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Instantánea 100- Entre las despedidas y los reencuentros. (Segunda Parte)

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Este capítulo está dedicado a los que, estando fuera de Cuba, han seguido el proceso revolucionario intoxicados por la mentirosa propaganda gubernamental. Cada palabra vertida en él es absolutamente cierta y vivida  personalmente.


Desde mi habitación del Habana Libre, con la hermosa bahía habanera de fondo
 
El reencuentro con Lucy fue algo maravilloso. Mi “niña de chocolate” y yo seguíamos conectadas por unos hilos invisibles que la distancia y el tiempo no habían podido destruir. Los días que pasé con ella no fueron ni en lo más  remoto suficientes para intercambiarnos la totalidad del cariño y la información que bullía en nosotras.

Aquella noche de mi llegada a Boyeros no fui al hotel a reunirme con el grupo turístico en el que había viajado.  Las dos permanecimos hasta el amanecer en su hogar de Ampliación de Almendares, echadas en su cama, poniéndonos al día la una de la otra y, como era inevitable, reviviendo tantas cosas que, desde nuestra niñez, habíamos compartido.  

Mi casa de 70 y 13
 
Al levantarnos esa mañana de noviembre del 85, medio drogadas de sueño y de emoción, hicimos el recorrido por los lugares más cercanos y emblemáticos para mí. Nuestro primer destino fue 70 y 13, Ampliación de Almendares, es decir la esquina en la que  estaba ubicada mi antigua casa, mi residencia durante 18 años. ¡Y no la reconocí! Estuve a punto de pasar de largo sin identificarla.
 
Tan solo se mantenía incólume el balcón, testigo de todas las etapas de mi vida cubana, ese decorado en el cual mi familia y mis perros, Laura y Nana,  la imagen misma de la desolación, me habían dado el último adiós mientras  yo, rota hasta extremos indescriptibles, me alejaba hacia el aeropuerto de Boyeros.  Después mi amiga y yo enfilamos la avenida 13 en busca del cercano cine Metropolitan donde nuestras hormonas adolescentes se habían convulsionado al ritmo de las caderas de Elvis Presley y de su primera película, Love me tender, aquel lugar en el cual ambas habíamos caído fulminadas de amor hacia el hermosísimo Rock Hudson, al tiempo que derramábamos ardientes lágrimas viendo Magnificent obsesion (Obsesión)
 
Los restos de mi Colegio Cima.
Foto cortesía de Tony Pisani
 
Pero fue la imagen de mi colegio Cima, justo frente al cine, la que me rompió el corazón. Por sobre aquel magnífico chalet parecía haber pasado, no el tiempo, si no el más devastador ciclón de indiferencia y desamor, como si una turba hubiese querido destruir todo lo que aquel centro de cultura y civismo había significado.

 
Caminando entre nubes llegamos a Miramar, al chalet de mi abuela Jenny,  tan solo para verlo convertido en una especie de “solar”. Sus paredes lloraban desconchones, algunas ventanas habían sido tapiadas con desmaño y  su frondoso jardín trasero era un estercolero. Pero el  peregrinaje siguió.
 
El chalet de mi abuela Jenny
Tras dedicar un larguísimo tiempo a la espera de esa ruta 2 de mi adolescencia y de  mi primer “desengaño amoroso”,(ver Instantánea 21), llegamos hasta la playa de la Concha, hasta el Conney Island que yo recordaba bullicioso y radiante y que en el momento de ese reencuentro  hallé convertido en una triste ruina herméticamente cerrada. Había decidido enfrentarme de inmediato a todos mis recuerdos más cercanos e íntimos, pero la experiencia resultó desoladora

 
Casi todo el tiempo que estuve en La Habana lo pasé visitando  las tiendas para extranjeros, esas “diplotiendas” en las que sólo se podía comprar con dólares y donde los cubanos tenían prohibida la entrada. Por cierto que, para mayor escarnio, el dólar era una moneda prohibida para ellos  hasta tal punto  que su posesión era castigada con penas de cárcel. Allí adquirí para mis amigos, y para los amigos de mis amigos,  cosas de primera necesidad como bragas,  sostenes (sujetadores), compresas, pañales para niños, ventiladores, jabón, y hasta, increíblemente, CAFÉ….Si, amigos, en Cuba, que poseía algunos  de los mas frondosos cafetales del mundo, donde el “cafecito” era un rito diario, reiterativo e inexcusable, las raciones que se repartían por la libreta eran mínimas y muchas veces hasta inexistentes. La cartilla de racionamiento, instaurada en julio de 1963,  no solo no había desaparecido en los 22 años transcurridos si no que se había convertido en algo mucho más famélico e incierto. Lo único que se podía comprar con el peso cubano, moneda sin valor alguno en el resto del mundo, era lo que cada familia tenía asignado por la libreta y que resultaba muy escaso para una satisfactoria manutención. Aquello hacía aun más indignante que diplomáticos y turistas dispusieran, en las tiendas antes mencionadas, de un amplio surtido en artículos de aseo, ropa y hasta alimentos, llegando al extremo de poder encontrar productos  envasados en cuya etiqueta decía, descaradamente, “excedente de la producción cubana”. ¡Vaya desverguenza!

 
Lucy y yo frente a su casa
 
Al finalizar aquel primer día de grandes desencantos, de nuevo en ese Buick del 54 prestado, Lucy, su marido y su hijo Alejandro, mi ahijado, me llevaron al hotel donde estaba alojado mi grupo, el Presidente. Allí me esperaban con ansia dos personas provistas de muy distintas  intenciones; mi amigo Salmerón y  la desagradable guía-comisaria política que nos habían asignado. “¡Usted no puede hacer esto, desaparecer así. Yo soy la responsable del grupo y, le advierto que, de ahora en adelante, si piensa faltar a alguna de las excursiones que les tenemos preparadas, tiene que avisarme con tiempo y decirme donde puede ser localizada”!, me espetó la mujer. Aquello me pareció el colmo del control así que le respondí con estas palabras; “desde este mismo instante está avisada de que no debe contar conmigo para excursión alguna.  Yo soy una adulta y he venido para conocer Cuba a mi ritmo y no para ser llevaba y traída como una niña alumna de las monjas Ursulinas.” Para mi sorpresa esas palabras, o tal vez mi decidida actitud, la dejaron muda.  Nunca más volví a tener un encontronazo con ella.

Con Salmerón frente al Templete
 
Salmerón, en cambio, me esperaba en el lobby ansioso por escuchar todo sobre mis emocionantes reencuentros. Él, a causa de las malas comunicaciones interprovinciales y el deficiente transporte público urbano,  había decidido sumarse a los viajes organizados por la agencia, pero tras realizar un par de ellos, uno a Viñales y otro a Sancti Espíritus,  comprendiendo  que estaba siendo manipulado, decidió alquilar un cochecito y dedicar más tiempo a las personas queridas que, tantos años atrás, había dejado en La Habana. Parece que mi ejemplo ahuyentó sus temores haciéndole comprender que, a los ojos de los “vigilantes”, éramos solamente turistas y eso nos cubría de un manto protector. A partir de aquel momento nuestra vida cambió. Cada día recogíamos a varios amigos y ellos nos dirigían a esos lugares típicos que, prácticamente escondidos, aún existían. Chiringuitos clandestinos, camuflados a orillas de alguna de las muchas playas cubanas, en los que solían servir, como plato único, masitas de puerco, frijoles negros y hasta yuca,  productos conseguidos   en el mercado negro, es decir, corriendo el riesgo de ser encarcelados.
 
 
Con mi ahijado Alejandro y con Esteban Barrios,
ambos bailarines, en el cabaret Tropicana
 
También, gracias a ellos, descubrimos antros nocturnos, sitios mucho más auténticos que aquel cabaret Tropicana, del cual yo había sido figura en el año 63, (ver Instantánea 35), y que, tras mi inevitable visita,  vi carente de su más característica virtud; el glamour.  En esos recónditos bares te servían un ron  de producción casera, hay que admitir  que espantoso, pero el único que se podía comprar fuera de la libreta, mientras al tiempo   podías disfrutar de algún  trovador espontáneo que, guitarra en mano y con esa musicalidad innata en el cubano, daba al personal una “descarga” de guarachas y boleros. Lo importante es que al fin podías departir con el auténtico pueblo.

Pero una mañana tuve mi mayor, mi más estremecedora confrontación con el sistema. Había pedido a Lucy que viniera a buscarme al hotel Presidente con la finalidad de continuar a su lado mi periplo habanero, solo que ahora por la zona del Vedado. Mi plan era que tomásemos malecón abajo hasta llegar a La Rampa, que subiéramos por ella hasta L y 23 y una vez allí que degustáramos unos helados en Coppelia, como en tantas ocasiones hiciéramos durante nuestra adolescencia.
 
En el cabaret del hotel  Internacional de Varadero
Estando en mi habitación, una llamada telefónica me avisó que "cierta mujer llamada Lucy" preguntaba por mí en  recepción.  “Por favor dígale que suba”, fue mi respuesta. Pero las siguientes palabras de la telefonista me dejaron patidifusa: “Compañera, ningún cubano puede entrar al hotel y mucho menos a las habitaciones”. No podía dar crédito a mis oídos. Hecha una auténtica fiera bajé al vestíbulo, sintiendo en mis carnes la humillación que aquello significaba para mi querida amiga y, según parecía, para el resto de los nacidos en esa isla kafkiana. (A excepción de políticos y militares, por supuesto). ¿Es decir que ellos, los nativos, los auténticos dueños de aquella tierra tenían prohibido el acceso, no tan solo a las “diplotiendas” sino también a lugares públicos como los hoteles y, según supe más tarde, a gran parte de los restaurantes? Mi enfrentamiento con la recepcionista fue antológico. Le dije que "aquella mujer", Lucy Reyes, era la directora del coro polifónico más prestigioso de la isla, que yo era una actriz y cantante famosa en España, que la había citado para tratar temas profesionales y que si persistía en su actitud absurda y segregacionista, acudiría con mis quejas a los más altos estamentos culturales de su país y a la prensa del mío. Mi amiga me miraba con expresión asustada por las posibles represalias y sorprendida de descubrir en mí una faceta completamente desconocida.
 
En la playa del Internacional de Varadero
 
En realidad la más sorprendida ante mi arrojo era yo, la pusilánime Yolanda que mientras vivió en Cuba sufrió callada las tropelías que, si sois seguidores de mis narraciones, conocéis de sobra. (Ver Instantáneas 27 y 46).La cuestión es que, mi trola funcionó y a consecuencia de ello Lucy tuvo libre acceso al hotel durante el tiempo que duró mi estancia en él. Sin duda las vírgenes católicas y los santos yorubas me protegieron durante ese viaje ya que mi actitud fue a veces “suicida”. Días más tarde, como cuento en mi Instantánea anterior, fuimos trasladados al hotel que debíamos haber ocupado desde el principio; el ahora denominado Habana Libre. Para mi sorpresa vi que el maravilloso mural de Amelia Peláez que ocupaba todo el frontal, ese que yo había visto instalar,  había desaparecido. Nadie pudo explicarme el motivo. Ay, los grandes misterios de los que el castrismo ha gustado siempre de rodearse.  (Según me han contado, en estos momentos el mural  vuelve a estar en su lugar.)
 

Un par de días antes de nuestra vuelta a la Madre Patria, Cuco Garrudo, un arquitecto cubano, compañero de aventuras de Salmerón desde la adolescencia, decidió hacer una reunión en su casa invitando a los amigos de ambos y a algunos de mis antiguos compañeros de la farándula. Fue una alegría ver nuevamente los queridos rostros de personas como Helmo Hernández, Raquel Revuelta, María de los Ángeles Santana y su marido Julio, Pastor Vega y Adolfo Llauradó, gente con la que, en mis días dorados, había compartido platós y escenarios.  Pero, a pesar de su asistencia, que agradecía de corazón, al poco rato de estar juntos, encerrados en aquella casa,  no pude evitar sentirme desplazada e incómoda entre gente con la que los temas de conversación era escasos y en cuyos rostros se adivinaba la tensión que les provocaba estar reunidos con una exiliada, cosa tan mal vista por el régimen. Tal vez eran imaginaciones mías, pero sentí como si yo hubiese evolucionado mientras que ellos, oprimidos por el sistema y por la censura, tuviesen cortadas las alas de su desarrollo humano y espiritual.  No, la realidad es que aquellos reencuentros no me dejaron el buen sabor de boca que era de esperar.

 

La mañana de mi partida, con Lucy
frente al Habana Libre

Finalmente llegó el momento de regresar a España. Las despedidas  fueron tristes, muy tristes pero la idea de volver a casa, abrazar a mamá y reunirme con Jesús era más fuerte que todo. ¡Mis seres más queridos!  Mi Jesús que, a causa del paulatino deterioro físico de mi madre no había podido compartir conmigo ese viaje, cosa que le habría hecho tan feliz…Mi madre Dora, aquella poderosa bailarina a la que la artritis comenzaba a dejar casi impedida, y por ende, a la que no podíamos, ni queríamos, dejar sola durante días…

 
Dos cosas  positivas logré sacar de aquel descorazonador viaje a Cuba. La primera fue la reconciliación con Emilia, esa gran amiga de mi infancia con la que  hube de romper relaciones a causa de su ciego fervor revolucionario y el ataque de radicalismo que sufrió a principios de los 60.  (Ver Instantánea 21). El tiempo y las desilusiones le habían hecho comprender que nada debía ser más poderoso que la amistad. Fue reconfortante ver como su proceso de maduración había sido hermoso y positivo.Y la segunda y más importante fue la confirmación de que abandonar la isla había sido una de las decisiones más oportunas y acertadas de mi vida. Aquel reencuentro puso fin a mis frecuentes devaneos con las dudas y la nostalgia.

De izquierda a derecha, Lucy, yo y Emilia en la heladería Coppelia
 
Y así, con mi vuelta a ese Madrid que ya respiraba libertad a pulmones llenos, nos vamos acercando a un 1986 que me tenía deparada una experiencia artística inigualable.


Necrológica.
Ha llegado a mi conocimiento que la cantautora cubana Teresita Fernández ha fallecido en La Habana.  Quiero dedicarle un personal y pequeño homenaje en nombre de aquellos días de nuestra amistad, cuyo fondo musical era   "dame la mano y cantaremos, dame la mano y me amarás...", y en el de  tantos niños a los que alegró con sus canciones. 
 

Próxima Instantánea. El Music Hall Lola.


Instantánea 101 - Lola Music-Hall

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Retrato de Jesús Alcántara

Al volver de aquel mi primer y último regreso a Cuba, mi corazón estuvo dividido algún tiempo entre la tristeza de lo visto y la emoción de lo experimentado. Por la parte positiva, tras tantos años de ausencia, había logrado reencontrarme con Lucy y su familia, con Emilia, con rostros queridos que me hicieron retroceder a momentos de mi juventud  y con lo único que no había cambiado en la isla: su mar turquesa, de una tibieza y una  sensualidad tan exclusiva, la sublime exageración de su flora y ese cielo en el cual los astros parecían existir engrandecidos y multiplicados.

Intenté comunicar mis sentimientos a Jesús y a mi madre, pero  no encontraba las palabras ni los adjetivos justos para hacerlo. Tanto en sus innatas virtudes como en sus inducidos defectos, sentía que Cuba, sus problemas y sus bellezas, eran cosas que solo personalmente se podían apreciar.

Me preocupaba advertir el paulatino deterioro de mi madre, su dificultoso caminar por la casa, echaba en falta el sonido de las patitas de mi perro Bobby sobre el parquet del suelo, pero aún así, la alegría de estar en mi hogar superaba las  tristezas. “Home, sweet home”. Durante mi estancia en la isla Jesús atendió a mamá hasta el punto de malcriarla, como comprobé al encontrar escondidos en su habitación esos bombones que yo le tenía racionados por su bien y de los cuales, en ausencia de su “guardiana”, se atiborró. Consecuentemente, su rostro se estaba rellenando, su anatomía iba adquiriendo francas redondeces y su dificultad de movimiento se acentuaba.

Con Dora, mi querida madre

Pero ella era feliz. Por su parte Jesús, en su estudio de la calle Príncipe, seguía siendo “el Rey de la Fotografía Teatral” y su círculo de amigos se incrementaba por días, pues nadie que lo tratara podía evitar sentir cariño por el guapo malagueño.

Para mí aquellas navidades del 85, sin mis amigos Norberto, Picó y Vives, esos que se fueron de Madrid durante aquel año para abrirse nuevos caminos, no resultaron las más gloriosas de mi vida. (Ver Instantánea 99). A pesar de las frecuentes llamadas que nos intercambiábamos, extrañaba su presencia mucho más de lo que había imaginado. Me parecía que no iba a ser fácil sustituir al buen elenco que había participado en la puesta en escena de aquella etapa de mi existencia. Eso se sumaba a la natural tristeza que nos provocaba la ausencia de papi y de mi querida tía Jenny, al vacío que semejantes pérdidas nos dejan en el alma y que se acentúa en esas fechas.


Foto  con María Gracia Mateu. Año 2000

Pero un día del mes de Enero recibí una llamada telefónica que me llenó de ilusión. Una muchacha desconocida, de nombre María Gracia Mateu, me informó que la sociedad que representaba tenía la idea de inaugurar un music-hallrestaurante y que, según su opinión y la de los socios principales, tan solo la mujer que había sido parte activa en el Music Hall Top Less, aquel estupendo espectáculo del que he escrito abundantemente en capítulos anteriores, (ver Instantánea 78), estaba capacitada para aportar al local el sofisticado show que conjugase con la prestigiosa cocina del Restaurante El Amparo, poseedor de una Estrella Michelín,  y con la “alta clase” de los socios inversores. Es decir, que yo era la elegida. La proposición era que  creara un espectáculo de menos de una hora, que lo dirigiera y lo protagonizara, todo eso en los  tres meses que supuestamente faltaban para la inauguración. (Durante el tiempo de relación laboral  llegué a apreciar tanto María Gracia que nuestra amistad se mantiene hasta el día de hoy). 

Tan solo una semana después de mi primer contacto con ella, estaba yo presentando el detallado proyecto del show ante Carmen Guasp y algunos  de los socios principales. Y quedaron encantados. Así que ya solo era cuestión de hacer las audiciones para las cuatro chicas y los cinco chicos que formarían el ballet y comenzar los ensayos. La elección del elenco no fue tarea fácil puesto que todos los bailarines debían ser buenos en su oficio, bellos, lo suficientemente dúctiles para poder desempeñar distintos personajes, y las chicas tenían que estar dispuestas a hacer semi desnudo, ese toque de erotismo indispensable en todo Music-Hall que se precie.

De izquierda a derecha: Ellas, Ana González Sun, Sara Fernández  e Isi Fuster.
Ellos, Gustavo Masulli,  Manuel Hurtado y Joaquín Arjona
Finalmente la elección recayó en nueve jóvenes que encajaban perfectamente con mis exigencias. Las chicas eran  Isi Fuster, Mari Carmen García, Ana González Sun,  Sara Fernández; y los chicos, Paco Grimón, Joaquín Arjona, Tente Barrachina, Gustavo Masulli y Manuel Hurtado.  

Así que el reparto quedó compuesto por nueve bailarines y yo. Ese era todo el personal que admitiría un escenario de 5x4 metros. Y hablo en futuro ya que en esos momentos un  cabaret gay de Madrid estaba siendo reconstruido enteramente para las necesidades de mi espectáculo. Aquel pequeño escenario iba a estar, sin embargo, equipado con dos ascensores, uno central giratorio y uno  lateral que desembocaría en una balconada semi circular en la cual estaba previsto colocar también mesas. Todo lo que se me antojaba me era conseguido por María Gracia, entusiasmada con el proyecto casi tanto como yo. Ella era la mediadora entre la parte artística y los inversores y creedme que mediaba de maravilla.


Con Paco Grimón y Gustavo Masulli
Pero fue en las excavaciones para colocar el ascensor giratorio donde comenzaron una serie de problemas que se fueron complicando hasta llegar a parecer una maldición.

A pesar de que las obras eran dirigidas por un prestigioso arquitecto, al llegar a un punto en la extracción de tierra observamos, con terror, como por las paredes del agujero que iba quedando se filtraba el agua de un riachuelo subterráneo con cuya existencia nadie contaba. Aquello era una hecatombe. Solo había dos posibles soluciones: o se suprimía el ascensor giratorio, con el correspondiente desdoro para el show, o había que traer máquinas de drenaje, aparatos secadores y posteriormente, impermeabilizar las paredes. Aquello provocaría una demora de meses en la fecha de la inauguración. Por suerte "los jefes" optaron por la impermeabilización y, aunque con una lentitud que nos desesperaba, las obras siguieron adelante y como estaban previstas.


Como Marlene Dietrich


























El segundo tropiezo fue que el dueño del local adyacente, con la adquisición del cual se había contado para ampliar el aforo, de repente se echó atrás en su oferta de vender, con lo cual, el salón del  restaurante, previsto para más de cuarenta  mesas, vio reducida su capacidad al esmirriado número de veinte. Aún así se continuó con el proyecto. Y el tiempo pasaba. Los artistas veíamos surgir estos problemas aterrados, temiendo que, tras tantos meses de ensayos, todo se viniese abajo. Pero viendo que, a pesar de todo,  las obras seguían  adelante, nos halagaba pensar que mucha fe debían tener esos inversores en nuestro espectáculo para afrontar tal incremento en los gastos y esa futura merma en los ingresos. La cuestión es que,  tras nueve meses de tensos  ensayos, durante seis de los cuales hube de bregar con depresiones, stress y hasta conatos de deserción por parte de los bailarines, en octubre de 1986 abría sus puertas, con éxito apoteósico,  el cabaret-restaurante más exclusivo de Madrid. Lola Music-hall.


Como Rita Hayworth en Gilda


Se me había ocurrido basar el espectáculo en algo simple y siempre efectivo: la nostalgia. Tres partes de veinte minutos, sin intermedios, que comenzaban con Cuba, años 30, continuaban con Alemania en los 40 y finalizaban con Hollywood años 50, regalaban al público pinceladas de música cubana, imágenes de la Alemania nazi y, finalmente, parte del esplendoroso mundo del cine musical americano.


Como Cyd Charisse en Cantando bajo la lluvia.

El resultado era casi sesenta minutos trepidantes, sin pausas para aplausos o cambios de vestuario, durante los cuales yo pasaba de bolerista cubana a Marlene Dietrich, de Marlene a Cyd Charisse en Cantando bajo la lluvia, de Cyd a Rita Hayworth en Gilda y de Rita a Marilyn Monroe en Some like it hot. Complicadas caracterizaciones que debía realizar mientras los bailarines se lucían en escena haciendo de Carlos Gardel, de Drácula, de marineros americanos, de prostitutas,  de campesinas alemanas o de soldados nazis en coreografías realizadas por la estupenda maestra Nadine Boisbert y por mí.  Casi un trabajo de fina orfebrería. Un festín de música e imágenes.

Como Marilyn Monroe en Some like it hot,  con Paco Grimón y Tente Barrachina

No tan solo era mío el guión del show. También lo eran el diseño del vestuario y la elección de la música, eso sí, siempre apoyada por aquella María Gracia Mateu que había resultado la mejor ayudante que se podía desear. El espectáculo era tan íntegramente personal  que hasta el montaje de las luces fue obra de mi alter ego, Jesús. Durante las dos noches con sus correspondientes madrugadas anteriores al estreno, el pobre estuvo subido en una enorme escalera y colocando las luces, según un diseño mío, para   los más de veintes números que lo componían.

Pero todos esos esfuerzos habían valido la pena. Lola Music Hall se convirtió en un lugar obligado para el jet set y para los personajes importantes que visitaban España. Por ejemplo, el presidente de Venezuela, Jaime Ramón Lusinchi, durante su viaje oficial a este país, hizo reservar el local en pleno para él, su séquito y sus amigos. Philippe Junot, el ex marido de Carolina de Mónaco, siempre acompañado por personalidades  de la alta sociedad, era frecuente cliente y entusiasta fan del show.




Todas las grandes figuras políticas y artísticas pasaron por allí. Pero nuestra más emocionante visita fue la de Rod Stewart, que había venido para dar un concierto en la Plaza de Toros de las Ventas. Puesto que su actuación no terminaría hasta pasadas las 12 de la noche, su representante nos pidió que hiciéramos el espectáculo a las 2 de la madrugada con el fin de que el roquero, su equipo y algunos amigos pudieran disfrutar de lo que les habían definido como “la mejor cocina y el mejor show de Madrid”. Y así lo hicimos.


Al finalizar el show, Rod Stewart y yo

Aquella fue una madrugada memorable, llena de bravos y silbidos, forma esta de demostrar su entusiasmo en el enloquecido mundo de la música pop. Al finalizar el pase, Rod solicitó que acudiese a su mesa y en ella, tras escuchar sus parabienes, nos dieron las claras del alba charlando de mil cosas.

Sin duda el lugar aparentaba ser un gran éxito. Lista de espera de semanas y lleno total cada noche. Pero lo que el público no sabía era que, por muy abundante que fuera la clientela,   el número de empleados casi superaba esa cifra: dos aparcacoches, dos técnicos de luces y sonido, diez camareros, dos maîtres y más de una docena entre chefs y  ayudantes, en una cocina mayor que el escenario. Eso aparte de los diez artistas que hacíamos el show.


Justamente antes de Navidades del 86, Carmen Guasp la única cara que conocíamos de aquella sociedad que nos había contratado, nos comunicó que, al finalizar el actual periodo de 31 días de contrato, el mismo no sería prorrogado y que aquel Music-Hall, ese íntegro parto de mis entrañas, cerraría definitivamente. Adujo que aquello había resultado no ser un  buen negocio. Así, de repente.

Por supuesto el palo general fue tremendo. Enterrar un trabajo tan lleno de vida y al cual todos habíamos dedicado tanto tiempo y amor nos resultaba muy doloroso. Pero lo que realmente nos sorprendía era cómo esos socios invisibles, tan importantes, tan doctos en los negocios, no habían previsto, desde el momento en que la capacidad del local había quedado reducida a menos de veinte mesas, la absurdez de mantener un negocio cuya empleomanía  era prácticamente igual al número posible de clientes atendidos.



A Jesús y a mí siempre nos pareció que algo raro había en ese proyecto, que la ligereza con que se aceptaron los enormes gastos extras causados por los obstáculos surgidos durante la reestructuración del local no correspondía con la mentalidad de empresarios curtidos en esos menesteres. Llegamos a pensar que se había tratado de una justificación de pérdidas ante Hacienda o  de un asunto de blanqueo de dinero. Pero no hagáis mucho caso de eso pues todas son especulaciones.

La única realidad fue que, casi un año de trabajo físico e intelectual, dio como fruto para mí, aparte de las innegables satisfacciones personales, tan solo tres meses de representaciones. Eso sí, de hermosas, exitosas representaciones. Lola desapareció injustamente pero la experiencia fue intensa y completa.

PD.
Las fotos de Lola Music-Hall:  Jesús Alcántara.

Necrológica.
Ha fallecido en Cuba, a los 88 años, uno de sus autores teatrales más emblemáticos, Abelardo Estorino. Con una extensa obra, que desde comienzos de la década de los 60 entusiasmó a público y crítica, , hubo de soportar, conjuntamente con autores como Virgilio Pinera y José Triana, la terrible marginación que, durante  aquel bien llamado "quinquenio gris", azotó a gran parte del  mundo de la intelectualidad  cubana. Aunque reconocido nuevamente, años después, por el sistema, sin duda murió con la tristeza de los años de aislamiento y persecución sufridos. Que en paz descanse.

Próximo capítulo. Inmersa en la música.

Instantánea 78 - Sí, Franco ha muerto.

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¿Cómo podré aclarar, para algunos de mis lectores, la sorprendente decisión del Generalísimo Francisco Franco sobre quién le sucedería tras su muerte, cosa que no está demasiado clara ni siquiera para los españoles que vivimos el acontecer? En un país gobernado durante más de cuarenta años por una dictadura fascista, sometido por entero al Movimiento Nacional ¿de dónde surgió y por qué se implantó una monarquía? Esta es, a grandes trazos, la narración de un proceso enrevesado y lleno de sorpresas.

Don Juan de Borbón y Battenberg, nacido en Segovia en 1913, hijo tercero de Alfonso XIII, el rey de España desde 1902 al 31  (del cual he hablado anteriormente), vivió desde niño en el exilio, obligado por la deserción de su padre y la posterior proclamación en España de la II República. Siendo heredero por derechos dinásticos de la Casa Real Española, en 1941 encabezó la causa monárquica en el extranjero y desempeñó, desde Estoril, una parte muy activa en la oposición al franquismo.

Juan Carlos de niño
Foto de archivo de Willy Uribe
A pesar de esto, años más tarde y tras varias inusitadas entrevistas con Franco, por razones que tan solo las grandes cabezas políticas pueden entender, consintió en que su hijo Juan Carlos, un niño en esos momentos, fuera educado en España.
Así que aquí tenemos, ya a mediados de los cuarenta, en pleno auge de la dictadura, a nuestro actual rey, hijo de un monarca sin corona, cursando todos sus estudios bajo la tutela del Generalísimo.

Los años pasaron. Y muchas cosas sucedieron en la vida de nuestros protagonistas, demasiadas y demasiado farragosas para caber en este capítulo.
Juan Carlos y Francisco Franco
La cuestión es que el muchachito se convirtió en un hombretón muy listo y su protector en un decrépito anciano empecinado en que en España, tras su muerte, se instaurara de nuevo la monarquía de los Borbones y que Juan Carlos fuese su sucesor en el gobierno del país. Todo atado y bien atado en virtud de la Ley de Sucesión en la Jefatura del Estado de 1947  que Franco hiciese ratificar por las Cortes Españolas en el año 69.

Finalmente, después de una larga agonía, el veinte de noviembre de 1975 moría el hombre que con cruel mano de hierro había tenido al pueblo español sometido a sus caprichos. El 22 de ese mismo mes Juan Carlos, aquel que había aceptado tiempo atrás los términos franquistas de sometimiento a los Principios del Movimiento Nacional destinados a perpetuar el franquismo,  era investido Rey. Por supuesto rodeado del escepticismo tanto de los adeptos al régimen como de la oposición democrática.

