se dirigían hacia ellos. Los ordenadores, enloquecidos, pasaban en instantes de unas cifras a otras, haciendo esto dudar a los técnicos. Por fortuna, tras consultar a los satélites, se pudo comprobar que aquello era un error cibernético. Un error que estuvo a punto de desatar una guerra nuclear.

En julio se celebraban en Moscú las XIX Olimpiadas de la Era Moderna. A consecuencia de la guerra fría, la gran celebración deportiva sufría el boicot de numerosas naciones, siendo tan solo 80 los países participantes.

En septiembre Saddam Hussein, presidente y dictador iraquí, ordenaba la invasión de Irán a consecuencia de las continuas disputas fronterizas.


 
Y a mediados de noviembre de ese 1980, vuestra narradora y amiga Yolanda Farr, Manolo Otero y Pastor Serrador estrenaban en Valladolid, como parte de una pequeña gira de rodaje, una obra que, por su temática, debería haber levantado ronchas en Madrid: Lady Mariposa.

Próximo capítulo. Una enrevesada historia de desafueros.

Instantáneas 89 - Una enrevesada historia de desafueros.

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foto Jesús Alcántara
 
 
Desde el momento en que Víctor Andrés Catena puso en mis manos el libreto de Lady Mariposa, del escritor novelVíctor Fernández Antuña, advertí que era una comedia de humor negro llena de posibilidades. Tres únicos personajes, ambientación lujosa y una trama inusual y atrevida. Tan solo necesitaba un somero “peinado” e impregnarla de un ritmo y un aroma de alta comedia. Así que, en el mezzanine del teatro Fígaro, ante una mesa de trabajo, Catena y yo nos dedicamos durante días a redondear algunas  escenas, limar un poco los diálogos y  trasladar la acción al Londres del momento. Por supuesto con el beneplácito del autor. Los tres personajes, supuestos arquetipos, eran el marido, su mujer y el amante de ella. Y digo supuestos por que la trama estaba llena de retruécanos. El argumento, a primera vista, era este; un maduro y sofisticado lord inglés, (Pastor Serrador) utilizaba a su bella esposa (Yolanda Farr) para atraer a jóvenes incautos que debían acabar sirviendo de alimento para la libido homosexual del marido. (El joven, en este caso sería Manolo Otero).
 
Manolo Otero, Yolanda Farr y Pastor Serrador en Lady Mariposa
 
Esto ya de por sí era bastante atrevido de cara a  la mojigatería que aún reinaba en España. Pero, a medida que se  desarrollaba la acción, la cosa se  iba complicando; el lord resultaba ser un asesino contumaz, la esposa una transexual y la supuesta víctima ocasional, un experimentado chulo cuyo modus vivendi era el robo y el chantaje. Como supondréis, con estos personajes la historia llegaba a enredarse  endiabladamente  y el final resultaba sorprendente y amoral.

Desde el comienzo de los ensayos el trío de actores nos convertimos en cómplices de aquella enrevesada trama que tanto nos divertía.   Catena, el infravalorado y cultísimo director al cual nunca me cansaré de alabar,  nos dio carta blanca en la construcción de nuestros tipos, con lo que constantemente surgían nuevos gags que enriquecían la obra. Realmente estábamos entusiasmados con “poner sobre las tablas” algo novedoso y polémico.



Pastor Serrador, Manolo Otero y Yolanda Farr en Lady Mariposa
Pastor Serrador era un actor estupendo. Su curriculum, amplio y exitoso, abarcaba desde los clásicos hasta los vodeviles, pasando por el cine y la televisión. Un auténtico caballero en la vida real, el rol del lord inglés le sentaba como un traje hecho a medida.

Manolo Otero era un chico encantador. A principio de los 70, antes de que viajara hacia América y allí afianzara su carrera de cantante, nos habíamos tratado con frecuencia, sobre todo en aquella cafetería de Televisión Española a la que los artistas acudíamos con la finalidad de “pescar” algún contrato. Disfrutábamos de una afectuosa relación que, cuando coincidíamos en un trabajo, como durante el rodaje, en el año 76, de la película El libro del buen amor,  se reavivaba y fortalecía.
Manolo Otero y María José Cantudo
 
Casado con María José Cantudo en el 73, el divorcio llegó en el 78. Tras esa separación, mi Jesús y yo intentamos varias veces consolarle mientras lloraba como un niño porque su ex le amenazaba con no dejarle ver al hijo de ambos, Manuel. Aquel fue un divorcio tormentoso del que la sosita andaluza salió, para sorpresa de todos, convertida en una vedette de revista; y Otero, el admirado galán y cantante, hecho un trapo, destrozado y buscando una nueva vida en una ciudad de Miami que le acogió con cariño, abriéndole de inmediato las puertas a un merecido prestigio.

La cuestión es que, en uno de los frecuentes viajes que hacía a España con la intención de ver a su adorado hijo, le ofrecieron Lady Mariposay, al decirle quiénes serían sus compañeros, no dudó en aceptar entusiasmado.



Otero y yo en Lady Mariposa
 
Comenzamos la corta gira de rodaje en Valladolid a mediados de noviembre y el 28 de ese mismo  mes debutábamos en el teatro Fígaro de Madrid. En esta ocasión no fue mi madre la que confeccionó mi espectacular vestuario, con gran frustración por su parte. Sus manos artríticas ya habían comenzado a darle grandes problemas y yo no podía soportar verla sufrir, sujetando a duras penas la aguja con dedos retorcidos y un gesto de dolor imposible de disimular en su querido rostro. Así que, cuando un famoso modisto canario, Antonio Nieto, se ofreció a realizarlo siguiendo mis diseños, acepté sin dudar. Y he de admitir que el resultado fue epatante. En verdad la imagen de los tres actores vestidos con las mejores galas y desenvolviéndose en un elegantísimo decorado de W. Burmann era algo poco visto en los escenarios de aquellos días. Prometedor, ¿verdad?

Pues no señor. El gran público dijo no. A pesar de las estupendas críticas, de lo poco corriente del tema, de la prestancia de los dos galanes, de la impecable dirección, de mi éxito personal de cara a la prensa y del reverdecer de mis laureles entre mis “ahijados” gays, (recordad que el año anterior había sido nombrada, entre grandes  alharacas, “Madrina de los Homosexuales”), en escasas ocasiones logramos tener un aforo decente. Aquello nos deprimía. ¡Tanto esfuerzo personal y tanto dinero invertido en el montaje para tan poco aprecio! Pero no podíamos ni sospechar que nuestra natural desilusión, a los dos meses del estreno, se iba a convertir en auténtica indignación.

 
Y antes de continuar la historia, incluyo un poco de información indispensable para que los desconocedores de  los intríngulis del teatro puedan comprender  y aquilatar lo sucedido.

 Fotos Banús March
 
A la hora de montar un espectáculo el “empresario de compañía” debe ponerse en contacto y llegar a un acuerdo económico con un “empresario de paredes”. Este último suele ser el dueño del teatro o el inquilino fijo y el acuerdo varía entre un tanto por ciento de las entradas o un alquiler semanal, generalmente desorbitado. También el tanto por ciento fluctúa. Según el prestigio de la compañía y la buena voluntad del “empresario de paredes”, este suele oscilar entre el leonino setenta por ciento para el teatro hasta bajar al cincuenta, es decir, a partes iguales con la compañía. Sin duda el reparto no es justo pues una producción debe amortizar grandes gastos de montaje y cubrir los sueldos de cada día.  Y no solo los de los actores. También está el equipo técnico, sonidista, iluminador, regidor, muchas veces maquinista y hasta sastra. En cambio los gastos del local se limitan al de la electricidad y a las miserables pagas que reciben los acomodadores y la persona que se ocupa de la taquilla.

Si la obra va bien no hay grandes problemas pues entra dinero para todos. Pero cuando el veleidoso público parece ponerse de acuerdo para no acudir, surgen los graves problemas. El empresario de compañía no tiene dinero para pagar a su equipo y el de paredes considera que, teniendo en cuenta la poca entrada diaria, no está ganando lo suficiente. Y, según nos enteramos más tarde, esa fue  la causa del drama que nos tocó vivir a mediados de febrero de 1981.


Yolanda Farr y Pastor Serrador en Lady Mariposa

Pastor, Manolo y yo solíamos reunirnos para tomar un café antes de dirigirnos a nuestro “centro de trabajo”. Una tarde, al acercarnos al edificio, notamos que las luces interiores y las de las carteleras estaban apagadas. Sorprendidos nos abalanzamos hacia la taquilla buscando un cartel que indicara al público lo que sucedía, temiendo enterarnos de que alguna catástrofe dentro del teatro impedía su apertura, algo muy grave de lo que, incomprensiblemente, no habíamos sido informados. Pero no encontramos ni aviso puesto en la ventanilla  ni señal de ser viviente alguno tras los cristales. Aturdidos nos dirigimos a la puerta de actores y comenzamos a golpearla intentando que alguien nos explicara por qué tres actores se encontraban en la calle, a la hora de la función, imposibilitados de entrar al local. Pero nadie respondió.
 
De pronto nos dimos cuenta de que la cosa podía tener graves consecuencias para nosotros. Estando aún vigente la Ley de Alteración del Orden Público, según la cual la suspensión de un acto debía ser notificada a la policía con un día de anticipación, bajo pena de multa y hasta encarcelamiento, decidimos llamar a un notario para  que levantara acta de que los actores estábamos presentes pero sin forma de acceder al interior del teatro para realizar nuestra labor.

 
Aquella fue la situación más desconcertante a la que me he enfrentado en la vida. El público que iba llegando nos rodeaba pidiéndonos una explicación que ni remotamente podíamos darle. La noche se fue cerrando sobre tres figuras encogidas de frio y asombro, sobre tres cerebros cuyos engranajes parecían chirriar a causa de lo desordenado y ya furioso de los pensamientos. Y allí nos mantuvimos hasta que se presentó la policía y pudimos poner la correspondiente denuncia.

Era ya madrugada cuando nos fuimos a nuestras respectivas casas. Durante dos días continuamos acudiendo al teatro a la hora del trabajo, en compañía de Fernández Antuña, el autor, de Catena y de un abogado amigo, por si las moscas. Dos días en los cuales ni Julio Matías, el dueño del teatro y directo responsable de lo que nos ocurría, ni nuestro empresario, al que ni siquiera conocíamos personalmente, tuvieron la cortesía de presentase y darnos una justa explicación. Se nos ocurrió la idea de hacer “una sentada” para lo cual conectamos con algunos de esos compañeros tan “contestatarios” a los que, tiempo atrás, habíamos apoyado durante la huelga de actores, jugándonos el tipo. Pero nadie se dignó aparecer ni por las cercanías del teatro. ¿Dónde estaba la tan cacareada solidaridad del gremio? Ante lo humillante de la situación, los tres actores nos pusimos de acuerdo en no involucrar a la prensa. No queríamos ver nuestros nombres envueltos en un escándalo público. Cuando algún amigo periodista llamaba para informarse sobre por qué el Fígaro estaba cerrado le decíamos simplemente que la compañía se había disuelto “por motivos de compromisos anteriores”. Al tercer día por fin encontramos la puerta de actores abierta y, como ladrones en nuestra propia casa, entramos en los camerinos y recogimos nuestros efectos personales. Al pasar por el escenario y ver el decorado casi desmontado, los hermosos ventanales arrancados  sin misericordia,  los negros agujeros de tristeza que su ausencia dejaba sobre las paredes, los muebles yaciendo en una esquina desmañadamente, como niños huérfanos y abandonados tras el paso de un tifón, mi corazón se estremeció.



Manolo Otero, Yolanda Farr y Pastor Serrador en Lady Mariposa
 
Para finalizar esta larga historia os diré que, como es comprensible, la compañía realmente se disolvió. Otero volvió a las Américas, Pastor puso una demanda judicial contra Julio Matías que, bastante tiempo más tarde, a causa de la consabida lentitud de la ley, para general sorpresa fue desestimada, y yo decidí que, sin darle más vueltas,  almacenaría el suceso en mi baúl de las malas experiencias. Pero eso sí, enriquecida  con el aprendizaje. Habían quedado patentes tres cosas; la falta de solidaridad que reinaba en esa profesión mía tan necesitada de ella, la incomprensible  carencia de rigor  de la justicia española y sobre todo la ausencia total de ética y consideración del “señor empresario de paredes” Julio Matías que, sin una palabra de aviso para los actores, sin una explicación, había tomado la drástica decisión de dejarnos literalmente en la calle. En cuanto a nuestro improvisado empresario de compañía, una de esas despistadas estrellas fugaces que a menudo pasan por esta profesión, salió de su primera experiencia teatral como gato escaldado y  nunca más se supo de él.

Pero ni por asomo aquello era lo peor que ese mes de febrero de 1981 nos tenía deparado. Tan solo unos días más tarde ocurría algo que pondría a España y a su frágil proceso de democratización al borde del abismo.
 
Próximo capítulo: España al borde del abismo.

Instantánea 90 - España al borde del abismo.

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Primera parte
(23 de febrero de 1981. Los preliminares)





Foto Jesús Alcántara
 “Algo debe estar sucediendo por Carrera de San Gerónimo. Están pasando varios coches de policía hacia Paseo del Prado”. Era la voz de Johnny, el camarero del café Dorín en el cual nos encontrábamos. Como casi cada tarde, a esas horas la clientela estaba formada  por alguna pareja que disfrutaba de esa merienda tan castellana compuesta por chocolate y churros y por actores en paro o jubilados.  Ya que ni en las mesas del fondo, donde estos últimos se reunían a jugar al mus o al dominó, ni en la parte de delante, en la cual nos encontrábamos Jesús, yo y un grupo de amigos, se prestó atención a sus palabras, Johnny abandonó su puesto de observación en la puerta del local y pasó por nuestro lado displicentemente para reintegrarse a su trabajo tras la barra. Pasado un largo rato alguien penetró agitado en la cafetería, y rompiendo nuestra siempre amena charla, lanzó  esta noticia: “Los militares han tomado el Congreso de los Diputados y hay tremendo follón de policía y prensa en la puerta”.  Sin duda algo gordo estaba pasando y nosotros, que solíamos reunirnos por esa zona cercana al Congreso, nos encontrábamos sin quererlo en el meollo de la acción. Las opiniones del grupo se dividieron entre acudir a ver qué sucedía o dirigirnos a cenar hacia nuestro acostumbrado restaurante Hylogui, situado en las cercanías del Congreso, y desde allí irnos enterando de los acontecimientos entre ricas sopas de pescado, escalopines, boquerones fritos o cualquier otro sencillo manjar regado con el acostumbrado vino de la casa. Con toda la inconsciencia del mundo eso fue lo que hicimos y, debo decir que no fuimos los únicos pues otras muchas mesas del restaurant estaban ocupadas por los clientes habituales.

Creo que la mayoría del pueblo tardó horas en aquilatar la gravedad de lo que estaba ocurriendo.  El maitre nos iba pasando la información que obtenía a través de una radio que había en la cocina y así nos enteramos de que la cosa tenía todos los visos de ser un golpe de estado. Aquello era muy inquietante de manera que el grupo se disolvió y cada cual se fue a su casa para seguir los acontecimientos por los medios informativos. Al parecer el futuro de España se estaba jugando en esos momentos. Aunque parezca increíble,  las calles de Madrid estaban tranquilas, tal vez demasiado tranquilas, sumidas en ese estado de paz que suele preceder a grandes acontecimientos, pero el metro de la ciudad funcionaba con toda normalidad.  Una vez llegados a nuestro hogar, Jesús, mi madre y yo, como la inmensa mayoría de los españoles, pasamos aquella noche en vela, sentados con avidez frente a un televisor que hasta las 10 de la noche, cuando Iñaki Gabilondo, director de los informativos de TVE, dio el primer parte oficial, tan solo emitía música militar sobre la imagen de la carta de ajuste. Únicamente la cadena radiofónica Ser intentaba trasmitirnos la poca información de la que se disponía fuera del Congreso. De ahí que esa noche sea conocida como “la noche de los transistores”. Ante aquella aterradora desinformación solo se podía rogar para que la intentona fracasara y nadie nos robara esa democracia que estábamos comenzando a disfrutar.

Segunda parte.
(Dentro del hemiciclo)

Tejero en la tribuna. La foto más emblemática del golpe de estado

A las 6 y 22 de la tarde del 23 de febrero de ese 1981, irrumpía en el abarrotado Hemiciclo del Congreso de los Diputados de Madrid, ante el total desconcierto de las personas allí reunidas,  un grupo de guardias civiles armados con subfusiles y al mando del teniente coronel Antonio Tejero.  La  primera acción del individuo fue dirigirse a la tribuna, pistola en mano, y desde allí lanzar unas palabras que permanecerían por siempre en el recuerdo de los españoles: “¡Quieto todo el mundo!” seguido de un grito de “¡Al suelo!” que incrementó el desconcierto de la asamblea.

Gutiérrez Mellado de espaldas, zarandeado, y de pie
a la izquierda Adolfo Suárez, intentando ayudarle
 
La reacción del Vicepresidente del Gobierno, Teniente General Gutiérrez Mellado, fue levantarse de un salto y, basándose en su mayor rango militar, dirigirse hacia Tejero, conminándole a entregarle su arma y abandonar su actitud belicosa. Muy por el contrario aquello originó el momento de mayor peligro y tensión de la tarde. Tras un inicial disparo de Tejero siguieron largas ráfagas salidas de los subfusiles que los excitados golpistas portaban. Por fortuna todas hechas al aire. Gutiérrez Mellado, haciendo gala de verdadero coraje se mantuvo incólume bajo el tiroteo, repitiendo la orden a Tejero y a su grupo de asaltantes de que depusiesen las armas. Esto provocó que el anciano fuera zarandeado con vileza y forzado a sentarse. 
 
"¡Todo el mundo al suelo!", a excepción de Suarez,
sentado en primera fila y Gutiérrez Mellado,
de traje negro y erguido entre los asaltantes

El grito de “¡todo el mundo al suelo!” que siguió a ese gran descontrol fue, como es de suponer,  esta vez obedecido. Pero no por la totalidad de los presentes. Tres hombres se negaron a aceptar esa humillación. El aún presidente del gobierno Adolfo Suárez, que con valentía había intentado defender a su compañero mientras estaba siendo agredido, el  líder del recientemente legalizado Partido Comunista, Santiago Carrillo y el propio Gutiérrez Mellado, siguieron con toda dignidad erguidos en sus asientos y ajenos a las amenazas.

Así hubieron de permanecer los congresistas por largo tiempo, en un tenso silencio, mientras guardias civiles subían y bajaban  por las escaleras que conducen a los escaños empuñando sus fusiles, vigilando no se sabe qué, pues es archiconocido que nadie puede entrar, de forma legal, en el Congreso llevando arma alguna. Minutos más tarde, minutos que a ellos debieron parecerles horas, se les comunicó que estaban esperando a un alto mando del ejército que les informaría sobre lo que estaba sucediendo. Pero el supuesto militar no llegaba. (De hecho, nunca llegó). Poco a poco las cabezas de los diputados fueron asomando tras los respaldos de los sillones hasta recuperar el valor suficiente para regresar  a la más digna posición de sentados. En un momento determinado, supongo que harto de tanta agresiva arbitrariedad, Adolfo Suarez se alzó exigiendo que aquello terminase, gesto apoyado por otros diputados.  Ese hecho aportó a la historia la más famosa y triste frase pronunciada durante  aquel suceso, algo que definía el talante de Tejero y sus golpistas: “¡Se sienten, coño!”. Es innumerable el número de viñetas, chistes y parodias que se han hecho basándose en ella, hasta llegar a convertirse, a nivel del pueblo, en lo más identificativo de aquel chapucero intento de golpe de estado.


Santiago Carrillo, Adolfo Suárez y Gutiérrez Mellado
Los asaltantes ignoraban que dos cámaras, colocadas en el último piso del hemiciclo, estaban grabando todo lo que acontecía. Durante 35 minutos, hasta que fueron descubiertas y destruidas, las imágenes se trasmitieron a los estudios centrales de  TVE, y pudieron ser salvadas para la posteridad antes de que, a las 7 y media de la misma tarde, un grupo de soldados tomaran las instalaciones de Radio Nacional y de TVE. (Esa grabación, el mejor testimonio de aquel grave incidente, está en Youtube a disposición de todo el que desee verlo).

Tercera parte.
(El porqué).

Varios fueron los factores que generaron un malestar creciente entre gran parte de los militares: el partido comunista había sido legalizado, para irritación del sector más conservador de los españoles, y  el gobierno de UCD, Unión de Centro Democrático,  no logró durante su mandato solucionar los problemas de la crisis económica, viéndose obligado a dimitir su líder y presidente del gobierno, Adolfo Suárez. También  había grandes dificultades para articular una nueva organización del Estado ya que, tras la muerte del dictador Franco su gran eslogan “España, una, grande y libre” había empezado a perder valor. Por otra parte las acciones de ETA, el grupo terrorista vasco, se incrementaban  y ciertas facciones del gobierno, que no aceptaban un sistema democrático, presionaban hacia un regreso a los brazos de la ultraderecha.

Los golpistas, Antonio Tejero, Alfonso Armada y Jaime Miláns del Bosch

Se supone que esos fueron los detonantes para que,  el General Alfonso Armada y el capitán General de la III Región Militar de Valencia, Jaime Miláns del Bosch, orquestaran un golpe militar.
 
Tanques por las calles de Valencia
Dos horas después de la burda toma del Congreso de los Diputados, éste declararía el estado de excepción en dicha ciudad,  lanzando a la calle 1800 efectivos y 40 tanques que durante casi un día entero recorrieron la ciudad sembrando el desconcierto y el pánico. Hay que decir que, pese a las llamadas efectuadas por Miláns de Bosch en petición de apoyo, la inmensa mayoría de los mandos españoles se negaron a cooperar.


El día 24 de febrero, cuando la normalidad estaba restaurada, se supo que, en un principio, varios tanques habían entrado en Madrid por la Castellana, pero que el avance se había suspendido de súbito y la retirada efectuada de   inmediato.

El discurso del Rey Juan Carlos
Esto sucedió mucho antes de que, a la 1 de la madrugada, el Rey Don Juan Carlos, con su uniforme de Capitán General de los Ejércitos, hiciera su primera declaración televisada instando a la calma, asegurando su rechazo a cualquier acto que atentase contra la constitución y condenando con rotundidad aquella intentona. Es decir, dejando claro que no iba a apoyar en ningún momento a los golpistas. Aquello tiró por los suelos los planes de ese endeble golpe de estado. Dicen las malas lenguas que el Rey estaba enterado de todo con anterioridad y que no hizo nada por evitarlo, que, bien aconsejado y temiendo por su monarquía, había decidido en último momento desvincularse del golpe ante el pueblo. Dicen las malas lenguas. ¡Cualquiera sabe!

Guardias civiles intentando escabullirse

El hecho fue que, tras sus declaraciones, todo el tinglado se vino abajo y la parte progresista de la población española pudo respirar con tranquilidad. Sin duda los golpistas, tal vez mal informados o tal vez no, confiaban en un apoyo de la Corona que no tuvieron. A la mañana siguiente Miláns del Bosch retiraba las tropas de las calles de Valencia y, en el Congreso, los diputados retenidos durante esas largas  y angustiosas horas, eran puestos en libertad. Tejero  fue arrestado y condenado a 30 años por delito de rebelión militar, de los que cumplió 15. Miláns del Bosch  y Armada tuvieron la misma condena pero el primero tan solo pasó 8 en prisión y el segundo 5, ambos por “motivos humanitarios”. En cuanto a los guardias civiles que acompañaban a Tejero, nunca se supo qué fue de ellos, pero en este capítulo incluyo una divertida foto en la que se ve a varios intentado escaquearse por una ventana la mañana del gran fracaso.

Hasta aquí la sucinta crónica de un suceso que pudo cambiar de forma drástica la historia de España. Por fortuna, como todos sabéis, la  democracia aún pervive en este  país mío, con todo lo bueno y malo que eso conlleva. Mi querido padre decía que la democracia era el “menos malo de todos los sistemas”. Y yo estoy de acuerdo.
 

La próxima semana volveremos a cotillear por el mundo de la farándula. ¡Hasta entonces!

Necrológicas.
Impactante foto del  avión terrorista
a punto de estrellarse contra la segunda torre

Hoy, 11 de septiembre, es el aniversario del más terrible acto de terrorismo cometido por Al-Qaeda. Aunque la cifra de fallecidos se estima en 3.700 el pueblo entero de Norteamérica sintió que ese día algo moría en su interior y el resto  del mundo civilizado se estremeció ante tamaño horror. El ataque suicida contra el corazón de Manhattan, las hermosas Torres Gemelas, la mortal agresión al Pentágono, en el estado de Virginia y el heroico sacrificio de la totalidad de los pasajeros del vuelo 93 de United Airlines que se enfrentaron a los secuestradores, haciendo que el avión se estrellara en Pensilvania sin que llegara a alcanzar ningún objetivo estratégico, han dejado una huella indeleble en la historia. A todas estas víctimas va dedicada mi necrológica de hoy y una oración en la que, sin duda, participan todas las personas sensibles de este vapuleado mundo.

 

Julia Trujillo

El 8 de agosto moría, en Madrid, una gran compañera y actriz: Julia Trujillo. Persona positiva y vital, donde las haya, llevaba sus 81 años con la alegría de una jovencita. Su curriculum abarcaba todos los géneros pero su gran amor era el teatro, al que literalmente dedicó su vida. Poseedora de varios galardones, entre ellos el de Mejor Actriz de Habla Hispana que se entrega en  los EE.UU, la sencillez fue la mayor característica de esta “actriz camaleónica”. Su muerte deja un nuevo hueco irrellenable en el ámbito del teatro español.

 

Próximo Capítulo. Un año de resaca.

Instantánea 91 - Un año de resaca.

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Foto de Jesús Alcántara


Me ha resultado sorprendente la reacción de algunos de mis lectores, sobre todo los españoles, ante mi capítulo anterior, esa síntesis del intento de  golpe de estado sucedido en este país en septiembre de 1981. “Pues, no me di cuenta de que la cosa fuese tan seria”,  “no estaba enterado de tantos detalles” o incluso “¿puedes creer que ni me acordaba?” Es increíble la facultad que tenemos los seres humanos de pasar por las más espesas junglas, plagadas de fieras y alimañas, sin mirar a nuestro alrededor, sin tener verdadero sentido del peligro que nos rodea, como caracoles  metidos en esa casita que habitamos y que convertimos en nuestro único mundo. Sí, señor, estoy sorprendida. Aunque realmente no debería.  No tras haber vivido en Cuba la Crisis de los Misiles, esos días en los que se estuvo jugando con el futuro del mundo sin que una gran parte del pueblo cubano, entre ellos mis muchos amigos y yo, tuviésemos la más leve noción de lo cercana que tuvimos esa tercera guerra mundial, y sobre todo, de lo aniquiladora que podía haber sido. Cierto que nuestra extrema juventud de entonces y el aislamiento al que el gobierno castrista nos tenía sometidos nos anestesiaba, pero, en mayor o menor medida, pienso que la tendencia humana a desvincularse de toda realidad que no sea la de su acomodaticia cotidianidad es una constante. Aunque, pensándolo bien, es muy posible que esto, en lugar de un defecto sea un regalo Divino.

España salió victoriosa de  la belicosa intentona golpista, pero con una resaca que tardó tiempo en desaparecer. Eran frecuentes y bulliciosas las manifestaciones callejeras en contra de una involución política y el partido socialista se fortalecía ante el escarmiento sufrido por la extrema derecha. 

Leopoldo Calvo Sotelo
El nuevo presidente del gobierno Leopoldo Calvo Sotelo, investido 2 días después del fallido golpe, tan solo estuvo en su cargo de septiembre del 81 a diciembre del 82. Tal vez por la tensa situación que le tocó vivir o quizá a  causa de la descomposición de su partido, UCD, es este un personaje gris, como demuestra el poco tiempo que estuvo en la presidencia. Nada importante se puede decir de él durante su mandato, excepto la presentación ante el congreso, y posterior aceptación, de la ley del divorcio.

Dejando a un lado la política os contaré que mi vida en ese año siguió el difícil rumbo que marcaba el país. Con poco trabajo y bailando, como todo el mundo, al ritmo de la crisis. Ningún empresario se atrevía a iniciar grandes proyectos y las subvenciones estales para el cine y el teatro comenzaron a escasear, con lo cual el medio entró en una de sus tan habituales crisis. Dicen que los artistas siempre nos quejamos de nuestra situación, que llevamos proclamando la muerte del teatro desde sus inicios, pero es innegable que, en los malos momentos, es el sector cultural el que sufre los mayores recortes en las ayudas estatales. Por otra parte los problemas económicos siempre redundan en una menor asistencia a los espectáculos. Ya se sabe que la cultura no es un artículo de primera necesidad. Al menos así dicen.


O sea que, salvo por el estreno de la película Loshijos de papá, que había rodado el año anterior, y un muy grato reencuentro con Pepe Sacristán en la filmación del corto metraje  Guzmán el bueno, los primeros meses del año fueron bastante estériles para mí.


De Los hijos de papá guardo la maravillosa experiencia de haber trabajado con mis dos actores más admirados; Irene Gutiérrez Caba y Pepe Bódalo, auténticos “monstruos” de la interpretación. La película, dirigida por Rafael Gil y basada en un best seller  de  Fernando Vizcaíno Casas, fue un gran éxito para la productora, y a mí me aportó la satisfacción de interpretar en cine, casi por primera vez, el papel de una señora “normal”, es decir, de una esposa y ama de casa. Como ya dije en un capítulo anterior, estaba un poco harta de que solo se me concibiera en personajes sensuales y provocativos y de que, a mis 40 años, los directores consideraran que no podía hacer de “madre de una chica de veinte, pues nadie se lo creería”. Tenía que conseguir que aceptaran mi salto hacia la madurez o a mi carrera frente a las cámaras le quedaba poco tiempo.



En cuanto a Guzmán el bueno, dirigida por Raimundo García, ganadora del Colón de Oro en el Festival Cinematográfico de Huelva bajo el nombre de ·Coplas de Don Guzmán, se trataba de una sátira, de una desmitificación de la historia de Alfonso Pérez de Guzmán, militar del siglo XIII que, durante la defensa de la ciudad de Tarifa, prefirió ver a su hijo asesinado por los moros, a los pies mismos de su castillo,  antes que rendirse. Mi papel era una divertidísima parodia de su mujer, María Coronel. Aquel fue  un rodaje en el que disfruté trabajando codo a codo con Pepe Sacristán, ese estupendo actor.  