El tiempo aclararía estas dudas, afortunadamente con resultados positivos para el bien del país y de la democracia. Pero de eso ya se hablará.

Tras este resumen, seguramente algo chapucero, regreso a la narración de “Las aventuras y desventuras de Yolanda Farr”, devolviendo la política a las manos de nuestro, en aquellos días, flamante Rey Juan Carlos I y dejando al pueblo español sumido en el desconcierto.

Ojo por ojo y cuerno por cuerno, el delicioso vodevil de Feydeau que estábamos interpretando en el teatro Arniches, no volvió a levantar cabeza tras estos drásticos acontecimientos.  La gente tenía miedo a salir, sobre todo de noche. Las defraudadas tripas de la derecha, sobre todo las de Fuerza Nueva y su mano ejecutora, Los Guerrilleros de Cristo Rey, sonaban con tanta violencia como las de un volcán que augurara una inminente erupción. Las primeras semanas tras la muerte de Franco fueron realmente amedrentadoras.
Franco en su ataúd
Durante las 50 horas que permaneció expuesto en el Palacio de Oriente, su cuerpo fue visitado por más de 300,000 personas que no ocultaban su dolor ni su ira. Había muerto Francisco Franco, adorado caudillo de una España y verdugo de la otra y el pueblo estaba convulso, unos por la esperanza y otros por el dolor. “Una de las dos Españas ha de helarte el corazón”, había predicho años atrás Antonio Machado. La duda era si, tras aquellos momentos de tensión extrema que estábamos viviendo, las dos Españas, desdiciendo los versos del poeta, aprenderían a olvidar, si lograrían convivir transformando este fraccionado país en la patria de todos, en una gran madre que abrazara por igual a sus hijos, sin hacer distinciones políticas ni religiosas. En fin…

La cuestión es que los teatros, tras mantenerse cerrados durante varios días, reabrieron sus puertas para tan pequeña audiencia que era desolador. Tanto los empresarios de compañía como los actores nos veíamos en la calle y sin cercanas perspectivas de trabajo. Pero la historia nos había demostrado que era imposible aniquilar a una ciudad como Madrid, una ciudad que, incluso durante el asedio y los bombardeos de la Guerra Civil, había logrado mantener viva su actividad artística y alto el espíritu de sus ciudadanos, así que España en pleno decidió aguantar el chaparrón de pérdidas económicas y mantenerse en funcionamiento a la espera de los tiempos mejores que sin duda vendrían.

En cuanto a los eventos demi vida he de decir que, tras la injusta y prematura desaparición de  Ojo por ojo, mesurgióun nuevo trabajo que enriquecería mi trayectoria artística notablemente.

Mari Carmen Calleja, que hacía tiempo había dejado de ser mi representante para convertirse en mi amiga, me presentó a un tal Jordi, un misterioso francés que vivía en España desde hacía años. En la sesera de este individuo bullía un proyecto, tan hermoso como ambicioso y aparentemente inadecuado para el momento que estábamos viviendo. Pero él estaba totalmente dispuesto a llevarlo a cabo. Hacer un music hall en Madrid de la calidad de  L'Ange Bleu, el Crazy Horse o de LAlcazarde Paris. Y yo debía ser presentadora, estrella y, en gran parte, alma del espectáculo. Así que, un buen día, acompañada de Mari Carmen y de Jordi,  me encontré en la “ciudad de la luz”, viendo espectáculo tras espectáculo y entablando relación con artistas de la talla de Zizi Jeanmaire, a la que había admirado en grandes películas musicales como Hans Cristian Andersen o Folies-Bergère, o con nuevos talentos como Jean Marie Riviere, Jean Français y Pascal. Por cierto que este último trío, durante aquel viaje a Francia, quedaría ya contratado para nuestro estreno madrileño. Todo iba tremendamente rápido, con una precisión que no dejaba duda alguna sobre lo importante e inminente del proyecto. Pero yo sentía que algo misterioso estaba sucediendo durante nuestra estancia en París.


Por el día Mari Carmen y yo hacíamos las inevitables visitas turísticas, lugares que mi amiga me mostraba con admirable paciencia, teniendo en cuenta que para ella la ciudad era como de la familia. Por supuesto la Torre Eiffel, el Barrio de Montmartre  con su plaza de los pintores, tan cercana al Sacré Coeur,  y por la que me parecía ver deambular a Van Gogh, Toulouse, Gauguin y a un sinnúmero de talentos, muchos de los cuales jamás llegaron a la posteridad pero que, sin duda, disfrutaron de aquella gloriosa época de bohemia. La hermosísima catedral de Notre Dame, el barrio de Pigalle, donde Lautrec tuvo su estudio, eterno centro de la “vida alegre” de la urbe y cuyo corazón húmedo y palpitante era, naturalmente, el cabaret Moulin Rouge.

Pero jamás Jordi participó de estos paseos diurnos. Mari Carmen decía que todos aquellos lugares que a mí me emocionaban eran archiconocidos para él y que, además, padecía de insomnio y tenía la costumbre de dormir de día. Pero eso sí,  al llegar la noche despertaba de su sueño y de su abulia, se vestía sus mejores galas y nos llevaba a cenar a maravillosos restaurantes en los cuales éramos recibidos con calidez y familiaridad y  acomodados en lugares selectos y reservados. Todo esto antes del diario, y ya mencionado, tour por los cabaretsde la ciudad. El comportamiento de aquel hombre me resultaba extraño pero, sin querer meterme en demasiadas intimidades con el que iba a ser “mi jefe” decidí aceptar su actitud "vampírica" sin hacer preguntas indiscretas. Al fin y al cabo, nadie era perfecto.

Nada más regresar a Madrid comenzamos las audiciones. La cosa no fue fácil, pues el que era nuestro director, Jean Marie, había creado un estilo de espectáculo donde la destreza de los bailarines o de los cantantes era tan solo una parte de lo requerido. Los elegidos debían tener tipos físicos muy definidos y estar dispuestos, ellos a travestirse y ellas a semidesnudarse. Por ejemplo, se contrató a un actor obeso y simpatiquísimo, Emilio Aguado y a un enano, J.J. Espinosa, que desde hacía años pertenecía al mundo del espectáculo.  Entre las varias  bailarinas escogidas una era altísima, Isi, mientras que otra era pequeña y frágil, Martina. Contábamos con  un fabuloso transformista, Raúl,  y una hermosa mujer, ambos de raza negra, que cantaba como los ángeles, Didi. También  con Micki Gener, cantante y actor… En cuanto a los bailarines unos eran recios y musculosos y otros delicados y suaves, es decir, que cuando el show se estrenara, el público podría ver un amplio muestrario de la humanidad.

Además de los extenuantes ensayos, el reparto en pleno debíamos hacer  cada día media hora de barra convencional tras la cual Pascal,  ex bailarín de L’Alcazar de Paris, nos daba lecciones de estilo, de ese estilo creado por Riviere, tan innovador que atrajo a nuestras sesiones a decenas de bailarines. Con el generoso permiso de Jordi, el empresario, la diaria clase, que debía estar compuesta por los veintidós componentes de la compañía, llegó a abarrotarse de profesionales deseosos de conocer la nueva escuela nacida en el parisino cabaret.

Miguel Bosé en 1976
Una mañana, en el salón dedicado a nuestra preparación y calentamiento, vi aparecer un joven,  un efebo tan bello que una luz especial lo rodeaba. Su cuerpo estilizado y su rostro imberbe y ambiguo, eran una combinación a cuyo encanto era imposible resistirse. Aquel muchachito tímido era todo un descubrimiento y un personaje ideal para la estética de nuestro espectáculo. Siendo para mí un desconocido decidí entablar conversación con él y averiguar de quién se trataba. Poco pude sacar en claro de nuestra primera charla, tan solo que se llamaba Miguel y que la meta de su vida era convertirse en artista. Ante mi pregunta sobre si pretendía entrar a formar parte de la compañía su respuesta fue negativa. Tan solo quería enriquecer sus conocimientos asistiendo a esas clases de las que tanto se hablaba en el mundo de la farándula madrileño.

En días sucesivos nuestras chácharas se hicieron más largas, llegando a convertirse en un agradable intercambio de vivencias. Su trato era tan educado que esos momentos estaban llenos de encanto. Así supe que su nombre completo era Luis Miguel González Bosé, aunque tenía decidido que el artístico sería simplemente Miguel Bosé, que su padre era el famoso torero Luis Miguel Dominguín y su madre la hermosa actriz italiana Lucía Bosé, que había nacido, casi por accidente, en Panamá y que su padrino era el cineasta italiano Luchino Visconti. Desgraciadamente no solo nuestro trato nunca se extendió fuera de aquel recinto si no que, en los días de los agotadores ensayos generales, sin tiempo ya para clases ni calentamientos, dejamos de vernos y  nuestra comunicación se cortó casi totalmente. Y digo casi, por algo que sucedió poco más adelante.

Ni por un momento dudé  que ese encantador muchacho llegaría a ser una estrella. Lo llevaba en la sangre y tatuado por todo su ser.


Foto Jesús Alcántara
Y para terminar esta parte de mi relato, sólo me queda contaros cómo, durante uno de los últimos ensayos generales, una desagradable sorpresa nos tuvo a todos en vilo durante un par de días.

Tras haber pasado más de un mes del fallecimiento de Franco, con un Rey ya sentado en el trono de España, descubrimos que aún existían los temidos censores de espectáculos.  Una mañana nos notificaron que debíamos hacer para ellos, aquella misma noche, un pase íntegro del show. Un gran golpe ya que todos creíamos que “muerto el perro, se había acabado la rabia”. ¿Qué iba a ser de aquel libérrimo invento nuestro del que  travestismo, desnudo e imaginación desbocada, ( todas cosas prohibidas hasta aquel momento) eran parte indispensable? ¿Sabrían esos zopencos apreciar la clase, sutileza y pericia con que estos temas eran tratados? ¿Qué pasaría con los millones que Jordi había gastado en acondicionar el local, en proveer al escenario de escaleras mecánicas y giratorios, en un vestuario tan caro que solamente el número del grand finale había costado tres millones  de pesetas?

¿Qué sería del flamante Music-Hall Topless y de su hermoso espectáculo El ángel azul?






Próximo capítulo. El Music-Hall Topless.

Instantánea 79 - El Music-Hall Topless.

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Preparándome para el Music-Hall
Foto Jesús Alcántara

Aquella mañana, al llegar a los diarios ensayos en el Music Hall, la noticia de que debíamos hacer esa misma noche un pase para la censura  sembró el pánico entre el equipo. A técnicos y artistas se nos agarrotó el corazón. Todos pensábamos que, tras la muerte del dictador, esa odiosa lacra habría desaparecido. Nuestro empresario, Jordi, intentaba reinstaurar la calma, sobre todo entre los franceses, Jean Marie Riviere, Jean Francoise, Pascal, Ingrid y Didier para los que la tortura de la censura era algo desconocido y absurdo y despotricaban incesantemente, en el idioma de Moliere, contra aquello. Los dos últimos se habían subido recientemente al carro del estreno aportando sus especiales números y caracterizaciones, Didier con su parodia de Josephine Baker y la exótica bailarina Ingrid, hermosa y de cabeza totalmente rapada, con una alucinante versión de The acid queen, del musical Tommy, en la quepocos centímetros de su cuerpo desnudo eran negados al disfrute del público.



En el "opening"
Foto JesusÄlcánta
Sólo lo peor se podía esperar de aquel pase pues, de los muchos cuadros que componían las casi dos horas de espectáculo, no más de cuatro o  cinco se podían mostrar sin peligro ante las mentes estrechas y calenturientas de esos señores. Pero, como no queríamos ni contemplar la posibilidad de que tanto trabajo, tanto talento y tanto dinero invertido se fuese al garete, nos sumergimos en la febril tarea de aportar ideas y tratar de encontrar soluciones. Por primera vez, y me temo que por última, formé parte de un grupo tan grande y heterogéneo de personas aunando esfuerzos a favor de una misma causa.




Portada de un folleto promocional

Finalmente, antes que llegara el terrible pase de censura, habíamos logrado recomponer el show, dejándolo en menos de una hora, y eliminando o revisando algunos de los números. La original presentación a lo Cabaret (la película) que hacíamos  Miki Gener y yo se mantuvo. Mis números de Charles Chaplin, de David Bowie y de Carmen Miranda no fueron tocados. Incluso el de Marlene Dietrich, indispensable en el show, se pudo salvar. Las chicas que salían mostrando los senos fueron vestidas con mallas color carne que Jordi mandó inmediatamente comprar. Más difícil era el asunto con el travestismo masculino.




El número de Marlene en El ángel azul
Foto Jesús Alcántara
Por ejemplo, ¿cómo arreglar el impactante momento en el que todos, chicos y chicas aparecíamos en escena vestidos de Marlene en la famosa canción Lola-Lola de la película El ángelazul? La impresionante imagen de 22 Marlenes, entre ellas 10 travestidas, además de una gorda, Emilio, y una enana, Espinosa, bajando por las escaleras mecánicas o surgiendo en el escenario de entre la neblina, era fundamental y casi el sello del espectáculo. Pues hubimos de solucionarlo eliminando el  transformismo, con tan solo las chicas del ballet en tinieblas y la auténtica Marlene, es decir yo, cantando bajo el cañón en primer plano. Un desastre.

Cuando llegó la noche, frente a tres censores de largas caras y plegados entrecejos, hicimos una función de la que, en otras condiciones, nos habríamos sentido profundamente avergonzados. Pero el mal rato pasó y, para nuestra sorpresa, obtuvimos el permiso de estreno. (Tiempo después supe que uno de aquellos individuos pudo muy bien haber sido Francisco Alcántara, un tío de mi marido Jesús, al que yo entonces no conocía. La censura de espectáculos era uno de los menesteres a los que se dedicaba. Cosas de la vida).




El estreno fue algo apoteósico. Madrid nunca había visto algo tan lujoso, original y atrevido. Las reservas para obtener una mesa eran de semanas y el local se llenaba de todo tipo de público, pero sobre todo de la gente de la profesión. Todas las estrellas del momento pasaron por El ángel azul y, la inmensa mayoría repetía gustosa, disfrutando de cada visita como si fuese la primera. Esa era una de las grandes cualidades del show: había tanto que ver, tan brillantes e impactantes eran los cuadros, tan bien conseguido estaba el contacto con el público que se necesitaban varias revisiones para superar el embrujo y poder captar cada detalle.

Una noche, ya en pleno éxito del espectáculo, uno de los maitre me dijo que “un joven muy educado” quería verme tras la función. Y allí estaba él,  Miguel Bosé, con un sobre blanco en las manos y una encantadora sonrisa iluminando aún más su rostro. (Ver Instantánea 78). Grande fue mi alegría de volver a verle pero mucho más me emocionó el entrañable regalo que, dentro de ese sobre, había para mí; la maqueta de su primer disco. Aquel muchacho había iniciado la senda para convertir su gran sueño en realidad: ser un artista. Esa fue la última vez que le vi personalmente. Cosas del mundo del espectáculo y sus caminos unas veces convergentes y otras divergentes.



José María Amilibia, José Luis Uribarri, Agustín Trialasos, Tico Medina
Muchas noches tras la representación, Jesús y yo nos reuníamos, en el local ya cerrado, con fieles admiradores, con amigos, con periodistas como José Luis Uribarri, Tico Medina, Jesús María Amilibia, Agustín Trialasos…¡Hasta las claras del día!

Otras veces, gracias a mi conocimiento del idioma francés, los tertulianos éramos Riviere, Jean Pascal, Françoise, Jordi y algunos misteriosos personajes, también franceses, que pululaban por el local con tanta frecuencia que me hacía preguntarme quiénes eran y qué función invisible desempeñaban en el Music-Hall.

Y de estas reuniones fui recopilando información sobre ciertas cosas que desde el principio me habían intrigado. Por ejemplo supe, por primera vez,  de la existencia de una organización argelina llamada OAS, nacida, según sus miembros, de una terrible traición pero catalogada mundialmente como terrorista.

Según me fui enterando, el gobierno de izquierdas existente en Francia en 1958, se había declarado proclibe a negociar con el FLN (Frente de Liberación Nacional), el cual demandaba que Argelia dejase de ser un estado francés y lograr así una total independencia. La posibilidad de que aquello sucediera era rotundamente rechazada por gran parte de sus habitantes, colonos galos y  pied noires, argot con el que se designaba a los franceses nacidos en África. Así que, unidos, decidieron dar un golpe de estado con el fin de tomar el completo control de Argelia. Y fue el triunfo obtenido por esta rebelión  lo que provocó que la Cuarta República fuera disuelta y el general De Gaulle resultara proclamado presidente de un “gobierno de salvación nacional”. Es decir que, creyendo en su promesa de que bajo su mandato Argelia seguiría siendo francesa, fue el empuje de los golpistas lo que llevó a De Gaulle a la presidencia de Francia.

 Años después, viendo que aquel hombre en el que habían confiado no estaba dispuesto a continuar la guerra contra el FLN, convencidos de que estaban a punto de perder todas sus propiedades y hasta su nacionalidad, los golpistas se sintieron totalmente traicionados. El tiro de gracia fue el referéndum realizado en Francia que apoyó la autodeterminación argelina. Tras comprender que todas sus luchas habían sido en vano, en 1961 se creó lo que se conoce como la OAS, (Organisatión de L’armee Secrète), convirtiéndose al momento en una formación terrorista tan activa y mortífera que incluso realizó un atentado fallido contra De Gaulle. La reacción  del gobierno francés fue formar un grupo especial de inteligencia, cuyo objetivo era capturar y, en muchos casos ejecutar “in situ”, a los principales dirigentes de aquella organización.



Pintada en una calle de París
Foto Xabier Casals
Frente al fracaso de la intentona de magnicidio y la persecución a la que se vieron sometidos, muchos pied noirs y todos los altos dirigentes de la OAS se exiliaron y la mayoría vino a recalar, por afinidad política y geográfica, en el sureste de España. Y en este país vivieron el resto de sus vidas, bajo falsas identidades, imposibilitados de regresar a Francia y desterrados de su patria argelina. Hay quien tacha a los miembros de la OAS de sanguinarios terroristas de ultraderecha, otros los definen como románticos nacionalistas traicionados. Yo sólo he intentado recopilar datos que os familiaricen con acontecimientos y personas de las que hablaré a continuación.

Como ya habréis adivinado, mi gran descubrimiento fue que el Top Less Music-Hall, así como otros muchos negocios, principalmente cabarets de Madrid, estaban en manos de antiguos dirigentes de ese grupo terrorista. Por supuesto, bajo el amparo del gobierno de Franco el cual, con objeto de proteger sus intereses en el norte de África, les había apoyado desde el principio.


Número de Carmen Miranda
Foto Jesús Alcántara
Comencé entonces a entender de dónde provenía la inmensidad de dinero que costó la realización del proyecto, la celeridad con se habían conseguido permisos de obras y apertura, el sorprendente resultado de nuestro desastroso pase de censura, el ningún entusiasmo con que Jordi y sus amigos habían recibido la muerte de Franco…

Recordé y comprendí el noctambulismo de mi empresario durante aquel viaje a París, previo a la preparación del espectáculo, y del que hablo en mi capítulo anterior. (Ver Instantánea 78). Esa actitud de jamás salir de día que yo había catalogado, por supuesto en broma, como vampirismo… Su cabeza tenía un precio. Su presencia debía ser indetectable para las fuerzas policíacas. Viajando con pasaporte falso, su estancia en la ciudad sólo podía ser conocida por esos fieles  partidarios de la mítica OAS que, según yo había comprobado,  aún había en Francia. 


Foto J.M. Castellví


No sé si esperaréis de mí alguna reacción heroica de rechazo, pero confieso que tras las desilusiones, engaños e injusticias a los que la política me había sometido en Cuba, tras las historias que mi padre me había contado sobre los crímenes cometidos, hermanos contra hermanos, durante la guerra civil española y los primeros años de franquismo, mi valoración del bien y del mal estaba bastante deteriorada. Ya no me era tan fácil como en la adolescencia distinguir a los buenos de los “malos de la película”. Así que, sin hacer juicio de valores, acepté, como un regalo del cielo, aquel estupendo trabajo.

 Gracias a él Madrid, me había reconocido como a una artista importante. En los periódicos y revistas, mi imagen y mi nombre eran publicados con frecuencia. Me catalogaban de descubrimiento, de estrella, de fiel remedo de Marlene Dietrich, de alma del music-hall…

Grand Finale
Fotos Jesús Alcántara

Durante más de un año gocé de la tranquilidad de un trabajo fijo y satisfactorio hasta que una noche, el director de cine Alfonso Ungría, se presentó en el local poniendo ante mi boca una tarta de los más exquisitos y exóticos frutos, servida nada más y nada menos que por mi admirado actor Fernando Fernán Gómez. ¿Quién podría resistirse a tamaña tentación?



Necrológica:
Ha muerto una sirena y el mar está de luto. Aunque se vaya a los 91 años mientras dormía en su casa de Beverly Hills. Aunque deje por siempre en nuestra memoria su maravillosa figura, su sonrisa. Aunque  consiguiese que muchos tímidos o asustados detractores llegaran a amar el agua. Aquella a la que, en mi época,  las jovencitas intentábamos imitar en las piscinas del hotel Hilton o del Riviera, allá en La Habana.  Esther Williams me cautivó desde su primera película Escuela de Sirenas hasta que, a los 40 años, decidiera abandonar el séptimo arte antes de que él la abandonase. Que en paz descanse esa bella e inteligente sirena. O mejor dicho, que regrese a ese fondo del oceano del que sin duda surgió, y bajo la tutela de Neptuno reinicie su existencia entre peces, corales y algas. Su verdadero mundo. Por toda la eternidad.
Esther Williams


Próximo capítulo. Yolanda y los veinte enanitos.

Instantánea 80 - Yolanda y los veinte enanitos. (Primera parte.)

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Como decía al finalizar el capítulo anterior, una noche, Alfonso Ungría se presentó en Top Less Music-Hall para ofrecerme la protagonista de una película que podía resarcirme de mi intrascendente presencia, hasta ese momento, en el cine español. Aquellos papelitos en Con ella llegó el amor, de Ramón Torrado, Zorrita Martínez, de Vicente Escribá, El libro del buen amor II, de Jaime Basarri, El espiritista, del portugués Augusto Fernando o Mauricio mon amour, de Juan Bosch no tenían valor alguno en mi carrera. Habían sido participaciones en films que, dado su brevedad, pude perfectamente compaginar con el teatro o, últimamente, con el show El ángel azul. Tan solo El Perro, de Antonio Isasi Issasmendi, rodada a mediados de 1976, había sido importante y satisfactoria.

El director Isasi me había escogido, por primera vez en mi vida, para hacer de una sufrida campesina, cosa que me ilusionaba pues ya me sentía un poco harta de interpretar mujeres sofisticadas o prostitutas con clase. Aunque las horas de peluquería y maquillaje eran largas, a causa de la transformación que el director quería de mí, la ocasión de interpretar un personaje distinto me ilusionaba. El papel de aquella campesina era clave en la huida del protagonista a través de la campiña, perseguido por militares y por un perro pastor alemán que nunca le perdía el rastro.  

Jason Miller y yo
En medio de su desordenada fuga, un día llegaba a mi choza y yo, solidarizándome con su situación, le ofrecía albergue y  algo más.  Pero aquello, naturalmente, no terminaba bien. El ejército, guiado por el fino olfato del can, acababa localizando mi casa y, aunque el hombre había logrado escapar a tiempo, el perro mataba a uno de mis hijos pequeños y los soldados, en revancha por haber dado acogida al fugitivo, me violaban salvajemente. Todo esto ocurría en un supuesto país de Sudamérica.

A pesar de mi profesionalidad y la de los actores que interpretaban a mis verdugos, la secuencia de marras tardó dos días en rodarse. Dos días en los que todos lo pasamos realmente mal, sobre todo yo, esposada de tobillos y muñecas a una cama de hierro mientras seis malévolas manos se movían por mi cuerpo arrancándome la ropa al tiempo que yo forcejeaba desesperada. Las  muestras de dolor en mi rostro resultaban muy reales, ya que los hierros de las esposas que me sujetaban al lecho me laceraban cruelmente la piel.


La escena de la violación. Película El perro

Estas escenas de violación en el cine son muy traumatizantes pues exigen un realismo que acaba dejándote la sensación de haber sido verdaderamente ultrajada. Por mucho que los compañeros se deshagan posteriormente en disculpas y el equipo técnico intente minimizar tu trauma con mimos y disimulos.

Para colmo de desgracias la censura cortó esos dramáticos momentos  y  mi papel, después de tanto sufrimiento, quedó reducido a un par de insulsas escenas.

Tan solo una cosa realmente buena saqué de aquellos agotadores días de filmación. Conocí a Jason Miller, el  protagonista. Este educadísimo hombre, el cura de la famosa película  El exorcista, resultó un ser encantador y, puesto que tan solo el director y yo hablábamos inglés, acabamos, a pesar de la sordidez de aquel rodaje, convirtiéndonos en tan amigos como nos permitió el poco tiempo en que trabajamos juntos.

Nunca olvidaré el día en que Jason se me acercó, bastante angustiado, solicitando mi ayuda.

En aquellos gloriosos días de las coproducciones era necesario para los actores españoles hablar inglés, incluso si las películas eran mayormente nacionales. No en balde era el idioma de los protagonistas, que siempre eran traídos del extranjero. El caso es que, de pronto, todos los actores del país aseguraban dominar el idioma de Shakespeare, y siendo esto en la mayoría de los casos falso, durante los rodajes se formaban auténticos problemas.


Jason Miller y yo durante una pausa en el rodaje
En la ocasión que menciono al principio de este párrafo, Jason vino a mí con esta petición; “Yolanda, por favor, me es imposible seguir así. Este actor no solo no habla inglés sino que tampoco me entiende una palabra. Como el sonido no es en directo se pasa todo el tiempo repitiéndome ante la cámara, con variadas inflexiones,  one, two, three, four, five,  y yo no sé dónde insertar mi texto ni como demostrarle, cuando lo logro,  que he terminado y que le toca a él hablar. No quiero recurrir a nuestro director, Isasi, para no perjudicar a ese muchacho, aunque bien podía haberse aprendido sus “bocadillos” fonéticamente, así que he encontrado una solución. Como estamos trabajando la escena con dos unidades en plano y contraplano, dile que cuando yo haya terminado mi parlamento me pondré la mano en el pecho para indicarle que puede empezar el suyo y que él haga a la inversa para darme la entrada. De esa forma no nos pisaremos constantemente los diálogos.” Y así se rodó una larga escena de enfrentamiento entre “el bueno” y uno de los “malos”. Durante años este caso, totalmente verídico, fue una constante en las coproducciones españolas. Las escenas se rodaban sin que hubiese real comunicación verbal entre los actores de distinta lengua, amparados en  que luego, unos maravillosos dobladores profesionales colocarían, como por milagro, cada palabra del verdadero texto en esos labios que se movían, sí, pero al tuntún. 



Ya que se solían hacer dos versiones, una en castellano y otra en inglés para la exportación,  Jason, al finalizar la película, pidió a Antonio Isasi que yo fuese a EE.UU. para doblar mis escenas con él. Desgraciadamente, al estar trabajando en el Music-Hall,  me fue imposible  hacerlo. Durante un corto tiempo estuvimos intercambiándonos amistosas misivas. Luego, como era de esperar, el contacto se rompió, pero siempre recordaré con afecto a ese gran caballero  y actor, Jason Miller, desgraciada y prematuramente fallecido en el año 2001.




Pero volvamos a finales de 1976, al exitoso Top Less y al día enque Alfonso Ungría se presentó en el local “poniendo ante mi boca una tarta de los más exquisitos y exóticos frutos, servida nada más y nada menos que por mi admirado actor Fernando Fernán Gómez”.

La oferta era tentadora. Protagonizar junto a Fernando un film ya era un regalo, pero si el director era Ungría y el tema una ácida crítica al poder destructivo que un dictador ejerce sobre el pueblo la cosa no podía ser más apetecible. Lo malo del asunto era que yo no estaba dispuesta a abandonar el “Ángel azul”, que tantas satisfacciones artísticas y personales me proporcionaba, y pensar en hacer un doblete de más de cinco sesiones me parecía agotador.





Pero a Alfonso, perfecto encantador de serpientes,  no le costó demasiado trabajo convencerme de que participar en Gulliver era mi “gran oportunidad”. Me prometió un sueldo sustancioso que me sería abonado al terminar la película,  concentrar todas mis secuencias en 14 días, recogerme cada noche, al finalizar la función, o sea,  a la una de la madrugada, en un amplio coche de producción y regresarme siempre a Madrid con tiempo sobrado para reintegrarme a Top Less.

Me contó por encima la trama: un recluso fugado iba a caer a un pueblucho abandonado desde hacía décadas por sus moradores originales y en el que un amplio grupo de enanos se reunía durante el invierno con el fin de ensayar y preparar sus números para las eventuales  actuaciones veraniegas. Allí, oh casualidad, se encontraba con su examante,  vedette venida a menos y que se había convertido en concubina del jefecillo del clan.

Fernando, en complicidad con la mujer,  se hacía pasar por un famoso empresario y paulatinamente se iba apoderando, con falsas promesas y utilizándome  a veces como moneda de cambio, de la voluntad de los enanos, hasta llegar a convertirse en un déspota.

Lo que no me explicó con claridad fue que el rodaje sería en Granadilla, ¡a casi trescientos kilómetros de Madrid!, lo cual me obligaría a intentar dormir cada noche en el auto durante las horas de viaje, es decir, que no volvería a ver mi querida cama mientras durara la filmación. ¡Catorce noches con sus correspondientes días! En realidad la culpa fue mía al aceptar el proyecto antes de estudiarlo  en profundidad, sobrestimando mis fuerzas y dejándome llevar por mi entusiasmo artístico y   aquello resultó insoportablemente agotador.

Tampoco supe, en un principio, que de los veinte enanos del elenco tan solo había un ínfimo grupo de profesionales. Para conseguir el resto decidieron poner  anuncios en los periódicos solicitando personas de esa condición que deseasen trabajar en el cine. El resultado, como es de esperar, fue que la inmensa mayoría eran mendigos o indigentes totalmente incultos, personas sin la más mínima idea de que eso del “cine” precisaba conocimiento, disciplina e incluso algo de amor.

El grupo "Los bomberos toreros"


No obstante, entre la habilidad de Alfonso Ungría y la ayuda de  los profesionales que les guiaban, el grupo “Los bomberos toreros”, payasos,  Enrique Fernández y Espinosa, actores, se consiguieron planos y momentos de gran impacto visual.

Fernando Fernán Gómez, al que tanto gustaba disertar, tras dormir toda la noche en un cómodo albergue de carretera  cercano, llegaba al rodaje animoso y parlanchín mientras que yo me iba “desinflando” a ojos vista.

En una pequeña habitación anexa a maquillaje, la scrip me tenía preparado un barreño y nada más bajarme del coche llena de agujetas, me introducía cada mañana en él para, a continuación, lanzar sobre mi dolorido cuerpo baldes de agua fresquita. Puesto que en aquel pueblo deshabitado,  no había agua corriente, eso ayudaba bastante. Terminado el proceso pasaba a maquillaje, sin duda el momento más placentero,  pues allí me esperaba Goyo, el maquillador, uno de los seres más encantadores y eficientes que he conocido. Sin mediar otra palabra, al verme entrar me decía, “hala, a trabajar”, me sentaba en el sillón de maquillaje y durante largos minutos me regalaba el más maravilloso masaje en hombros, cabeza y cara que persona alguna pueda desear. Luego, con esas enormes manos que increíblemente poseían a la vez habilidad, fuerza y delicadeza, pasaba a intentar reparar los destrozos que el exceso de trabajo y la falta de sueño iban dibujando cada día con más profundidad sobre mi rostro.

Fueron días a los que, tan solo gracias a mi juventud y a un milagro de disciplina y amor a mi profesión, pude sobrevivir. Sacar cada noche las energías necesarias para enfrentarme a dos horas de show trepidante en el Music Hall era una tortura que, increíblemente, a medida que iba cogiéndole el ritmo, desaparecía notablemente. 

De tal manera era así que, al salir del local, penetraba en el coche de producción con la optimista sensación de que esas cuatro horas de sueño que tal vez podría descabezar durante el viaje serían suficientes para enfrentarme a un nuevo día de rodaje. Lo importante era que todo iba saliendo según lo previsto. Fernán Gómez, Ungría y yo conseguimos una hermosa empatía que facilitaba mucho nuestro trabajo en común.

Y así logré llegar a la última de aquellas 14 jornadas de mis angustias. A pesar del terrible agotamiento, esa mañana una llamita de felicidad iluminaba mis ojos y una satisfacción por la labor cumplida aligeraba el peso de mis extenuados huesos. ¡Hurra! ¡Ese iba a ser mi último día de rodaje!

¿Cómo iba a suponer que lo peor de aquella pesadilla estaba aún por llegar?

Foto Cotarelo



Próximo capítulo. Yolanda y los veinte enanitos. (Segunda parte)


Instantánea 81 - Yolanda y los veinte enanitos. (Segunda parte)

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Foto Nanín
Pues bien, el último día de mi participación en el rodaje de Gulliver,iba a convertirse en la ponzoñosa guinda que coronara el pastel de cemento en que se habían convertido los 14 días consecutivos de doblete. ALGO estaba a punto de lograr que las madrugadas viajando en el coche de producción y las agotadoras dos horas de show en el Music-Hallparecieran un agradable juego de niños.

Al llegar aquella mañana a locación, tras mi incursión en el barreño donde la encantadora scrip, supliendo la falta de duchas en el pueblo, me dejaba “pasada por agua”, cubo de agua va, cubo de agua viene, tras mi siempre reconfortante paso por las manos del maquillador Goyo y regresada ya a la vida gracias a sus generosos masajes, Alfonso Ungría se presentó en el cuarto de maquillaje diciendo que tenía algo importante que consultarme.

Fernando Fernán Gómez y yo
Según la versión original, en un acto de rebelión del pueblo contra su dictador, Fernando Fernán Gómez, cuatro de los enanos violaban a su amante, es decir a mí. Era la última secuencia que me quedaba por rodar. Varias veces habíamos hablado Ungría y yo sobre ese momento, aun más desagradable de lo normal por la reciente experiencia sufrida en la filmación de El Perro, a lo que mi director me repetía que no tenía nada que temer, que todo sería totalmente  inofensivo, que confiara en él. Durante los precedentes días de trabajo yo había entablado buena relación con mis futuros violadores y, siendo los cuatro profesionales en los cuales podía confiar, mis preocupaciones, con respecto al incómodo plan de rodaje del día, no eran demasiadas.

Pero mira por donde, de repente me encuentro sentada en maquillaje, con mi mano cálidamente sujeta por la de mi director, con sus límpidos ojos azules mirándome en actitud casi suplicante mientras me intentaba vender, todo sonrisas y amabilidad, sus últimas elucubraciones. “He llegado a la conclusión que la película ganará en intensidad dramática si son los veinte enanos en tropel los que te agreden”. ¡Los veinte enanos! Un montón de personas descontroladas  a la caza y captura de mi integridad física.
Enrique Fernández y yo

Apuesto, queridos amigos,  que estáis convencidos de mi rotunda negativa ante la locura de esa proposición. Pues os diré, para vuestra sorpresa, que media hora más tarde, tras la renovada promesa de Ungría de que sólo los cuatro profesionales, tal y como  estaba planeado, fingirían la violación, tras reiterarme que ellos me protegían con sus cuerpos de cualquier posible desmadre, mi buen criterio flaqueó. Sí señor,  tras su rotunda afirmación  de que el resto del grupo estaba instruido para limitarse a hacer bulto y crear algarabía alrededor, Yolanda Farr, la disciplinada, la devota amante de su trabajo, entre escalofríos y retortijones y por el bien de la película, aceptó  su proposición. 

Un par de horas más tarde mi cuerpo se dirigía al plató mientras mi cerebro intentaba detenerle  con todo tipo de advertencias.

El elenco de enanos
Una vez allí, ante la visión de aquel montón de pobres seres deformes que esperaban el momento para abalanzarse dentro de la habitación, mi desazón llegó a límites increíbles. Por más que me decía que todo estaba controlado, que tenía que confiar en el buen juicio y autoridad de Ungría, mi cuerpo temblaba como si mis entrañas fuesen el epicentro de un terremoto semejante al de San Francisco.

Alfonso Ungría
Llenándome de valor me coloqué en mi marca, y un momento después escuché las familiares palabras de “¡silencio!”, “¡preparados!”, “¡cámara!”, “¡claqueta. Toma uno. Violación!” Pero en lugar de la consabida orden de “¡acción!”, el oír un aterrador grito de “¡a por ella!”, hizo que me sacudiera hasta la médula de los huesos. Y eso es lo último que recuerdo con claridad. Tengo una lejana consciencia de mi cuerpo aplastado por una bulliciosa masa, la sensación de decenas de zarpazos en mi piel, una voz que podía ser la mía gritando una y otra vez, “¡basta ya, por favor!” y luego un potente aullido masculino; “¡joder Ungría, corta ya, me cago en la leche!” Y después llegó la oscuridad. Más tarde supe que aquel exabrupto provino de Goyo, nuestro maquillador, que indignado ante lo que pasaba, había zarandeado bruscamente al director, sacándole de una especie de éxtasis contemplativo y conminándole a dejar de grabar.

Estuve un par de días ingresada en una clínica, más por el shockque por las heridas, ya que, sin duda gracias a la fuerte musculatura de mis piernas  largamente trabajadas por el ballet, aquellas pequeñas manos no habían logrado traspasar esa barrera, dejándome tan solo arañazos y moratones en los muslos y el pecho. Y por supuesto, en el alma.

Mis compañeros, los enanos que debían haberme protegido, vinieron a verme, los cuatro bastante maltrechos y jurando no haber podido contener la avalancha. Ungría acudió asegurando no tener ni idea de por qué o de dónde había surgido el grito de “¡a por ella!” y felicitándose por haber tenido la inspiración de dejar esa escena para el final de mi participación. ¡Pues que bien! También Manolo Pereiro, mi amigo desde Cuba, que era parte del elenco pero con el cual por desgracia nunca coincidí en el rodaje, vino a verme y a aconsejarme, indignado, que le pusiese un pleito a Ungría o a la productora. Lo cual nunca hice, conociendo de oídas la lentitud y poca fiabilidad de la ley en aquellos momentos de inestabilidad política en España.



Pero aquel demoníaco Gulliver no había cesado aún de darme disgustos. Cuando me sentí físicamente recuperada me dirigí a la productora para cobrar los honorarios por mi trabajo. Allí me dieron una palmadita en la espalda, a modo de condolencia por lo sucedido,  y un cheque.  Al ir el día siguiente a cobrarlo me encontré con que no tenía fondos así que sorprendida, pues nunca me había pasado algo igual, llamé por teléfono a la oficina. La persona que respondió a la llamada se excusó diciendo que habían tenido un retraso en los pagos, pero que pronto todo estaría solucionado,  que esperara una semana a la total finalización del rodaje y entonces volviese por allí para cobrar, en efectivo, mi salario “tan duramente ganado”.

Fernando Fernán Gómez y yo
A la semana siguiente la cola para entrar a una productora que ya no existía, casi daba la vuelta a la cuadra. El local estaba vacío y empleados y cualquier otra señal de vida anterior, desvanecidos. Realmente no me sorprendió demasiado notar la ausencia en el lugar de  Fernando Fernán Gómez, de nuestro director de fotografía, José Luis Alcaine, ni de Alfonso Ungría. Estaba claro que tan solo a los débiles, a los ingenuos cooperantes nos habían engañado.  Finalmente, en una España donde estafadores y trabajadores sin derechos eran el pan nuestro de cada día, nunca llegué a cobrar por mi trabajo en Gulliver. En esos días las empresas fantasmas surgían y desaparecían como su mismo nombre indica: fantasmagóricamente.

La película ya terminada y montada, fue secuestrada por la censura. Decían que el mensaje político, aún dos años después de la muerte de Franco, no era claro ni su exhibición recomendable.  Tuvieron que pasar  dos años, en 1979, para que se estrenara a bombo y platillo en el Cinema Palace de Madrid. Solo entonces pude ver el film y comprobar, con tristeza, que mi agonía en la famosa escena de la violación había sido inútil. Todo lo que había quedado en el celuloide era una masa de veinte cuerpos deformes ensañándose sobre algo que yacía en el suelo, algo que bien podría ser yo o un maniquí  pues ni una sola vez se logró captar claramente mi rostro torturado. Es posible que, de todos mis infortunios relacionados con ese rodaje, aquél fuera el que más me entristeció. Mis sufrimientos habían sido baldíos. Para los espectadores, tan solo mis gritos de “¡basta ya, por favor!” quedaban como constancia de mi presencia bajo un montón de figuras convulsas.

Retrocediendo a 1977, la cuestión es que tras aquella experiencia y el agotamiento acumulado durante los días en que logré simultanear el Music-Hally Gulliver,  estaba  realmente tan machacada que me vi forzada a despedirme de ese Top Less que tantas satisfacciones me había proporcionado durante un año. Eso sí, tras prometer a su propietario, Jordi, que regresaría en cuanto volvieran mis fuerzas, cosa que por aquellos días se me antojaba un objetivo inalcanzable.

Pero ya que la depresión es un lujo que tanto los artistas como  los pobres no nos podemos permitir, unas semanas después me unía al rodaje de Los claros motivos del deseo, una película dirigida por Miguel Picazo, ese preclaro ser humano y gran director con el que, años atrás, había participado en varios programas de TVE. Por supuesto asegurándome con anterioridad de que no habría en mi papel ni una escena que  remotamente oliese a sexo.

Realmente fue una suerte volver a la actividad bajo la batuta de Miguel. No creo haber trabajado nunca tan relajada y satisfactoriamente como con él. La sensibilidad y bondad del director de La tía Tula, se convirtieron en un paliativo para mi resentido corazón.

Luego vino Madrid, Costa Fleming, basada en la novela homónima de Ángel Palomino, una comedia ligera y risueña,  dirigida por José María Forqué. A pesar de que  su argumento se basaba principalmente en la vida de un grupo de “call girls”, el tema estaba tratado con tal buen gusto y cándido sentido del humor que podría haberse catalogado como “para todos los públicos”. En el amplísimo reparto figuraba la mayoría de las grandes figuras del momento, Juanjo Menéndez, Rafael Arcos, Ismael Merlo, Agustín González y Francisco Cecilio, entre el equipo masculino y Claudia Gravi,  Mabel Escaño, Mary Carmen Yepes, África Prats, Mari Carmen Prendes, y una chica debutante, Verónica Forqué, joven hija del director. Y por supuesto también estaba yo, en vías de recuperación total,  en un tierno papel, que a pesar de ser secundario, era de gran lucimiento.

De izquierda a derecha Yolanda Farr, Mari Carmen Yepes, Pepe Ruíz
África Prats y Claudia Gravi
Foto fija de Madrid, Costa Fleming. Fotógrafo A. Diges
Y fue durante este rodaje que su director, José María Forqué, me dio una desoladora pero irrefutable “lección magistral”.


Necrológica.


Miguel Narros. Foto Jesús Alcántra
Hoy viernes 21 de junio, ha fallecido uno de los grandes directores teatrales de España; Miguel Narros.  En el año 1983 tuve la suerte de que me dirigiera en una de las obras más difíciles que he interpretado en mi vida: El rey de Sodoma.  Una experiencia estupenda para solo dos actores, enfrentados a seis personajes cada uno, afortunadamente bajo la batuta de  un director preciosista, 
Su dedicación y amor al teatro fueron, durante muchos años, absolutos, como podemos afirmar los miles de actores que le acompañamos durante su labor. Por siempre para él mi agradecimiento por todo esto. La capilla ardiente con los restos mortales del director está instalada en el Teatro Español de Madrid.

Próximo capítulo. Forqué y Arturo Fernández, dos grandes maestros.

Instantánea 82 - Forqué y Arturo Fernández, dos grandes “maestros”.

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Retrato de Diges durante el rodaje de Madrid, Costa Fleming

José María Forqué era un prolijo y versátil director de cine. Fue para mí una gran satisfacción que quisiera tenerme en el elenco de la película Madrid, Costa Fleming, rodeada  de un reparto importantísimo y permitiéndome disfrutar de un precioso papel. Eso me hacía confiar en que mi camino en el cine español estaba consolidándose.

Claudia Gravi, Mabel Escaño y yo. Foto Diges
Mi relación con las actrices que compartían conmigo el rol de call girls era estupenda. Sobre todo con Claudia Gravi, con África Prats y con Mabel Escaño. Juntas desayunábamos y juntas nos sentábamos a la hora de la comida, intercambiando opiniones sobre nuestros papeles, sobre la profesión y sobre el mundo en general. La película completa, salvo los exteriores,  se rodaba en un moderno hotel madrileño cuya última planta se había alquilado para ese menester.

En una ocasión, durante una escena en la que no participaba, se me ocurrió dar un paseíto por los pasillos, intentando  ejercitar un poco aquellas piernas mías que llevaban toda la mañana inmóviles mientras filmaba una secuencia en la que debía permanecer sentada. De pronto, al acercarme a una puerta entreabierta, oí unos sollozos femeninos.  Segura de que era alguien del equipo, ya que nadie más tenía acceso a esa planta, pregunté con suavidad, “hola, ¿te pasa algo? ¿puedo entrar?”, pero viendo que mis palabras solo lograban incrementar los sollozos, decidí entrar en acción. Allí dentro, sentada sobre la cama, se hallaba una muchacha muy joven, con el rostro oculto entre las manos.

Verónica Forqué

Me acerqué a ella  mientras le decía “hola, soy Yolanda y pertenezco al grupo  de los actores, ¿quieres contarme qué te sucede?” ¡Fue lo mismo que destapar una botella de champán! Como en  explosiones simultáneas las lágrimas brotaban de sus bonitos ojos a igual  velocidad que las palabras surgían de su boca. Me confesó que era muy desgraciada, que no le gustaba nada ser  actriz, que las cámaras la asustaban, pero que su padre la obligaba a seguir la tradición familiar y que su nombre era Verónica Forqué, la hija casi adolescente de nuestro director. Conmovida ante su visible angustia, me quedé un rato a su lado, intentando calmarla. Le aconsejé seguir sus impulsos y negarse a que nadie, ni siquiera su familia, la forzase a tomar un camino que no era de su agrado. “Ya no eres una niña, Verónica, impón tu voluntad. Esta profesión es demasiado dura para dedicarle tu vida sin sentir por ella una devoción casi sacerdotal”.  Al poco tiempo la muchacha se calmó y yo abandoné la habitación sin darle al hecho mayor importancia. ¿Quién iba a imaginar que aquella frágil criatura que con tanto dolor renegaba de la profesión de actriz  se convertiría, unos años después, en una gran estrella?

El rodaje transcurría con facilidad y ligereza, gracias a la gran profesionalidad del director y de los actores, que no en balde son una parte importantísima en el difícil proceso de elaboración de un film. El acierto en la selección de los intérpretes, así como su calidad, han salvado muchas veces del desastre a películas mediocres.

Alfred Hitchcock


Pero una supuesta anécdota de Hitchcock,  con un actor al que pretendía bajarle los humos, rondaba en aquellos días por los estudios de rodaje y estaba endiosando a directores que lo último que necesitaban era eso. Dicen que en una ocasión Hitchcock le indicó a su circunstancial protagonista que abriera una puerta del plató para hacerle un primer plano en el dintel, ante lo cual el divo pidió información sobre los antecedentes  de esa acción. Se cuenta que entonces el excéntrico cineasta le respondió proponiéndole una prueba: el actor debería poner “cara de nada” ante la cámara, en los estudios Hitchcock haría tres montajes distintos con aquel close up y al día siguiente se los mostraría.

Mari Carmen Yepes y yo. Foto Diges
Según la historia, al ver el resultado, el famoso actor quedó sumido en el asombro. En una de las escenas, su primer plano era seguido  por la imagen de un salón donde se desarrollaba una fiesta. En la segunda, se mostraba un velatorio, con cadáver incluido, y en la tercera, se había hecho entrar de espaldas a su doble con un cuchillo en la mano, mientras una joven le veía acercarse gritando aterrada. ¡El mismo rostro ante tres situaciones antagónicas y la coherencia era perfecta!  En la primera versión, gracias a la imaginación del espectador, la “cara de nada” parecía sonreír, en la segunda semejaba estar entristecida y en la tercera hasta se podía adivinar una mirada asesina en los ojos del actor. Con eso pretendía demostrar Hitchcock que el intérprete era simplemente un muñeco en manos del director, sobre todo durante el montaje. Y que así debía ser.


Mabel Escaño y yo. Foto Diges
Yo quiero creer que tamaña exageración es tan solo una “leyenda urbana”, pero el hecho es que alteró, como dije anteriormente, el buen juicio de algunos directores. Un día, a mediados del rodaje, tuve la desafortunada idea de comentar con Forqué dicha historia, al tiempo que le afirmaba mi total discrepancia con Hitchcock y lo absurda que la misma me parecía. Y esta fue su reacción ante mis palabras: “¿de verdad crees que   es absurda? Podría demostrarte con qué facilidad, sin quitarte una escena, ni siquiera una frase del diálogo, un director conseguiría que tu bonito papel quedara relegado ante las cámaras a un oscuro  segundo o tercer plano.” Como todo esto fue dicho con una relajada sonrisa en su rostro no di demasiada importancia a aquella conversación. Sobre todo porque en días posteriores nada anómalo noté en mis rodajes ni en nuestra cortés relación profesional.

Tan solo al ver Madrid, Costa Fleming en el cine, meses después, comprobé hasta qué punto su velada amenaza se había cumplido. Yo estaba en la pantalla, sí, pero con demasiada frecuencia de escorzo. Si tenía un plano medio detrás venía un “big close up” de alguna de las otras chicas.  Varios de mis parlamentos mas importantes estaban rodados en un distanciador plano general.  De una forma sutil e inteligentísima había logrado opacar mi personaje por el simple medio de enfatizar el de las actrices que me rodeaban. De aquellas preciosas imágenes mías que el fotofija de la película, Diges,  había tomado, muy poco o nada quedaba reflejado en el celuloide.  Para colmo mi nombre ni siquiera figuraba en los carteles de promoción. Muchas veces me he preguntado la razón por la que José María Forqué hizo esto, si fue una ilógica y desmesurada reacción de soberbia ante mi pretensión de colocar a los actores al mismo nivel de importancia que a los directores o si fue por los consejos de rebeldía que, en una ocasión, había dado a su hija Verónica. La cuestión es que, sin duda, aquel hombre me dio una lección magistral de por qué nunca puede uno contradecir o molestar a un director. Sobre todo de cine.





Al poco tiempo de terminar este rodaje Arturo Fernández, el eterno galán de galanes, se ponía en contacto conmigo con el fin de contratarme, como primera actriz, en su próxima obra.  Es decir que en septiembre de ese año debutábamos en el teatro Beatriz de Madrid con Una percha para colgar el amor,  extraña adaptación del título original de Samuel Taylor, Avanti

En el reparto, además de Arturo Fernández y yo, absolutos protagonistas, estaban Juan José Otegui, Pepa Ferrer, Ventura Oller y Guillermo Hidalgo. Durante los arduos ensayos Ángel Montesinos, el director, hizo un trabajo de la más fina orfebrería. Su empeño principal fue conseguir que el primer actor, un auténtico divo acostumbrado a llevar todos los personajes que interpretaba al mundo de sus estereotipos y “muletillas”, abandonara sus tics y le impartiera a aquel Wendel Jr. toda la ternura y humanidad de las que su autor le había dotado. De hecho, en los ensayos generales, el divo logró demostrarnos, tras arduo trabajo, que podía ser un buen actor. Todos estábamos entusiasmados con la obra y con el descubrimiento de ese Arturo Fernández tan distinto, seguros de que aquella nueva manera de enfocar el trabajo le quitaría el sambenito de actor efectista y superficial.



Unos días antes del estreno, Montesinos, en un aparte, me rogó que, pasara lo que pasara, nunca permitiera a mi coprotagonista retomar los viciados caminos que, hay que admitirlo, le habían hecho famoso. Que intentara, de todas las maneras posibles, tirar de él hacía el trabajo serio y hermoso de aquel medio melodrama, medio comedia que teníamos entre manos. Avanti o, como se llamó en su versión cinematográfica en España, ¿Qué ocurrió entre mi padre y tu madre?

En un principio, las estupendas críticas y tal vez un rescoldo de satisfacción interior por el trabajo bien hecho, le mantuvieron contenido dentro de la humanidad de aquel tierno personaje que había interpretado en cine nada menos que Jack Lemmon.


Pero poco a poco, los  antiguos vicios del “asturianín”, a instancias de su público incondicional, volvieron a ocupar un lugar prominente en su trabajo. Su personaje, lleno de dudas y ternura, se convirtió en el “chulito asturiano” que sus adeptos adoraban, y de la boca de Wesley Jr. comenzaron a salir palabras como “zapatu” en lugar de zapato o “chatina” en lugar de decir mi nombre en la obra, Pamela. Lo cierto es que sus fans, en la mayoría mujeres, se alborozaban al oírle hablar así o al observar cómo se arreglaba la raya de su impoluto y elegantísimo pantalón cada vez que se sentaba  o levantaba. Este arquetipo que se había construido era tan subyugador que, mientras estuviese en escena, él era el centro de todas las miradas, y no importa lo conmovedor o divertido que fuese el texto del compañero, las adornadas orejas de las damas del respetable prestaban atención tan solo a sus palabras.

Entrevista con el crítico Lorenzo López Sancho


Es decir que era desolador saberte rodeada de personas y sentirte totalmente sola en el teatro, estar junto a  una luz tan potente que tu trabajo se volvía prácticamente invisible y advertir que tu voz, portadora de un hermoso mensaje de amor, se perdía entre los recovecos cerebrales de un público embrujado que solo vivía para su ídolo.

Arturo Fernández y yo
Durante algún tiempo luché, entre disgustos y hasta lágrimas, por recobrar al encantador compañero de escena de los ensayos generales. Pero fue imposible. Una tarde Arturo me hizo llamar a su camerino y muy educadamente me leyó la cartilla:  "Chatina, yo le doy a mi público lo que me pide. Es él y no Montesinos, nuestro director, el que me llena los teatros, alimenta mis bolsillos y paga el sueldo de mis actores. Sé que estás trabajando en tensión y te voy a dar un buen consejo; olvídate de Stanislavsky y, cuando estés en escena, sonríe y cruza las piernas que eso nadie lo hace como tú. Pero si no te sientes a gusto en mi compañía y quieres dejarla dímelo, y muy a mi pesar, te sustituiré”. ¿Como se podía reaccionar ante eso? Por otro lado, yo había comprobado que sus palabras eran ciertas. El público le adoraba tal y como era y, creedme, nada ni nadie tiene el suficiente poder para cambiar los designios del respetable.




Así que, con toda la humildad que me fue posible, acepté esa lección y dejé, durante los seis meses que trabajamos juntos,  de luchar por una causa que nadie apreciaba; la fidelidad a los personajes tan bellamente escritos por Samuel Taylor.

En mi próxima Instantánea seguiré hablando de Arturo Fernández y de algunos defectillos suyos que a veces hacían muy difícil trabajar con él.







Próximo capítulo.Adioses y bienvenidas.

Instantánea 83 - Adioses, bienvenidas y en el medio, ¡uffff!

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Foto Jesús Alcántara
Arturo Fernández, Ventura Oller y yo en
Una percha para colgar el amor
Durante mi permanencia en la obra de teatro Una percha para colgar el amor, Arturo Fernández resultó ser una persona de trato agradable en la vida cotidiana pero un compañero de escena muchas veces insoportable. Tenía algunas costumbres que atacaban los nervios de los que con él trabajaban. Por ejemplo en plena actuación, volviéndose de espaldas al público y hablando entre dientes, daba indicaciones y a veces regañaba a los actores por los motivos más peregrinos; el pantalón no estaba  planchado con esmero, el nudo de la corbata estaba chapuceramente hecho, la melena no lucía bien peinada…Aunque no lo creáis  esto lo hacía a menudo, en el escenario y en presencia del público.
Yo nunca recibí una de esas regañinas pero sí me tocó a menudo ser testigo. Lo cual ya era  harto desconcertante. Otras  veces, durante una escena, su mirada se perdía hacia un punto fijo del decorado, es decir que mientras uno le hablaba el alma de Arturo se ausentaba de tal manera que era como tener enfrente a un maniquí. En esos casos, en su próximo mutis, se podía escuchar la bronca que les estaba echando, entre cajas, al regidor o al utilero. Les reprochaba, por ejemplo, que en los listones de cobre que bordeaban la puerta del decorado se vieran huellas de dedos o que en el gran colmillo de elefante que adornaba el salón hubiese trazas de polvo.
Juan José Otegui, Arturo Fernández y yo en
Una percha para colgar el amor
Una percha para colgar el amor
Lo más irritante para mí era, durante aquel emocionante monólogo  mío en el cual le confesaba entre lágrimas mi amor y todas las miserias de mi vida, oírle  jalearme con palabras como “¡eso es, chatina, hazles llorar, a por ellos, dales fuerte”. Aquello era capaz de desorientar al más pintado. Resignada ya a que Arturo hubiese convertido a su emotivo personaje  en otro de sus estereotipos, hay que admitir que a instancia de su público incondicional, mi afán era solamente conservar inmaculado el espíritu del mío y aquellas interferencias eran inaguantables.

Pero las soporté con estoicismo. No era cuestión de jugarse seis meses de trabajo y,  tras aquel rapapolvo que me había dedicado no hacía mucho, como relato en mi capítulo anterior, estaba claro que mi permanencia en la compañía dependía de mi sumisión y de que en escena “cruzara las piernas y sonriera, que eso nadie lo hacía como yo”. Ah, y que “me olvidara de Stanislavsky”.

Estábamos preparándonos para la función cuando, el 21 de diciembre de ese 1977, un pequeño grupo de actores entró en los camerinos conminándonos a secundar la huelga que, a partir de ese mismo día, habían convocado. Naturalmente nos sumamos y, sin poder evitar sentirnos abrumados por la situación, aquel día el teatro Beatriz no abrió sus puertas al público.


Albert Boadella
Todos  estábamos al tanto de que el catalán Albert Boadella, director del grupo teatral Els Joglars, había sido arrestado en Barcelona bajo la acusación de “injurias al ejército”, y que amenazaban  con someterle a un consejo de guerra. La razón era el contenido de su puesta en escena más reciente, La torna, una dura sátira al ejército y al despotismo. Esto  indignó a toda la profesión y se planeó una acción conjunta para hacer ver al gobierno la protesta unánime de los actores españoles por esa actitud tan en contra de la libertad de expresión. Una huelga.  Pero la inminencia de suspender las funciones ese mismo día nos encogió el corazón.

Aún estaba en vigor en España, la Ley de Orden Público, dictada durante el franquismo en julio de 1959, y en la cual  rezaba que serían sometidos a ella “los que atenten contra la unidad espiritual, nacional, política o social de España, las manifestaciones y reuniones públicas ilegales o  los que alteren la paz pública o la convivencia social”, estipulando en el artículo 28 que la facultad de las autoridades gubernativas iba desde las detenciones sin intervención de los órganos judiciales hasta la censura previa de los medios de información. Y suspender un espectáculo sin previo aviso era considerado alteración del orden público y, por lo tanto, un delito grave.  

Cartel de La Torna
Pero haré un resumen de este importante hecho que tuvo lugar en medio de la incipiente transición española: doce teatros en Madrid se sumaron a la huelga. Tan solo tres abrieron sus puertas, el Calderón, el Barceló y el Centro Cultural. Otro tanto sucedió en Barcelona y grupos teatrales de toda España se solidarizaron realizando  actos de protesta. Albert Boadella efectuó una espectacular y misteriosa fuga el día anterior a su juicio. No se tomaron represalias contra los huelguistas y cuatro miembros de Els Joglars, también arrestados, fueron puestos en libertad. Todo un éxito para la recién nacida democracia Española y para la libertad de expresión.