Foto fija de Guzmán el bueno.
Jesús, por su parte, comenzaba a ser considerado “el fotógrafo de los artistas”, destronando a un Gyenes, gran profesional pero ya un poco demodé, y aCabrera, que aunque parezca mentira, aún realizaba los retratos con placas en lugar de carretes. La primera y última vez que él me había retratado, para la obra El amor propio, quedé asombrada al descubrir ese hecho. Tres tristes placas me tomó, en lugar de las decenas de disparos que solían hacer los fotógrafos con el objeto de obtener, al menos, una que aguantase la ampliación de más o menos un metro que se colgaba en los halls de los teatros. Por supuesto, de los protagonistas de la función. Cabrera lo solucionaba todo con el posterior "retoque", a consecuencia de lo cual, tras pasar por sus manos,  todos parecíamos recién salidos de una exagerada operación de estética. Así de planchaditos.

Volviendo a Jesús, al que sobre todo las mujeres llamaban “Lourdes” por los milagros que hacía utilizando tan solo la iluminación perfecta, os contaré que a mediados de la primavera, inauguró su estudio en la calle Príncipe, justo en los altos de ese Teatro de la Comedia donde, en el año 71,  yo participara en el montaje de la contestataria pieza Tiempo del 98. (Ver Instantánea 66). No exagero un ápice si aseguro que la crema y nata de la profesión pasó por allí para ser retratada. Desde jóvenes starlets como Rosa Valenty hasta magníficas veteranas como Mary Carrillo. Y todas salían encantadas de verse rejuvenecidas o favorecidas, según lo que fuese necesario.


Ya que menciono a la Valenty os diré que en el mes de agosto de ese 1981 me embarqué, por primera vez en mi vida, en la aventura de participar en una cooperativa de la cual también formaban parte Pepe Ruiz,  Fabio León y ella.


Esa escasez de empresarios dispuestos a jugarse el dinero, de la que hablo con anterioridad en este capítulo, había forzado a los actores a reunirse en pequeños grupos, autofinanciarse el montaje de alguna obra de pocos personajes y entre todos compartir los gastos y las ganancias. Mi querido director Víctor Andrés Catena nos facilito un divertido texto, Piensa mal y acertarás, de la escritora inglesa Joyce Reinbourn y se ofreció a participar con nosotros en el proyecto. La obra cumplió sobradamente con su propósito de entretener al público madrileño durante los meses del verano y la relación entre los actores fue estupenda. Pero económicamente la experiencia fue un enorme fiasco.

Puesto que nuestro acuerdo era repartir el dinero en cinco  partes iguales el asunto no debía haber sido demasiado complicado. Pero, a consecuencia de nuestra escasísima experiencia al respecto, nos resultaba imposible controlar el taquillaje y sucedía que, aunque viéramos el teatro bastante concurrido,  los beneficios que llegaban a nuestras manos, tras haber previamente descontando el teatro el 50 por ciento que se llevaba el empresario de paredes del Maravillas, era una miseria. Y si protestábamos siempre surgía una justificación; que si el teatro tenía un número de butacas reservadas para su uso libre y exclusivo, que si los vales de favor y las invitaciones habían sido muchas, en fin que nos tomaron el pelo a su plena satisfacción.  Es decir que salimos de aquella experiencia como gatitos escaldados, y decididos a no meternos más en “camisas de once varas".






 Con Pepe Ruiz en Piensa mal y acertarás


Ningún otro trabajo importante surgió en todo ese año. Por fortuna Jesús lo  tenía en abundancia y su prestigio crecía exponencialmente. Mi madre, que envejecía con gran dignidad, disfrutaba de mi presencia en la casa y, para satisfacción de ambas, seguía gozando con sus traguitos de vino tinto acompañados por unas patatas a la brava que mi estómago,  ni en mis años más mozos, hubiese podido soportar.




No puedo terminar este capítulo sin recordar dos terribles atentados cometidos durante ese año.

Reagan introducido en el coche tras el atentado

El 30 de marzo, el presidente de EE.UU., Ronald Reagan, recibía un disparo en el pecho mientras salía de un hotel en Washington. La rocambolesca historia es esta: John Hinekley Jr., obsesionado con la actriz Jodie Foster, llevaba años intentando, infructuosamente, establecer contacto con ella. Creyéndose rechazado a causa de su anonimidad, decidió hacerse famoso matando al presidente del país. Por fortuna Reagan se recuperó con celeridad del balazo que le atravesó un pulmón y pudo reanudar su mandato.

Juan Palo II tras su atentado


Y el 13 de mayo, en la Plaza de San Pedro de la ciudad del Vaticano, el papa Juan Pablo II resultaba gravemente herido por Ali Agca, miembro de la extrema izquierda turca. Durante largo tiempo se temió por su vida y, en España, devotos y menos devotos, vivimos angustiados su larga convalecencia. Aunque después de un tiempo reanudó las funciones papales,  nunca llegó a recuperarse del todo.







Y hasta aquí lo referente al año 1981. En el próximo capítulo mis recuerdos serán un año más jóvenes y yo un año más vieja, pero aún con muchas vivencias que contar. Entre otras la historia de cómo un nuevo y adorable “personajillo”  hizo su entrada en mi vida.







P.D.

Acabo de leer un libro que me ha llegado al corazón. Todo un dechado de pura poesía, escrito con la sencillez y la profundidad con la que se plasman las verdades del alma; Lo que se ha salvado del olvido.

Aunque prevenida por las varias estupendas críticas que han llegado a mí, su lectura me ha gratificado doblemente, primero por su belleza y segundo porque su autor es Juan Cueto-Roig, mi amigo y  generoso "maestro". Con toda sinceridad os lo recomiendo. Me lo vais a agradecer.







Próximo capítulo. Aventuras y desventuras de "Don José".

 

 





Instantánea 92 - Aventuras y desventuras de Don José.

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Yolanda Farr. Foto Alcántara
 
Por aquellos tiempos había en Madrid un lugar elegido como centro de reunión por los artistas de todos los gremios: Bocaccio. Era esta una discoteca de dos ambientes. En el sótano estaba ubicada la pista de baile, con esa inmensa e imprescindible bola de espejitos cuyos giratorios reflejos ayudaban, junto con el atronador sonido que salía de los muchos bafles, a enajenar el espíritu de los presentes.  Pero el gran salón que constituía la primera planta era un agradable pub con influencias art déco, cómodas butacas forradas en terciopelo rojo burdeos y una larga barra de reluciente madera.
 
Entrada y barra de Bocaccio
 
Tras ella se podía  admirar esa pared de  espejos artísticamente biselados sobre la que, colocadas en numerosas estanterías, se exhibía un inmenso surtido de vistosas  botellas, recipientes cuyos contenidos estaban destinados a satisfacer los caprichos del más exigente consumidor.

María Asquerino en su rincón de Bocaccio
Y, a partir del cierre de los espectáculos, allí nos encontrábamos, sin necesidad de cita previa, con directores, periodistas y otros actores,  cantantes y músicos, así como con fans que buscaban ver de cerca a María Asquerino, a Fernando Fernán Gómez, a Lola Flores, a Marujita Díaz, a Berlanga, a Jesús María Amilibia, a Tico Medina…Algunos tenían un sitio fijo y su propia tertulia, como la Asquerino. Otros éramos itinerantes. Puesto que la música del piso inferior llegaba al pub muy atenuada, se podía gozar con tranquilidad de esos cotilleos, de esos intercambios de experiencias con los que tanto  disfrutamos  los faranduleros. ¡Cuántas amenas madrugadas pasamos allí Jesús y yo, rodeados de amigos y compañeros noctámbulos, sumergiéndonos, muchas veces, en el pozo sin fondo de sabiduría teatral que eran esos grandes personajes!

Lola Flores y Marujita Díaz

J.M. Amilibia, Luis Berlanga y Tico Medina
Pues bien, una noche se acercó a nuestra mesa un famoso actor al que no solíamos ver con frecuencia por allí: Juanjo Menéndez. A pesar de su fama de persona algo retorcida, aquel hombre era uno de los actores que yo más admiraba. Su presencia en el cine resultaba indispensable pero era en el teatro donde realmente podía demostrar su gran calidad histriónica. Sin preámbulo alguno, Menéndez  pidió a los que me acompañaban que le  hicieran sitio para sentarse a mi lado y una vez allí me lanzó estas palabras que, por motivos que conoceréis más adelante, no olvidaré nunca: “Yolanda Farr, quiero contratarte. Sé que tengo fama de conflictivo pero trabaja conmigo y comprobarás que no es cierto.” Y trabajé con él.

La obra de los italianos Terzoli y Vaime, Anche il bacan hanno un´anima, fue estrenada en España bajo el título de Nunca es tarde si la noche es buena. Y este era el ingenioso argumento: el día de su jubilación unos compañeros decidían regalar al probo inspector de sucursales del banco en que trabajaban, en lugar del consabido reloj, una aventura, una noche de amor por todo lo alto que le compensara de la vida gris y laboriosa que había llevado toda su vida.
 
 
La parte conocida del regalo consistía en un fin de semana en Benidorm. La oculta era yo, prostituta de lujo que debía fingir un fortuito encuentro en el tren y el súbito flechazo que conduciría, ya en el hotel,  al verdadero regalo; una apasionada noche de sexo y sorpresiva ternura. Esto ocurría en los dos cuadros que componían el primer acto. En el segundo, tras mi desaparición y su regreso al hogar, halagado en su amor propio por la supuesta conquista, el hombre reanudaba, lleno de nuevos bríos, la vida conyugal con su esposa, papel interpretado de forma magistral por Pilar Bardem. Los ensayos fueron como miel sobre hojuelas. Yo, que siempre he temido a los primeros actores-directores, hube de admitir  que el trabajo de Juanjo era, no solo eficaz, si no también generoso con todos los personajes. Los compañeros del jubilado en la obra eran tres buenos actores y compañeros, Pepe Albert, Jesús Molina y Paco Prada.

Para dar más lucimiento a mi papel Juanjo se inventó que entrara en escena atravesando el patio de butacas y llevando conmigo  un perrito. Por supuesto la idea me encantó. Ni sé cuantas veces, durante los ensayos, pedí que el animalillo me fuese entregado con el fin de que se acostumbrara a mí y se “aprendiera su parte”. Pero el actor canino no llegaba.

Y no lo hizo hasta el día del ensayo general en el teatro Romea de Murcia, la primera plaza de esa clásica gira de rodaje que solía preceder al debut oficial en Madrid.

El Yorkshire Terrier
Aquella tarde Juanjo se presentó en mi camerino con un precioso Yorkshire Terrier, diciéndome que lo había comprado esa mañana en un criadero donde lo tenían como semental. Realmente su estampa era hermosa, con ese sedoso pelo largo, entre rubio y gris, y sus orejitas tan tiesas como si estuviesen almidonadas. Me aseguró que tenía 4 años y me urgió para que me “hiciera con él” pues al día siguiente debutábamos. Aquello me pareció una barbaridad y la demostración fehaciente de su falta de conocimiento del mundo animal. ¡Establecer una relación de amo y mascota en unas horas, lograr que caminara al lado de una desconocida entre el público, que subiera la estrecha escalerilla hasta el escenario y que, una vez allí, sentado a mi lado, se mantuviera tranquilo durante los casi veinte minutos que duraba la escena me parecía una pretensión irrealizable!

En mi camerino, paralizado ante el nuevo y desconcertante entorno, el pobre perro permanecía en una esquina mientras yo dudaba sobre cómo manejar la situación cuando, de pronto, le oí toser secamente. Temiendo que el frío del suelo resultase perjudicial para su asustado cuerpecito le tome en mis brazos, a lo que él, con la docilidad que le provocaba su desamparo, reaccionó acurrucándose en mi regazo y durmiéndose con placidez mientras yo me maquillaba. Desde ese mismo momento, su tremenda inteligencia intuitiva, le hizo adoptarme como su ama.

Con Don José en Nunca es tarde si la dicha es buena
Foto Alcántara
 
El ensayo general resultó milagrosamente perfecto, así como el estreno y varias funciones posteriores, pues el animal acataba sumisamente mis indicaciones. Se había establecido de inmediato un vínculo de ternura y adhesión entre nosotros.

Desde la primera noche él durmió conmigo en los hoteles, juntos comíamos en restaurantes que  permitieran la entrada de perros, cosa poco frecuente, y unidos nos dirigíamos cada día a nuestro trabajo. Todo esto en contra de la opinión de Juanjo, que pretendía dejar por la noche al perro encerrado en su bolsa hasta el día siguiente, cuando llegara el momento de la función.

Pero el animalito, a pesar de mis cuidados, continuaba con sus esporádicas toses, así que decidí llevarle allí mismo, en Murcia, a un veterinario. Cuál no sería mi sorpresa al ser informada por el doctor de que lo que tenía entre los brazos, aquel bello ejemplar canino, era un venerable anciano de más de diez años, bastante desdentado y con una bronquitis crónica. Eso acrecentó aún más mi cariño por él y, en reciprocidad, el apego del animoso viejito hacia quien lo cuidaba y lo mimaba.

En cuanto a la parte laboral, Don José, bautizado por mí con ese nombre a causa de sus toses de viejo fumador, era todo un éxito de cara al público. Cuando atravesábamos el patio de butacas los comentarios de “¡ay, qué ricura!” o “¡mira qué monada!” nos seguían hasta que ocupábamos nuestro lugar en el escenario, y muchas veces más allá de eso. Un bostezo del perro o el gesto intuitivo de echarse sobre mis piernas, mientras sentados en los asientos del tren Juanjo y yo manteníamos nuestro diálogo, arrancaban jocosos comentarios de la audiencia. Eso molestaba al actor-director, que se sentía interrumpido lo cual provocó  que la  situación se fuera volviendo más y más  conflictiva.

Secuencia del primer encuentro en escena  entre Menéndez y Don José. Fotos Alcántara
 
Don José, que intuía el rechazo de Juanjo, decidió pagarle con la misma moneda. El resultado fue que, con la actitud protectora de un Dóberman de 2 Kilos y 25 centímetros, cada vez que el actor intentaba acercarse a mí, el animalillo se le enfrentaba ladrándole furiosamente. Pero lo peor del caso es que esto al público le hacía gracia,  provocando de nuevo los comentarios en voz alta de “¡ay, qué ricura!” o “¡mira qué monada!”. No se puede discutir que esto alteraba el ritmo original de la escena, pero la reacción de Menéndez fue muy, pero que muy poco inteligente. En lugar de aprovechar aquello en beneficio de la comicidad de la obra, su rostro se volvía pétreo y sus irrefrenables gestos de rechazo al animal desdecían lo bondadoso de su personaje. Pero no podía evitarlo. El hombre pareció tomarse la actitud del perro de forma personal.

Juanjo Menéndez y yo. Foto Alcántara
 
Y así las heridas se fueron gangrenando de forma paulatina pero irremisible. Un día,  en Alicante y a punto del debut madrileño, Juanjo entró furioso al camerino antes de comenzar el espectáculo, amenazándome con prescindir de Don José si no conseguía dominarle. Según decía, el perro se estaba cargando la función.