Pero esa huelga de marcado tinte político me hizo recordar y apreciar más aquélla anterior , en febrero del 75, con Franco aún gobernando el país y con los actores también como protagonistas.

Es cierto que en los últimos tiempos del franquismo ya se notaban ciertos  aires de apertura, pero sólo para los que aceptasen las “reglas del juego” del régimen. Y entonces los actores decidimos “jugárnosla” para reivindicar nuestras leoninas condiciones laborales. Esa sí fue una bella y pacífica huelga a la cual se unieron, en apoyo de nuestras reivindicaciones, técnicos, bailarines y músicos de todo el país. Lo que comenzó como una canica de nieve rodando  por la cuesta de una montaña acabó convirtiéndose en un alud de tal magnitud que ni las autoridades se atrevían a contenerlo. Al menos en un principio. Creo que les tomamos por sorpresa.
Fotos de actores intentando entrar en el sindicato con nuestras reivindicaciones.
En la primera se reconoce a Tina Sainz, a Juan Diego y a Paco Guijar.
En la segunda Ana Belén y Jesús Sastre entre otros compañeros
Nuestras peticiones no podían ser más sensatas; conseguir el día de descanso semanal, el cobro de los ensayos y el pago de dietas en los desplazamientos. Pero ante la actitud de rotundo rechazo por parte de  los empresarios y de nuestro Sindicato Vertical, casi sin darnos cuenta, iniciamos unas pacíficas manifestaciones frente a la puerta del sindicato. Yo estuve en ellas, y puedo asegurar que el espíritu reinante era de una hermosa y pacífica solidaridad y de un compañerismo ejemplar.

Como por ensalmo aquel pequeño número de manifestantes iniciales fue incrementándose hasta llegar a abarrotar día y noche la calle. Estábamos dispuestos a no movernos hasta que nuestras peticiones fuesen oídas. Miembros de grupos de aficionados de toda España se habían desplazado a la capital para apoyarnos y engrosaban  significativamente nuestro inicial número de profesionales. Y de pronto surgió la osada idea de la huelga. Aún no comprendo bien de donde sacamos la valentía para enfrentarnos con tanta rotundidad a las fuerzas policíacas pero el caso es que, desde el 2 de febrero  hasta el 14, veintiuno de  los teatros y salas de fiesta de Madrid tuvieron este cartel colgado en la taquilla: “Por incomparecencia de los artistas se lamenta informar que la sesión de hoy queda suspendida”. Prácticamente la totalidad de la oferta cultural de Madrid. El coup de grace fue cuando Televisión Española, estamento oficial y el único canal que existía en esos tiempos, se unió a nosotros suspendiendo sus trasmisiones. ¡Qué gran triunfo! Pero un día comenzaron las represalias.

Ocho compañeros actores fueron arrestados en nombre de la ya mencionada Ley de Orden Público. Nuestras manifestaciones frente al Sindicato se fueron llenando de policías de la secreta infiltrados que intentaban armar jaleo para justificar la intervención de las fuerzas armadas. Así que, tras 12 días de huelga, se decidió volver al trabajo, sobre todo en consideración a los actores encarcelados y al posible empeoramiento de su situación. El día 15 de febrero cada uno de nosotros se reintegró a su puesto de trabajo, con el corazón apretado por el justificado temor a la venganza de nuestros empresarios. Gracias a la intervención de una comisión formada por grandes figuras como Adolfo Marsillach, Fernando Fernán Gómez, José María Rodero y algunas prominentes personalidades del mundo de la cultura, los ocho actores que continuaban en prisión fueron puestos en libertad, pero no sin antes ser obligados a pagar altísimas multas.
Tina Sainz, Pedro Mari Sánchez, Rocío Durcal y José Carlos Plaza
Estos eran Rocío Durcal,  Enriqueta  Carballeira, Tina Sainz, Yolanda Monreal, Pedro Mari Sánchez y los directores Antonio Malonda y José Carlos Plaza. Y la vida, poco a poco,  regresó a la normalidad.

Casi nula  fue la información que llegó al público sobre aquella huelga. La censura impidió el seguimiento periodístico. Pero al menos una parte del pueblo dejó de ver a los artistas como seres privilegiados, viviendo en un mundo de lujos y disipación. Incluso en muchos casos hasta logró sacarnos de las pantallas o bajarnos del escenario para convertirnos a sus ojos en seres de carne y hueso.

Seis meses duró en cartel  Una percha para colgar el amor, dos de gira y cuatro en Madrid. Pero como todo lo que empieza tiene un final, el de aquella obra  no puedo decir que me entristeciera demasiado. Aunque debo admitir que había sido una gran lección trabajar junto al gran divo Arturo Fernández, luchando en cada representación para no ser aplastada por su arrolladora personalidad y por la devoción de su público. 

Y como, sinceramente, aquella experiencia había sido bastante dolorosa para mi amor propio, decidí acceder a las continuas ofertas de Jordi y del Music Hall Top Less y reintegrarme al espectáculo que tantos éxitos y prestigio me había dado tiempo atrás. (Ver Instantáneas de la 78 a la 81) Estábamos ya en 1978. Un año y pico había pasado desde mi nefasta experiencia con la película Gulliver y la sensación de aquellos veinte cuerpos deformes, de aquellas pequeñas pero malévolas manos ultrajando mi cuerpo, comenzaba a convertirse tan solo en el recuerdo de un mal sueño. (Ver Instantánea 81).



Próximo capítulo: Un año de glorias.

Instantanea 84 - Un año de gloria

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Foto Jesús Alcántara
Fue un regreso triunfal. El Music-Hall Topless me abrió de nuevo sus puertas con entusiasmo. Jordi y mis compañeros celebraron mi regreso con una gran tarta, besos y hasta alguna que otra lagrimita de emoción. Los medios de comunicación publicaron la noticia afirmando “ha vuelto el alma del Music-Hall”. Los nuevos números montados hacían que mi protagonismo fuese aún mayor.

Mi fiesta de bienvenida
Ya que los franceses Jean Marie Riviere, Jean Françoise, Pascal, Ingrid y Didier, los verdaderos creadores del espectáculo, volvieron a su patria con la intención de no interrumpir por demasiado tiempo su carrera allí, a mi cargo quedó la creación y coreografía de algunos cuadros que tuvieron gran éxito de público. En uno de ellos interpretaba con tanta eficacia a un chulo parisino, Richie, que cuando me despojaba de la peluca y de buena parte del vestuario masculino, mostrando al público por un instante, y entre una protectora nube de humo,  esa inequívoca constancia de mi sexo que son los senos, el público reaccionaba  con una andanada de aplausos. “¡Pero si es la Farr!”

Hacía tiempo  que el pudor de mostrar mi cuerpo se había esfumado en aras del consabido, “por exigencias del guión” y, sobre todo, por el buen gusto con que el espectáculo estaba creado. La plástica era de tal sutileza y el público tan respetuoso que uno sentía el desnudo como algo natural. Lo curioso es que en la vida diaria la vergüenza reaparecía. Más apuro sentía ante una revisión médica, por ejemplo, que mostrándome “casi en cueros” en el escenario y frente una audiencia de doscientas  personas.

Al fin volvía a sentirme en lo mío, aprovechando al máximo y fusionando los conocimientos a cuyo proceso de estudio había sacrificado mi adolescencia allá en Cuba; el ballet, el canto y la actuación.

Casi un año duró esta segunda etapa de glorias, pero una mañana se me conminó telefónicamente para que fuese de inmediato al Music-Hall ya que algo terrible había pasado. ¡Y vaya si era terrible! Durante la noche un incendio se había cebado con el local. Al llegar al lugar los bomberos ya se habían ido pero un nauseabundo olor lo inundaba todo. El ambigú,  donde se iniciase el fuego,  estaba irreconocible. Las llamas, llegando hasta la sala, habían dejado bastantes mesas y sillas convertidas en chicharrones.


Aunque por milagro el fuego respetó el escenario y la zona de los camerinos, el humo había teñido de luto esos espacios que fuesen todo esplendor y alegría. La visión de tamaño desastre rompía el corazón. Jordi y sus socios, por supuesto, estaban allí desde la madrugada, observando el proceso de la extinción con caras contritas. Poco a poco fueron llegando los artistas, y aquella luctuosa reunión se convirtió en un funeral que duró todo el día, llenando el viciado aire de incontenibles  llantos y gemidos. Sin duda,  más que la pérdida del trabajo, lo que nos destrozaba era pensar en el tiempo, el sudor y los aplausos de los que aquellas paredes, ahora llagadas y doloridas,  habían sido testigos.

El número Vien en el Music-Hall
Foto Jesús Alcántara
Nunca se supo el origen del incendio, pero teniendo en cuenta la pertenencia, tiempo atrás,  de los socios del local al grupo terrorista OAS, la versión de un sabotaje era la más plausible. Seguramente la muerte del caudillo Franco había debilitado el apoyo y la protección gubernamental de la que disfrutaran los pied noires exiliados durante la dictadura (Ver Instantánea 79). Llegó a correrse el malévolo rumor de que aquello había sido provocado por los mismos dueños del local. Pero, siendo yo testigo privilegiado del amor y dedicación de Jordi hacia el  Music-Hall,estoy dispuesta a jurar que esa es una suposición absurda donde las haya.  Por supuesto aquello dictaminó el final de Topless. Una hermosa época de mi vida llegaba a su fin. 

(Un año más tarde, por el empecinamiento de Jordi, la sala reabrió sus puertas con otro show pero tan solo para volver a cerrarlas definitivamente a los pocos meses. Nada podía sustituir al inolvidable y grandioso El ángel azul.  Habíamos dejado el listón demasiado alto.)

Con mami y Bobby
Así que durante el  tiempo de asueto que vino después de la desgracia, dediqué todas las horas de mis días a mi casa, a mi Jesús y a mis amigos. Volvieron las visitas a boites, cines, teatros y cabarets. Volvieron las fiestas de disfraces y las amenas tertulias hasta las tantas en el café Dorín.

Me ocupé de llevar a mi madre a espectáculos y a esos paseos por el campo, acompañados por nuestro Fox Terrier Bobby,  que tanto le gustaban. A partir de la muerte de mi padre, Jesús y yo llegamos al acuerdo de que ella viniese a vivir con nosotros. Tan destrozada como quedó y no habiendo estado jamás sola, nos pareció que permanecer en una casa carente de sus dos eternos amores la aniquilaría.  Sin su hermana Jenny y sin su adorado Arsenio su existencia tenía visos de convertirse en un infierno, así que desde 1975, año de la triste defunción de mi padre, compartía con nosotros nuestro hogar.
Fue maravillosa la actitud de Jesús al respecto. A pesar de la inevitable falta de intimidad que eso significaba, llevó siempre su presencia con una resignación que llegaba a parecerse mucho a la  alegría. En cuanto a ella, como solía suceder con los que le conocían, sentía un profundo cariño por  por mi eterno compañero.   Ya llevábamos diez años juntos, diez años llenos de pequeñas aventuras y grandes experiencias, diez años que habían logrado unirnos más, si eso era posible, y que no consiguieron mermar ni en un ápice nuestra pasión.

Pero un día de aquel otoño del 78 surgió en la vida de Jesús un personaje que iba a dar un gran empujón a su trabajo como pintor al tiempo que provocaría nuestra primera larga separación.

Doménico Rainieri era todo un personaje. Italiano de pura cepa, coincidir con él en algún lugar era sumergirse en un mundo de voceríos y ampulosa gesticulación, tarantelas y pizzicatos que resultaba divertidísimo. Como además de ser  representación fidedigna de la más alegre cara del “neorrealismo” era un conocido marchante de arte, quedó prendado del estilo pictórico de Jesús y se lo llevó a Milán para participar en el Incontro con L'arte  di Oggi e di Domani en Erba.



Al observar la buena acogida de su obra,  le invitó a quedarse en Italia durante unos meses bajo su mecenazgo y trabajar en exclusiva para él, con la promesa de colocar sin problema todos los cuadros que pintara. Y así fue cómo y  por qué, por primera vez en nuestra relación, mi querido Jesús y yo hubimos de pasar cinco meses lejos el uno del otro.

Con Jesús en Venecia
Un día de noviembre, aprovechando mi lapsus laboral e invitada por Doménico, quien resultó un espléndido anfitrión,  tomé un avión hacia Milán. ¡Tan solo un mes llevábamos separados y la ausencia se nos hacía insoportable! Por desgracia menos de una semana pude permanecer allí. La presión de saber a mi madre sola y una oferta de trabajo para principios del año siguiente condicionaron el tiempo de mi estancia en ese país maravilloso y el disfrute de aquella improvisada “luna de miel”. Pero declaro con solemnidad que disfruté de cada minuto. Sexual y turísticamente. Pude visitar el Lago di Como, Florencia, con su piazza della Signora o il duomo di Santa María dil Fiore,  Portofino, tan hermoso y colorido que parecía sacado de  un cuadro de algún pintor fauvista, Génova y Venecia, la increíble y tan cinematográfica ciudad de los canales. En fin, tan solo ciudades del norte pues, como ya he dicho, Doménico, y ahora Jesús, radicaban en Milán. No hubiese sido posible sacarle más partido a tan pocos días de estancia. O sea que me quedé con la miel en una boca que regresó a Madrid sin estar ni remotamente saciada de los besos de mi amor y con los ojos hambrientos de más belleza italiana.

Aquellas navidades de 1978 fueron mucho menos solitarias de lo que me había temido, mami, Bobby y yo tomando las uvas, huérfanos y abandonados, frente al televisor. Cada día estaba invitada a  un festejo distinto, en restaurantes, con compañeros, en casa de los amigos, en teatros, en la inauguración de boites… Entre eso y los diarios ensayos de Asesinato entre amigos a los que asistía, las fechas pasaron con bastante fluidez.

Asesinato entre amigos. De izquierda a derecha Yolanda Farr, Ramiro Oliveros, Paco Marsó y Analía Gadé


La pieza escrita por Bob Barry prometía ser el éxito de la temporada. Una obra entre thriller y comedia, con un final sorprendente y sensacionalista, tenía todos los ingredientes  para serlo. Eso sin contar con el impresionante reparto; Analía Gadé, Ramiro Oliveros, Pepe Martín, Yolanda Farr,  Paco Marsó, Pepe Lara y Alberto Fernández. Los ensayos, bajo la dirección de mi admirado Víctor A. Catena,  que comenzaron en el mes de diciembre con un magnífico ambiente entre compañeros, finalizarían  en febrero de 1979, fecha fijada para el estreno.
Asesinato entre amigos. 

Es decir que, aunque  sin Jesús a mi lado pero con el paliativo para mi tristeza de saberle en buena compañía y trabajando en su futuro como pintor,  el nuevo año se presentaba ante mis ojos con  una inmejorable pinta.

Adolfo Suárez

PD. En 1976, Adolfo Suárez  había enviado a las Cortes el proyecto de ley para la Reforma Política, el cual, al ser aceptado, abrió las puertas para la creación de un sistema democrático-constitucional. La nueva Constitución Española fue aprobada por las Cortes el 31 de octubre del 78 y ratificada por referéndum el 6 de diciembre de ese mismo año. España era ahora una Monarquía Parlamentaria. Entre los avances más señalados estaba que las elecciones por sufragio universal de los representantes del pueblo en las Cortes estaban permitidas.
Y esas primeras elecciones tras la llamada Transición Española se celebraron en 1979, siendo elegido presidente Adolfo Suárez, personaje fundamental en los cambios políticos de esos momentos pero al que, para asombro de muchos, aún no se han reconocido sus justos valores. 




Próximo capítulo. Homenaje a Analía Gadé.

Instantánea 85 - Homenaje a Analía Gadé

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Analía Gadé

 
En este capítulo tan solo quiero hablaros de cuando conocí a María Esther Gorostiza, bellísima mujer y ser humano admirable. Aunque tal vez debo empezar diciendo que su nombre artístico es Analía Gadé.

Analía Gadé
 
Nacida en Córdoba, Argentina, en octubre del año 1931 ganó, siendo una adolescente, un concurso de belleza. En mi opinión, podía haber ganado todos los certámenes a los que se presentara. Poseída por el espíritu de la farándula, años más tarde contrajo matrimonio con un conocido actor de aquel país, Juan Carlos Torry, y juntos formaron una exitosa compañía de teatro. Por fortuna para nosotros los españoles, el matrimonio no duró mucho y Analía, huyendo de malos recuerdos personales, decidió venirse a una “madre patria” que la recibió con los brazos abiertos, colocándola desde el principio en el lugar privilegiado que se merecía gracias a su belleza, su simpatía y su buen hacer. Aquí se unió sentimentalmente a otro actor reconocido y admirado, entonces y hasta la hora de su muerte acaecida en noviembre del 2007, Fernando Fernán Gómez. Tampoco esa pareja duró mucho. Yo creo que aquella mujer era demasiado importante para que un hombre pudiera evitar convertirse, a su lado, tan solo en el “marido de…” Y ya se sabe lo mal que los señores aceptan esa condición. Sería agotador intentar enumerar su filmografía ni sus trabajos teatrales. Además, ese no es mi propósito. Lo que deseo es hablaros de aquel Asesinato entre amigosy de mi inmejorable relación con la famosa y hermosísima Analía Gadé.

Ella era la protagonista de la obra y yo la antagonista. El galán era un Ramiro Oliveros del que no tengo mucho que contar. Tanto porque su trato fue siempre distanciado como porque al mes de estrenar dejó la compañía. Algo nada lamentable,  pues entró a sustituirle un ser encantador, famoso por haber hecho para la  televisión una serie sobre la novela El conde de Montecristo, de Alejandro Dumas. Tal fue la aceptación popular del programa que el pobre se queja, aún hoy,  de que le hayan colgado para siempre el apodo de “el conde”. Se trata de José Martín, un caballero, un hombre culto donde los haya, una “rara avis” en el ambiente teatral.

Pepe Lara, un apuesto y joven actor malagueño, ex compañero en mi debut teatral en Madrid el año 1970 con El Escaloncito, (ver Instantánea 66), y amigo íntimo desde que yo donara sangre para una operación que hubieron de practicarle a corazón abierto, formaba parte del elenco, junto con el prestigioso genérico Alberto Fernández.

También en el reparto  estaba Paco Marsó, al que trataba desde la época del restaurante-espectáculo La Fontana donde habíamos compartido escenario y divertidas tertulias en la mesa de Alonso Millán, autor de los sainetes que componían Bailando se entiende la gente,y conversador empedernido. (Ver Instantánea 74). Lo he dejado el último porque, tanto ahora como en el futuro, su nombre aparecerá de forma intermitente en mi blog. Todo un personaje, Paquito. Para comenzar diré que aquel soltero y mujeriego empedernido que yo había conocido tiempo atrás, en el  momento en que compartíamos escena en Asesinato… era ya un hombre casado nada más y nada menos que con la gran Concha Velasco.
 
Concha Velasco y Paco Marsó
en Las Arrecogidas....
 
Según Paco contaba se habían conocido en  el año 77 durante los ensayos y posterior puesta en escena de Las arrecogidas del Beaterío de Santa María la Egipciana, de José Martín Descalzo, resultando ambos de inmediato víctimas de un flechazo de Cupido. Concha por aquellos días estaba soltera y embarazada y guardaba,  aun guarda, la identidad del padre de su hijo en absoluto secreto. Un secreto que, como es normal, no lo es para algunas personas. Pero cómo ni por asomo deseo levantar públicamente un velo tendido con tanto ahínco, ella sabrá por qué, su nombre no será revelado por mí. La cuestión es que a la pareja le vino de perillas el mencionado flechazo; Concha consiguió un cariñoso padre para su hijo y Paco un prestigio que se convertiría en fortuna cuando, poco más adelante, fuese  el eficacísimo mánager de la estrella.  

Pero regreso a las representaciones de Asesinato entre amigos.

 
Analía, Marsó y yo en
Asesinato entre amigos
Aquella obra, destinada en apariencia a ser el gran éxito teatral de 1979, por uno de esos insondables misterios teatrales, no lo fue. El texto era divertido, el final impactante, la dirección de Catena irreprochable, el decorado suntuoso, los actores estaban brillantes en sus papeles, pero de alguna manera el producto, a pesar de las estupendas críticas,  no interesó al público. En cuanto a Analía, no podía estar más hermosa y acertada en su interpretación. Desde los ensayos supe que nuestra relación sería inmejorable.
 
Una estrella como era, se ofreció para asesorarme en el vestuario y para enseñarme truquitos de maquillaje que nadie como ella, y Sara Montiel, dominaban en este país. Durante  las representaciones intentaba  en todo lo posible permanecer desapercibida mientras yo tenía mis escenas, es decir, no atraer  la atención del público, algo que ni remotamente los divos, y los que creen serlo, están dispuestos a hacer.

Era tal su dominio de la escena que, siendo yo testigo,  dejó esta anécdota para los anales del teatro.


De izquierda a derecha Analía, Alberto Fernández, yo, Ramiro Oliveros y Pepe Lara
 
Sucedió casi al final de la obra, en un momento en que su personaje debía disparar contra el mío. Es sabido que el sonido de los disparos se simula haciendo chocar dos tablas en medio de las cuales se ha colocado un detonador y que el regidor, entre cajas, es el encargado de sincronizar el sonido con la acción del actor. Pues bien, la noche del estreno, en la escena en que mientras yo la apuntaba con mi pistola ella alzaba la suya diciendo “y por eso, te mato” ningún sonido acompañó a su movimiento de apretar el gatillo. La situación no podía ser más tensa e inoportuna. Aquel era el momento crucial de la trama. Su primera reacción fue repetir la frase y el movimiento, pensando que el regidor había tenido un despiste, pero el resultado fue el mismo: el silencio. Entonces, en un arranque de espontaneidad y sin perder su personaje dijo, “pum, pum, y por eso TE MATÉ”. En ese momento yo me desplomé, según estaba marcado,  al tiempo que intentaba contener la risa, y del público, que por supuesto se había dado cuenta del problema, subió una clamorosa ola de bravos y aplausos. Así reacciona ante un imprevisto una verdadera actriz. Y así se lo agradece su público. Más tarde supimos que el detonador se había humedecido impidiendo su funcionamiento.


Analía, yo y Marsó
 
Asesinato entre amigos tan solo tuvo una duración en cartel de tres meses, y eso gracias a que nuestra fe en la función nos hizo aceptar la propuesta de bajarnos nosotros mismos los sueldos que, al empezar el tercer mes, nos hizo el productor, Julio Kaufmann. ¡Nos lo pasábamos tan bien interpretando aquellos divertidos personajes y existía tan buena relación entre nosotros! Pero lo único que conseguimos fue alargar un poco la agonía. A finales de abril la compañía se disolvía con infinita tristeza general y con la confirmación de que al público no había quién lo entendiera. RIP Asesinato entre amigos.

Muchos años más tarde, en 1999, Analía sufriría un infarto cerebral que, aunque no le dejó secuelas físicas, sí mermó algo sus facultades. Aún así, aquel mismo año, volvió a la escena interpretando, en el teatro Albéniz, Las mujeres sabias, de Moliere. Cuando la visité en su camerino se arrojó a mis brazos llorando al tiempo que me confesaba las dificultades que había tenido para volver a memorizar el texto de esa obra que ya había protagonizado, unos años atrás, en el teatro Nuevo Apolo. También me contó que llevaba tiempo trabajando pertinazmente con una logopeda pues temía que su vocalización hubiese perdido fluidez. No era así. Su belleza y su dicción seguían siendo perfectas pero el público nunca podría adivinar el trabajo que aquello le costaba. He aquí un ejemplo de lo que un espíritu fuerte y una férrea devoción pueden conseguir.


Escena de Las mujeres sabias. Año 1984
De izquierda a derecha Alfonso del Real, Analía Gadé. Amparo Baró y Laly Soldevilla
Foto Jesús Alcántara
 
Pasado el gran susto que acompañó su regreso a la escena, Analía continuó algún tiempo haciendo funciones, siendo una de las últimas El dulce pájaro de la juventud, de Tennesse Williams. Con tanta profundidad había horadado su alma el gusanillo del teatro que consideraba que la vida, fuera de las tablas, era algo sin sentido. Por desgracia sufrió un nuevo accidente vascular y, aunque esta vez se trató tan solo de un micro infarto, sin duda eso hizo brotar en ella las dudas e inseguridades que noquearon  a ese gusanillo teatral que, mientras  te corroe,  te va inoculando la voluntad de una entrega, a veces, rayana  en la exageración.

Analía, yo y el periodista Jesús María Amilibia, otra gran persona y amigo. 

Hace ya años que Analía Gadé se vio  forzada a retirarse de las tablas. A pesar de esto la afición sigue manifestándose en su continua asistencia a los estrenos, y su bondadoso carácter en sus posteriores visitas y felicitaciones a los actores en sus camerinos. Esa mujer es un ejemplo de que la belleza interior y la exterior pueden convivir en el mismo ser.

En el próximo capítulo os contaré, entre otras cosas, como unos meses después de terminar Asesinatoentre amigos sufriría en mis carnes, durante meses, el malévolo invento de Los Festivales de España.

 
Foto Jesús Alcántara

 
Próximo capítulo. Los Festivales de España.

Instantánea 86 - Los Festivales de España.

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Foto Jesús Alcánta
En España, aún en la actualidad, muchos jardines y lugares históricos se transforman en teatros al aire libre en la temporada de verano. Durante el año 79, en el cual se desarrolla esta parte de mi narración,  funcionaban con mucha más intensidad aquellas giras que llamábamos Festivales de España y que, a precios módicos, daban la oportunidad de disfrutar de montajes teatrales, tanto de clásicos como de autores contemporáneos, a los habitantes de ciudades y pueblos del interior del país.  Además, y muy importante,  ofrecían trabajo al gremio teatral  en unos meses en los que, tanto la producción televisiva como la escénica, casi desaparecía en un Madrid “cerrado por vacaciones”.


Manuel Fraga Iribarne
El auge de estos Festivales fue durante la década de los 60 y los 70, gracias al empuje de un hombre que en esos momentos era Ministro de Información y Turismo: Manuel Fraga Iribarne. Aunque más conocido por haber creado y promocionado los famosos Paradores de Turismo, era también un reconocido aficionado al teatro.

Personaje controvertido dentro de la política de aquellos años, por unos visto como una promesa de aperturismo y por otros como un gallego derechista y despótico, lo cierto es que fue fiel a sus ideas hasta la hora de su muerte, acaecida en 2013.  Se cuentan de él mil historias, por ejemplo que, gallego hasta la médula,  era capaz de recitar de memoria los nombres de cada caserío, villorrio, pueblo o ciudad de Galicia. Lo indiscutible es que era un político adelantado a su época y que poseía un talento especial para las relaciones públicas.  Será por siempre recordada su forma de enfrentarse a un suceso acaecido en 1966. 
Fraga, en su juventud, con Franco
Dos aviones americanos, un B-52, portador de cuatro bombas de hidrógeno, y un avión de aprovisionamiento KC-135 chocaban sobre la provincia de  Almería cayendo los artefactos sobre territorio español.  Tres de ellos fueron a dar a tierra y uno  se hundió en las aguas de Palomares.  A pesar de que las bombas caídas en  tierra firme fueron inmediatamente recuperadas por el ejército norteamericano y de que ambos gobiernos, americano y español, aseguraban que no había surgido ninguna fuga radiactiva, (información que ahora se sabe fue incierta) aquello provocó el natural espanto en la población. Sobre todo entre los habitantes de Palomares, ya que el artefacto caído en el mar cercano no se lograba localizar.


Saliendo de las aguas de Palomares

La reacción de Fraga fue organizar una gran campaña informativa en la cual se le veía, junto al embajador norteamericano, bañándose tranquilamente en esa playa  con el propósito de demostrar al pueblo que aquello no conllevaba ningún peligro. Y surtió efecto. (Esa cuarta bomba tardó muchos días en ser recuperada).

Todo esto que he contado sucedió en la dictadura de Franco. Tras su muerte, Fraga fue nombrado vicepresidente y Ministro de Gobernación de Carlos Arias Navarro, el primer presidente de gobierno bajo el reinado de Juan Carlos.

Durante el tiempo de su mandato en este Ministerio ocurrieron varias cosas que debilitaron su imagen de reformista y hombre de centro. Entre ellas los sucesos de Vitoria, donde la policía armada mató a cinco obreros e hirió a otras cien personas; y  su radical negativa a permitir que los trabajadores se manifestasen el Primero de Mayo.


Fraga con el líder comunista Santiago Carrillo
Posteriormente, en el 76,  fundó el partido Alianza Popular al que definió con estas palabras; “este partido trata de ejercer una acción que tienda a que una gran parte de las fuerzas conservadoras del país formen un grupo que acepte las reglas democráticas y del "sufragio”. Y en el 78 fue uno de los colaboradores en la redacción de la Constitución Española, es decir uno de los “padres de la constitución”.

Como he dicho, un personaje controvertido al que no se le puede negar su preponderancia en el mundo político y su buena disposición para con el mundo de las artes.

 Y ahora os voy a contar cómo y porqué, un día de abril de aquel año 79, poco después de los “funerales” por Asesinato entre amigos, la muerte intentó hacerse conmigo.

Por fortuna Jesús había regresado de la etapa pasada en Milán, pintando bajo el mecenazgo de Doménico Rainieri. (Ver Instantánea 84). Gracias a Dios estaba ya conmigo. Aquella noche habíamos ido al cine, como siempre que teníamos tiempo y oportunidad. A la salida un fuerte cólico me atacó de repente pero, ya que el estómago había sido desde adolescente mi punto flaco, en un principio no le hicimos mucho caso. El problema era que el dolor no se calmaba con el paso del tiempo. Muy por el contrario se iba intensificando hasta llegar a convertirse en algo insoportable. Entonces decidimos ir a urgencias. Me realizaron un análisis de sangre que salió normal y, supongo que teniendo en cuenta mis antecedentes clínicos, no me hicieron más caso. Me diagnosticaron un cólico por ingestión de algún alimento en mal estado, me mandaron tomar un fuerte calmante, Nolotyl, y me enviaron a casa. Ante el asombro de Jesús no obedecí en absoluto lo de los analgésicos  pues aquel dolor no se parecía en nada a los experimentados con anterioridad y yo quería seguir su evolución. Y pasé una noche que no deseo ni a mi peor enemigo.