Esa  misma tarde, Don José, que desde mi regazo había seguido atentamente la conversación, tuvo una reacción vengativa tan humana que de no haberla vivido en persona no la creería: tras el garboso paseo por el patio de butacas y una airosa subida al escenario, mirando directamente al actor, depositó a sus pies una reluciente y diminuta cagada. El regocijo del público fue clamoroso y el cabreo que provocó en su “rival humano”, épico.

 Aquello colmó la copa. Don José fue sentenciado a no hacer el debut en Madrid y yo a salir a escena con un perro de peluche. Por más que aquello me doliera no me quedaba más remedio que aceptar y hasta, de cierta manera, comprender la decisión del director-actor y también empresario. Sin duda el perro se robaba la escena. Y ya se sabe lo que eso puede molestar a un divo.

 
Pregunté cuál iba a ser el futuro del animal, y ante la respuesta de que sería sacrificado me llené de ciega furia. Le dije a Juanjo que bajo ningún concepto iba a permitirlo y que estaba dispuesta a denunciarle a la Sociedad Protectora de Animales. Mis gritos debieron retumbar en los pasillos y camerinos del teatro ya que la habitación se llenó de la presencia y el apoyo de todos los compañeros. Comprendiendo la mala publicidad que aquello le proporcionaría, el hombre reculó, aceptando, muy a regañadientes, mis condiciones: el perro seguiría con nosotros y, al finalizar las representaciones en Madrid quedaría a mi cuidado.


 El número musical. Fotos Alcántara
El debut en Madrid, en el teatro Maravillas, fue el 20 de Marzo de ese 1982. Como venganza ante mi desafío el número musical del segundo cuadro me fue eliminado y la bonita escena del tren, peinada y acelerada despiadadamente, a pesar de que, tras una larga y seria conversación que sostuve con Don José, su agresividad contra Juanjo desapareció en su casi totalidad. Aunque os parezca imposible. Por supuesto la relación entre el director-actor y yo se volvió de una tirantez muy molesta. Pero no había más opciones que aguantar o despedirse y el mundo laboral no estaba para permitirse delicadezas. En realidad lo más sorprendente estaba por llegar.


Con Don José en casa
A los tres meses del estreno, Juanjo Menéndez disolvió la compañía. Tan solo un par de semanas más tarde supe que había reanudado los ensayos con otra actriz en mi lugar y un insulso peluche en el de Don José. Salieron nuevamente de gira pero nunca me interesé por los resultados. Cuando yo termino con algo lo hago de forma radical. Por fortuna nunca tuve necesidad de volver a trabajar con ese hombre.

Así que mi querido compañero de tantos viajes y escenarios finalmente vino a vivir a nuestra casa, donde fue recibido con gran cariño por mi madre y con cierta displicencia por nuestro Foxterrier Bobby, lo cual no era malo en absoluto pues pensé que  facilitaría la convivencia entre ambos.

Todo parecía ir sobre ruedas hasta que el artero destino de Don José decidió enredar de nuevo los hilos de su vida, como os contaré en el próximo capítulo.

 
P.D. Juanjo Menéndez falleció en noviembre del 2003. Lamento escribir cosas desagradables sobre un muerto, nunca lo había hecho hasta ahora en mi blog, pero debo ser fiel a mi inicial propósito de narrar y describir con fidelidad a las personas y las situaciones que han sido parte importante de mi vida.

 
Próximo capítulo. Aventuras y desventuras de Don José. Segunda parte.

Instantánea 93 - Aventuras y desventuras de Don José. Segunda parte.

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Yolanda Farr. Foto Alcántara
 

¡Por fin aquella noche del mes de Junio de 1982, la última de nuestras representaciones de Nunca es tarde si la dicha es buena en el teatro Maravillas también lo sería para esos transportes de ida y vuelta a los que Juanjo Menéndez sometía diariamente a Don José! Nunca supe por qué incomprensible motivo se había negado a que yo me encargase del perro hasta una vez disuelta la compañía así que, conociendo el rechazo confeso del hombre hacia el perro, la inquietud sobre su bienestar me afectara durante todo el tiempo que el animal estaba en su poder.  Debo admitir que el  animal llegaba cada día a mis brazos en perfecto estado físico pero con tal hambre de mimos y caricias que se lanzaba a mí entonando un concierto de  gemidos de alegría que duraban largos minutos.


Programa  del teatro Principal de Castellón durante la gira
 
 Esa función de despedida  no gozó de los típicos componentes emotivos. El mal ambiente había contaminado las relaciones entre el grupo.  Yo, en particular, me alegraba de terminar con ese capítulo de mi vida que me obligaba a  soportar la incomodidad de ver en los camerinos y besar en el escenario a Menéndez. Su amenaza de sacrificar al perro y mi agrio enfrentamiento con él, mi rotunda negativa a aceptar lo que para mí era un crimen, habían convertido el inevitable trato diario en una tortura. (Ver capítulo 92).

Pero la inminente llegada de Don José  aquella noche a nuestro hogar estuvo también rodeada de desazón. Bobby, el Foxterrier que convivía con nosotros desde hacía años, no se caracterizaba por su actitud amistosa con los de su misma especie, por lo tanto introducir en su territorio a otro animal, por pequeño y mono que fuese, no auguraba en absoluto buenos resultados. Y eso sin contar con que ambos eran machos.

¡Qué cara de bueno..!
Antes de abrir la puerta esa madrugada, con el cuerpecito del Yorkshire  en mis brazos, me abrumaban las dudas sobre si me habría precipitado al adoptarle, al prometer a mi ex compañero de viajes y escenarios un feliz futuro a mi lado. Mi madre, que estaba al corriente de su llegada, nos esperaba despierta y expectante. Jesús, a mi lado y con ese optimismo que le caracteriza, insistía en asegurar que todo iría bien, que entre ellos se entenderían y aprenderían a convivir. Sin embargo, conociendo las reacciones de Don José y su enfermizo apego a mí, la duda llevaba días corroyéndome. Recordaba su reacción agresiva cuando alguien desconocido se me acercaba, esa actitud proteccionista que, viniendo de un ser diminuto, tanta gracia solía producir en la gente. En  esta situación, nueva para todos, su excesivo celo podía ser el peor enemigo de  nuestro futuro.

Pero aquel primer  encuentro me deparaba una agradable sorpresa; tras los interminables minutos que duró el obligatorio y detallado  olisqueo mutuo, cada uno de los animales tomó su camino, Bobby se subió a su sillón preferido y Don José se lanzó a la conquista de mi madre, cosa que cuando quería se le daba de maravilla. Ella, advertida  previamente de que hiciera todo lo posible por no despertar los celos del foxterrier, luchaba con desespero por no demostrar que los coqueteos del nuevo inquilino le derretían el corazón. Cuando finalmente nos fuimos a la cama, tras largo tiempo de observación y suspense, una llamita de esperanza latía en mi corazón. Ambos canes dormían tranquilamente.

Homenaje a Bobby, cuadro de Jesús Alcántara. Oleo sobre tela de 100x81 cms
Los primeros días que siguieron me animaban a confirmar esa esperanza. Cuando Jesús y yo salíamos, los dos eran fieles a ese “tratado de paz” que parecían haber firmado y no molestaban en nada a mi madre. “Si es que parece que no hay perros en la casa”, decía ella.  Al  volver al hogar yo tenía buen cuidado de atenderles por igual, una caricia para uno, una caricia para el otro, un treat para uno, un treat para el otro. Era hermoso y conmovedor tener a  esos dos preciosos ejemplares, cada uno a un lado de mis piernas, mientras acariciaba sus cabecitas y recibía, en agradecimiento, algún que otro lametazo. Ya sabéis cuál ha sido desde la infancia mi sentimiento hacia los animales. (Ver Instantánea 23)

Pero no estaba escrito que aquella idílica paz durara mucho tiempo. Poco a poco Don José comenzó a mostrar sus intenciones de convertirse en el “jefe de la manada”. Empezó por interponerse entre el foxterrier y yo cada vez que este se me acercaba. Al principio lo hacía de forma sigilosa pero,  a medida que fueron pasando los días y se afianzaba su sensación de seguridad, este  acto comenzó a ir acompañado por  un sordo gruñido y el vano intento de enseñarle a su rival unos dientes que el pobre anciano ya no tenía. Pero como bien dicen, “es la intención lo que cuenta”, y Bobby  notaba perfectamente  que aquello era el prolegómeno de una declaración de guerra.
 
A pesar de mis conversaciones con ambos la situación se fue enervando más y más. Y una noche mi posesivo ex compañero hizo algo que firmó su sentencia. Debo admitir que Bobby había aguantado con paciencia mucho más de lo que yo esperaba, pero cuando Don José intentó, entre ladridos acompañados por sus inevitables toses, arrebatarle el sitio en el que desde hacía tanto tiempo dormía, un cojín colocado en el suelo a mi lado de la cama, mi primogénito consideró que la cosa había ido demasiado lejos. Y de pronto me encontré con esta  imagen aterradora: la cabeza del provocador había desaparecido íntegra dentro de las fauces del Foxterrier. ¡Horror! Por fortuna tan solo fue necesario un aterrado grito mío de “¡Bobby, suéltalo!” para que el perro obedeciera.
 
 
El Yorkshire Terrier

 Aullando despavorido Don José corrió hacia mí en busca de protección y cuál no sería mi sorpresa al comprobar que estaba absolutamente ileso, que no tenía ni un arañazo alrededor de su cuello. Dos cosas quedaron claras para la familia: primera, que Bobby no había intentado matarle pues hubiera bastado una pequeña presión de sus potentes colmillos para atravesarle la piel o una sacudida para desnucarle; segunda, que aquel altercado ponía fin a cualquier posibilidad de convivencia entre ellos.

Nuestra inmediata decisión fue llevar a Don José al estudio de fotografía y pintura de Jesús y allí dejarle hasta que le halláramos un nuevo dueño, aunque aquello me destrozara el corazón. No iba a ser fácil encontrar a alguien que estuviese dispuesto a cargar con un perro de diez años, desdentado y bronquítico, pero mis amigos del alma, que inmediatamente acudieron en mi ayuda, no tardaron en presentarme a una encantadora mujer, adoradora de los animales, cuya mascota había fallecido hacía unos días y que se sentía feliz de albergar en su casa a alguien con tan interesante curriculum vitae. Y, algunos años después, en los cuales nunca faltó mi seguimiento,  con ella acabó sus días ese tan especial Yorkshire Terrier, sin duda refocilándose en los  recuerdos de su gloriosa época como semental, alimentando su ego con las memorias de su exitosa experiencia de actor y envaneciéndose de cómo, durante largos meses, había tenido a una actriz hasta tal punto loquita por sus encantos que no hubo mimo o capricho que le negase. Y hasta aquí la historia de mis conflictivas relaciones con Don José.


Fernando Arrabal
En el próximo capítulo narraré, entre otras cosas que conmocionaron Madrid, mis experiencias en el estreno de El rey de Sodoma, obra teatral del enloquecido personaje que es Fernando Arrabal, ese eterno enfant terrible.



Próximo capítulo:La "movida madrileña".
 




Instantánea 94 - La "movida madrileña".

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Yolanda Farr. Foto Alcántara
 
Los años que siguieron a la muerte de Franco fueron nefastos para el cine y el teatro españoles. Como ya he comentado, la democracia trajo consigo una epidemia de desnudos y argumentos sicalípticos o insustanciales que infestó estos dos medios. No había una película sin altas dosis de desnudos u obra de teatro que no tratase de adulterios o prostitución. Gracias a eso subieron a la palestra un sinnúmero de muchachas cuya auténtica profesión era bien distinta a la actoral. Las verdaderas profesionales intentábamos consolarnos diciendo que se trataba de  un boom pasajero, que ninguna de aquellas rutilantes jovencitas duraría más de dos años en candelero.

Salvo honrosas excepciones el vaticinio se cumplió, pero la realidad era que  esas seudoactrices ocuparon injustamente el puesto de las auténticas profesionales. Además, en esos años de descontrol de la sexualidad, esa especie de muy tardía y mistificada imitación del famoso movimiento hippy  que España vivió entre 1975 y mil novecientos ochenta y pico,  los papeles que estas starlets dejaban libres al cumplirse su fecha de caducidad, solían ser captados por otras preciosidades de iguales características. Con lo cual la usurpación era  continua.
 
Florinda Chico
 
¡Hasta donde llegaría esto del desnudo obligatorio que en una ocasión mi querida Florinda Chico, ya entonces mayorcita y entrada en carnes, me comentó acongojada que para trabajar en Cría cuervos, de Carlos Saura,  había tenido que enseñar los pechos ante la cámara! Yo intenté consolarla diciéndole que eso era una epidemia nacional y que también las respetables Concha Velasco, en Yo soy Fulana de Tal, de Pedro Lazaga, Ana Belén en La petición, de Pilar Miró y hasta Carmen Sevilla en La loba y la paloma, de Gonzalo Suárez, se vieron obligadas a ceder ante la presión del “destape”, moda que, por desgracia, me tocó vivir de pleno, entorpeciéndome el camino hacia una carrera seria en el cine.





Pero en 1980 comenzó a cobrar vida en Madrid un movimiento que rompería con cánones estéticos y artísticos: la “movida madrileña”. Su momento cumbre fue el 30 de mayo del 81 con la celebración  del “Concierto de Primavera”, organizado por la Escuela de Arquitectura. Aquel acto duró más de ocho horas y la asistencia fue  de unos 15.000 jóvenes ansiosos por resarcirse de la represión sufrida  durante el franquismo y los siguientes e inseguros años de la transición. Recordemos que estos festejos multitudinarios estuvieron prohibidos durante décadas.

Enrique Tierno Galván
Indudablemente sin la presencia en la alcaldía madrileña del profesor Enrique Tierno Galván y su abierto apoyo, nada de esto hubiese sido posible. “El viejo profesor”, como solían llamarle, era sobre todo un intelectual socialista de pro y un hombre  conciliador y de ideas aperturistas que dedicó gran parte de su vida a investigar y escribir sobre los fenómenos socioculturales de la juventud. En 1979, a pesar de que UCD (Unión de Centro Democrático, partido continuista del franquismo), estaba en el poder, Tierno salió elegido, aunque por escaso margen, alcalde de Madrid. Cómo sería de positiva su labor que, en las siguientes elecciones para la alcaldía efectuadas en el 83, ya bajo el reciente gobierno del PSOE, Partido Socialista Español, obtuvo una apabullante mayoría absoluta.
 
Manifestación de duelo en la plaza de la Cibeles
por la muerte de Tierno Galván
Por desgracia para la capital, Tierno Galván murió en enero de 1986, aún ejerciendo como alcalde, y la emotiva despedida de su pueblo fue una manifestación popular que abarrotó durante todo un día las calles y plazas de la ciudad. Y afirmo que su fallecimiento fue una desgracia para Madrid porque ninguno de los posteriores alcaldes, sin importar su ideología política, ha logrado equiparársele en coherencia y honestidad.  


Esa “movida madrileña” se alimentó más bien del mundo de la música y de la más joven intelectualidad. Los grupos y cantantes surgidos bajo su amparo fueron muchos e importantes. Por ejemplo Farenheit 451, Alaska y los Pegamoides, Los secretos, Nacha Pop oRamoncín, el Rey del pollo frito.