Jesús y yo celebrando
su vuelta de Italia
Al llegar la mañana llamé a mi médico de familia, como por entonces se le decía a aquel entrañable médico de cabecera que todos hemos conocido en nuestra vida, ese que era doctor,  psiquiatra y hasta muchas veces adivino. Cuando le conté por teléfono mis síntomas, "don Carlos", pues ese era el nombre del muy bendito, me dijo que volviese de inmediato a urgencias y que no me moviese de allí hasta que me hicieran caso pues lo que yo tenía era un ataque agudo de apendicitis. Así lo hicimos y en el nuevo análisis de sangre ya mis leucocitos se habían disparado a cifras astronómicas. Entonces fui ingresada para operarme de inmediato. Cuando vinieron a prepararme para entrar en quirófano, el joven enfermero me preguntó con una amplia sonrisa. “¿Tú no eres Yolanda Farr, la artista? Pues díselo al doctor Rodríguez Requena, el cirujano que te va a operar. Él tratará tu precioso cuerpo con mucha delicadeza.” Maldito lo que a mí me importaba en esos momentos el tamaño de la herida. Yo tan solo quería salir de aquel sufrimiento.

A pesar de estar drogada a base de calmantes insistí en que me dejarán bajar al quirófano por mis propios pies y así poder entrar en él erguida y decidida, como los cristianos penetraban en la arena del circo romano, dispuesta a enfrentarme a los leones, a los bisturís o a lo que se terciara. Se me concedió el capricho y andando fui hasta la aterradora mesa de operaciones. Eso sí, sostenida por mi amable enfermero. Lo último que recuerdo, tras sentir como por la vía que me habían puesto en el brazo entraba un líquido caliente, fue una voz que decía. “Oye, Requena, es Yolanda Farr, la artista, esmérate con ella”. Luego vino una oscuridad acogedora, tan solo rota por otra voz que repetía mi nombre y por la paulatina consciencia de un brumoso rostro desconocido al que bordeaba una luz mortecina. Me cuenta Jesús que en aquel momento abrí los ojos,  dije algo así como, “no me moleste, déjeme dormir”, y volví a sumergirme en la cómoda inconsciencia.  Así se perdieron  para siempre varias horas de mi vida.

 A la mañana siguiente todo había pasado. El cirujano me contó que la operación había salido bien, a pesar de lo dificultoso de extraer un apéndice que estaba necrosado y escondido tras un riñón. Luego dijo  que estaba viva por milagro. La septicemia había estado a la distancia de minutos.

 A modo de epílogo: don Carlos y el doctor Rodríguez Requena me salvaron la vida. Menos de veinticuatro horas más tarde daba mi primer paseo por los pasillos de la clínica y a los tres días dejaba esa habitación llena de las flores que mis amigos me habían llevado. Y menos de un mes después, en plena convalecencia,  estaba ya ensayando para esos Festivales de España  que me someterían a un auténtico tour de force.



Antonio Díaz Merat, ese muchacho que en el año 1968   fuese ayudante de dirección de Tamayo y que, como tal, me recibió en el teatro Bellas Artes para mi primera y fallida audición en España, (ver Instantáneas 51 y 52),  no siendo ya tan muchacho, se había convertido en director de prestigio. Él me llamo para hacer, como protagonista, tres obras de Alfonso Paso con los actores Fernando Delgado, José María Guillén, Carmen Robles y Luis Rojo.  No sabía en lo que me estaba metiendo.

Aunque he calificado los Festivales como malévolos, la realidad es que tuvieron una parte hermosa. A excepción de en algunos teatros convencionales, o desangelados polideportivos, la mayoría de las representaciones se hacían al aire libre, en ferias, en las ruinas de teatros romanos, o en los patios de derruidos castillos donde el público se sentaba sobre rocas o en sillas que se traían de sus casas. Era impresionante verlos entrar al recinto cargados con muebles, mantas y cojines.

Estos lugares solían abarrotarse y la concurrencia era agradecida y atenta. Gracias a Dios, pues trabajar en esas condiciones, con poquísima megafonía y soportando, incluso en pleno estío, el aire más que fresquito de las noches castellanas era muy difícil. Recuerdo como, en los intermedios entre escena y escena, algún compañero me solía esperar para calmar la tiritera que me dominaba, provocada por Eolo y por la nula protección que me ofrecía mi inevitable vestuario veraniego.
El tratamiento entonces era un traguito de coñac,  golpecitos en la espalda y masajes en brazos y cuello. Así la sangre volvía a circular a temperatura normal.

 Esperando el comienzo en las ruinas de un castillo.  Escenario bajo un torreón.  Foto picada de los improvisados camerinos

En esos momentos comprendía la razón por la cual la mayoría de los asistentes acudían provistos de unas acogedoras mantas. Allí, bajo el fulgor de la luna,  era una imagen sorprendente verlos compartiendo sobre sus regazos cobertores de todas clases. En otras ocasiones, como la vez que trabajamos en las ruinas del teatro romano de Sagunto, las emanaciones de aquellas antiquísimas  piedras, la belleza del  entorno, hacían olvidar las incomodidades. Aquel lugar no estaba aún remozado en su totalidad lo cual hacía más intensa la sensación de inmersión en el pasado. Pensar que en esas gradas, (caveas) se habían sentado, muchos siglos atrás, personas amantes del teatro, que sobre el escenario que pisábamos (scena frons) tal vez se habían representado, recién saliditas del horno, obras de Séneca, Plauto o Terencio, nos llenaba de emoción.

La peor parte de los Festivales era cuando tocaba trabajar en medio de un recinto ferial. Imaginad esta película; de fondo musical el vocerío de la multitud, el ruido de los carricoches, la pachanguera  música que brotaba de los altavoces y en imagen, una tarima levantada aquella misma mañana en una esquina y sobre la cual los actores, con unos gritos que frustraban sus esfuerzos por realizar un buen trabajo, intentaban por lo menos  hacerse oír. Las funciones debían comenzar una vez oscurecido el día y terminar antes de las 12 P.M., hora de las brujas y de la inevitable andanada de tracas y cohetes.  Aquello sí que era deprimente y estresante.


Con Fernando Delgado y José María Guillén en ¿Conoce usted a su mujer?
Aunque llevábamos tres obras, El cielo dentro de casa, Vivir esformidable y ¿Conoce usted a su mujer?, esta última era la de más éxito y  por lo tanto la que más se representaba.   Me encantaba mi personaje, esa mujer de doble personalidad, Isabel-Acacia, que me ofrecía la oportunidad de mudarme, de una escena a otra, la piel de una devota esposa por la de una peligrosa sicópata.

Mis compañeros no podían ser más encantadores. Carmen Robles, que en otros tiempos había sido una primera actriz, no era mi madre sólo en escena. Había extendido ese papel a la vida cotidiana y juntas llevábamos la carga de los larguísimos viajes y las malas experiencias. Incluso llegamos a compartir varias veces esa habitación de hotel tan difícil de encontrar, en los días de fiestas, en ciudades y pueblos.

De izquierda a derecha Guillén, Fernando, Carmen Robles y yo en Vivir es formidable.
José María Guillén era un conocido galán joven y un chico lleno de vitalidad. Siendo tan pocos de compañía, el director y productor no alquiló un autocar para los viajes, así que solíamos hacerlo en los coches particulares de los miembros de la compañía.  Díaz Merat y Luis Rojas lo hacían en el de Fernando Delgado, los técnicos en el de Joaquín Martos, el regidor, y Carmen y yo íbamos en el de José María, al que todos llamábamos Chema, y entreteníamos las horas del tedioso desplazamiento jugando a las películas,  a los personajes o a las adivinanzas. Así el tiempo y los kilómetros se hacían más llevaderos.




En cuanto a Fernando Delgado, eso era harina de otro costal. Actor en aquellos días muy popular por su continuo trabajo en T.V.E., era uno de esos seres a los cuales, poseedor de no se sabe qué misterioso poder, era inevitable querer hiciese lo que hiciese. Y señalo esto pues, a veces, había motivos para arrearle más de un buen cocotazo. Este hombre tenía la costumbre de gastar bromas en escena a sus compañeros, bromas ingeniosas en ocasiones pero otras sangrantes. Una de esas chanzas, según dicen bastante habitual en él, era colocarse de espaldas al público, frente a su interlocutor masculino y, con una extraordinaria habilidad para no ser visto por los espectadores, apretar con una mano los testículos de su víctima mientras esta intentaba hablar. Esta bromita era famosa entre los actores que habían trabajado con él. Otra de sus ocurrencias, que voy a narrar a continuación, estuvo a punto de buscarnos un gran problema.


Con Fernando en la escena del cuchillo de ¿Conoce usted a su mujer?
En los laterales de los escenarios teatrales solía haber unas mangueras antiincendios, enrolladas y colgadas sin más en la pared, con el fin de que cualquiera tuviese fácil acceso a ellas en caso de necesidad. Una noche, durante una representación de ¿Conoce usted a su mujer? en el teatro de Torrelavega, Cantabria, en medio de una escena en la que yo, “poseída por mis demonios” le atacaba con un cuchillo, Fernando abandonó el escenario durante unos segundos pero tan solo  para volver con una de dichas mangueras abierta y arrearme un corto pero efectivo “manguerazo”. El público quedó encantado, el escenario hecho un asco y yo hube de hacer el resto de la función furiosa y empapada de pies a cabeza. Por supuesto el empresario del teatro montó en cólera pero, a los cinco minutos, tanto él como yo, estábamos de nuevo conquistados por su encanto y riéndole las gracias. Desde luego no era normal su poder para embrujar a la gente. De todas las personas que soportaron sus a veces pesadas bromas,  a ninguna he oído hablar mal de él. Fernando Delgado era un gran actor y un individuo encantador, pero en extremo peligroso en escena.

El fin de aquel verano del 79 fue también, para nosotros,  el de los Festivales de España y el de la Compañía de Teatro Popular, dirigida por Antonio Díaz Merat, con la cual conocí una España hasta entonces ignorada por mí.

Necrológica.

Myriam Acevedo
El día 23 de julio murió en Roma, Myriam Acevedo, actriz cubana de grato recuerdo para mí y para la mayoría de los habitantes de aquella rutilante ciudad de La Habana de los años 50 y 60. La admiré como la protagonista de Las Criadas, de Genet, de La ramera respetuosa, de Sartre y de La madre, de Gorki, pero nuestra relación se estrechó durante los ensayos de La noche de los asesinos, de PepeTriana, esa obra cuyo proceso de creación pude seguir, desde las primeras notas del autor, gracias a mi amistad con esa familia de artistas. Todos trabajos magníficos de Myriam, pero que, en mi opinión, quedaron eclipsados por su imagen existencialista, banqueta y ropa negra, mientras entonaba, con voz grave y sensual,  su inimitable versión de La Macorina en el pub El Gato Tuerto. Y con esa maravillosa visión de la Acevedo me quedo para despedir su presencia física en este mundo. Su recuerdo pervivirá siempre en la memoria y el corazón de todos los que disfrutamos de su trabajo o de su amistad.

Próximo capítulo. La Farr, ¿transexual?

Instantánea 87 - La Farr, ¿transexual?

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Foto Jesús Alcántara
En octubre de ese atareado año de 1979, Juan José Alonso Millán, el ingenioso autor de los sketches que componían  Bailandose entiende la gente, esa función  que con tanto gusto había interpretado en el restaurante-espectáculo La Fontana por el año 75, decidió volver a escribir teatro. Tras estrenar Compañero te doy, en diciembre del 78, se había tomado un año sabático. Como nuestra amistad continuaba en activo me pidió que participara en el proyecto y no solamente como actriz. Pretendía hacer una obra dividida en tres historias, todas relacionadas con la actitud de distintas personas ante el sexo.  Los misterios de la carne. Las dos primeras ya estaban escritas pero le faltaba una idea original y epatante para la última, de la cual yo sería protagonista. Así que pidió mi colaboración.  Inmediatamente se me ocurrió un tema sobre el cual estaba bastante informada a partir de mi participación en el ambiguo espectáculo del Music-Hall Topless. Mi muy cercana relación con gays,  entre los que se encuentran gran número de mis amigos y mis más devotos fans, me había hecho interesarme profundamente por sus problemas, tanto frente a la sociedad como en lo referente a sus inquietudes personales, así que pensé que el tema de la transexualidad sería interesante y novedoso en el teatro.  

Yeda Brown
Desaparecido el Topless, gran parte de la profesión solíamos asistir a un cabaret llamado Gay Club donde se representaba, con mucha dignidad  a pesar de los escasos medios, un espectáculo de travestismo. Varios fueron los presentadores, los bailarines,  los travestis y hasta los transexuales que trabajaron en él. Y digo HASTA pues fue por esa época cuando se comenzaron a realizar en España las operaciones de cambio de sexo. Algunos amigos homosexuales decidieron, con admirable valentía, pasar por un trance que, en este país, aún estaba en “proceso experimental”. Yeda Brown, vedette del mencionado Gay Club, fue una de las primeras en tomar esa drástica decisión. Tras su cirugía sostuve con ella largas conversaciones al respecto y aunque me describió con todo detalle en qué había consistido el proceso, las imágenes son demasiado truculentas para plasmarlas en mi blog. Desde entonces he podido aquilatar la cantidad de valor y  desesperación  necesarios  para que alguien llegue a esos extremos.

Con Carla Antonelli
Pero fue una persona encantadora y bella la que con más sinceridad me abrió los ojos ante el terrible conflicto que implica tener un alma de mujer prisionera dentro de un cuerpo masculino. Ella fue Carla Antonelli, en aquellos tiempos travesti y en la actualidad mujer reconocida legalmente como tal, actriz, activista de los derechos de los LGBT (lesbianas, gays, bisexuales y personas  transgénero) y diputada a la asamblea de Madrid por el PSOE. Cuando un día, en una reunión con sus amigos más íntimos, nos confesó que estaba considerando realizarse el cambio de sexo, se me abrieron las carnes. Y se me rompió el corazón cuando, ante mi pregunta sobre si su pene no cumplía sus funciones y por eso quería prescindir de él, me respondió que aquel no era el problema en absoluto, que la cuestión era que su espíritu se sentía vejado al ver su pubis invadido por ese insolente colgajo, para más humillación poseedor de vida independiente, y que aquello hería  su sensibilidad femenina. Nunca olvidaré esas palabras suyas ni las sinceras lágrimas que brotaban de sus ojos al tiempo  que las pronunciaba.



Bibiana Fernández
Un caso muy semejante es el de Bibiana Fernández, antes Bibí Anderson y antes aún, Manuel Fernández. Fue en su  condición  de precioso muchachito que la conocí en Málaga a principios de los 70.  Esta persona, hoy hermosa mujer donde las haya, comenzó a trabajar como vedette travestida a mediados de la misma década. Esa ha sido, durante mucho tiempo, la única profesión a la que travestis y transexuales han tenido  acceso. Bibí llegó a realizar en escena un número de desnudo integral en el que no se veían en absoluto sus atributos masculinos gracias al truco, me imagino que doloroso, de introducir  sus genitales entre sus muslos, esconderlos entre nalgas y allí sujetarlos con esparadrapos. Aquel final de su striptease provocaba un estallido de clamores. Fue su participación en la controvertida película de Vicente Aranda Cambio de sexolo que la lanzó al estrellato. Esto ocurrió en 1977.  En la actualidad, sometida desde hace años a una vaginoplastia, ha conseguido encauzar su vida como mujer,  participando en numerosos films y programas de televisión e incluso contrayendo matrimonio con un cubano. Pero también ella, en sus inicios, sufrió la terrible dicotomía y hasta las burlas de aquellos que no podían aceptar que, a veces, la naturaleza comete terribles e injustos errores.
Menciono estos casos porque, al pertenecer sus protagonistas al mundo del espectáculo, son notorios.  Pero sin duda muchas personas sin imagen pública han pasado por este trance, seres que  soportaron durante su vida la marginación de una sociedad, y hasta de una familia, que les rechazaba, llegando incluso a catalogarles como “monstruos pervertidos”. Precisamente sobre un caso así versaría  el rodaje de un capítulo de la serie televisiva Tristeza de amor, del cual yo sería protagonista. Como el suceso era real, llevé mi labor de investigación previa hasta el punto de pedir que me fuese facilitado el conocer personalmente a los protagonistas de la historia. Fue una experiencia sangrante ver como aquel padre se negaba, empecinado,  a aceptar que su “hijo” era en esos momentos su “hija”, así como la tristeza de ella al sentirse rechazada por su propia sangre. Gracias a la gran audiencia que tuvo el programa, a la popularidad que ese medio proporciona y al respeto con el que traté el tema, recibí formidables críticas y se reafirmó, en una parte del público, aquella duda, aquella pregunta que, desde el Music-Hall, había estado pululando por ahí. “¿Es Yolanda Farr una transexual?” Realmente mi voz grave, la frecuencia con la que, durante una época, interpreté esos papeles y mis facciones angulosas podían, con unos gramos de imaginación y unas gotas de mala leche, apoyar esa suposición.

Mi nombramiento como madrina de los homosexuales en el Gay Club.
De izquierda a derecha Pierrot, Jorge Aguer, yo y Perla Cristal
Hasta tal punto fue grande mi popularidad dentro de ese mundillo que  el mencionado Gay Club  me brindó un homenaje, nombrándome Madrina de los Homosexuales de Madrid. Pierrot, sin duda alguna el mejor y más inteligente de los presentadores que por aquella sala habían pasado, fue el organizador del evento.

 Pierrot era un muchacho catalán, culto y con tanta clase que sorprendía verle inmerso en ese ambiente. A pesar de tener los estudios magisterio y la carrera de periodismo se había sentido atraído por el marabú y la lentejuela hasta el punto de abandonar todo lo demás.
Pierrot
Pero no le imaginéis vestido con plumas y lamé. Su indumentaria, su sello de presentación, consistía en un impoluto smoking blanco que favorecía su estilizada figura al tiempo que le hacía resaltar aun estando en medio de vedettes semi desnudas y provocativos y amanerados boys.

Grande fue nuestra afinidad y nuestra admiración mutua desde que nos conocimos. Siendo periodista,  como única concesión a su pasado, publicaba una revista dedicada al mundo gay  llamada como él,  Pierrot, y en su portada y páginas interiores salí con frecuencia, tratada cada vez con mimo y gran respeto. Siempre recordaré a ese hombre con un afecto que, estoy segura, es recíproco, aunque tras su regreso a Barcelona nunca volviéramos a vernos.

Y ahora regresemos al momento en que alguien se ponía en la piel de un transexual, por primera vez, en el teatro español. O sea, volvamos al comienzo de este capítulo y a  “Los misterios de la carne”, la obra de Alonso Millán que estrenábamos en el teatro Valle Inclán en enero de 1980.

En el primer cuadro del tercer acto de Los misterios de la carne


Los tres actos de que se componía estaban protagonizados por el mismo actor; el gran Rafael Alonso. En cada uno de ellos su personaje era distinto y la actriz acompañante también. El primero consistía en un señor maduro que intentaba conquistar a una jovencita. Ella era Carmen Roldán. El segundo trataba del tedio y la monotonía matrimonial y la esposa era Marisol Ayuso, y el tercero, como ya os contaba, versaba sobre un individuo que se llevaba a la cama a una vedette de cabaret sin sospechar que se trataba de una transexual. El sorprendente final era que, ya en la habitación de un hotel,  ella le confesaba su condición y él, a su vez, reconocía por primera vez en la vida, sus ocultas tendencias homosexuales, estableciéndose entre ellos una divertida complicidad.

Con Rafael Alonso en el segundo cuadro del tercer acto de Los misterios de la carne
Aunque jamás se me reconoció el mérito, cosa que yo tampoco esperaba, esta última historia prácticamente era mi creación . Al menos el argumento.  Su desarrollo fue  saliendo durante los ensayos a base de improvisaciones, con el apoyo incondicional de mi compañero, y para total satisfacción de Alonso Millán que en esa época estaba pasando por un momento de vagancia creativa. El resultado final de la obra fue que Rafael Alonso estaba genial en sus tres papeles, Carmen y Marisol estupendas en los suyos y yo ideé para mí  un brillante personaje y una situación en la cual, tanto el actor como yo, tuvimos amplísimas posibilidades de lucirnos.

Nos mantuvimos varios meses en cartel, celebrados por críticos y público y lamento decir que, en este caso, el fallecimiento de la función no fue por causas naturales. Un buen día, a teatro lleno, el dueño nos anunció que no nos renovaría el contrato pues había vendido el local. Una sala de espectáculos menos para un Madrid que aún no había superado el difícil trance de la transición.  A pesar de ese abrupto final, me llevé de Los Misterios de la carne una de mis más gratas experiencias teatrales y la admiración de y por ese gran actor que era Rafael Alonso.

Como por fortuna la vida y mi carrera continuaban,  en el mes de Mayo de 1980 tendría la oportunidad de interpretar la deliciosa comedia de Woody Allen Play it again, Sam bajo el absurdo título de Aspirina para dos. Más adecuado hubiese sido el que se utilizó para  la versión cinematográfica, Sueños de un seductor, pero su adaptador, Juan José Arteche, tuvo esa genialidad algo surrealista.

Si queréis saber más sobre mi agitada vida tendréis que esperar a un próximo capítulo. Chao, amigos.


Necrológicas.
Fernando Alonso

Fernando Alonso
Así, más o menos con esta imagen, conocí a Fernando Alonso, el hombre que, en Cuba, me abrió las puertas al sueño de ser ballerina, aceptándome en la famosísima Academia de Ballet de Alicia Alonso allá por los lejanos finales de 1950. Mis recuerdos de él y de sus lecciones magistrales están tan vívidos en mí como si aquella época de battements y pas de bourrées hubiese sido ayer. Nuestra relación alumna-profesor fue lo suficiente cercana como para permitirme apreciar su generosidad y condescendencia hacia mis problemas técnicos, provenientes de una mala escuela previa. Sus palabras de ánimo, en los momentos en que Yolanda-adolescente se venía abajo ante la dificultad de corregir su viciada técnica, adquirían un valor superlativo al ser pronunciadas por una persona tan importante. Nunca olvidaré el día en que, tras mi accidente de columna y al ir a despedirme de él y de mis sueños de Copelias y Giselles, me dijo, “mira, gallega, mientras Alicia viva, en Cuba no habrá otra prima ballerina. Y tú, sea en lo que sea, estás destinada a ser la primera”. Mucho he leído en estos días, por internet, sobre su curriculum, pero aquí he querido plasmar un  rasgo de su gran humanidad. Nunca he olvidado, y nunca olvidaré, a ese estupendo profesor y cálido ser humano.

Para finalizar este pequeño homenaje citaré unas palabras, acertadísimas, de Yuris Norido: “Los maestros mueren sólo en una dimensión física. Los alumnos son garantía de su supervivencia.”



Guillermo Álvarez Guedes
Guillermo Álvarez Guedes.
Famosísimo actor cubano, uno de los primeros en abandonar Cuba tras el nefasto triunfo de la revolución, falleció en Miami, su patria de adopción, el día 31 de este mes de Julio. Mi amigo Arturo Arias Polo, periodista de El Nuevo Herald, publicó la noticia acompañada de estas palabras; “con su partida el mundo del espectáculo hispano pierde una de sus estrellas más versátiles, alguien que supo traducir el “cubaneo” de sus chistes a un idioma universal.” Poco puedo añadir a esto, salvo mi personal recuerdo de aquella entrañable persona con la que alguna vez tuve el gusto de compartir pantalla cuando ambos trabajábamos en Cuba para Gaspar Pumarejo. Que en paz descanse ese joven de 86 años.

Quiero aprovechar para agradecer a mis amigos de esa cubanísima ciudad de Miami su gentileza al informarme de lo que en ella sucede, tanto festivo como luctuoso. En especial a Juan Cueto-Roig, a Mequi Herrera, a Gelasio Rosales y a Nancy Fernández Novo,  quienes, con gran gentileza, se preocupan de mantenerme al día. Gracias, amigos.


Próxima Instantánea. Especial Vacaciones.

Instantánea 102 - Inmersa en la música.

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Recreación fotográfica de Jesús Alcántara.

Mientras aguardaba esas doce campanadas que anunciarían el final de 1986, sentados en una mesa que habían preparado ¡en la cocina! para los bailarines, para mi madre, para Jesús y para mí, mientras observaba los jóvenes rostros de mis chicos ensombrecidos por el cercano e inminente momento de las despedidas, el inicial desconcierto que me había producido la noticia del cierre de Lola Music-Hall se iba convirtiendo en rabia.

Tanto esfuerzo creativo, tanto amor puesto en el proyecto, tantos meses de estrés a duras penas superado mientras las obras de habilitación del local se dilataban, tanto clamoroso éxito de público se irían al traste por motivos nada claros. A pesar de que el libro de reservas estaba lleno hasta dos meses en adelante, a mediados de enero, fecha en que vencía nuestro contrato, Carmen Guasp y el resto de los socios anónimos, nos pondrían de patitas en la calle con nuestras destrozadas esperanzas como único equipaje.

Isi Fuster con Manuel Hurtado y Joaquín Arjona en el cuadro de Drácula.
La música era el Adagio de Albinoni

Mi introductora en el proyecto y entusiasta ayudante, María Gracia Mateu, se había despedido unos días atrás,  después de sostener  una enorme discusión con la Guasp. Autoproclamada portavoz oficial de la sociedad y dictadora,  esa mujer  prohibió, con el pretexto de que eso molestaría a los comensales, la realización de videos y fotos durante el espectáculo, perjudicando con esto su promoción y provocando el disgusto de algunos bienintencionados periodistas. Decía que SU local no precisaba de ese tipo de publicidad, que era muy capaz de abastecerse con los propios socios, sus muchos amigos y el “boca a boca” entre la gente de la alta sociedad, que Lola en realidad debía ser una especie de club privée pues SU cocina, es decir la sofisticada nouvelle cousine de El Amparo, no podía ser apreciada por el populacho. Creo que parte de esa actitud respondía al hecho de que muchos de los que llamaban pidiendo reserva preguntaran si era posible asistir tan solo al show y prescindir de la comida. Eso exacerbaba su soberbia. La cuestión es que mi amiga María Gracia decidió que no podía seguir luchando contra tanto absurdo.



Mari Carmen García, Tente Barrachina e Isi Fuester
en el número Two Ladies, de la película Cabaret
Para mí  la humillante realidad era que habíamos sido utilizados, que aquel bonito y divertido espectáculo se edificó, desde el principio y sin nosotros sospecharlo,  sobre turbias arenas movedizas. Cada vez se afirmaba más en mi cerebro la sensación de que los inversores realmente habían logrado sus propósitos, justificar gastos, blanquear dinero o lo que fuese, que nadie dejaba morir, o quizá debía decir AYUDABA a morir a un ser querido con tanta indiferencia y que la cuerda se estaba rompiendo, como siempre, por su parte más débil; la de los artistas. Así que ese mentiroso1986 terminaría exultante de música, de lujo y de la algarabía de una clientela que abarrotaba el local, un público desconocedor de que, relegados a la cocina, aquellos a los que había aplaudido y vitoreado un momento antes, intentaban asimilar la inesperada e injusta decapitación de sus sueños. Aunque en realidad tampoco creo que les hubiese importado demasiado. Mi fe en el respetable estaba empezando a deteriorarse.




Así que intenté mitigar, disimular mi rabia haciendo un somero resumen mental de lo que aquel año 86 había significado para mí.


El gran casino de Knokke
Desde que en el mes de enero se me ofreciese el fascinante proyecto de crear y protagonizar un espectáculo para el Lola Music-Hall básicamente aquello había ocupado todo mi tiempo y mis energías. Es decir que a excepción de algunas intervenciones en importantes series de televisión y el honor de  representar a España en el Festival de Knokke con un programa musical que me permitió disfrutar de una semana hospedada en el hotel-casino de ese maravilloso balneario belga, salvo esa importante experiencia solo la preparación y los ensayos del show de Lola ocupaban mis días y casi mis noches. Parecía que la música se estaba convirtiendo en una constante laboral y aquello me encantaba. Los empresarios teatrales, conocedores del importante proyecto en el que estaba inmersa, se abstuvieron de ofrecerme trabajo y  eso me venía momentáneamente bien.


Guido en una clase con Isabel Presley

En mi deseo de poner en orden mi musculatura, decidí buscar un profesor de baile que se ajustase a mis necesidades de aquel momento. Nada de esas aburridas y estúpidas “reuniones” para actores que ofrecían algunos coreógrafos, pero tampoco una férrea disciplina de ballet que ya estaba fuera de mis posibilidades. Y un día mi amiga, la actriz Rosa Valenti, me habló de un profesor cubano que daba clases de varios niveles en una academia ubicada en la calle Amor de Dios, es decir en el centro de Madrid y muy cerca de Príncipe. Aquel era el núcleo de casi todos los teatros de la ciudad, el lugar  donde Jesús tenía su estudio fotográfico y donde, tanto por ocio como por trabajo, transcurría la mayor parte de mi tiempo. Su nombre era Guido González del Valle.

No exagero al decir que a partir de nuestra primera experiencia conjunta la conexión fue extraordinaria. Mi tanteo inicial fue inscribirme en sus clases de amateur.  Y mi reacción fue de sorpresa al encontrar allí, desde compañeros actores y actrices, hasta gente de la alta sociedad disfrutando del ameno sistema que el profesor solía aplicar en sus clases de principiantes.