En el cine, como despistadas luciérnagas brillando en la oscuridad de esa especie de viejo almacén de muebles antiguos que era la industria, surgieron Fernando Trueba con Opera prima, del 80, Fernando Colomo y su ¿Qué hace una chica como tú en un sitio como este?, del 79 y Pedro Almodovar, con su Pepi, Lucy, Bom y otras chicas del montón, del 80 y Laberinto de Pasiones, del 82. Por cierto,  pocos saben que los inicios en el mundo de la farándula de este ahora prestigioso cineasta fueron como cantante en el dúo punk-glam paródico,  Almodovar y McNamara.


Y en medio de ese agitado mar cultural, vino a engancharse en mis redes una pieza de incalculable valor; nada menos que el estreno de la más reciente obra del controvertido escritor, dramaturgo, cineasta y uno de los creadores del “teatro del pánico” Fernando Arrabal. Considerado por Franco como uno de los “cinco enemigos públicos del régimen” había fijado su residencia en París desde 1955, pero estaba dispuesto a desplazarse a nuestra ciudad para esa magna ocasión. Aquello sería un hecho de una enorme importancia política y cultural. Autor prolífico, cuyo teatro estaba definido por el Dictionnaire des litteraturesfrancés como “genial, brutal, sorprendente y gozosamente provocativo”, había escrito, en esta ocasión, una obra de teatro musical para dos actores, cada uno de los cuales debía interpretar a cinco personajes distintos. El título era El rey de Sodoma. Mi compañero iba a ser José Luis Pellicena, el director, Miguel Narros; y se estrenaría en el Teatro Nacional María Guerrero, el más prestigioso de Madrid, el cinco de Mayo de 1983. Aquello era un sueño de proyecto. Durante dos meses y medio el trabajo fue agotador, pero la sintonía entre director y actores perfecta.



No era tan solo el hecho de aprenderse los endemoniados diálogos de aquellos cinco personajes que me tocaba interpretar, una maîtres y su cándida hermana gemela, una bombero, una monja y un desenfrenado mariquita. Lo más difícil era hacerlos creíbles. Luego estaban  las canciones compuestas para la ocasión por Manolo Díaz y las coreografías de Arnold Taraburelli. Incluyendo al decorador Andrea D´Odorico, era obvio que lo mejor de lo mejor se había reunido para la ocasión.
 
Todo era ir en bonanza hasta el momento en que llegamos al escenario para comenzar los tres ensayos generales “con todo” que nos había concedido el María Guerrero. El decorado, con  base estética en el mundo pictórico del famoso Eduardo Úrculo, era espectacular pero de una abrumadora incomodidad para nosotros, los actores. Lo peor era la moqueta de largo pelo sintético que cubría la totalidad del suelo y en la cual se enganchaban continuamente los altísimos tacones que me veía obligada a usar. Incluso fue necesario cambiar la coreografía de un número, homenaje a mi época de ballerina, en el cual yo había querido bailar en puntas. Como es fácil de entender, la bendita moqueta imposibilitaba deslizarse y evolucionar sobre zapatillas de ballet. Pero nuestra incompatibilidad llegaría mucho más lejos. Aquella trampa de largos y rosados pelos sintéticos me deparaba uno de los disgustos más grandes que he tenido en mi vida profesional.
 
Foto del ensayo general de El rey de Sodoma. A mis pies, a medio colocar, la moqueta que menciono.
 
 
Próximo capítulo: La mala pata. Primera  parte

Instantánea 95 - La mala pata (primera parte).

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Con José Luis Pellicena en El Rey de Sodoma
(Fijarse en la moqueta rosa chicle)

Son incontables las horas que hubimos de pasar encerrados en el Teatro María Guerrero durante esos tres días de ensayos generales. Casi sin darnos cuenta las mañanas se convertían en tardes, las tardes en noches  y después en madrugadas. Toda nuestra atención estaba dedicada a  resolver las docenas de problemas que surgían en el intento por poner sobre el escenario El Rey de Sodoma, esa endemoniada obra de Fernando Arrabal.

El encontronazo con la moqueta rosa-chicle de largos y asesinos cabellos que cubría la totalidad del suelo había sido tan solo el primero entre muchos obstáculos a vencer. Por supuesto José Luis Pellicena y yo teníamos bien memorizados los textos de los cinco personajes que debíamos interpretar cada uno, bien diferenciados los caracteres, pero ahora tocaba encontrar el tiempo para vestirlos y desvestirlos sin que hubiese un bache en el ritmo de la obra. El autor creía haber solucionado el problema con el manido recurso de dejar a uno de los actores en escena, soltando un cortísimo monólogo o interpretando una pincelada musical, mientras el otro hacía mutis para disfrazarse de su próximo personaje. Y creedme que disponíamos como máximo de un minuto para aquellas transformaciones completas. Como llegar a nuestros camerinos era algo imposible por falta de tiempo, se había habilitado en la chácena, en el escaso espacio que quedaba tras el decorado, lo que en teatro se llama “un camerino de transformación”, es decir varios listones de madera sujetando unas cretonas que hacían el oficio  de cortinas. En este caso el improvisado habitáculo era largo y muy estrecho, con un trozo de tela que separaba la parte de Pellicena de la mía.

 
El Rey de Sodoma
Así que, al segundo día de ensayos, cuando llegó el  abundante vestuario, casi me da un patatús al comprobar  que las faldas y los bodys venían terminados con cremalleras y corchetes. ¿Os imagináis un actor en esas condiciones, rodeado de total penumbra y en silencio, intentado acertar a toda velocidad con un pequeño corchete o subiéndose en la espalda una de esas cremalleras tan dadas a engancharse en el peor momento? ¿Pero para qué se había inventado el velcro, esas benditas tiras adhesivas que tantas urgencias solucionaban a los artistas? Así que ante mi demanda, esa misma mañana el vestuario íntegro regresó al taller de Ana Lacoma para ser arreglado y a última hora de la tarde ya estábamos de nuevo colgándolo en las alcayatas que para ese fin se habían clavado en la pared. Aquello me hizo corroborar que ni figurinistas ni modistos pensaban en los actores a la hora de idear o interpretar los fabulosos ropajes, salidos siempre de la poco realista imaginación de los diseñadores. Es decir que para ellos éramos tan solo maniquís de escaparate  sobre los que lucir sus creaciones.  La cuestión es que a aquellas tardías horas hubimos de comenzar un proceso que ya debía estar superado; el de mecanizar los cambios y ajustarlos al escaso tiempo  de que disponíamos. Con lo cual mi cuerpo agotado se derrumbó sobre su lecho pasadas las 5 de la madrugada.

Y así llegamos al tercer y último día de ensayo general. Los periódicos ardían con la noticia del estreno y el público, que se dedicó diligentemente a agotar desde fechas atrás las entradas, ardía de expectación.

El pase mañanero salió, como era de esperar, hecho un desastre en cuanto a fallos de iluminación, entradas de la música y demoras en nuestros cambios. A pesar de la innegable ayuda que el velcro nos aportaba, estaban también los zapatos y esas pelucas que, en las tinieblas y con las prisas, tenían la mala costumbre de entrar siempre sobre las cabezas al revés, es decir, cubriendo los rostros con un largo y tupido flequillo y dejando las nucas casi al descubierto. Ay, las malévolas pelucas,  indispensables para completar las grandes transformaciones. Es decir que todos llegamos algo deprimidos al corto descanso que nos permitíamos para cubrir la irremediable necesidad de echarle combustible a nuestros cuerpos.

Con Pellicena en la escena de la monja
Sin embargo durante el ensayo de la tarde todo mejoró. La oscuridad de nuestros improvisados camerinos estaba atenuada por una pequeña luz de situación colocada en el suelo. La ropa, colgada por orden de uso en las alcayatas, estaba dispuesta a la perfección. Se notaba que por fin nos habían proporcionado esa tan necesaria sastra.  Además mis dedos corrieron con facilidad sobre las cintas de velcro en los rápidos cambios y hasta las pelucas encajaron a la primera sobre la  media que solía ponerme en la cabeza para facilitar su ajuste.  Estábamos ganando segundos preciosos en el ritmo de la obra.

Pellicena, yo, Arrabal y Narros durante el ensayo
Pero algo entorpecía la fluidez de nuestros diálogos. De la oscuridad reinante en el patio de butacas, donde tan solo deberían estar la mesa del director, sus ayudantes y, en este caso, Jesús, surgían murmullos que, a medida que avanzábamos en el desarrollo de la obra, se fueron convirtiendo en  escandalosas carcajadas y frases dichas a tono: “¡Joder, qué decorado!”, “muy buenos, estos chicos son muy buenos”. Estábamos desconcertados hasta que llegó a nuestros oídos aquel “ me cago en D…,¡si es que soy un genio!” que nos hizo comprender lo que estaba pasando. El insigne autor, eterno “enfant terrible” y controvertido creador Fernando Arrabal se hallaba observando el ensayo junto a nuestro director Miguel Narros. Jesús asegura que Arrabal llevaba dentro de su pequeña anatomía alrededor de dos litros de alcohol más de lo que un ser humano podría metabolizar. Cosa que, viendo su comportamiento, no extrañaba en absoluto.

La cuestión es que, ante su desaforado entusiasmo, hubimos de hacer un corte  para que el hombrecillo pudiera subirse al escenario, revolcarse por la frondosa moqueta, zarandear aquellos grandes falos que eran parte del atrezo, y, finalmente abrazarnos y plantarnos, tanto a Pellicena como a mí, un largo y apasionado beso en la boca. Como comprenderéis aquello rompió todo el ritmo del ensayo.

Cuando por fin lograron hacerle bajar, reanudamos el trabajo de manera chapucera. No había tiempo para retomar la obra desde un principio. Era ya de madrugada. Nos encontrábamos en medio de un descoloque general pero, siendo a la noche siguiente el estreno era necesario llegar hasta el final, sobre todo para fijar los numerosos cambios de luces.

Con Pellicena en El Rey de Sodoma
(Fijarse en la pared del decorado)

 

Estábamos en la penúltima escena cuando ocurrió la catástrofe. Ni durante todos mis años como bailarina, ni en aquellos espectáculos de cabaret en los cuales realizara riesgosos giros y saltos sobre altísimos tacones,  mis tobillos sufrieron la mínima torcedura. Claro que nunca había tenido un enemigo tan poderoso como aquella especie de yaciente monstruo peludo que con tan malos ojos me miró desde nuestro primer encuentro.

La cuestión es que, al efectuar un salto desde la cama al suelo, ya ensayado varias veces sin problema, el tacón de mi pie izquierdo se enganchó entre la maraña de pelos rosa-chicle haciendo que todo mi peso, aumentado por la inercia del brinco,  se desplomara sobre mi tobillo izquierdo. Nunca olvidaré el “crac” que escuché aún antes de sentir el tremendo dolor. En los primeros instantes nadie dio gran importancia a mi caída pero mis gemidos, acurrucada en un suelo del que me era imposible levantarme, les hicieron concienciarse de la gravedad del asunto.

Ya en los brazos de Jesús y mientras me trasladaban al hospital  en angustiada comitiva,  mi cerebro hervía de pensamientos deprimentes y dolor insoportable. No era posible. Aquello no me podía estar pasando. No tan solo a  horas de uno de los estrenos más importantes de mi vida. Era inaudito que hubiese tenido mi primera fractura ósea de forma tan tonta y justamente en esos momentos.


Portada del programa
Cuando, tras varias radiografías y una resonancia magnética, el traumatólogo me dijo que el hueso no estaba roto mi corazón intentó volver a su ritmo normal y el puño que atenazaba mi garganta comenzó a aflojar su presión. Pero esto solo duró lo que tardé en escuchar el dictamen del médico: tenía un esguince de tercer grado, el más grave, acompañado por un desgarro a valorar cuando bajase la inflamación. Era indispensable  ponerme una venda elástica hasta casi la rodilla y no podría andar al menos durante 20 días.
Si hubiese sido una comedia al uso, aunque dolorida, cojeando y con muleta, yo habría salido al escenario, pero tratándose de un musical la cosa era bien distinta. En esas condiciones ¿qué iba a ser de mí y del tan esperado estreno de El Rey de Sodoma? Dios mío, ¿qué iba a ser de todo aquel costosísimo proyecto?
 
 
 
 (Fotos de El Rey de Sodoma,  Jesús Alcántara)
 
 
Próximo capítulo: La mala pata (segunda parte).

Instantánea 96 - La mala pata, segunda parte.

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Primer cuadro de El Rey de Sodoma
Los días de ese mayo de 1983 pasaban lenta y dolorosamente. Encerrada en la casa, imposibilitada  y sufriente, no solo en lo físico, el tiempo se hacía eterno. Tras el diagnóstico médico y sus indicaciones, veinte eternidades de reposo absoluto,  yo había sugerido al director Miguel Narros y a mi compañero José Luis Pellicena que me sustituyeran, a lo que gentilmente se negaron. Bueno, en realidad no estoy segura si fue por gentileza o porque iba a ser inviable encontrar a una actriz que cantara, bailara y pudiese memorizar ese complicado texto de El rey de Sodoma en menos tiempo del que yo estaba condenada a la inmovilidad.
Los miembros de la compañía me visitaban con frecuencia, ejerciendo sobre mí una sutil presión que tan solo conseguía aumentar mi angustia. “Conozco al  masajista deportivo del Real Madrid. Él puede acelerar tu recuperación”, “Yolanda Podoroska hace una acupuntura milagrosa”, “¿no crees que si eliminamos los zapatos de tacón y los bailes podrías incorporarte antes?”, ante lo que Arrabal alegaba: “¡Joder, eso sí que no,  esa no sería mi obra!”, Y tenía toda la razón.  Por supuesto una semana después del accidente yo estaba ya recurriendo, contra la opinión del traumatólogo, a todo tipo de posible solución alternativa. ¿Masajes? A diario. ¿Acupuntura? En días alternativos. ¿Antinflamatorios? Por un tubo. Pero nada lograba que desapareciese  la hiriente hinchazón que se había apoderado de mi pobre tobillo. El afamado doctor Guillén, mi médico, me avisaba que el intentar precipitar el proceso de sanación sería muy doloroso, nada seguro y hasta perjudicial. No se trataba solamente de conseguir la curación de la zona lesionada, si no de estar seguros que el tobillo no quedaría resentido para siempre. Aun así, confieso que si hubiese podido anticipar mi puesta en pie me habría arrancado esa enorme venda elástica, sin pensar en futuros males. No sería la primera vez que, en situaciones extremas, un artista había superado el sufrimiento físico, la más tremenda desesperación espiritual, para subirse al escenario y enfrentarse incluso a la posibilidad de “morir con las botas puestas”. Pero el dolor era tan terrible que no me permitía ni intentar dar un paso.

En cuanto a la “sutil presión” a la que era sometida, en realidad estaba sustentada por  una lógica irrebatible.