Guido en una de sus clases de principiantes.
En la barra distingo a mis compañeras artistas
Rosa Valenti y Raquel Rios

Pero al terminar esa primera sesión, viendo mis condiciones, Guido me dijo que aquello no era para mí y me aconsejó pasar a las de profesionales. Así lo hice y qué tremendo acierto fue. Esa hora y media de la más perfecta escuela de danza contemporánea que Guido impartía se convirtió en una gozaba de la cual salía dando saltitos, sin duda de felicidad, pero principalmente  causados por unas agujetas que convertían mi caminar en el de Frankenstein, pero que, en contraposición,  me llenaban de embriagadora adrenalina y de euforia. Guido es sin duda el mejor profesor que he tenido. No solo me indicaba lo que no debía hacer, sino que además me explicaba el porqué. ¡Vive la différence! Poco tiempo bastó para que nuestra relación maestro-alumna se convirtiera en una amistad. Con su amplia cultura nuestras charlas versaban, aparte de  sobre el inevitable tema de nuestra experiencia como exiliados, sobre mil otros asuntos, tanto mundanos como literarios.




Aquel hombre que pasó por una auténtica odisea antes de tomar la traumática decisión de abandonar Cuba,  conservaba un sentido del humor de la más cultivada clase y una actitud tan positiva ante el presente que todo en él irradiaba energía y optimismo. Habiendo sido alumno aventajado de Ramiro Guerra en la técnica Graham, me confesaba que, cuando lograba eludir la  dictadura de su maestro, picando el cebo que el también estupendo profesor Fernando Alonso le mostraba, acudía a unas clases del Ballet de Cuba en las cuales escaseaba el elemento masculino. Finalmente un día optó por cambiar de estilo y permanecer en la escuela clásica. Pero, al parecer, aquello no duró mucho. Su espíritu crítico y fuerte personalidad le fueron convirtiendo en elemento “non grato” para la diva, Alicia Alonso, y todos los que hemos estado bajo su inflexible control sabemos lo que eso significa. Le hizo la vida imposible.

Así que en el año 63 se separó del Ballet y fundó el prestigioso Grupo de Danza Contemporánea, pero tan solo para volver a chocar contra la pared de la incomprensión. Y esta vez el choque fue aún peor ya que en el 68  su grupo fue desmantelado por la UMAP, la gran devoradora, esos aberrantes campos de concentración que la tiranía castrista creara con el fin de absorber el alma, y muchas veces la vida, de cualquier cubano que, por un motivo u otro, "desagradase " al régimen. (Para información más amplia sobre lo que fue la UMAP leer Instantánea 38.)

La cuestión es que, desilusionado y presionado al límite, logró abandonar la isla en una fuga digna de una película de acción y afincarse en esta España que le recibió sin objeciones. Curiosamente, a pesar de haber estado en los mismos ambientes, en Cuba nunca coincidimos en el sitio y en el tiempo. Así que fue aquí, en España, donde tuve la oportunidad de conocer al maestro y disfrutar con la mistad de ese hombre tan especial.


Con Guido y Manuel en el 2001

Un día, en una de sus visitas a casa, se presentó acompañado por un agraciado muchacho de nombre Manuel al que definió como su “querido compañero”. Aquello me llenó de satisfacción pues, a pesar de que el sexo no era uno de nuestros temas acostumbrados,  conocía a la perfección lo mal que llevaba Guido la soledad. Realmente formaban una pareja encantadora; la experiencia y la mesura equilibrando a la juventud y el ímpetu… El saberlo feliz me hizo aceptar con cariño a ese nuevo personaje que entraba en mi vida: Manuel Navarrete. Lo que yo no sospechaba era que ese  simpático hombre me iba a desvelar el intrigante misterio que había rodeado las noches de despedida de mis más recientes trabajos teatrales, el origen de los conmovedores regalos que anónimamente alguien había dejado para mí en los teatros María Guerrero y La Comedia en años anteriores

Y , por timidez,  no fue en su primera visita. Aquel admirador secreto que me hacía llegar unos primorosos álbumes llenos de recortes periodísticos sobre mi trabajo era él. Ese muchacho encantador y amante de las artes que había llegado al corazón de Guido y a mi casa gracias a su dulzura y sensibilidad.  ¡Curiosos caminos tiene la vida, que se trenzan y se destrenzan a su libre albedrio!

Manuel, nacido en abril del 52 en Lugo, Galicia, tras haber formado parte activa, durante su adolescencia, bailando folclore en la Sección de Coros y Danzas, trabajaba ya en las Universidades Populares y su rostro limpio y jovial era fiel reflejo de su alma.

(Adelantándome al momento en que trascurre este capítulo os contaré que, en el año 2005, Guido y Manuel contrajeron matrimonio, siendo la suya una de las primeras bodas entre homosexuales que tuvieron lugar en Madrid. Eso sí, celebrada con la total discreción que correspondía a dos auténticos caballeros. Pero lamento que esta bonita historia de amor tenga un luctuoso final: un día, inesperadamente, Manuel se encontró cara a cara con un cruel adversario al que le fue imposible vencer: el cáncer.  En 2011, siendo aún joven y entusiasta, tras una lucha larga y valerosa, Manuel Navarrate moría derrotado por ese implacable asesino. A él, y a mi querido y atribulado Guido, va dedicada esta parte de mi narración.)


La Puerta del Sol un 31 de diciembre

Y regresando al punto de partida, es decir al  31 de diciembre de 1986, en la cocina del Music-Hall Lola donde habían colocado irreverentemente una mesa para mis bailarines, para mi madre, para Jesús y para mí, viendo los atribulados rostros de mis chicos, oyendo los gritos y risas de la clientela en el salón y rodeada de la música que había regido mi reciente trayectoria, me dispuse a escuchar aquellas 12 campanadas que anunciarían la llegada del año 87. Menos de un mes nos quedaba para disfrutar de aquel espectáculo que tan contrapuestas experiencias nos había aportado y tan solo nosotros, los que habíamos pasado por ellas, sabíamos cuanto nos dolía esa injusta defenestración.


El interior del reloj de la Puerta del Sol

Fue necesaria la primera campanada, el primer tañido  brotando del reloj de la Puerta del Sol de Madrid, ese que anunciaba a España entera el nacimiento de un nuevo año,  para que yo saliera de mi ensimismamiento. Los inevitables brindis y besos que siguieron tenían  algo de mecánicos y un rescoldo de dolor  mientras  en mi cerebro palpitaba  esta inquietante pregunta: ¿qué nos depararía al mundo y a mí ese 1987?


Recreación fotográfica de Jesús Alcántara


Próximo capítulo. Al ritmo de un blues

Instantánea 103 - . Al ritmo de un blues

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Retrato de Jesús Alcántara

Ciertamente no empezaba bien ese 1987, como luego comprobaréis. Y no es que el año pasado hubiese sido un dechado de paz y ventura mundial, es solo que mi absoluta entrega al espectáculo del Music-Hall Lola había absorbido todo mi tiempo, minimizando a mis ojos sucesos luctuosos ocurridos a lo ancho y largo de nuestro planeta.

La tripulación del Challenger. Elison Onizuca, Mike Smith
Judy Resnik, Richard Scobee, Ron MacNair , Christa MacAuliffe y Gregory Jarvis
En enero del 86 el transbordador espacial Challenger había estallado a los 73 segundos del despegue, ocasionando la muerte de sus siete tripulantes. Este accidente echó por tierra las perspectivas de seguridad de la Nasa haciendo que se  suspendieran sus vuelos espaciales hasta  1988.

En febrero, en Estocolmo, Suecia, era asesinado el ex primer ministro Olof Palme. Mientras paseaba en compañía de su esposa un desconocido le había disparado por la espalda. Palme era un político comprometido con la problemática de los países del Tercer Mundo, así como en cuestiones sobre la democracia y el desarme. La autoría de este asesinato aún está en entredicho.

Atentado libio contra la discoteca La Belle
En abril, en La Belle, discoteca de Berlín Occidental frecuentada por militares estadounidenses, se producía un atentado libio con bomba que dejó un saldo de 3 muertos y 230 heridos. Como represalia Ronald Reagan envió aviones a bombardear Trípoli y Bengasi, provocando la muerte de 39 civiles libios.

En la madrugada del 26 de  abril, debido a consecutivos errores humanos, en la central nuclear de Chernobyl, URSS, se producía una gran explosión. Segundos más parte una segunda hacía volar por los aires la losa del reactor. Se estima que la cantidad de radiactividad liberada fue 200 veces superior a la de las explosiones de Hiroshima y Nagasaki. 31 personas murieron durante el accidente, víctimas fulminantes de las altas dosis de radiactividad. Alrededor de 600.000 trabajadores especializados, voluntarios, encargados de control y limpieza que trabajaron en las largas labores de desescombro fallecieron con posterioridad. Se estima que 270.000 habitantes de las áreas contaminadas rehusaron abandonar sus tierras, pagando un alto precio en salud. Los casos de cáncer se multiplicaron y las muertes se prolongaron durante años. Este terrible accidente alertó al mundo entero sobre el devastador rostro de la radiactividad.


En julio y en España, la banda terrorista Eta cometía otro de sus sangrientos actos en la Plaza de la República Dominicana, dejando un saldo de 12 víctimas mortales. Una furgoneta-bomba estallaba al paso de un convoy de vehículos de la Guardia Civil. Entre los innumerables destrozos causados por la deflagración mi amiga Elsa,  propietaria de una agencia de viajes situada en las cercanías, había perdido su negocio, la capacidad auditiva de un oído y salvado la vida por milagro.



Y como ya he mencionado en varias ocasiones esas siglas asesinas, creo que es el momento de hacer, sobre todo para aquellos que me leéis desde países lejanos, una pequeña reseña del como, el cuándo y el porqué surgió en España esa banda que, a lo largo de casi cincuenta años,  ha llenado al país de sangrantes heridas.

Todo comenzó cuando, en 1952, unos universitarios que consideraban obsoleto el nacionalismo del PNV (Partido Nacionalista Vasco), se reunían en Bilbao, capital de la provincia de Vizcaya.  El mencionado partido, temeroso del riesgo que suponía la creación de un grupo al margen de sus doctrinas, los integró en sus filas. Pero el espíritu beligerante de aquellos jóvenes causaba tales tensiones dentro de un organismo separatista pero de fondo democrático, que en 1959 llegó la escisión. Así nació Euskadi ta Askatasuna es decir, ETA. Por supuesto durante la dictadura franquista todo esto sucedía dentro de la más absoluta clandestinidad.

En 1964 ETA se planteó el empleo de la lucha armada, arguyendo que solo por la fuerza podía Euskadi conseguir la “libertad”, y fue aprobada la creación de un frente militar. Esto llevó a nuevas escisiones, esta vez en su propio seno, que no lograron debilitar el espíritu exterminador de la facción militar del grupo.

A consecuencia de la férrea vigilancia ejercida por un gobierno franquista en su apogeo,  no fue hasta 1968 que Eta pudo realizar sus dos primeros asesinatos. Pero  en 1973, tras el espectacular atentado contra el presidente del gobierno Carrero Blanco,  la banda alcanzó su mayor popularidad. Habiendo sido aquella una acción claramente política y antifranquista, una parte del pueblo comenzó a considerarles como héroes, idea que en la inmensa mayoría de los españoles por fortuna no perduró.

El atentado de ETA en Madrid con la cafetería Rolando

Tan solo un año después, en el 74, en la cafetería Rolando de Madrid ocurrió el primer atentado indiscriminado de ETA dejando un saldo de 12 muertos y 84 heridos, la mayoría de ellos inocentes civiles. Aquello evidenció los propósitos asesinos de la banda.

La llegada de la democracia y las libertades, contradiciendo  lo esperado, auspició un auge del terrorismo. Eta, que en un principio atracara bancos para conseguir dinero con que comprar armamento, comenzó la lucrativa táctica de extorsionar y secuestrar a empresarios vascos, exigiendo altas sumas de dinero por sus vidas y las de sus familiares. Algunos de ellos fueron ejecutados. Muchos se trasladaron con sus empresas y familias a otras comunidades.

Entre 1978 y 1980 hubo un auge de la actividad terrorista siendo, en ese lapso, asesinadas 234 personas. Y progresivamente la violencia y agresividad de la banda se fue incrementando. Hasta prácticamente llegar a nuestros días.


Comunicado de ETA frente a la televisión,
reivindicando la autoría de algún atentado

Portada del diario ABC



Y aquí finaliza esta sinopsis de la historia y actos terroristas de ETA hasta 1986. En este 1987 en el que transcurre el nuevo capítulo de mi vida, sus siguientes y despiadados crímenes aún estaban por suceder. Desgraciadamente su nombre volverá a surgir en mis narraciones pues, en momentos futuros, me será imposible hablar de España sin levantar airada la voz contra tan incomprensible barbarie.





Como anticipé al comienzo de esta Instantánea, Al ritmo de un blues, aquel año empezó para nosotros de mala manera. Una mañana a finales de enero, recién finiquitado mi contrato con el music-hall,  mi madre me anunció a gritos desde su lecho que los dolores no la dejaban ponerse en pie. Ya he contado que la artrosis y la osteoporosis  maltrataban su cuerpo desde hacía tiempo, pero siempre había soportado con estoicismo sus dolientes y frágiles caderas y el sufrimiento de unos dedos, tan hábiles en la juventud, que se le iban retorciendo angustiosamente. Así que llamamos a un médico de urgencia de la Seguridad Social. El hombre, que no tardó demasiado en llegar, le preguntó si había tenido una caída y ante la respuesta negativa dictaminó que sus males eran reuma, artrosis y “mimos”, haciéndome prometer que la obligaría a moverse o su futuro cercano era apoltronarse y quedarse en la cama para siempre.

Con mi madre en su primera salida tras el accidente


Nunca me perdonaré esos días en los que, obedeciendo las instrucciones de aquel “doctor poco docto”  la obligaba, prácticamente en volandas, a moverse por la casa entre conmovedores ayes. Aquello no resultaba normal en absoluto. Mi madre era una mujer de una entereza y una claridad mental admirables y observando esos ojos llorosos, en los cuales se reflejaba  un dolor insoportable, supe que algo muy malo estaba pasando. Así que decidí recurrir a mi amigo el doctor José María Salmerón, del que mucho he hablado con relación a la feliz época de la “comuna”, y contarle lo que sucedía. Tan pronto  pudo abandonar su consulta se presentó en casa y, al ver a mami sufriendo de esa manera, inmediatamente llamó a un traumatólogo amigo suyo, el cual ordenó que la trasladáramos al hospital donde pasaba consulta.

Un mes tardó en salir de allí. Tras las radiografías de urgencia el dictamen fue que tenía una fisura en la cadera izquierda, que el único tratamiento era reposo absoluto y que, de haber yo seguido forzándola a caminar, aquello se hubiese convertido en una fractura mucho más difícil de tratar. No cabía en mi corazón tanto sentimiento de culpa. Pasé a su lado la mayoría de las horas de los treinta días que duró su hospitalización.

Durante ese tiempo recibí un par de ofertas de trabajo que no acepté alegando que mi madre estaba ingresada y que me necesitaba, sin sospechar que, personas mal intencionadas, habían decidido convertir aquel rechazo, aquel problema circunstancial mío en algo permanente.

A finales de febrero mami ya estaba en casa, aún imposibilitada para moverse sin ayuda pero llena de esa fortaleza que siempre la había caracterizado. Hasta tal punto me sentía responsable por ella que rechacé también  una propuesta de Rafael Gil: protagonizar su próxima película. Eso significaría un mes ausente de mi hogar durante prácticamente todo el día y mi corazón no concebía la opción de contratar a alguien por horas y tener que dejar a mi madre  tanto tiempo en manos de una desconocida, por más supuestamente cualificada que estuviese. Y como Jesús, a pesar de su indiscutible buena voluntad, no iba a abandonar el trabajo para dedicarse en cuerpo y alma a la labor de enfermero y lazarillo, decidí hacer de esos menesteres mi profesión durante el tiempo que fuese necesario.


La cuestión es que un par de meses después, cuando mi madre ya podía moverse  con la ayuda de un andador y recibir esas visitas de mis amigos que tanto la estimulaban, uno de ellos me contó que algo turbio se estaba urdiendo a mis espaldas.  Se había corrido la noticia entre la profesión de que yo ya no podía o no quería trabajar. Es decir, ¡que pretendían retirarme!  Inmediatamente me comuniqué con algunos directores y productores, aclarándoles cuánto deseaba regresar al trabajo. Les informé que solo había un problema: de ahora en adelante, esas largas giras fuera de Madrid y lejos de mi casa se habían acabado para mí. Y me dispuse a esperar, pues era plena temporada y todos los proyectos estaban ya en marcha. Pero llegó el mes de junio sin que el teléfono sonase. Estar lejos de los escenarios o los platós resultaba una verdadera tortura. Los días se me hacían interminables.


Así que cuando Alberto Masulli, el gran coreógrafo argentino,  me propuso ser la estrella de una revista que se iba a representar en el Teatro Calderón de Madrid, no dudé ni un minuto en aceptar.
Y de esta manera empezó una de las experiencias más agradables de mi carrera.


En dos sainetes: izquierda con Pepe Álvarez y  derecha con Pepe Ruíz

No hay nada más satisfactorio que trabajar en un ambiente de perfecta camaradería, cosa que no sucede con demasiada frecuencia, sobre todo en un grupo tan amplio como el que formaba la compañía. Pepe Álvarez y Pepe Ruíz,  los “cómicos”, aparte de su calidad como actores, resultaron poseedores de aún más calidad humana,  Marga Herrera, la vedette, era una belleza de cuerpo estilizado y una ternura muy difícil de encontrar en ese medio,  Amparo Bravo tenía un preciosa voz y derrochaba juvenil encanto,  y el ballet Fiesta estaba compuesto por diez bailarinas jóvenes, simpáticas y colaboradoras. También estaban Gustavo y Andrea, hijos de Masulli, que hacían de entusiastas comodines.


Dos de mis números musicales

Masulli, coreógrafo de teatro y televisión desde hacía décadas, los dos Pepes, y yo nos dedicamos en cuerpo y alma, durante el escasísimo tiempo de 20 días,  a componer el espectáculo, buscando sketches de los mejores autores del género y seleccionando la música. Fue una labor ardua y conjunta de creación que tuvo un precioso resultado.

Con parte del ballet en el inevitable número de las
prostitutas.

Usamos canciones conocidas y pegadizas de Algueró y Luis Aguilé, tomamos los mejores sainetes de expertos del género como Vizcaíno Casas, Jorge Llopis y Adrián Ortega, Masulli montó números musicales con la calidad que le caracterizaba y el resultado fue una especie de patchwork de muy buen gusto que acabó encandilando al público de revista y atrayendo al de comedia. Y digo esto pues la revista, de título “Y si encuentra algo mejor…”, pensada para cubrir tan solo los meses de verano julio y agosto en el Calderón, tuvo tal aceptación que logró desplazar la programación del próximo espectáculo un par de meses.



Los Pepes y yo disfrazados de los hermanos Marx


La apoteosis final  entusiasmaba al público. Salíamos los Pepes y yo cantando y disfrazados de los tres hermanos Marx.


En un momento determinado yo, que hacía de Harpo, oculta por las bailarinas que desfilaban delante de mí, desaparecía de la vista del público, reapareciendo en unos segundos hecha una vedette del Follies Bergere, con el mínimo de ropa cubriendo mis partes más púdicas y rodeada de plumas. Aquello alborotaba al público. Así terminaba cada una de esas funciones en las que tanto disfrutábamos público y artistas. 




Como no estaba prevista gira alguna, principal razón por la que había aceptado el trabajo, el último día en Madrid fue también el de la disolución de la compañía. Para nuestra general tristeza.

Toda la compañía en la apoteosis final.
De izquierda a derecha en primera fila, Andrea Masulli, la vedette Marga Herrera, Pepe Álvarez, yo, Pepe Ruíz
y a su lado Amparo Bravo.

No podéis imaginaros  la satisfacción que me produce terminar este capítulo inmersa en la música, con aires de fiesta, radiante de éxito, rodeada de la mejor compañía y  en el paraíso de los faranduleros: el escenario.

Fotos del espectáculo; Jesús Alcántara

Necrológica.

Añadir leyenda
El mundo de la cinematografía y el teatro están de luto. Dos grandes figuras, dos ídolos han dejado este mundo. Peter O´Toole, irlandés, inició su carrera en el prestigioso Bristol Old Vic  donde se destacó como intérprete de personajes shakespearianos. En su paso al cine nos dejó interpretaciones inolvidables como Lawrence de Arabia, Becket o ese film junto a Katharine Hepburn que nunca olvidaré, El león en invierno. El amor a su profesión fue tal que continuó en ella hasta prácticamente el final de sus días, ocurrido el día 14 del presente.



Añadir leyenda

Por otra parte, el pasado domingo, en California y a los 96 años, murió la mujer que poseía la imagen más dulce de Hollywood en las décadas 40 y 50: Joan Fontaine. A pesar de que será siempre recordada por su papel de Rebecafue por su interpretación en Sospecha, ambas dirigidas por un Hitchcock recién llegado a Hollywood, que recibió el Oscar a la mejor actriz. Entre sus películas más exitosas están Jane Eyre y ese melodrama que tanto me ha hecho llorar cada vez que lo he visto; Carta de una desconocida.
Supongo que los cinéfilos celestiales estarán de plácemes ante dos arribos tan prestigiosos.


Próximo capítulo. Un reencuentro conmovedor.

Instantánea 104 - Un regalito desde Cuba. (Primera parte).

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Feliz 2014


1988 comenzaba para mí con un prometedor regreso a las grandes pantallas. El director Roberto Bodegas me ofreció un interesante papel en su próxima película, Matar al Nani, la cualestababasada en un hecho real;  la vida delictiva de Santiago Corella. El  joven ladrón de joyerías contaba en sus fechorías con la demostrada complicidad de altos mandos de la policía a pesar de lo cual,   tras una rutinaria detención, desapareció tan misteriosamente que persona alguna jamás volvió a saber de él.


Roberto Bodegas

El guión mostraba el turbio submundo policial  y era una brutal crítica a los cuerpos de seguridad del estado de principios de los ochenta, momento en el que se desarrollaba la trama. El protagonista del film fue un encantador muchacho francés, Frédéric Deban, con el cual compartí casi todas mis escenas, incluida esa inevitable violación que desde hacía años me perseguía en el cine.

El rodaje estuvo llenó de interrupciones y obstáculos organizados solapadamente por la policía. Pero Bodegas, haciendo uso de un tesón y valentía admirables, logró finalizar una película que se convirtió en vibrante alegato contra la injusticia institucionalizada. En cuanto a Frédéric y a nuestra escabrosa escena, he de decir que el muchacho sufrió casi más que yo durante el rodaje.


Cartel de Matar al Nani
con Frédéric Deban

Al finalizar cada toma, con cara compungida y en su delicioso francés, me pedía perdón con una actitud tan tierna y sincera que me hacía casi olvidar el mal rato de estar desnuda, rodeada de técnicos, forzosamente vapuleada por mi violador y, para colmo, pasando frío. Cosas que hube de soportar durante toda una jornada de rodaje. Y para finalizar esta parte dedicada a Matar al Nani, os contaré que, al día siguiente  recibí en mi casa un ramo de flores con una nota que decía; Je me excuse, Yolanda. Vous ete une grande dame. Frédéric. Debido a que no hablaba español, el joven no participó en el doblaje y nunca lo volví a ver, pero os aseguro que recuerdo a aquel educado muchacho con afecto.


En casa todo iba  bien. Mi madre, con su entereza tantas veces demostrada, superaba la minusvalía desenvolviéndose cada vez mejor con su andador o taca-taca, lo cual me animó a volver a los escenarios. Un día Enrique Cornejo, empresario con el cual había trabajado ya en varias ocasiones, me pidió encarecidamente que le hiciera un favor; que sustituyera a Paca Gabaldón en Entre mujeres, obra  de Santiago Moncada y dirigida por Jesús Puente, ese gran actor con el que había rodado en el año 84 Violines y Trompetas. A Paca le acababa de surgir una oferta más interesante y estaba a punto de dejarle colgado, cosa que no solíamos hacer los actores, pero que de vez en cuando ocurría en esta profesión tan variopinta. Más por amistad que por otra cosa accedí a su petición.



Programa de mano de Entre mujeres.
Fotos Jesús Alcántara

La función contaba la historia de cinco amigas, compañeras de estudios, que volvían a reunirse 25 años después de su graduación. Cada una había seguido un camino totalmente divergente, lo cual aportaba a la acción enfrentamientos que amenizaban la trama. El autor  logró plasmar, de forma descarnada,  el mundo femenino, íntimo, extravagante, contradictorio y fascinante. Las actrices éramos Julia Trujillo, yo, Inés Morales, Esther Gala y Sara Mora, cada una perfectamente encajada en su papel.



De izquierda a derecha, Esther Gala,  Julia Trujillo, yo y Sara Mora en Entre mujeres

Mi personaje era de un marcado dramatismo; una famosa escritora que, tras grandes luchas internas, había finalmente aceptado su condición de lesbiana. La fuerza de aquella mujer, su heroico enfrentamiento con la sociedad me inclinaron a investir  sus contundentes parlamentos de un tono de voz bastante más grave y potente del que solía utilizar. Pero aquella virguería le ocasionó a mi garganta un problema tan serio que me vi obligada a abandonar  la compañía antes de que el asunto se convirtiera en algo irreversible.  Ay, la  garganta, hipersensible pieza de esa “perfecta máquina” en la cual nos mandan a este mundo, pero sin darnos el libro de instrucciones.

Ese accidente me dejó bien claro que nadie puede jugar impunemente con su tesitura. Error que no he vuelto a cometer. Por fortuna una estupenda logopeda, en cuyas manos tuve la suerte de caer, solucionó la peligrosa distensión de las cuerdas vocales que estuvo a punto de causarle daños irreparables a mi carrera.



Solo un par de meses pude enfrentarme y disfrutar con el reto que significaba ese personaje. Sabía que el reposo y la rehabilitación eran las dos únicas cosas que me salvarían de una afección crónica, así que, para evitar cualquier tipo de tentación o provocación, me pasé treinta días sin casi salir de casa y aferrada a una libreta en la cual apuntaba cada palabra que mi rebelde garganta pretendía pronunciar. Y gracias a mis cuidados, en septiembre del mismo año, pude estrenar Ancha es Castilla, (Ginestiada), una deliciosa comedia escrita por la también actriz Isabel Hidalgo.


Aquella fue una maravillosa experiencia pues las cuatro actrices y el actor que componíamos el reparto habíamos logrado esa conexión artística y humana, en escena y fuera de ella, que convierte este trabajo en algo extraordinariamente placentero. Inés Morales, con la cual realizara mi anterior trabajo, Isabel Hidalgo, Alicia Tomás y Manuel Aguilar formábamos el entusiasta elenco de la obra. El argumento versaba sobre cuatro hermanas y un hermano que se reunían cada año para celebrar la Navidad y para ponerse al tanto los unos de los otros, ya que cada cual vivía en un país distinto. Aunque el formato fuese similar al de Entre mujeres, la autora de esta pieza escogió desarrollar la trama en tono de tierna comedia, lo cual fue un acierto.



De izquierda a derecha con Isabel Hidalgo, con Alicia Tomás y con Inés Morales

Con la garganta en buenas condiciones tras el reposo y  los diarios ejercicios vocales, disfruté de aquella puesta en escena como en las mejores ocasiones. Inés, a la que yo introduje en la compañía,  era una  bella mujer, amiga y compañera desde hacía años, Isabel, como ya dije autora y actriz, resultó una persona encantadora, Manuel Aguilar era un muchacho dulce y entusiasta pero mi gran descubrimiento fue Alicia Tomás.


Portada de Alicia Tomás en Pronto




Alicia, bella vedette de finales de los sesenta, antes de decidirse por la comedia había sido una de las pocas mujeres toreras de España. La narración de sus experiencias frente al toro y el vigor que de ella emanaba convertían su compañía en algo  estimulante y divertido. A pesar de mi rechazo al mundo taurino y a todo lo que para mí tiene de cruel y sangriento, las charlas con ella eran una fuente inagotable de información.  De su boca supe  la ancestral lucha femenina por vencer esa renuencia general a admitir mujeres en los ruedos.

Según me contó, la primera torera de la que se tenía constancia era Francisca García, a la que muchos escritos situaban en 1774.



 Nicolasa Escamilla. Grabado de Goya.
En 1816 Francisco de Goya inmortalizaría a Nicolasa Escamilla en el grabado número 22 de su serie La Tauromaquia y en 1882 Gustavo Doré haría lo mismo, dedicando a Teresa Bolín uno de sus hermosos grabados.

 Teresa Bolín. Grabado de Doré.






A mediados  del siglo XIX aparecieron varias cuadrillas de toreras, por ejemplo la de Marina García y la de las Noyas.  Puesto que los hombres se negaban a compartir cartel con ellas, las féminas decidieron formar pequeños grupos y crear su propio espectáculo, llegando a tener un gran  éxito.


Pero en junio del 1908, Juan de la Cierva, ministro del gobierno de Antonio Maura, dictaba una Real Orden prohibiendo a las mujeres tomar parte en corridas de toros. Esto desveló un curioso caso de travestismo dentro de la tauromaquia; María Salomé, durante años supuesta torera, confesó su auténtica identidad masculina con el fin de poder seguir toreando. Agustín era el verdadero nombre de ese precursor del transexualismo.


Cuadrilla de Las Noyas

La mencionada orden estuvo en vigor hasta ser abolida por la Segunda República Española, en el año 1934, dando esto lugar a que surgieran grandes figuras, siendo tal vez Juanita de la Cruz la más señalada. Por desgracia para estas aguerridas mujeres el veto reapareció a la llegada del fascismo.


Juanita de la Cruz

Aunque de forma solapada, a finales de los 60 algunas mujeres volvieron a aparecer por los cosos taurinos, entre varias Rosarito de Colombia, Alicia Tomás, mi compañera de teatro en aquellos momentos y portadora de toda esta jugosa información y Ángela Hernández, seguramente la más seria ya que, gracias a su tenaz lucha en los juzgados, consiguió, en el 74, que se publicara una orden ministerial autorizando nuevamente el toreo femenino.




Ángela Hernández

Me he extendido en esta información tan solo por lo que tiene de significativo ese veto, esta reiterada discriminación, en un campo o en otro,  de la que suele ser victima la mujer. Pero no continuaré la historia de mi vida hasta dejar firme constancia de mi absoluto rechazo al toreo.

Y ya dicho esto, paso a narraros las circunstancias en las que recibí, aquel año 88, un inesperado regalito desde Cuba.



Una fría madrugada de aquel otoño madrileño, el insistente timbre del teléfono me hizo saltar de la cama. Con toda la desmañada rapidez que me fue posible, intentando que aquel desagradable sonido no despertara a mi madre, la cual dormía en la habitación colindante, descolgué el auricular y escuché, aún entre jirones de sueño, estas palabras: “Madrina, soy Alejandro. Estoy en el aeropuerto de Barajas. El ballet de Tropicana y yo vamos a  estar ocho horas aquí esperando la conexión con un vuelo hacia Moscú. Nosotros no podemos salir del aeropuerto pero me gustaría tanto verte y abrazarte…¿Tienes forma de entrar y pasar un rato conmigo?” Naturalmente aquello estaba prohibido, pero por fortuna mis amigos y admiradores se hallaban diseminados por “todo el territorio nacional”, y confiaba en que surgiría alguno, en aquel Barajas casi inactivo a esas horas de la madrugada, con autoridad suficiente para dejarme pasar. 

La cuestión es que menos de sesenta minutos después, provista de un grueso abrigo de Jesús y unos calcetines de lana, improvisada ayuda para el frío que sabía esperaba a Alejandro en Rusia, Jesús y yo estábamos en la terminal del aeropuerto. Y solo unos minutos más tarde, gracias a un policía que me reconoció como “la artista Yolanda Farr de mi admiración”, Alejandro y yo nos estrechábamos en un conmovedor abrazo. Como no quisimos abusar de aquel amable guardia que me había colado en zona prohibida, a riesgo sin duda de recibir como mínimo una amonestación, decidimos que Jesús se quedara fuera y regresase a casa ya que yo pensaba permanecer con mi ahijado hasta que tomase su vuelo de enlace.

Era angustiosa la visión de aquel grupo de cubanos varados en la zona de tránsito. Es posible que entre los presentes tan solo yo, que conocía la situación en la isla, pudiera leer y entender los mensajes  de miedo y a la vez ilusión  escritos en sus rostros. Siendo aquel, para la mayoría, su primer viaje al extranjero, la expectación les mantenía en continua tensión, haciendo que de forma instintiva se mantuviesen como amarrados en un grupo del que no se atrevían a separarse. Tan solo Alejandro y yo formábamos una pareja que, cogidos de las manos, conversaba a cierta distancia. ¡Teníamos tantas cosas de que hablar, Cuba, Lucy, su profesión de bailarín, los estudios pianísticos de su hermano pequeño Gabriel, en el que despuntaban claros signos de genialidad...!Había miles de temas que tratar,  pero el que mi ahijado me planteó al poco tiempo de estar juntos me dejó  petrificada.

Fotos de teatro Jesús Alcántara.


Necrológicas.

Este devastador mes de diciembre de 2013 se ha llevado a cuatro  mujeres insignes en el mundo del espectáculo. Con gran dolor por mi parte estas necrológicas van a ser extensas.
Eleanor Parker



Eleanor Parker, 3 veces candidata al Oscar y una de las mujeres más bellas que ha dado el cine norteamericano, falleció en Los Ángeles a los 91 años de edad. Son innumerables las películas que protagonizó durante su carrera de más de 50 años en Hollywood. Particularmente yo quedé fascinada por su interpretación de una falsa paralítica en The Man with the Golden Arm. (El hombre del brazo de oro). Para sus compañeros y directores fue siempre una mujer encantadora, dulce y muy disciplinada.


Esther Borja

Esther Borja, falleció en La Habana, Cuba a los 100 años de edad. En 1935 ofreció su primer recital acompañada al piano por Ernestina Lecuona y poco tiempo después comenzó su fama al estrenar Damisela encantadora, escrita para ella por Ernesto Lecuona. Con su cálida voz  fue la representante más prestigiosa de la canción lírica cubana. En reconocimiento el Instituto Cubano de la Música le otorgó, en el año 2001, el Premio Nacional de la Música. Como dato personal diré que, durante mi adolescencia fui amiga y compañera de ballet de su hija Esther Tato, a causa de lo cual visitaba su casa con frecuencia, llena de reverencial respeto. Después la vida y la política nos separó, eso sí, sin desgarros.



Y en España, con diferencia de pocos días, morían dos artistas que, casualmente, habían saltado a la popularidad, 60 años atrás, gracias a la inolvidable película de Luis García Berlanga y Juan Antonio Bardem, Bienvenido Mister Marshall, sarcástica crítica al Plan Marshall que nunca llegó a España. Ellas fueron, la tonadillera más famosa de las décadas 50 y 60, Lolita Sevilla, fallecida en Madrid a los 78 años y la actriz Elvira Quintillá que nos dejó a la edad de 85.
Lolita Sevilla




Lolita Sevilla, figura prestigiosa  del cine español de aquellas décadas,  desde tiempo atrás rechazaba hacer apariciones en público, conservándose de ella esplendidas grabaciones. La última que salió al mercado fue Enamorada de la copla, en el 1996.



Elvira Quintillá


En cuanto a Elvira Quintillá puedo afirmar que era una estupenda actriz y compañera. Había iniciado su carrera a los 12 años con La venta de los gatos pero fue en la compañía de Tina Gascó y Rafael Somoza donde conoció a ese icono del teatro que fue José María Rodero y con el cual tuve la suerte de realizar una larga gira en los años 70. La generosidad de Elvira la llevó a dejar de lado su carrera para apoyar a la de su marido y acompañándole estuvo hasta que, en 1991,  la muerte nos arrebató a ese gran divo.



Mi admiración para estos cuatro personajes del mundo del arte y mi deseo de paz para sus espíritus.


Próximo capítulo. Un regalito desde Cuba. (Segunda parte).

Instantánea 105 - Un regalito desde Cuba. (Segunda parte).

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Foto Jesús Alcántara

Alejandro, ese bebé que 21 años atrás yo había sostenido  en mis brazos llena de emoción mientras era ungido con las aguas bautismales,  ese hijo de mi hermana de sangre se había convertido en un mozarrón de radiante sonrisa y cautivador encanto. Cuando ya en España y durante una de esas escasas conexiones telefónicas que se lograban establecer con Cuba, Lucy me había comunicado la afición de su hijo por el ballet y su deseo de estudiarlo, me sentí responsable. Pensé que, de alguna manera, mis genes habían penetrado en él, contagiándole mi gran y frustrada pasión por ese arte, sufrido y dictatorial pero maravilloso.

Alejandro y yo, cuatro años atrás, durante
mi viaje a Cuba. (Ver Instantáneas 99 y 100)
Y ahora estaba allí, en el aeropuerto de Barajas, frente a mí, emanando aún olor a  galán de noche, a salitre, a palma real, a sinsonte y tocororo, a Lucy. A los adorados aromas de mi querida Cuba. Todo iba transcurriendo de forma bella y emotiva hasta que de su boca salieron, casi musitadas, estas apabullantes palabras; “madrina, necesito exiliarme. Allí me tienen vigilado. Mi negativa a integrarme en el régimen, a pertenecer a las milicias está cerrándome todas las puertas. Me siento presionado y observado hasta tal punto que temo por mi libertad y por la seguridad de mi familia.” Aquellas palabras, que podían sonar a paranoia, tuvieron el efecto de penetrar en mi alma como anzuelos incandescentes, subiendo a mi memoria cargados con los momentos más negros de mi vida cubana, esos años de taimada persecución política, a principios de los 60,  que estuvieron a punto de terminar con mi carrera y hasta con mi vida.  (Ver Instantánea 27 y 28). A consecuencia de ello una explosión de empatía me destrozó el corazón.

Tenía que ayudar a mi ahijado fuese como fuese y costase lo que costase. Y debía ser en ese mismo momento pues con toda seguridad nunca se presentaría una mejor oportunidad. Alejandro estaba ahora en España y era mi obligación y deseo conseguir que en ella se quedase, aunque en realidad no tenía ni idea de cómo.

Con el cerebro  convertido en un hervidero de preguntas sin respuesta lo primero que hice fue buscar un teléfono público y plantearle a Jesús el atolladero en que nos encontrábamos. Su reacción, tal y como era obvio esperar de su generoso corazón, fue de total apoyo. Debíamos procurarle ese exilio y recogerle en el seno de nuestro hogar el tiempo que fuese necesario. Esa parte del problema estaba resuelta. Ahora quedaba la más difícil: cómo, dónde y ante quién se podían hacer las gestiones INMEDIATAS. Y de pronto vi cerca de mí al amable policía que unas horas atrás me había facilitado esa ilegal entrada a la zona de tránsito del aeropuerto para que pudiese permanecer con mi ahijado hasta que él y sus compañeros del Ballet de Tropicana hicieran el enlace con un avión que les llevaría a Moscú. Ese había sido mi propósito original. Pero ahora la cosa se estaba complicando enormemente. Así que hacia él me dirigí deseando que pudiera orientarme en ese difícil trance.

Alejandro.
Foto Jesús Alcántara

Todo lo que ocurrió a continuación fue como un fulminante milagro. “Yolanda, esta no es la primera vez que aquí se presenta una situación semejante” fueron las palabras del buen hombre, “has tenido suerte de que esta noche me tocara guardia. Hace tan solo unos meses, solucioné un problema idéntico a dos músicos cubanos que viajaban hacia Checoslovaquia como parte de una orquesta. Atiende; dentro de este espacio hay dos wáteres públicos, uno ahí cerca y otro hacia la mitad de  ese largo pasillo”, dijo mientras me los señalaba. “Colocaré un cartel de “fuera de servicio” en el más cercano, así tu ahijado tendrá una justificación para alejarse del grupo. Dile que dentro de media hora vaya hacia allí, eso sí, debe ir solo o no habrá nada que hacer. Le esperaré en la puerta y le llevaré disimuladamente a la comisaría por el acceso del que disponemos en esta sala y que se encuentra al final de dicho pasillo. En cuanto a ti has de salir y dirigirte a la entrada principal situada en el hall, decir que vas en mi nombre y esperarnos para hacer el resto de los trámites. Si todo va bien, pronto nos reuniremos contigo y tras rellenar unos cuantos formularios es casi seguro que esta noche el joven pueda dormir en tu casa. El jefe de policía es mi padre. Tanto él como yo odiamos lo que el comunismo está haciendo en Cuba y nos solidarizamos con los que piden exilio político”. Aquello me parecía una locura pero, moviéndome como una marioneta manejada por los hilos de la excitación, un cuarto de hora más tarde me encontraba en el despacho del jefe de policía y tan solo minutos después veía entrar en él a un desencajado Alejandro y a ese ángel de la guarda disfrazado que Dios nos había enviado para ayudarnos.

A partir de ese momento, para mi sorpresa, todo comenzó a salir rodado. Tras firmar unos papeles en los cuales me identificaba con mi DNI, me comprometía a hacerme cargo económicamente de Alejandro, y me responsabilizaba por sus actos legales, nuestro salvador nos acompañó al coche en el que éramos ansiosamente esperados por Jesús, a quién yo había informado del desarrollo de las gestiones desde el teléfono de la comisaría. Mientras el guardia nos deseaba  “la mejor suerte del mundo” y se alejaba con el rostro iluminado por una sonrisa de satisfacción, la abrumadora consciencia del peligro y de la suerte que habíamos tenido me hizo desplomarme sobre el asiento como si esas cuerdas de marioneta con las que algo me moviese hasta un momento antes se desvaneciesen.

Jesús y mami aceptaron al joven con los brazos abiertos y yo estaba feliz de poder compensar en algo la gran amistad que su madre, Lucy, me había dedicado durante toda nuestra infancia y adolescencia.

Mi madre y yo con Alejandro en su primera Navidad española

Fue enternecedor mostrar las “abundancias del capitalismo” a un Alex que se detenía ante los escaparates con la mandíbula desencajada, enseñarle la majestuosa arquitectura del Madrid de los Austrias y los enormes rascacielos que bordeaban el interminable Paseo de la Castellana…Todo le deslumbraba. Cuando llegaron las Navidades, ansiando compensar la carencia de atención y de afecto que yo había sufrido durante  los primeros meses tras el regreso a mi  patria, (ver Instantáneas 48, 49 y 50), nos dedicamos en cuerpo y alma a hacer de las celebraciones navideñas algo pleno y feliz, algo que pudiese aliviar un poco su inevitable y dolorosa nostalgia familiar.

Alejandro.
Foto Jesús Alcántara
Sin duda la España de aquellos tiempos  era distinta a la actual y sus leyes infinitamente más flexibles. El tan latino “amiguismo” campaba a sus anchas.  Aunque nuestro propósito era legalizar sin fisura alguna su presencia en el país ni siquiera sus primeros trabajos, antes de tener en regla los papeles, resultaron una presión. Cuando un día Alejandro manifestó su deseo de trabajar, se me ocurrió recurrir a un buen amigo y coreógrafo que en esos momentos tenía un programa semanal en la tele, Ricardo Ferrante, el cual, tras probarle,  me alabó sus grandes condiciones y decidió utilizarle.  Así que, cobrando en lo que ahora se llama “dinero negro”, mi ahijado se convirtió, a los dos meses de su llegada,  en “bailarín de TVE”.

Puesto que nuestro hogar tan solo tenía dos dormitorios, el de mami y el que ocupábamos Jesús y yo,  durante un corto tiempo Alex hubo de dormir en el sofá del salón. Durante realmente poco tiempo, pues Jesús habilitó un espacio de su gran estudio de la calle Príncipe, hizo remozar el cuarto de baño y le entregó a aquel muchacho las llaves de lo que era su santuario.  Hasta allí, y mucho más lejos,  llegó su generosidad. En compañía de aquel “mulato jabao” iba arriba y abajo por Madrid, a veces presentándolo a sus amigos, con esa tierna ingenuidad que lo caracterizaba, como su hijo, broma que yo me encargaba de desdecir pues no nos dejaba a ninguno de los dos en buen lugar y si llegaba a oídos de la “prensa del corazón”, hubiera podido complicar bastante mi existencia. (Para aquél que desconozca el término; “mulato jabao” se llama en Cuba a personas de piel y cabellos bastante claros pero con facciones negroides).

Desgraciadamente no tardaron mucho en surgir entre mi ahijado y nosotros graves desavenencias.

Jesús, fotógrafo oficial del Teatro de la Zarzuela desde hacía unos años, tenía influyentes amigos en aquel teatro de zarzuela y ópera que además, por esa época, albergaba la sede del CDN, es decir del Conjunto de Danza Nacional. A cargo de su dirección estaba el coreógrafo y profesor norteamericano Ray Barra. Un día le preguntamos a Alejandro si no le convendría reanudar seriamente sus estudios de ballet a lo que accedió no con demasiado entusiasmo. El muchacho, sin problemas económicos, casa y comida asegurada, estaba disfrutando de su libertad, del dinero que ganaba esporadicamente en la televisión y tantas facilidades hacían que comenzara a “perder el norte”. Creíamos que la disciplina del ballet le devolvería a la realidad de su vida y a la importancia de labrarse un futuro. Jesús le consiguió una audición privada con míster Barra, privilegio  inusual, y Alex, gracias a sus innegables condiciones para el ballet y sin duda a esa simpatía con la que sabía cautivar a la gente, fue no solo admitido en las clases sino que le prometieron que, pasado un año, sería contratado en la compañía del Ballet Clásico. Por lo tanto comenzamos a tramitar sus imprescindibles papeles de residencia, para lo cual recurrimos nuevamente a amigos que tuvieron la posibilidad y la habilidad de colocar su solicitud entre las primeras de la lista. Trapicheos bastante normales en aquella época. Total que en menos de cuatro meses su situación estaba legalizada.

Alejandro.
Foto Jesús Alcántara


Pero aquella posibilidad de ser contratado por el Ballet Clásico, que hubiese sido el sueño de decenas de aspirantes, no le satisfizo. A principios de los 90, tan solo unos seis meses después de haberse integrado a las clases se presentó al estudio a una hora inusual. “¿Qué haces aquí, no estás en horario de tomar tus lecciones?”, le preguntamos y su absurda respuesta nos dejó boquiabiertos. “Hay un nuevo director, Nacho Duato, y no me gusta. Además no voy aceptar instrucciones de un maricón, me niego a seguir asistiendo”. Ahora resultaba que mi ahijado era homofóbico, ¿cuál podía ser nuestra reacción al respecto? Alejandro era mayor de edad y supuestamente capacitado para escoger la que iba a ser su vida. Así que decidimos pasar por alto esa y otras absurdeces suyas, como aquella afirmación de  que “ustedes los capitalistas me deben todo el tiempo y las cosas de las que no he podido disfrutar durante mi adolescencia, así que todo lo que hagan por mí es poco”, con la que en una ocasión nos sorprendió.

Seguimos acogiéndole e intentando inculcarle nuestro conocimiento  de este difícil  mundo lleno de tentaciones materiales.

Un día nos dimos cuenta de que mi amigo el coreógrafo Ricardo Ferrante había dejado de usarle en su programa. Debido a la amistad y mutua admiración que nos profesábamos decidí llamarle y preguntarle el motivo y no puedo decir que su respuesta me sorprendiera: “Lo siento, Yolanda, pero la falta de disciplina de Alejandro y su renuencia a obedecer directrices me estaban causando problemas con el resto del ballet.”

Paco Marsó


Así que Jesús recurrió a Paco Marsó, amigo desde muchos años atrás y en aquellos momentos marido y mánager de la gran Concha Velasco y, puesto que la estrella estaba en antena con un programa musical y de variedades llamado Viva el Espectáculo, Paco contrató a Alejandro, ya con sus papeles legalizados, como bailarín fijo con un más que generoso sueldo semanal. Resumiendo, que mi ahijado estuvo casi un año ganando un dinero que le dio hasta para comprarse una moto de alta cilindrada. Pero, como era de esperar, un día el muchacho dejó caer en el vaso de nuestra paciencia esa famosa última gota que lo derramaría.

Conociendo su desahogada posición económica Jesús le preguntó si ya estaba mandando dinero a Cuba para sus padres a lo que el joven respondió, ni corto ni perezoso: “Oigan, cuando me fui de allá rompí con la isla y con todo lo que hay en ella”. ¡Por supuesto aquello era intolerable! Si le habíamos recibido, atendido y cuidado durante tanto tiempo era precisamente en honor a esa madre suya, mi amiga del alma, Lucy. Entonces Jesús le dijo taxativamente que si él había roto  con su familia nosotros rompíamos con él. Que abandonara el  estudio, que alquilara algún otro lugar donde vivir y que se olvidara de nosotros como él estaba haciendo con los de su sangre.

Y así fue. Poco volví a saber de él y lo poco era siempre malo. Alejandro, despreciando las oportunidades que se le habían ofrecido, tomó un camino equivocado.

Solo lo vimos en otra ocasión, aquella en la que vino a casa para decir que España era una porquería, que se iba a EE.UU y que le dejáramos dinero para el pasaje. En lugar de acceder a eso, conociendo ya el percal, le compramos el pasaje y le pusimos en el avión.

Aunque nuestra relación se rompió de mala manera no fue así con la que sosteníamos su madre y yo. Informada Lucy de todo, por algunos amigos nuestros de la profesión que viajaban con frecuencia a Cuba y le llevaban, de mi parte, información sobre su hijo, no demostró estar en absoluto sorprendida y sus mensajes para mí eran de encarecidas disculpas y eterno agradecimiento. Al parecer, Alejandro, que nunca había estado  perseguido políticamente, como continuamente decía, era desde la niñez un ser conflictivo, mentiroso y egoísta.

Pero ya está bien de mi ahijado y de aquella frustrante experiencia.
Jesús y yo junto al gran bailaor "El Tano". A la derecha Alex y una amiga

Nunca he vuelto a tener noticias de él directamente. Por Lucy sé que su vida en Estados Unidos ha sido errática y conflictiva y que sigue fiel a su propósito de no ocuparse de su familia cubana. Con un email muy de vez en cuando siente que sus obligaciones  para con ellos están cumplidas. Y eso es todo. Mi eterna amiga y yo hemos hecho el pacto de no hablar de un tema tan doloroso para ambas.



El auténtico propósito de este capítulo es dar constancia de mi primera confrontación con una triste realidad: los años de tiranía castrista habían corrompido, en una gran parte de la juventud, esos valores tan cubanos de la lealtad, el honor y la amistad.

Próximo capítulo. Madrid-New York-Miami-Madrid.

106 - Madrid-New York-Miami-Madrid. (Primera parte).

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Foto Jesús Alcántara

Como por arte de birlibirloque habíamos llegado al 1992 y, aun bajo el gobierno de Felipe González y del PSOE, Partido Socialista Obrero Español,  España estaba muy ajetreada. Entre los meses de abril y octubre, tras años de ingentes obras en la isla de La Cartuja, Sevilla iba a ser sede de la Exposición Universal, con lo que sería una asistencia final de 112 países, 23 organismos oficiales y las 17 comunidades autónomas de España. (En esta mega exposición que se celebra cada vez en un país distinto, los participantes construyen instalaciones más o menos lujosas y en ellas  muestran sus últimos logros técnicos y artísticos).
Sello conmemorativo de la Expo
con su mascota Curro


Aquel evento nos traería grandes mejoras, sobre todo urbanísticas, por ejemplo la construcción del tren Ave de alta velocidad que une Madrid con la capital de Andalucía en menos de dos horas y media, carísima obra que, en compensación, ha producido al país grandes beneficios.



Como si eso no fuese suficiente, en el mes de Julio, España iba a ser la sede de las XXV Olimpiadas de la Era Moderna.


169 países se reunirían en Barcelona y los gastos anunciados para el acondicionamiento de la ciudad ascenderían  a 1000 millones de dólares, lo cual, a los españolitos de a pie, en esos días  nos parecía una barbaridad y un dispendio. (Posteriormente nos informarían que el impacto económico superó los 7000 millones). Habrá que creerlo.



Y en medio de todo ese teje y maneje, Alberto González Vergel, el director al que yo había bautizado, durante el rodaje de la serie televisiva Los Veraneantes,  como el Doctor Jekill y Mister Hyde, me ofreció hacer en teatro un musical diferente a todo aquello en lo que había participado hasta el momento: En un café de La Unión.

En un café de La Unión. (Presentación de mi personaje)
La acción ocurría, durante finales del siglo XIX, en un pueblo minero de ese nombre, La Unión,  situado en la provincia de Murcia. Para facilitaros una pequeña sinopsis de la trama utilizaré las  inmejorables palabras que Lorenzo López Sancho dejó escritas en su crítica sobre el estreno madrileño: “Con un viento tibio y perfumado de la Huerta del Segura, con acento caliente y minero, hierro, plomo y zinc nos trae Vergel una tragicomedia con escenas de café cantante mientras surgen gentes del bronce, cantaoras flamencas, cupletistas, chulos, guardias civiles predispuestos al alterne y desvergonzadas cigarreras al tiempo que se va cebando el drama sordo de los celos.”


En un café de La Unión. Final del tercer acto

Trabajar de nuevo con ese controvertido director no hizo sino reafirmar nuestras buenas relaciones y la estima que por él sentía. Su claridad al definir  los matices de cada personaje era notoria y su firmeza a la hora de indicar  cómo ponerlo en pie, inflexible. Con él no había posibilidad de disentir. Si aceptabas esa condición los ensayos discurrían como clases magistrales pero, ay de ti si ponías pegas a sus indicaciones. Sin un grito, utilizando las más cortantes palabras y la más afilada inteligencia, llevaba a su adversario contra las cuerdas hasta conseguir su rendición o su despido. Realmente le lograba hacer la vida imposible al disidente.
Final del primer acto. En primera fila, de derecha a izquierda, Perla Cristal, Agata Lys,  Roberto Noguera y yo

Siendo la función básicamente coral los actores éramos muchos; yo, Ágata Lys, Perla Cristal, Luisa Fernanda Gaona, Avelino Cánovas, Verónica Lujan, Roberto Noguera y así hasta llegar a quince. También estaba el cuerpo de baile compuesto por 6 preciosas muchachas. Un reparto muy amplio y con varios cambios de ropa de casi toda la compañía, pues la acción transcurría en el mismo café cantante, pero durante un espacio temporal de tres días. Perla, yo y Ágata éramos las “artistas” y entre nosotras se desarrollaba un drama que desembocaría, a causa de los celos,  en mi asesinato. Es decir que se trataba, efectivamente, de una  tragicomedia musical escrita por un autor novel, Luis Federico Viudes. Opera prima que le había salido bordada. El debut en Madrid fue en Mayo del 92.  Gracias a la perfecta conexión que existía entre González Vergel y yo puedo ufanarme de lo feliz y realizada que me sentí durante los ensayos y las posteriores representaciones en el Teatro Cómico de Madrid, donde permanecimos varios meses en cartel. No demasiados, para nuestra desgracia, pues los gastos del amplísimo vestuario, del hermoso decorado art decó y las nóminas semanales de los artistas y técnicos, hacían muy difícil, no ya las ganancias, sino hasta la simple amortización.

Roberto Noguera y yo

Anteriormente al estreno realizamos varios bolos como rodaje, teniendo lugar el primero en el precioso Teatro Romea  de Murcia. Pero las funciones más recordadas y apoteósicas para la compañía fueron sin duda las de Sevilla, donde coincidimos con esa Exposición Universal,  a consecuencia de lo cual  la ciudad se mantuvo abarrotada los 6 meses que estuvo operativa. Día y  noche las calles eran un hervidero  de extranjeros y nacionales que parecían dedicados principalmente a convertir el indispensable acto de dormir en algo casi imposible. Por fortuna fueron solo dos los días sevillanos. Os aseguro que, prácticamente en vela, lográbamos hacer las funciones gracias a la energía aportada por  la belleza de esa ciudad, por el flamenco y exuberante sol que iluminaba el diario jolgorio y sobre todo por el entusiasmo de un público que hacía vibrar las paredes del teatro con sus aplausos.

El número con la guardia civil
Mi trabajo era agotador, como siempre lo es cuando has de  permanecer en escena durante todo el transcurso de la obra. Tan solo la abandonaba  por segundos en tres oportunidades y estas eran para cambiarme rapidamente de vestuario. Lo demás consistía en cantar, bailar, lanzar mis parlamentos y jalear un par de horas seguidas y en hacer lo mismo dos veces cada día. Curiosamente ese agotamiento tan solo se experimentaba al finalizar la segunda función. La embriagadora música y el contacto con los compañeros y con el público conseguían que el tiempo pasado sobre las tablas transcurriese casi sin sentirlo. Pero los artistas llegábamos al domingo totalmente extenuados, ansiando ese bendito día de descanso obligatorio que tan solo unos años atrás, después  muchas luchas sindicales,  habíamos conseguido.

En N.Y. frente al Metropólitan Ópera House
Ese fue uno de los motivos por el cual, tras finalizar las representaciones de En un café de La Unión, decidí hacerme un regalo que, además de  otras alegrías, me permitiría, ¡por fin!, afrontar una “asignatura pendiente” de la que hablaré más adelante. Ahora os diré simplemente que organicé, con el beneplácito de mami y de Jesús, un  viaje Madrid-NewYork-Miami-Madrid solo para mí. 

Aquello me proporcionaría el reencuentro con amigos de siempre, cubanos que habitaban desde hacía años en ambas ciudades norteamericanas y con los que compartía un indeleble afecto. Además, comprobar cómo el paso del tiempo deterioraba la salud de mi madre me hizo cobrar consciencia de que, un día cercano,  desaparecería mi libertad de viajar y de  permanecer muchos días fuera de casa.

Con Miriam Barredo

Ese fue el segundo y principal motivo. Por el momento aún podía dejarla algunas horas en compañía de una chica a la que pagaba para que viniese a acompañarla y contaba también con la presencia de Jesús durante las noches, lo cual me tranquilizaba. Pero cuando la artrosis la dejara totalmente imposibilitada, lo cual parecía inevitable, mi trabajo a tiempo completo sería estar con ella. Así me lo había propuesto y es lo que me parecía justo. Solo de esa manera podía compensarla  por el amor que me dedicara durante toda su vida.


Es decir que, con el fin de  acompañar a mi “hermana” de la infancia Miriam Barredo en el día de su cumpleaños,  enfrentándome a un frío que pelaba, el mes de noviembre del 92 estaba yo en la Gran Manzana, disfrutando con las muestras de cariño de grandes amigos como Sara Escarpanter, Meme Solís, Carlos Rodríguez, Sergio González, Georgia Gálvez o  Tim Gómez, a algunos de los cuales no veía desde hacía muchos años.

De derecha a izquierda, con Tim Gómez, con Carlos Rodríguez y con Gladys Triana
Todos me homenajearon con reuniones y me invitaron a representaciones de maravillosos plays, mayormente a esos musicales que por aquellos días ni soñábamos con ver en una España renuente al  maravilloso género de la comedia musical americana.

Con Sara Escarpanter

Durante los días que permanecí en N.Y.  asistí a un promedio de dos obras diarias. Literalmente devoré las representaciones de Cats, Dancing, El fantasma de la ópera, Los miserables, Guys and Dolls, saliendo de los teatros totalmente deslumbrada. Pero también descubrí el maravilloso mundo del Off Broadway, lleno de interesantes montajes, algunos de los cuales, salvo por el lujo y el boato, podían competir a la perfección con los grandes éxitos de Broadway. Fue una estancia fabulosa. Incluso tuve la suerte de coincidir con la prestigiosa exposición de pintura Revealing the Self. 1992, en la cual participaba mi querida Gladys Triana. Comprobar que estaba escalando la posición que se merecía me llenó de felicidad.