Los Teatros Nacionales tenían dos sistemas de programación: una era producir sus propios espectáculos y la otra ceder a compañías particulares el uso y explotación de sus salas durante un tiempo estipulado. Este solía variar entre un mes y dos meses. No importaba si la obra resultaba un éxito o un rotundo fracaso, daba igual si el patio de butacas estaba tristemente vacío o abarrotado, si se trataba de una gran producción o de un simple monólogo. A nosotros, siendo un estreno de Arrabal, un montaje carísimo y una compañía con nombres prestigiosos, el María Guerrero nos dio dos meses para representar El rey de Sodoma: del 5 de mayo al 5 de julio.  Fechas improrrogables e imposibles de cambiar, pues la programación del teatro se preestablecía de año en año.

Es decir que, cada día que yo pasaba yaciendo en mi “lecho de dolor” era un día de ingresos perdido para la compañía.

Con el fin de no regodearme en mi viacrucis y hacerme pesada, sintetizaré mis angustias y pasaré a contaros que, recién cumplidos los 20 días del accidente, me incorporé a los nuevos ensayos y  el   27  de junio, con el tobillo aún hinchado y sujeto por una antiestética tobillera, nuevos zapatos de tacones algo más bajos, atiborrada de paracetamol para soportar el dolor y, por supuesto, suprimido el baile en puntas que tanto le ilusionaba, Yolanda Farr tuvo uno de los más grandes éxitos teatrales de su vida. Es de justicia decir que  compartido con su compañero José Luis Pellicena y con el director Miguel Narros. La pieza y  su autor, para nuestra sorpresa, fueron tratados por la crítica con displicencia y, a veces, hasta ensañamiento.
 
Con Pellicena vestido de mujer en el tercer cuadro



Sin duda el argumento trataba sobre aberraciones sexuales y no faltaban las herejías, pero ese era, y prácticamente siempre había sido, el mundo de Arrabal. Un universo de abierta provocación que el director y el decorador enfatizaron con pinturas casi pornográficas y con la colocación  de grandes falos diseminados por el escenario. En realidad se podía considerar una “obra menor” pero tenía originalidad, humor inteligente  y espectacularidad. Nunca entendimos qué otra cosa esperaba la crítica.


Entre el público, que a pesar de todo llenaba la sala, las reacciones iban de la hilaridad extrema a la indignación, de los bravos  a los insultos, es decir, justo lo que el autor pretendía.


La monja del cuarto cuadro
 
La parte más epatante  era aquella en la que yo, vestida de monja, bajaba del telar en una especie de trapecio, rodeada de luces cegadoras y flores, remedando a una aparición celestial que acababa haciendo, sobre el escenario, un semi streaptease mientras cantaba un rock bastante anticlerical. “La verdadera religión será sexual...”, así comenzaba la letra. Un clásico jueguito provocador de Arrabal.

La chica bombero. Quinto cuadro
 
También estaba esa aparición como “chica bombero” que entraba en la habitación aduciendo que desde la calle se veía el humo causado por el fuego de nuestros escarceos pasionales. Según el autor, se trataba de un homenaje al género de la revista.

El mariquita. Cuadro séptimo


Mi transformación más difícil era aquella en la que tenía que convertirme en un mariquita desaforado, gordo y calvo, locamente enamorado de Romeo. Ese era el nombre del personaje interpretado por Pellicena  al que yo, Salomé, explotaba sexualmente. Además de desprenderme del vestuario anterior debía ponerme botargas bajo la ropa de hombre, un enorme culo de cartón piedra, que en un momento determinado mostraba al público,  y una falsa calva en la cabeza. Os aseguro que tan solo las grandes carcajadas que recibían al esperpéntico personaje  desde su entrada  me compensaban por tamaño esfuerzo.





Y para finalizar, mi quinto personaje era la bella y bondadosa hermana gemela de la sádica mêtrese Salomé. Mi vestuario entonces era de un blanco resplandeciente, mis cabellos rubios ceniza y mi maquillaje de un pálido angelical. (Todos estos cambios que muestran las fotos debían ser realizados cada uno en menos de un minuto). Y aquel era el final de la obra. La redención de El Rey de Sodoma lograda gracias al  puro  y generoso amor de una celestial criatura dispuesta hasta a dar su vida por él.    Como supondréis  los caracteres de la obra estaban parodiados.

Con Pellicena en el cuadro final
 
Os cuento todo esto para que podáis haceros una ligera idea del argumento  y del estado de agotamiento en el que mi compañero y yo recibíamos la caída del telón. Y nos menciono a ambos puesto que él había pasado, durante dos horas, más o menos por el mismo tour de force.¡Todo este esfuerzo para tan solo el mes y pico que el musical estuvo, a causa de mi “mala pata”, sobre el escenario del Teatro María Guerrero!  Eso  sí, rodeado de escándalo y de halagos personales.

Días antes de terminar las representaciones José Luis Pellicena, su esposa y mánager Olga Moliterno y yo nos reunimos para estudiar la posibilidad de quedarnos con la obra y explotarla en provincias pero, tras hacer muchos números, tuvimos que aceptar  la dolorosa realidad:  el gasto de mover por España ese enorme decorado, que a la larga habíamos comprobado era más que necesario, nos resultaría imposible de afrontar.


Como Salomé con Pellicena en el octavo cuadro
Así que nuevamente hube de asistir a un entierro, solo que, esta vez el muerto, El rey de Sodoma,  estaba aún vivito, coleando y con ganas de juerga, lo cual hizo el asunto mucho más doloroso.

PD. Todas la fotos de El Rey de Sodoma han sido realizadas por Jesús Alcántara.

Necrológicas. 

El día 23 de este mes de octubre fallecía en Benidorm, provincia de Alicante, recién cumplidos los 82 años,  el cantante más representativo de la canción española; Manolo Escobar. Durante décadas, tanto su imagen en el cine como sus canciones,  fueron el mejor reflejo del hombre "tipical spanish"  y aún en la actualidad es muy difícil asistir a un festejo popular o a un banquete nupcial  donde no suenen sus famosísimos temas Mi carro, La minifalda, El porompopero o Y viva España, por citar algunos. Por cierto que este último ha llegado ha ser tan conocido en todo el mundo  que mucha gente lo ha tomado por el Himno Nacional de España. La muerte de Escobar ha entristecido no solamente a la profesión, donde siempre ha sido muy estimado por su carácter bondadoso y su eterna dedicación al mundo del espectáculo, si no a un pueblo que creció bailando y cantando sus melodías. Que en paz descanse este gran luchador.


Amparo Soler Leal, musa del insigne director cinematográfico Berlanga, falleció en Barcelona el día 24 del corriente. Su labor  teatral, en el  que debutó a los 15 años, es notoria. Casada desde joven y divorciada en el 65 de Adolfo Marsillac, contrajo un segundo matrimonio con el también fallecido Alfredo Mañas, prestigioso productor. Su "ceremonia de despedida", según sus deseos,  tendrá lugar el próximo martes en su propia casa con una copa de champan y música de Joan Manuel Serrat de fondo. Todo un personaje del mundo de la farándula que también se nos ha ido.



 Próximo Capítulo. Después del escándalo llega la calma.
 

Instantánea 97 - De estreno nacional a estreno mundial.

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Desde octubre del 1982 hasta 1993 España estuvo gobernada por un partido socialista, el PSOE, (Partido Socialista y Obrero Español) y nuestro presidente, su máximo líder, era un hombre joven de tal carisma que barrió en los sufragios del 82, obteniendo la mayoría absoluta entre un pueblo que estaba harto de la insustancialidad, de la ineficacia de sus anteriores gobernantes de derechas.
 
Felipe González
 
Aunque habíamos conseguido una transición sin violencia precisamente gracias a esa secuencia de gobiernos moderadamente continuistas, los españoles, que comenzaban a sentirse a sus anchas dentro de la democracia, decidieron experimentar con otras opciones, y como es lógico y humano, se lanzaron de cabeza a explorar los caminos que durante tantos años les habían sido vetados: los del socialismo. Sin duda el encanto andaluz y juvenil de Felipe González fue una baza que jugó a su favor, pues es de sobra conocido lo importante que resulta para un líder poseer ese carisma que le he atribuido con justicia al comienzo de este capítulo. (Don del que nuestros políticos actuales carecen por completo y por desgracia.)
 
González y Guerra desde el balcón de
la sede del PSOE el día del triunfo
 
El tándem Felipe-Guerra resultaba muy efectivo de cara al pueblo. Alfonso Guerra, vicepresidente, hombre en contraste con González nada agraciado, se caracterizaba por el sarcasmo e ironía que empleaba en sus discursos, convirtiéndole esta característica en el ingenioso y divertido pícaro de esa literatura  caballeresca tan nuestra y que tanto apreciamos. Resultaban la pareja ideal.

Pero no pretendo detallar en este capítulo lo que fueron para España los años de socialismo. El único propósito del pequeño prólogo anterior es ubicaros en el momento y las circunstancias que rodearon los hechos de mi vida narrados a continuación.

Entre los años 80 y 84 la vida me hizo una serie de obsequios maravillosos; trabajo interesante y reencuentros con entrañables amigos cubanos que me llenaron de felicidad y, como era inevitable, de nostalgias de Cuba y de mi juventud.


Miriam Barredo y yo
Mi “hermana de sangre” desde la infancia, Miriam Barredo, aquella adolescente que partió de Cuba,  obligada por la dramática situación en la que Castro había sumido a la isla, (ver Instantánea 29), regresó a mi vida de la forma más fortuita y por fortuna para nunca marcharse. Resultó que, viviendo ella en New York, teníamos sin saberlo un conocido en común, Javier, el cual visitaba su casa en los frecuentes viajes que hacía a la Gran Manzana. Pues bien, un día en medio de una conversación él mencionó tener en Madrid trato frecuente con una simpática “cubanita” (así me consideraron durante años), artista y de nombre Yolanda Farr.  Aquello fue definitivo. Cuál no sería la alegría de Mimi al haber hallado a su amiga por tantos años perdida que organizó inmediatamente una venida a Madrid para vernos. Habíamos quedado citadas en la discoteca Bocaccio y nuestro reencuentro fue algo pleno de emoción irrefrenable. No es difícil imaginar el desconcierto de los que nos rodeaban ante el espectáculo de dos mujeronas abrazadas y llorando como niñas en medio del salón.  La cuestión es que desde entonces Miriam comparte su vida entre su casa de New York y la que inmediatamente compró en la zona de Torremolinos, Málaga. Así que a partir de esa noche nuestra amistad se reanudó con tanta perfección como si nunca hubiese sido interrumpida. No me negaréis que fue como un milagro.

Mequi Herrera y yo
 
Pero ese no fue el único. Mequi Herrera, la hermosa actriz cubana que desde el comienzo de su exilio español se convirtiera en mi gran amiga, compartiendo conmigo, con Jesús, con Carlos Rodríguez y con Pepe Escarpanter los últimos días de nuestra inolvidable “comuna”, esa maravillosa criatura que decidió un día marchar a E.E.U.U. y desaparecer, para mi desgracia, de mi vida,  reapareció de súbito, tan bella y cariñosa como siempre. Estaba de vacaciones por España y había logrado localizarme. A partir de  entonces, aunque esporádicos, nuestros reencuentros se han convertido en mis grandes alegrías. Ella ha fijado su residencia en Miami pero  la distancia no impide que, de vez en cuando, nos hagamos el maravilloso regalo de nuestra mutua compañía.

Lyda Triana, Gladys Triana y yo
Y cómo describir mi emoción cuando, tras varios años, volví a ver a Gladys Triana, de la  que tanto he escrito en mis Instantáneas y a la que tanto debo durante mis negros años de acoso político en Cuba. (Ver Instantánea 32). La estupenda pintora, en cuanto logró estabilizar su vida en la ciudad que finalmente eligió para asentarse, ese perfecto "asilo de artistas y almas errantes" que es New York, comenzó a realizar viajes a España con el fin de estar con  su hermana Lyda,  bella mujer que fuese  una conocida actriz en la isla, y que casada, desde hace años con un español, Luis, formó su hogar en este país desde el comienzo de su exilio. Pero volviendo a Gladys, aquello nos dio la oportunidad de reunirnos, al menos una vez al año, y de ponernos al día con nuestra amistad y con el seguimiento de nuestras mutuas carreras. Por cierto que la  suya la ha llevado a ser, en estos momentos, una artista plástica muy considerada.

Carlos Rodríguez, yo y Sergio González
 
También en esos felices tiempos recobré a Carlos Rodríguez,  muchachote cuyo corazón de oro mantuvo siempre activa y variopinta aquella “comuna” en la que tantos cubanos exiliados pernoctaron y donde tuvieron lugar, para nuestro disfrute, tantas amenas tertulias. En esta ocasión, Carlos  engrandeció el número de mis más queridos amigos con una valiosa aportación: Sergio González.

 
 
 
René Sánchez, Manuel Pereiro, yo, Carlos de León y Efraín
Carlos de León, René Sánchez y Efraín forman parte de mis reencuentros de aquella época. De León, tan vital como cuando muchos años atrás interpretáramos La Endemoniada, allá en Cuba  bajo la dirección de Francisco Morín, función por la que fuimos nombrados Mejor Actor y Mejor Actriz de 1963, era una de esas personas queridas y añoradas de mi vida anterior. Y resultó estupendo volver a encontrarle tan efusivo y brillante como le recordaba. La foto que acompaña este párrafo fue tomada durante esa visita y en ella aparece también el gran Manuel Pereiro, al cual yo sí veía con frecuencia, puesto que es uno de los pocos actores cubanos que lograron establecerse laboralmente en España.

 
 
En lo profesional 1984 fue para mí un año de excelentes relaciones amorosas con las pantallas, tanto de cine como de televisión. Tres películas mías se estrenaron casi al unísono: Violines y trompetas, de Romero Marchen y  Mi amigo el vagabundo y Operación Mantis, dirigidas estas últimas por Jacinto Molina. Por cierto, para el que desconozca el dato, diré que ese era el verdadero nombre de un personaje muy especial dentro de la cinematografía española: Paul Naschy, conocidísimo entre los abundantes seguidores de sus películas de “monstruos y susto”. Protagonista de sus propios films le apasionaba esconderse tras laboriosas caracterizaciones de hombre-lobo o sangriento vampiro. Con escaso presupuesto realizaba películas de segunda categoría que cumplían el cometido de  divertir a un público no demasiado exigente pero entusiasta y en ellas invertía por completo tanto su capital como su corazón.
 
 
 
El día en que me llamó para participar en Mi amigo el vagabundotemí que se tratara de uno más de sus homenajes al género de terror y aquello no me hacía ninguna ilusión. Pero estaba equivocada. El guión era tierno y ameno, mi papel, una estricta  institutriz alemana, era largo y lucido y para mayor satisfacción   trabajaría con José Luis López Vázquez. Él, Jesús Puente y yo, acabábamos de ser el trío protagonista de Violines y Trompetas, así que nuestra relación era reciente y agradable. También tendría la oportunidad de actuar nuevamente junto al gran José Bódalo,  el que fuese mi marido en la película Los hijos de papá, y con Florinda Chico, gran persona y aún mejor cómica. El niño en el cual se centraba la acción, Sergio Molina,  era un encanto, dulce, educado y con un gancho para la cámara extraordinario.
 
Paul Naschy y dos de sus caracterizaciones
Cuando una vez comenzado el trabajo supe que se trataba del hijo de Molina-Naschy no me sorprendí en absoluto ya que el director-actor era una persona tan educada y con tanta clase que sorprendía  su afición a esos horripilantes personajes que gustaba  interpretar. Por desgracia mi segundo e inmediato trabajo con Naschy, Operación Mantis, una sátira de las películas del James Bond de aquella época, resultó un fiasco tan enorme que le arruinó hasta el punto de mantenerle fuera del negocio durante algunos años.

Pero mi labor más hermosa y satisfactoria de ese año fue el rodaje para TVE de la pieza de Anton Chejov, Veraneantes, bajo la experta y sensible dirección de Alberto González Vergel.  Mi primer encuentro con el controvertido director había sido algo  como sacado de un guión cinematográfico.

Alberto González Vergel
Una noche en la que asistía con Jesús a un acto cultural, al que por cierto no habíamos decidido ir hasta último momento,  un señor desconocido se me acercó y, después de identificarse como González Vergel, me ofreció un papel protagónico en su próximo trabajo para la tele. Dijo que seguía mi carrera con admiración y que le satisfaría enormemente poder contar conmigo. Por supuesto, ya que aquel nombre venía acompañado de un gran prestigio artístico, mi sorpresa y mi aceptación fueron absolutas. Aunque con fama de déspota, os aseguro que, tanto durante el largo rodaje de la serie como en trabajos que vendrían después, mi contacto con aquel hombre no pudo ser mejor ni más aleccionador. Aunque  en algunas ocasiones presencié como adoptaba actitudes de prepotencia con ciertos actores, lo cierto es que, la mayoría de ellos, se merecía serios rapapolvos por indisciplinados y renuentes a seguir directrices, vicio muy frecuente entre los actores españoles.  Sus palabras en esos momentos poseían un filo increíblemente hiriente pero la intención que las acompañaba era siempre en beneficio no solo de la obra si no del trabajo del actor. En realidad aquel hombre, al que puse el nombre de Doctor Jekyll y Mister Hyde, tenía dos caras tan marcadas como las del personaje de Robert Louis Stevenson: en su trato personal era un dechado de buenas maneras y una continua fuente de información cultural, mientras que en el trabajo se convertía en un ser irritable y proclive a exaltarse.  Muchos compañeros afirman no entender el porqué de mi defensa a  Vergel pero, como está claro que “cada cual habla de la feria según le va en ella”, en mi caso tan solo  cosas positivas puedo contar de esa relación laboral que llegó a convertirse en amistad.

Primera etapa de Veraneantes
Veraneantes contó, durante sus ocho capítulos, con  un amplísimo elenco de los mejores actores del momento. Aunque todos, hasta el más pequeño,  eran papeles lucidos los protagonistas de la mini serie fuimos Miguel Ayones, Fernando Cebrián, Ana María Vidal, Pepe Martín, María Luisa San José, María Silva, Carmen Bernardos y yo, en un personaje  que  reflejó minuciosamente el paso de los 40 años en los que transcurría la acción.
 
Última etapa de Veraneantes
 
Esto gracias al magnífico equipo de maquilladores y peluqueros pertenecientes al staff de TVE y del que González Vergel exigió disponer durante los dos meses de grabación. El resultado fue un producto con una imagen, unas actuaciones y una ambientación de calidad nada frecuente en el mediocre ambiente televisivo. Y todo gracias a ese controvertido director que sin duda pudo sacar de mí algunas de mis mejores actuaciones.

Pero no solo las pantallas llenaron mi vida en aquel 1984.

En  junio, Adolfo Marsillach me había ofrecido ser la protagonista femenina en el estreno mundial de su más reciente invento teatral: Cinematógrafo Nacional. Espectáculo sicalíptico musical. Aventura que narraré en mi próxima Instantánea.

 
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Próximo capítulo. Marsillach y el Cinematógrafo.

Instantanea 98 - Marsillach y el Cinematógrafo.

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Foto Jesús Alcántara
 
¿Alguna vez, al entrar en un lugar desconocido una sensación de dejá vu os ha dejado anonadados? ¿Y en ese momento, sumidos en una especie de euforia, habéis sentido que todas las vibraciones positivas circundantes acudían a recibiros,  como si siempre os hubiesen estado esperando? Pues esas fueron mis sensaciones cuando en 1970 acudí por primera vez al Teatro de La Comedia con objeto de comenzar los ensayos de la obra Tiempo del 98,   esa aguda crítica política que, durante el franquismo, habíamos logrado valientemente colar por entre las faldas de la censura. Aquel teatro a la italiana me cautivó desde nuestro primer encuentro.

14 años más tarde, un día de principios de julio, en compañía de Adolfo Marsillach, de José Sazatornil, “Saza” y de algunos otros compañeros, al atravesar sus puertas para tener la primera reunión de compañía de Cinematógrafo Nacional, el milagro volvió a repetirse con toda su intensidad. Mi corazón se arrebató de alegría.  Otros teatros conocidos, y ya eran muchos y diseminados por todo el territorio español,  me resultaban, en el mejor de los casos, respetables moradas de Talía o Terpsícore,  pero estar en La Comedia despertaba en mi alma sentimientos tan intensos, tan personales que me hacían llegar a creer que ese templo había sido en realidad edificado para mí. Los desconchones de sus paredes me parecían esbozos de sonrisas, el olor a polvo del patio de butacas me provocaba el ansia de aspirar profundamente, como si mis pulmones necesitasen de ese aire viciado para sobrevivir y los algo ajados terciopelos de las cortinas me llamaban con la urgencia de cálidos amantes cuyos brazos ansiaran cobijarme. Por esas razones, al regresar a mi adorado teatro, al irrumpir en su afrancesado vestíbulo me volví a sentir enamorada. Sí, a veces, no se sabe por qué, el alma de un lugar se apodera de la tuya y la fascina. ¿Nunca os ha ocurrido algo semejante?

 Carteles del estreno de Cinematógrafo y Cuadros Disolventes y foto de La Gatita Blanca
 
Marsillach recurrió a mí en esa ocasión porque le estaba resultando muy difícil encontrar una actriz capaz de cantar La chispa eléctrica, un aria en tesitura de soprano, con orquesta en el foso y sin megafonía alguna. Es decir, en el más estricto de los directos. La intención del autor-director era conservar al máximo la ambientación de principios del siglo veinte, momento en el que se había estrenado en España Cinematógrafo Nacional, esa revista cómico lírica de un acto  cuyos autores eran Perrín, Palacios y Giménez.
 
El invento de Adolfo había consistido en hacer una ligera poda de los diálogos e incluir en el segundo acto  gran parte de otras dos obras del género, también en un acto; La gatita blanca, de Jackson Veyán, Giménez y Vives y Cuadros disolventes, de Perrín, Palacios y Nieto, todas estrenadas entre 1896 y 1907. Por supuesto el vestuario era un remedo perfecto del que aparecía en fotos de cupletistas y de personajes populares de entonces. Es decir que el espectáculo era preciosista, colorido, variado y un bello homenaje a tiempos pasados de la farándula.
 
"Saza" y yo en La gatita blanca. Segundo acto
de Cinematógrafo Nacional
 
El reparto estaba compuesto por Blaki, Natalia Duarte, Mara Ruano, Alberto Fernández y Francisco Portes, todos actores-cantantes, y protagonizada por José Sazatornil, “Saza”, y por mí. También contábamos con un coro-ballet de 16 personas. La orquesta estaba dirigida por Pepe Nieto, la coreografía era de Skip Martinsen y la escenografía del gran Carlos Cytrinowski. Por supuesto lo mejor de lo mejor para Marsillach.
 
“Saza” era, además de un hombre de exquisita educación y maneras decimonónicas, un importantísimo actor de comedia, con una filmografía interminable y una bonita voz abaritonada. La mía poseía un timbre agradable y una tesitura que abarcaba desde la de mezzo hasta la de soprano sin lo cual no me hubiese sido posible interpretar, confieso que dejándome la garganta en el empeño, aquella aria de La chispa eléctrica con la que comenzaba la función.
 
Yo en la aparición de La chispa eléctrica.
Primer acto
 
¿Me imagináis en el fondo del escenario, sobre una alta plataforma provista de una estrecha escalera que descendía hasta el escenario, vestida con un traje que pesaba 23 Kilos, bajando deslumbrada los escalones mientras cantaba a todo pulmón con el fin de hacerme oír sobre una orquesta de 14 despiadados músicos,  a los que tan solo importaba lucirse? ¿Y para colmo sin megafonía alguna? “Saza” y yo, durante los ensayos, intentamos con denuedo convencer a Marsillach de lo absurdo de ese purismo, de que incluso sería perjudicial de cara a un público que ya estaba acostumbrado al sonido de las voces pasadas por el micro y los bafles, pero fue en vano. Así que todos los intérpretes vivimos, durante los dos meses de representación, aterrados ante la posibilidad de coger un catarro o una afonía.

Tal y como nos temíamos, el público no logró engancharse al espíritu purista y nostálgico del espectáculo, por lo cual aquella experiencia se puede catalogar como un gran fracaso. Algo que sorprendió y humilló a un Adolfo Marsillach acostumbrado a los éxitos y considerado en esos momentos, más que un actor, un intelectual de gran prestigio. El hecho es que, sin querer dar su brazo a torcer con respecto a lo del sonido, inmediatamente después del estreno nos abandonó para iniciar su labor actoral en una serie de TVE, dejando a cargo del seguimiento de la función a Roberto Alonso, uno de sus ayudantes.

Adolfo Marsillach
Marsillach fue, a lo largo de toda su vida artística, un personaje importante y difícil de catalogar. Él se describía como un  luchador por las libertades durante el franquismo y sin embargo había sido nombrado director del Teatro Español en el año 65, cosa impensable para quien no tuviese alguna implicación con la dictadura. Tiempo después, llegada la democracia fue acogido por el nuevo sistema y por el público bajo el eslogan de persona progresista. Hasta tal punto que en el 78, en plena democracia y por supuesto con todo el apoyo gubernamental, fundó el Centro Dramático Nacional y con posterioridad creó la Compañía Nacional de Teatro Clásico, ocupando para su uso exclusivo ese Teatro de la Comedia del que hablo con amor al comienzo de este capítulo. La cuestión es que siempre ha estado clara su buena relación con los gobiernos españoles, fuesen de la tendencia que fuesen. En mi opinión Adolfo fue un hombre camaleónico y poseedor de una inteligencia  aguda. Todo un personaje.Estas palabras deben entenderse más como un halago que como una crítica adversa, pues en el fondo de mi corazón siempre he admirado a los “supervivientes natos”.

 
Y paso a contaros la anécdota correspondiente a ese malogrado espectáculo

Una tarde, antes de comenzar la función, el regidor me comunicó que Justo Alonso,  el productor, estaba en el camerino de “Saza” y que ambos querían hablar conmigo. Así que hacia allí me dirigí temiéndome lo peor. Pero aquella reunión no iba a versar sobre suspender las representaciones del Cinematógrafo, como yo pensaba. De hecho, ambos estaban buscando, según ellos, una solución para salvar el espectáculo. Y no sé a cuál de los dos se le ocurrió que, con el fin de “alegrar” los textos, “Saza” se dedicara a incluir en ellos  chistes subiditos de tono y hasta alguna que otra alusión a los políticos del momento. Mientras, yo debía apoyarle con “frasecitas” que dieran entrada a sus gracias, convirtiendo así mi personaje en su “pared de frontón”.
 
"Saza" y yo en La gatita Blanca.
Segundo acto.
Y no es que eso me molestase, en peores garitas había hecho guardia, pero aquello transformaba la función en algo peor que una revista al uso, en un híbrido,  arrebatándole su bella cualidad de “reliquia de tiempos pasados”, de amena clase de historia de la revista cómico lírica, género totalmente olvidado, y de los usos y personajes de finales del diecinueve y principios del siglo veinte. Lo cual era para mí su mayor encanto y originalidad.
 
Mi respuesta a la proposición fue clara y tajante: aceptaría cualquier cambio siempre que fuese el propio autor-director quien me lo plantease. Aquello no gustó mucho al productor ni a “Saza” pero yo insistí en que la orden partiese de Marsillach personalmente, pues me temía que le estaban intentando hacer una jugarreta y no era cuestión de ser cómplice en algo que me pusiese a mal con tan insigne personaje.

Un par de días después Roberto, el apocado ayudante de dirección, se presentó en mi camerino y me comunicó que Adolfo no tenía tiempo para venir  a vernos pero que sus palabras habían sido, “diles que hagan lo que quieran con la obra”. Es decir que, para mi sorpresa, el gran hombre se desentendía. Con lo cual no había más que hablar al respecto.

Desde esa misma función se incluyeron en los sketches unos chascarrillos que desvirtuaron la idea primigenia del espectáculo y que, por supuesto, salvo algunas risas de los asistentes, no nos aportaron ningún beneficio. Muy por el contrario nos hizo perder a ese público inteligente que había apreciado, en un principio, el elegante y minucioso trabajo de rebusca en el pasado que eran las principales virtudes de Cinematógrafo Nacional.

Nunca he logrado entender la actitud de Marsillach, sobre todo teniendo en cuenta su fama de director estricto y autor puntilloso.

La cosa es que mi objeción inicial  fue la causante  de que las relaciones con el productor, Justo Alonso y con José Sazatormil, “Saza”  se enfriaran. Aquello no me sorprendió. Pero sí lo hizo el hecho de que Adolfo nunca tuviese una palabra de reconocimiento para con mi arriesgada actitud en defensa de su creación. Nuestro trato durante los ensayos había sido perfecto, yo ejecutando al pie de la letra sus indicaciones y él llegando incluso a aceptar alguna sugerencia mía. Pero bueno, parece que así son los genios, autosuficientes  hasta tal punto que cualquier intento de ayuda ajena  les ofende.  A pesar de todas las experiencias adversas que había tenido a lo largo de mi agitada vida, creo que fue a partir de ese  momento  cuando comencé a entender que  mi capacidad cognitiva, la forma demasiado estricta de ver mi existencia y mi profesión  eran la herencia de unos padres honestos  a la vez que disciplinados,  una aleación que estaba resultando poco práctica.

Desde que comencé a tener uso de razón, mi mundo soñado había sido, ya podéis comenzar a reír, un lugar donde el arte fuera tan puro que pudiese estar totalmente divorciado de la política, donde no existiesen fronteras terrestres ni mucho menos raciales, donde las clases sociales no fuesen tan drásticamente definidas,  donde el amor y el sexo no tuviesen más  límites que los estipulados por las partes interesadas, donde existiese un Dios poseedor de un corazón compuesto en su totalidad por enormes montañas de comprensión y benevolencia. Sin embargo estaba comprobando que las tendencias marcadas por las “mentes brillantes” que regían nuestras vidas eran totalmente opuestas a mis sueños. Ahora resultaba que TODO era política, se apoyaba a los países que pretendían fragmentarse escudados tras utópicas autonomías o nacionalismos, la sociedad se dividía cada vez más en ricos y pobres, nos creíamos con el derecho a juzgar, criticar y legislar  hasta sobre el “sexo de los ángeles” y surgían continuamente nuevas religiones regidas por supuestos dioses llenos de furia y de codicia, ya fuese de almas o de bienes materiales. (Por supuesto todo esto y mil desafueros más siguen vigentes).

Y para finalizar este casi impúdico striptease que ha hecho mi alma, pasaré a compartir con vosotros el único recuerdo en verdad agradable que guardo de Cinematógrafo Nacional.