Yo, Ricardo López, Miriam Barredo y Gladys Triana frente a uno de sus cuadros

Así que a los ocho días de permanecer como invitada en el Brownstone que Miriam poseía en la calle 55 de Manhattan, a escasas cuatro cuadras de Broadway, partí hacia Miami con un doble propósito; ver a mi querida Mequi Herrera y, puesto que recientemente había tenido noticias de su presencia en esa ciudad, tener un reencuentro con Homero Gutiérrez, aquel mi primer romance de adolescente. Aunque mi amor estaba desde hacía años dedicado en exclusiva a Jesús, sentía que entre aquel hombre,  tan importante para mí en su momento, y yo era necesaria una conversación, una charla durante la cual pudiésemos recuperar los largos vacíos de información existentes en nuestra truncada relación. Para mí aquello era sin duda lo que aquí se llama “una asignatura pendiente”. Treinta años habían pasado desde que nos viésemos por última vez en la aterradora Cárcel Modelo de Isla de Pinos, Cuba. ¡Parecía increíble!
(Los que seguís desde el principio mis narraciones conocéis perfectamente la dramática historia de su encarcelamiento en Cuba y las consecuencias que eso tuvo en mi vida. Los que no, podéis remitiros a las Instantáneas 27 y 28 y disfrutar de una verdadera  y trágica “historia de amor”).

Las fotos de En un café de La Unión; Jesús Alcántara.


Próximo capítulo. Madrid-New York- Miami- Madrid. (Segunda parte).

107 - Madrid-New York- Miami- Madrid. (Segunda parte).

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Foto JesúsAlcántara

Mientras el avión sobrevolaba el nítido cielo azul de Miami me negaba a aceptar la posibilidad de que existiera una imagen más bella e impactante. Desde aquellas alturas se podía apreciar a la perfección el contorno de su costa, roto por  refulgentes lenguas de agua que penetraban  en tierra besando los pies de los edificios,  las  islas artificiales de Bahía Vizcaína, morada de grandes estrellas y poderosos magnates, y que parecían milagros  brotando de un mar casi transparente…Toda esa belleza me mantenía pegada a la ventanilla, como hipnotizada.


Vista aérea de Miami

Al descender del avión en el Aeropuerto Internacional me impactó la cálida temperatura ambiente. Solo unas horas antes había abandonado un New York cercano a cero grados centígrados, así que mi cuerpo agradeció con devoción aquella brisa tibia y húmeda  tan parecida a la de mi añorada Cuba. Y para colmar mi  alegría, al salir de la recogida de equipaje comprobé que mi querida Mequi Herrera, con los brazos abiertos y luciendo una sonrisa que surgía, más que de su boca, de todo su hermoso cuerpo, me esperaba en la terminal. 



Con Mequi en La Calle Ocho

Nuestros encuentros, que hasta ese momento habían tenido lugar durante sus visitas a España, estaban siempre llenos de una emotividad latente durante todo el tiempo que permanecíamos juntas. Tal vez os sorprenda pero aquel era mi primer viaje a Miami. A pesar del ajetreo eterno que ha jalonado mi vida nunca he tenido “espíritu viajero” y menos en lo que se refiere a largas distancias. Aunque de  España conozco hasta pueblos que no figuran en el mapa, mis salidas al extranjero han sido muy escasas.


En medio de un incesante parloteo digno de adolescentes, Mequi me condujo a su chalecito de Surfside en un viaje que, de no haber sido por el alboroto de nuestros corazones, me hubiese parecido eterno a causa del tráfico infernal.  Más tarde aprendí que las distancias en Miami no es que parecieran enormes, es que lo eran. (La ciudad se divide en condados. Por ejemplo, la famosa Miami Beach es solo una de las 20 ciudades, pueblos y aldeas que forman parte del condado de Miami-Dade. De hecho, según dicen,  puedes pasar de una ciudad a otra solo doblando una esquina. Me temo que todo eso me resulta demasiado difícil de explicar).


La cuestión es que aquella primera tarde conocí a una de las personas más tiernas y puras de alma que alguien pudiese imaginar: Roselén, amiga de Mequi y supongo que del mundo entero, pues pocos seres tan comprensivos y con tal capacidad de amar han pasado por mi vida.

Con Roselén

Al igual que me había sucedido con Lucy el día de mi llegada a Cuba, años atrás,  (ver Instantánea 100), aquella noche ninguna de las tres pegamos ojo, intercambiando historias y compartiendo esa cálida sensación de auténtico cariño que en pocos casos, y siempre entre personas muy especiales, se puede experimentar. Uno de los temas más tratado fue mi gran interés por encontrar a Homero Gutiérrez, el hombre al que debía todo lo bueno y todo lo malo vivido durante la lejana época de mi loco amor por él. Mequi conocía bien la historia pero, al no suceder  lo mismo con Roselén, hube de narrar de nuevo la odisea de mi pasión, dolor y acoso en la Cuba de los años sesenta. (Ver Instantáneas 26 y 27).



Cuando llegué a las últimas palabras que Homero me había dirigido, sentados ambos en el patio central de una de las circulares que componían la prisión de Isla de Pinos, cuando repetí aquella orden suya,  el epitafio de nuestra historia de amor, “no quiero que vuelvas a verme. Mi vida ya es en sí demasiado dura”, las lágrimas brotaban de los ojos de Roselén.  El consenso entre mis amigas fue total; era indispensable encontrar a ese hombre y propiciar entre nosotros una nueva y conmovedora reunión. Así que ambas prometieron remover tierra y cielo hasta localizarle.


Frente al chalecito de Mequi
Al día siguiente, antes de salir Mequi para su trabajo como manager en el  hotel J.W. Marriot, ambas nos dedicamos a hacer llamadas. La primera que yo realicé fue a un amigo de mi época cubana, el doctor Raúl, me avergüenza no recordar el apellido, gran aficionado al teatro y que algún tiempo atrás se había puesto en contacto conmigo enviándome a España su número telefónico y una foto en escena con Homero Gutiérrez. 

Así es como supe, con gran alegría, que mi antiguo amor estaba en Miami y en activo. Pero la persona que respondió a esa llamada  me dio la triste noticia de que Raúl había fallecido hacía unos meses y no supo, o quiso, darme más detalles. Inmediatamente después intenté comunicarme con  aquel muchacho Sergio Salom, mi más devoto fan de tiempos atrás y al que, estando yo presente, detuvieran una noche habanera por llevar puestos pantalones pitillo, tachándole de “mariconazo”. Ese hecho que definitivamente me abrió los ojos ante la magnitud de la homofobia castrista y de su más terrible consecuencia: la UMAP. (Ver Instantánea 38).


Así que, ansiosa por reencontrarme con mi querido cubanito, llena de curiosidad por ver lo que los años habían hecho con aquel joven frágil y sensible,  marqué su número. Y entonces recibí la segunda y más fuerte bofetada de la mañana: la desagradable persona que me contestó, sin preámbulo alguno me dijo que “ese individuo” había muerto hace tiempo de SIDA y que no molestara más llamando.  ¡Dios!, esa enfermedad considerada por aquellos años un “castigo divino contra los homosexuales” y que estaba azotando a una importante parte de la población mundial… (Al no haber sido identificado el lentivirus que la provoca hasta 1982, por el  equipo de Luc Montagner, en Francia, no existía en sus principios tratamiento médico y prácticamente el total de aquellos que la contraían  estaban condenados a morir).


De  derecha a izquierda,  Homero y Raúl en una representación

Esas fueron mis infructuosas y tristes gestiones. Mequi, por su parte, habló con entrañables amigos mutuos, a los cuales yo no veía desde mi salida de Cuba en 1967; Gilberto Álvarez y mi siempre recordado Julio Gómez, comunicándoles mi llegada.  (Ver Instantánea 42). Así que,  ya que ambos trabajaban en los polos opuestos de la ciudad y con el fin de evitar la difícil  tarea de compaginar los horarios laborales, decidimos citarnos el sábado, día de asueto  para los “currantes”, en el chalecito de mi amiga. Por lo tanto aquella tarde, con un sol maravilloso y una temperatura primaveral que en nada predecía lo que dos días más tarde se nos iba a venir encima, Mequi y Roselén me brindaron un tour turístico por Miami, básicamente en coche pues, según aseguraban, era casi la única manera de moverse por la ciudad.  Como pensábamos que aún tendríamos cuatro días por delante, el recorrido fue corto y selecto, comenzando naturalmente por la Calle Ocho de Little Havana, el famoso asentamiento original de la colonia cubana.


El Teatro Tower. Miami

Así fue como pasé por delante del Teatro Tower, sin sospechar la importancia que ese lugar tendría para mí años más tarde, sacié el capricho de comerme un sándwich cubano en el restaurante Little Havana, me sorprendí ante un cartel colocado a la entrada de un establecimiento que rezaba, textualmente, “we also speak english” (hablamos también inglés) y, de vuelta a casa, visité  un precioso lugar a orillas del mar llamado Bayside Marquet Place. Aquella noche las tres acabamos exhaustas pero llenas de entusiasmo. Desafortunadamente Mequi, justo antes de dormir, me mencionó la existencia de un contacto, "al que veré mañana", y que podría indicarnos cómo localizar a Homero. Aquello alteró bastante mis planes de caer en un profundo y reparador sueño.

En Bayside Marquet Place

Y efectivamente, al día siguiente tenía en mis manos el número telefónico de Homero Gutiérrez. Esperando que aquello no fuese un error lo marqué con mano temblorosa por la emoción pero la voz que brotó del auricular borró cualquier posible duda; “hello, soy Homero, dime…” Impactada por un  maremágnum de recuerdos, mis primeras palabras fueron de una absurdez que aún hoy me asombra: “Hola, soy Yolanda Farr y estoy en Miami,  no sé si me recuerdas”.

Para sintetizar os contaré que quedamos citados esa misma tarde en la Fundación Artística Cubano-Americana, ubicada en Hialeah, y de la cual él era presidente. No va a ser fácil en absoluto describir los momentos previos a nuestro encuentro, mi nerviosismo al dirigirme hacia allí, mi premura al subir las escaleras que conducían hasta su  despacho, el tumulto de palabras y preguntas que bullían en mi cerebro... ¡Teníamos tanto de que hablar!


La cuestión es que al llegar a mi destino final encontré la puerta abierta y pude ver al otro lado de la habitación, recortada contra la brillante luz de un ventanal, la gallarda  silueta de un Homero sobre el que, gracias al engaño del contraluz, parecía no haber pasado el tiempo. Arrebatada por esa ternura que había sustituido en mi alma a los antiguos impulsos pasionales, me dirigí hacia él, deseando trasmitirle con un intenso abrazo todo el cariño que me inspiraba, contarle cuánto me hizo sufrir su infortunio y de qué cruel manera lo tuve que compartir,  y hacerle saber lo importante que había sido para mí durante largos años de mi vida. Pero tan solo tres pasos pude dar antes de que una cortina de hielo me frenase. ¡Homero me tendía la mano de forma protocolaria mientras, con voz perfectamente modulada e impersonal me decía: “Hola Yolanda, ¿cómo estás? ¿Qué tal tu familia? Siéntate, mujer”!

Cartel de una obra dirigida por Homero


A partir de ese momento ya no tengo en realidad nada que contar. La situación no podía ser más absurda. Ni un gesto ni una palabra que pareciera salir del hombre que tanto había amado. Aturdida por su reacción y derrumbada en una silla me limité a responder a preguntas insustanciales con respuestas del mismo tipo: Sí, yo seguía en la profesión. No, mi padre y mi tía ya no vivían. Es cierto, España era un país lleno de contrastes. Sí, trabajaba principalmente como actriz. Todo esto como si nuestro pasado juntos no hubiese existido. Como si no tuviésemos todo un mundo de cosas trágicas o bellas que rememorar.


Ya que él dirigía y actuaba en obras que montaba para el pequeño teatro de la fundación,  tras entregarme una tarjeta, me pidió que al regresar a mi país le enviara textos de funciones donde hubiese papeles para él. En Miami le resultaba muy difícil encontrar cosas nuevas, adujo. Le respondí que sin falta cumplimentaría su petición.  Y hasta allí pude soportar. Haciendo todo lo posible por disimular mi frustración, me alcé de la silla e intenté despedirme usando el mismo despego y fría cortesía que Homero estaba utilizando conmigo, y tras otro ¡apretón de manos! salí de la habitación flotando en una nube de desconcierto. (El culebrón continuará).





Próximo capítulo: Entre descubrimientos y elucubraciones.

108 - Entre desconciertos y elucubraciones.

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                                                                      Foto Juan76

Al día siguiente de mi cita con Homero Gutiérrez, tal y como estaba planeado, mis amigos Julio, Gilberto, Roselén y yo estábamos reunidos en casa de mi anfitriona, Mequi. Todos esperaban ansiosos informes sobre el “acontecimiento”, en especial Julio y Gilberto, conocedores desde Cuba del proceso de repudio e incapacitación laboral al que había sido sometida por oponerme a renegar públicamente de Homero tras su encarcelamiento.  Así que, al oír mi descripción de aquel momento, el asombro del grupo fue total y  variadas las interpretaciones sobre el porqué de lo sucedido. (Ver Instantánea 107).

De izquierda a derecha, yo, Mequi Herrera y Roselén

Julio, con su intrínseca bondad, alegaba que tantos años de cárcel, injusticias y malos tratos podían destruir la esencia de una persona hasta límites insospechados; Roselén, de cuyo corazón solamente brotaban cosas buenas y hermosas, aducía que la emoción había sido en Homero igual a la mía, solo que la intensidad de la suya y su fragilidad le forzó a disfrazarla de displicencia; y Gilberto, con los pies tan firmes en la tierra como siempre, me dijo, “es lo mejor que podía haberte sucedido, así al fin se abrirán tus ojos”. Según él, yo fui para Homero una bonita muñeca, un objeto que, cuando resultó molesto, no dudó en desechar. “Esto suturará cualquier pequeña herida de amor que pudiese quedarte en el corazón”, aseguraba.

Debido a la incapacidad para moverme sola por Miami, Mequi no solo me había llevado al lugar de mi desastrosa cita, sino que me esperó a la salida, ansiosa por conocer los detalles. Eso la convirtió en la primera persona en compartir conmigo el desconcierto y la desilusión de aquel momento, así que esa tarde de la reunión con los amigos, tras un largo y estrecho abrazo, solo pronunció unas palabras: “Ese hombre no merece todo lo que por él has sufrido. O sea que basta ya”. Y en eso estábamos todos de acuerdo; era hora de cerrar para siempre las páginas de un libro que durante demasiado tiempo permaneció abierto.

Nunca he podido encontrar justificación para el  triste final de mi historia amorosa. Ninguna de las explicaciones que mis amigos me daban sobre el porqué Homero había reaccionado de esa extraña manera me convence del todo. Aunque quizá la verdad sea tan sencilla como admitir que, en el momento de nuestro encuentro, en su alma sorprendida y demasiado vapuleada por la vida coexistían partes importantes de todas aquellas opiniones.

Se anuncia la tormenta  


La cuestión es que, mientras fuera de la casa una cortina de agua azotaba Miami, como primer aviso de la tormenta tropical que se acercaba, mis cuatro amigos me hacían compañía, solidarios, en el velatorio dedicado a los recuerdos de un amor idealizado por mi romanticismo. Cerca de la medianoche Gilberto y Julio se marcharon, y durante toda la madrugada el sonido de la lluvia y el ulular del viento nos hizo a Mequi, a Roselén y a mí sumirnos en un desagradable  duermevela. 




Al amanecer,  comprobar que el salón estaba anegado en agua desbarató todos mis planes. Las futuras citas con mis queridos amigos y un más amplio conocimiento de la ciudad quedaban anulados. La calle Carlyle, donde estaba ubicado el chalecito, parecía un auténtico río que impedía totalmente el tráfico y hasta el tránsito.

El domingo y gran parte del lunes los pasamos achicando el agua que penetraba con bravura e insolencia por debajo de la puerta. No sé cómo Mequi y Roselén lo consiguieron pero, cubo va cubo viene,  logré divertirme con la faena y hasta llegué a reírme de mi mala suerte.

Por fortuna el martes, día fijado para mi regreso a España, el agua y el viento amainaron.  Por lo cual logré tomar mi vuelo en un Aeropuerto Internacional de Miami que había permanecido cerrado toda la jornada anterior.  En el alma llevaba dos sensaciones contradictorias; la frustración de no haber podido disfrutar más de mis seres queridos y la satisfacción del deber cumplido. Ya no existían en mi vida más “asignaturas pendientes” y estaba deseando llegar a Madrid para intercambiar con Jesús el amor que  compartíamos y que  ahora apreciaba más que nunca.


Jesús y yo con nuestro labrador Alex
Ansiaba narrarle mis experiencias y escuchar sus conclusiones, abrazar a mi madre y también recibir el desbordante cariño de un nuevo miembro familiar  del que no os he hablado con anterioridad; Alex, un hermoso  y tierno labrador negro que desde hacía dos años habitaba en nuestra casa y en el corazón de todos los que lo conocían.

Alex rodeado de sus mascotas: mi madre, yo y Jesús.

A partir de mi regreso la vida retomó su cotidianeidad. Las fechas navideñas estaban muy cerca y no era el momento apropiado para intentar contactos de trabajo. Hay dos épocas en las que España está “cerrada por descanso del personal”; las Navidades y el mes de agosto; las vacaciones.  Así que decidí alargar mi descanso sabático y brindarle a mi madre esas alegrías con las que, a pesar de ir en silla de ruedas, aún disfrutaba. Íbamos muy a menudo “de tapas” y asistíamos al teatro casi a diario.

Toni Cantó y Ana Belén en El mercader de Venecia
Entre todos los espectáculos que vimos, dos fueron  los que más me gustaron. El primero, El Mercader de Venecia, se representaba en el Teatro María Guerrero, aquel escenario· donde tiempo atrás yo había tenido uno de mis mayores éxitos, El rey de Sodoma. Casualmente, Miguel Narros, que me había dirigido en aquella función, era también director de la obra shakespeariana. Los actores principales, Ana Belén y José Pedro Carrión, estaban magníficos en sus interpretaciones, y Toni Cantó, demasiado joven e inexperto para tamaño intento, era en compensación poseedor  de una estupenda planta.  Se trataba del primer montaje en España con cierta técnica escénica computarizada, ya que se utilizaban ordenadores para programar luces y mover “carras” en el decorado. Esto, al ser un sistema prácticamente experimental, añadía nervios e incertidumbre al trabajo de los actores y técnicos, según me comentó Ana al finalizar la función.


Concha Velasco en La truhana. Foto Jesús Alcántara

La otra obra que nos encantó fue el musical, con textos de Antonio Gala y dirección también de Miguel Narros, La truhana, que Paco Marsó había producido para glorioso lucimiento de su esposa Concha Velasco. Según nos contó nuestro amigo Paco, él había propuesto contratarme para un importante papel en el reparto, pero Concha discrepó aduciendo que yo era demasiado alta para estar en el escenario a su lado. (Reacción absurda viniendo de una estrella a quien resulta imposible hacer sombra. Concha es una mujer de baja estatura pero poseedora de una energía tan desbordante que la hace parecer enorme a los ojos del espectador). También nos comento que el vestuario y los decorados estaban resultando exageradamente costosos pero que, según sus propias palabras, “todo es poco para apoyar a mi Concha y asegurarle el éxito que merece”.  

De Paco Marsó y sus avatares habría para llenar todo un capítulo. Y quizá en algún momento lo haga. De momento me limitaré a mencionar dos  facetas poco conocidas en un hombre del cual solo se han destacados los defectos. En primer lugar, esa  total entrega a la carrera de su mujer que le hizo abandonar la suya, como prometedor galán, para convertirse en su mánager y productor y en segundo la generosidad y fidelidad de Paco para con sus amigos, virtudes tan exacerbadas que con frecuencia llegaban a convertirse en defectos.


El dúo de la africana.  Foto Jesús Alcántara
En aquel mes de diciembre nuestro recorrido por los teatros fue incesante. Jesús nos llevó al Teatro Madrid de la Vaguada para ver dos zarzuelas que él había retratado; La gran vía, de Federico Chueca y Joaquín Valverdey El dúo de la africana, deManuel Fernández Caballero y Miguel Echegaray, con estupendos montajes y grandes voces. Estos espectáculos estaban abarrotados a diario. Parecía imposible que mi compañero nos pudiese conseguir invitaciones pero, ¿quién le iba a negar algo a aquel andaluz de simpatía arrolladora y grandes ojos azules?

Zarzuela La Gran Vía. Foto Jesús Alcántara
Al llegar las navidades de 1992, como solíamos hacer cuando yo no tenía trabajo en Madrid, nos fuimos a Málaga para celebrarlas en compañía de la familia de Jesús, una familia engrandecida con la llegada de preciosos nietos pero tristemente mermada por la muerte del cabeza de familia, Jesús padre.


Foto de familia. De izquierda a derecha y de pie, Jesús, yo,  los hermanos de Jesús,
Salvador y Melita y Mavi, la esposa de Salvador.´Sentados Pedrito, hijo de Meli, Jesús, el patriarca,   Carmen, la matriarca y Pedro, marido de Meli. Abajo los otros sobrinos Esther y  Miguel , hijos de Salvador y Mavi
y Gemma, hija de Meli y de Pedro.
  
En fin,  para cerrar esta narración y este año 92  solo me queda contaros algo que había pasado por alto.  A mi regreso a España, estuve días dedicada a buscar en mi biblioteca teatral las obras que Homero Gutiérrez, casi al finalizar nuestro decepcionante reencuentro en Miami,  me había pedido. Piezas donde un actor maduro pero gallardo tuviese protagonismo. Encontré cinco o seis comedias de autores españoles que le irían como anillo al dedo y, cumpliendo mi promesa,  se las envié por correo.

Nunca tuve siquiera un acuse de recibo. Algo más para guardar en mi álbum titulado “Homero: la caída de un ídolo”.

Próximo capítulo: Incompatibilidades.

Instantánea 109 - Los días grises

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Foto Jesús Alcántara

Lo que narro a continuación es una etapa de mi vida que he dudado mucho en revelar. Pero teniendo en cuenta que mi blog ha pretendido desde el principio ser algo más que un recuento de mis éxitos artísticos, creo necesario compartir también con vosotros los momentos difíciles y penosos.

Al regreso de Miami encontré que mi madre había tenido un evidente deterioro. Por mucho que Jesús la atendiese, por bien que la tratase Ana, la muchacha que la cuidaba durante varias horas del día, mi progenitora se sentía triste sin estar con “su sangre”, bueno, realmente con la única porción de su sangre que aún le quedaba: su hija. Es conocido que la vejez nos retrotrae a la infancia, a todo lo que eso implica de inconsciencia y egoísmo, y mamá no se estaba librando de ese proceso. Su deterioro comenzaba a ser no solamente físico sino anímico. Rechazaba injustamente a Ana, quejándose de nimiedades como que a veces llegaba unos minutos tarde, que no le cocinaba lo que ella quería, que no había tema de conversación entre ambas… Obviamente tras todos esos reproches subyacía una exigencia: quería mis mimos y mi dedicación absoluta. Y poco a poco fui cayendo en la trampa.

En un principio me ofrecieron algunos  trabajos que rechacé; una temporada de seis meses en el teatro Goya de Barcelona, una película que se rodaría en varios países de Sudamérica, en fin, cosas muy tentadoras pero que me mantendrían fuera del hogar durante demasiado tiempo. Y por lo tanto antagónicas con esa “dedicación absoluta” que mi madre quería más que necesitaba.  Como consecuencia, aquel lobo cuyas ojeras llevaba algún tiempo entreviendo intentó tragarse  de un bocado mis muchos años de profesión. Casi todos los productores y directores dejaron de contar conmigo. Y era comprensible. Cuando un actor firmaba un contrato de trabajo este incluía unas cláusulas según las cuales se comprometía a permanecer en la producción mientras  se mantuviera  en cartel y  a realizar, durante un  tiempo indefinido, la gira que el productor señalase. Así fue como se propagó de nuevo entre la profesión el comentario:“Yolanda Farr se niega a hacer giras”; solo que en esta ocasión acabó convirtiéndose, seguramente con algo de mala leche, en “Yolanda Farr YA NO QUIERE TRABAJAR”. Debido al dramático desequilibrio que existía en nuestra profesión entre oferta y demanda laboral, aquello era como una sentencia de muerte.

Resultado: durante años pude comprobar que ser enfermera, buena hija y artista en activo eran tareas incompatibles. Pero no era solo esa inactividad profesional lo que me corroía. Ver como el cuerpo de mi madre iba empequeñeciendo, observar que sus piernas, cuya fuerza y destreza habían cautivado al público en su época de bailarina, se  consumían hasta llegar a convertirse casi  en guiñapos, me hacía pensar en lo triste e injusta que era muchas veces la vida. Como comprenderéis caí en una depresión que no fue profunda porque no me lo podía permitir. Mami necesitaba de todas mis energías. En medio de una tristeza morbosa, me pasaba las horas y los días sumergida en recortes de periódicos, en entrevistas que se me habían hecho y que lograban, de momento, regresarme a un mundo de cuya realidad  a veces hasta llegaba a dudar. Me "bebía" aquellos reportajes, tanto cubanos como españoles, que demostraban la existencia de una Yolanda Farr llena de actividad, rodeada de personajes importantes y supuestamente labrándose un provechoso futuro. Leía y releía críticas teatrales, a las que en su momento confieso no haber prestado demasiada atención, en un intento por revitalizar mi autoestima. Fueron unos años castrantes.



Para mi sorpresa, un día de 1995 llegó una oferta de trabajo que pude aceptar; Salvador Collado, productor  teatral y amigo de siempre, me ofreció una colaboración especial en la obra Tres sombreros de copa, de Miguel Miura, bajo la dirección de Gustavo Pérez Puig. Al tratarse tan solo de una serie de bolos en grandes ciudades, esas funciones esporádicas que yo llamo “de ida y vuelta”, decidí aceptar, sabiendo que podía  recurrir de nuevo a la encantadora Ana para cubrir mis ausencias diurnas y que Jesús se ocuparía con fidelidad de las noches de mi madre.  Debo confesar que mi aceptación se debió en gran parte a su insistencia. El pobre veía como yo iba languideciendo sin poder hacer nada para evitarlo.
Y aquella decisión  fue un milagroso remedio para mi agonía. Cada día de función me tonificaba como si alma y cuerpo ingiriesen una gran copa de ambrosía servida directamente por los dioses del Olimpo.

Con Manuel Galiana

Para colmo de bondades el amplio reparto estaba compuesto por personas maravillosas, compañeros entrañables que convertían en placenteros los momentos en escena y fuera de ella. Manuel Galiana, estupendo actor y la joven y buena actriz Lola Baldrich eran la pareja protagonista de esa conmovedora obra de Miura.






Con Juanito Navarro en el camerino
Con Jordi Soler caracterizado de Bubby

















En el resto del reparto participaban grandes actores como Juanito Navarro, José María Escuer, Paco Peña, Franky Huesca, Pascual Martín y un largo número de  prometedores jóvenes entre los cuales debo señalar, tanto por su estupenda interpretación del “negro Bubby” como por la amistad que se estableció entre nosotros, a Jordi Soler.


Como la Mujer Barbuda en el primer acto de Tres sombreros de copa

Confieso que hacer el papel de La mujer barbuda, interpretado años atrás por mi amiga Elvira Quintillá en el Teatro Español, en vez de resultarme incómodo por lo grotesco, me divertía enormemente. (En realidad todo el texto de Tres sombreros de copa  es un dechado de poesía y tierna imaginación.


Con Manolo Galiana en el segundo acto

Escrita por Miguel Miura en 1932 permaneció sin estrenar en un cajón de su escritorio hasta que, en 1952, Gustavo Pérez Puig la rescató, estrenándola en el Teatro Español Universitario. Desde entonces está considerada una de las obras maestras de la literatura humorística mundial).



La compañía de Tres sombreros de copa en pleno

Pero poco tiempo duraron mis alivios. Tan solo durante la escasa veintena de plazas que hicimos sentí que en mi cuerpo vivía de nuevo  aquella Yolanda Farr realizada y vital. El espectáculo era demasiado costoso de mover, el reparto excesivamente amplio para que pudiese ser un negocio. Así que tres meses después del estreno,  la compañía se disolvió y yo hube de regresar a mis nuevas profesiones de acompañante, enfermera y buena hija. Y se reanudó mi voluntario viacrucis.


Alfredo Kraus en la ópera Rigoletto. Foto Jesús Alcántara

 Puesto que mi madre gozaba de una claridad mental envidiable, algunos días podía dejarla, durante unas pocas horas,  cómodamente sentada frente a ese televisor que habíamos colocado en su cuarto para su exclusivo “uso y disfrute”. Horas que yo aprovechaba para ir con Jesús a alguna de las óperas o zarzuelas que él había retratado en el Teatro de la Zarzuela o disfrutando de refrescantes charlas con nuestros amigos. Pero tampoco aquello era demasiado frecuente ya que mi preocupación por mami y mi premura por regresar a casa le restaba placer a cualquier evento. Aun así,os aseguro que sin esas eventuales escapadas habría enloquecido.

Monserrat Caballé en Tristán e Isolda. Foto Jesús Alcántara

Pero como “no hay mal que dure cien años”, en el año 1996, esa vida que parecía haberse olvidado de mí, me trajo un estupendo y revitalizante regalo. Nada menos que el estreno mundial, como obra de teatro, de Pantaleón y las visitadoras, la famosa novela del escritor peruano, Premio Príncipe de Asturias y Nobel de Literatura,   Mario Margas Llosa.

Necrológica.
Philip Seymour Hoffman

El gran actor de 46 años Philip Seymour Hoffman, varias veces nominado a los Oscar y finalmente ganador por su trabajo en el film Capote, fue encontrado muerto en su apartamento de New York. Según se comenta, su cadáver tenía, clavada en el brazo, una aguja conteniendo heroína. Resulta increíble que alguien tan importante, con toda una encomiable carrera y un prometedor futuro, se dejase dominar tan totalmente por  las drogas. Cuesta comprender hasta qué punto, contra toda lógica, un ser humano admirado y valorado puede vivir sumergido en un mundo de soledad e inseguridades capaz de conducirle a  tan oscura muerte. Los artistas de todos los gremios  parecen ser proclives  a caer en  dependencias patológicas, lo cual con frecuencia nos priva de sus vidas y consecuentemente de sus talentos. Algo lamentable.  Espero que Philip Seymour Hoffman al fin haya encontrado la paz.

Próximo capítulo: Mi regreso al teatro.
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