La noche de nuestra despedida el jefe de sala se acercó a mi camerino para entregarme un bonito álbum de cuero que “su admirador secreto ha  dejado para usted”, dijo. Como era idéntico a uno que había llegado a mis manos, rodeado del mismo misterio y  tras otra última función, la de El Rey de Sodoma de Arrabal, inmediatamente supe lo que contenía. Por lo tanto  me apresuré a abrirlo, confieso que con el insano propósito de dejarme llevar por la emoción y derramar alguna lagrimita. Y no me equivocaba. Al igual que en el caso anterior las páginas tenían primorosamente pegados y clasificados todos los recortes sobre Cinematógrafo que habían salido publicados en la prensa española. Así que, haciendo una pausa en el siempre triste proceso de recoger por última vez los enseres personales, acto en este caso acompañado por la nostalgia de “lo que pudo haber sido y no fue”, sentada por vez postrera ante la coqueta de mi camerino dediqué a ese admirador secreto un imaginario beso de sincero agradecimiento que, estaba segura, nunca llegaría a él. O al menos así lo creía a finales de ese mes de noviembre de 1984. Pero ¿conocéis la letra de esa canción que reza, “sorpresas te da la vida, la vida te da sorpresas”?

 
Fotos de Cinematógrafo Nacional, Jesús Alcántara
 
 
Necrológica
Amparo Rivelles
Foto J. Alcántara

El jueves día 7 del corriente fallecía en Madrid, a la edad de 88 años, la gran dama del teatro; Amparo Rivelles. Tras  haber triunfado, desde muy temprana edad,  en el teatro y en el cine español, corriendo los años 50 partió hacia México donde vivió y triunfó durante 24 años. A su regreso a España retomó su carrera  convirtiéndose en el paradigma de la primera actriz. Hija y nieta de actores vivió en y para su profesión siendo incontables los premios recibidos y los grandes éxitos obtenidos  frente a un público que la idolatraba en ambos lados del Atlántico.  Un personaje así nunca desaparecerá de nuestra memoria y gracias a sus importantísimas películas, será siempre admirada por las generaciones venideras.




Próximo capítulo. "...unos que vienen, otros que se van"...

Instantánea 99 - Entre las despedidas y los reencuentros. (Primera parte).

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Foto de Jesús Alcántara
 
Aquel 1985, que yo había elegido como mi  “año sabático”, se convirtió en un continuo manantial de emociones contradictorias. Conmovedores reencuentros, y grandes y dolorosas despedidas. Despedidas de esas que cambian tu vida y dejan en tu corazón agujeros imposibles de rellenar. Todo empezó con una desbandada de los amigos que durante años fuesen proveedores de cálida compañía y bulliciosa felicidad para Jesús y para mí. Por una de esas casualidades del destino habían decidido abandonar Madrid casi al unísono, buscando otros derroteros para sus carreras, para sus sueños o para sus vidas.
 
De derecha a izquierda Tomás Picó, Almudena Cotos, Salvador Vives
Jesús y yo en 1976
 
Salvador Vives volvió a su ciudad natal, Barcelona,  con el fin de dedicarse a la difícil y poco apreciada profesión de doblador de cine, en la cual, con su bella voz de barítono,  se convirtió casi de inmediato en una gran estrella. Tomás Picó decidió alejarse del “mundanal ruido” y de ese Madrid que no había sabido apreciar toda su valía. Dirigió entonces sus pasos a la hermosa e indómita región de Tarifa, Andalucía, y allí formó una compañía de teatro de aficionados con la que, al pasar el tiempo,  consiguió un gran prestigio nacional.
 
Carlos, Jesús, Norberto y yo
en una de nuestras muchas
fiestas de carnaval
 
Norberto Sosa que, bajo el nombre artístico de Norton, había tenido su “minuto de gloria” como cantante a principio de los setenta, tras comprobar que no sólo de arte y del bien hacer se nutre esta profesión, volvió a la hermosa isla donde había nacido, Gran Canaria, para hacerse cargo de los negocios familiares. Y aunque ya debía estar acostumbrada a estos frecuentes desgarros, teniendo en cuenta mis exilios de España a Cuba y viceversa o la disolución de aquella comuna que había aliviado las nostalgias y penurias de mis primeros años en España, despedirme de personas tan entrañables me llenó de una sensación de soledad y hasta de desamparo. Pero el más triste y dramático de los adioses fue el que vi en la mirada de nuestro querido foxterrier Bobby en el momento de su última  entrada a un quirófano.  Carcomido por un cáncer contra el que no valieron ni rezos ni cirugías, perdió las fuerzas y el deseo de vivir,  así que finalmente tomamos la terrible decisión de acabar con sus sufrimientos.
 
Rodeando a mi madre Dora Norberto, Carlos, Picó y yo
 
Tan solo los que hayan pasado por esta disyuntiva pueden comprender cuán difícil y doloroso nos fue sacrificarle, pero, viendo su diario sufrimiento, tanto Jesús y yo como mi madre fuimos partidarios de no prolongar su inútil agonía. Pensábamos que, puesto que le habíamos dado una vida plena y feliz, debíamos proporcionarle también una muerte digna, un acceso, libre de más dolores,  hacia ese cielo de las mascotas que para mí sin duda existe.  Así que en una camilla de la clínica veterinaria de nuestro  amigo Salmerón, en los brazos de Jesús, Bobby se durmió plácidamente  y por última vez mientras en casa mi madre derramaba sus abundantes dosis de lágrimas y yo,  incapaz de verle partir, vertía las mías derrumbada en una silla de la antesala del quirófano. Aquel momento ha pasado a formar parte de los más dolorosos de mi vida y durante largo tiempo, esa devastadora tristeza que provoca la pérdida de un ser querido,  fue una constante en nuestro día a día.

No había pasado más de un mes cuando mi querido amigo Salmerón me hizo una propuesta a la vez apetecible y amedrentadora; emprender un viaje a Cuba. Si lo hacíamos ese sería el regreso a parte de la  infancia, a la totalidad de la adolescencia y a los primeros años  de nuestra plenitud ya que ambos teníamos unos antecedentes muy similares; españoles llevados a la isla durante la niñez y repatriados a España a finales de los 60, aunque en distintos momentos de la década. Era aquella una decisión difícil de tomar; o bien nos enfrentábamos al  triste presente en que se había convertido nuestro pasado o seguíamos, como hasta entonces, sumidos en las ensoñaciones y la idealización de un tiempo que ya no existía. Eso aparte del temor a  las posibles represalias que podíamos sufrir en Cuba como venganza por nuestra “huida”. Aunque el formar parte de un grupo de turistas en un viaje organizado por una agencia y el estar  provistos de esos pasaportes españoles que nunca habíamos perdido nos hacía confiar en que pasaríamos lo suficientemente inadvertidos, el temor persistía.
 
Jesús y yo en el aeropuerto de Barajas, Madrid,  momentos
antes de tomar el avión para Cuba

Finalmente ambos decidimos descorrer las espesas cortinas del miedo y la nostalgia y desafiar a los poderes de la autocracia que dieciséis años atrás nos habían obligado a abandonar en Cuba la casi totalidad de nuestras vivencias.

Ni él ni yo teníamos ya parientes en la isla, pero sí contábamos con grandes amigos que se alegrarían infinitamente de volver a vernos. Así que cargados con algunas de tantas y tantas cosas que faltaban en ese infortunado país, desde los sencillos polvos de  talco o la pasta de dientes hasta la ropa y el calzado, desembarcamos una noche en un aeropuerto José Martí que nos pareció tan solo  un deteriorado hangar. (Más tarde supimos que nuestra llegada coincidió con obras exhaustivas  de ampliación y restauración del lugar.)

Foto de Jesús Alcántara
La primera sorpresa con que nos topamos los viajeros al salir del avión fueron los “puntos de control de pasaportes”. Para nuestro asombro, tras atravesar la pista a pie, vimos ante nosotros cinco habitáculos de cemento que medían, aproximadamente, metro y medio por metro y medio, y que se hallaban adosados a una larga pared. Nos indicaron que hiciéramos cola ante ellos y allí nos quedamos durante largo tiempo las cinco filas, como obedientes borreguitos, mientras nuestros ojos se clavaban, hipnotizados, en una puerta de hierro que ocupaba parte del frontal y que se abría automáticamente para dejar entrar a cada pasajero,  cerrándose rauda tras su paso. Aquello nos permitía ver a las personas penetrar pero, ya que  las salidas de las diminutas habitaciones  iban a dar a un largo pasillo situado tras el muro,  como pude comprobar más tarde,  la sensación era que, una vez dentro, esos seres desaparecían sin dejar rastro. La cosa era muy inquietante, acostumbrados como estábamos al diáfano mundo de cristales que, en los aeropuertos españoles, rodeaban los controles  aduaneros. Sobre todo para mentes calenturientas como la mía. Cuando me llegó el turno de acceder al cubículo lo hice aterida por el temor y ese sentimiento de culpa que el régimen cubano ha inculcado en todos los que, en un momento determinado, elegimos el exilio.

Una vez dentro, casi escondida tras mi tembloroso pasaporte y ya cara a cara con el miliciano encargado de ponerle el ansiado sello, las luces se apagaron de súbito y sobre mi corazón cayó algo parecido a la losa de un sepulcro. ¡Estaba perdida! ¡Me habían reconocido y el fantasma del juicio popular con el que me amenazaran años atrás y que había logrado eludir gracias a mi salida en diciembre de 1967, al fin me poseería y me destruiría! (Ver Instantánea 44). Nunca iba a volver a Madrid, jamás me arrebujaría de nuevo en el cálido amor de mi madre y de Jesús. Mi angustia convirtió la oscuridad en una masa solida y pegajosa que me impedía respirar. De pronto oí una voz gritando desde fuera del cubículo  herméticamente cerrado en el que me encontraba; “¡Esto es un apagón general, señores turistas, agarren sus equipajes porque no nos hacemos responsables de los robos!”. Durante los pocos minutos que pasé sumida en la oscuridad,  prisionera entre esas puertas de hierro que, al funcionar por electricidad, habían quedado bloqueadas, experimenté algunos  de los momentos más angustiosos de mi vida. (Insisto en intentar describiros estos lugares para que compartáis conmigo la ya de por sí opresiva sensación de claustrofobia que provocaba estar allí encerrada).

Por suerte tan solo un rato más tarde volvió la luz, y con el regreso de la electricidad la puerta de salida que daba acceso al pasillo se abrió.  Entonces, el desagradable individuo que había permanecido, en aterrador silencio, conmigo en la oscuridad me entregó el pasaporte sellado y con un gesto de la mano indicó que me fuera. Ni una palabra de disculpa brotó de su boca.

Pero mi odisea en el aeropuerto no había terminado.


Foto de Jesús Alcántara
La recogida de los equipajes se hizo eterna. Los milicianos abrían cada maleta, revolvían un poco en su interior y la devolvían a sus propietarios con gesto de condescendencia. El gran problema fue que, al llegar mi turno, yo llevaba ¡tres piezas llenas hasta rebosar de las más diversas prendas! Y aquello requirió un largo proceso de explicaciones y de negociación. “Pero, ¿cuántos días te piensas quedar en Cuba, compañera?”, “Trece”, le respondí con mi más cuidado acento castellano y mi más cautivadora sonrisa, “Lo que pasa es que me han dicho que aquí se suda mucho y yo soy muy limpia”. Para mi sorpresa aquello le hizo soltar una carcajada. A medida que iba revolviendo mi equipaje hacía comentarios como “¡lo que daría mi negra por un par de medias de estas!”, o “fíjate, esta camiseta es de la talla de mi hijo”. Como imaginaréis, cuando finalmente recogí mis tres maletas su peso se había aligerado a causa de mis “donaciones”. 

Al salir por fin al exterior vi que una guía turística, de la que emanaba un inconfundible hedor a comisaria política, esperaba y reunía a “mi grupo” alrededor de la guagüita que nos debía conducir al hotel contratado para nosotros por la agencia. Y entre ellos distinguí a mi amigo Salmerón, iluminado por  una sonrisa de felicidad que le atravesaba la cara de este a oeste. Así que hacia allí me dirigí.

Pero cuál no sería mi sorpresa al escuchar a mis espaldas un pequeño coro de voces entonando con entusiasmo  mi nombre. Sí, Lucy, mi inolvidable “niña de chocolate” su marido, Tomás, su hijo pequeño, Gabriel y su otro hijo y ahijado mío, Alejandro, habían conseguido un viejo coche prestado y estaban esperando  mi arribo exultantes de emoción. Aquello fue una sorpresa enorme pues, aunque yo me las había arreglado para comunicarles los detalles de mi llegada,  al no tener ellos auto  la posibilidad de que se desplazaran hasta Boyeros era prácticamente imposible.  Hay que aclarar que el servicio de transporte público era muy escaso, y a ciertas horas, inexistente.

 Por supuesto aquel encuentro cambió mis planes. Abrazando a Salmerón le dije que me iría con los amigos que me habían venido a recibir y que, al día siguiente nos veríamos él y yo en el hotel. De pronto, como surgida de la nada, apareció a nuestro lado la supuesta guía diciéndome de forma imperativa, “¡compañera, usted no puede separase del grupo!” a lo que mi inmediata  respuesta fue, “pues a ver cómo me lo impides”. ¡De pronto el dulce aire nocturno habanero y la luz de alegría que irradiaban los rostros de Lucy and company me habían llenado de valor!
 
Hotel Presidente y Hotel Habana Libre, (antiguo Hilton)
A medida que me alejaba de aquella mujer oí unas palabras a las que, en esos momentos de gran emoción, no di importancia,” ¡Oiga, compañera, que no vamos al  Habana Libre, que nos han reubicado en el hotel Presidente!” Por cierto, una arbitrariedad de la cual no querían  hacerse responsables ni los cubanos ni la agencia de viajes española. Nosotros habíamos pagado por un hotel de primera, el anteriormente llamado Habana Hilton, sito en el meollo de L y 23, rodeado de lugares que habían sido testigos de gran parte de mi vida y ahora, sin explicación coherente, nos colocaban en uno de bastante menos categoría y ubicado en Calzada y G,  es decir, alejado de aquella Rampa y aquel Radiocentro por los cuales yo había planeado pasear mis recuerdos. Afortunadamente, y gracias a las agrias protestas de todo el grupo, una semana más tarde éramos trasladados a nuestro destino inicial, el hotel que tantos recuerdos de me traía y que siempre sería para mí "El Hilton." (Ver Instantánea 22).

La cuestión es que, tras los besos, abrazos y sollozos que podéis imaginar, ya apretujados en aquel Buick del 54 que mis amigos habían conseguido para ir a recogerme, me dirigí a su casa, dispuesta a  disfrutar, entre charlas, mimos y rememoraciones,  de cada minuto de esa mi primera noche en Cuba.
 
En casa de Lucy.
De derecha a izquierda el primo Ulises, mi ahijado Alejandro, yo, Lucy, Gabriel y Tomás.
En el centro la abuela paterna Aleja

Y en el próximo capítulo, queridos todos,  os seguiré narrando mis experiencias en una isla que reencontré desconocida y hasta a veces inhóspita.



Próximo capítulo: Entre las despedidas y los reencuentros. (Segunda parte).
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