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Channel: Yolanda Farr
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Instantánea 69 - ¡Ay, los grandes divos…!

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Frente al mar de Canarias
Siempre que he visitado las islas canarias me ha sucedido lo mismo; el suave viento insular ha transportado mi espíritu a uno de esos históricos bergantines que, durante décadas, cargados de guanches ansiosos por realizar la zafra y regresar a su isla con los dineros que esa difícil y ardua labor les proporcionaba, habían cruzado el mar con destino a Cuba. Ignoro en qué punta del océano se originó el contagio, si esas tremendas similitudes viajaron del Caribe  al otro extremo del Atlántico o viceversa pero el caso es que estar en Canarias tiene como resultado infalible que me se sienta embelesada con aromas, colores y sabores, tan semejantes a los que alimentaron mi infancia y adolescencia cubana,  que se produce  en mí una nostálgica sensación de “déjà vu”. Y para completar el encantamiento está el dulce acento de su gente, sus productos y terminologías tan semejantes a las de mi isla de adopción, la guagua,  la papaya, el anón, el aguacate, el mango, el mojo, el tasajo, “mi niño”, “oye vieja”,  “¿pero qué apuración tú tienes..?”

La cena de Nochebuena que nos ofreció el Cabildo de Las Palmas de Gran Canaria fue un combinado de sabores que sorprendió a mis compañeros de teatro al tiempo de despertaba en mí sensaciones, placeres gustativos, dormidos pero nunca olvidados. Aquel cochinillo asado “al ast”, tan semejante al que aromaba en ocasiones los jardines cubanos, me trajo a la memoria  la entrañable imagen de Sira, la madre de mi Lucy, inclinada sobre esas brasas semienterradas en el suelo de su pequeño jardín. (Ver instantánea 42). El recuerdo de sus curtidas manos girando regularmente el cuerpo ensartado de un lechón que, poco a poco, iba tomando un apetitoso color a oro viejo, me conmovió. Incluso llegué a oír el acostumbrado crepitar de su grasa goteando y fundiéndose sobre el fuego. Memorias estas pertenecientes, por supuesto, a una época en la que Cuba era una tierra bendita, creada por Dios para el disfrute de TODOS sus habitantes, nacionales o extranjeros. Un retrato hace tiempo borrado de la cotidianeidad cubana.

Bodegón de Jesús Acántara
Tras aquella opípara cena, cuya intención era introducirnos en la gastronomía canaria, la llegada de varios carritos casi sumergidos en colores de un fauvismototalmente tropical, fue el perfecto colofón. Frondosas pilas de frutas amarillas, rojas, verdes, marrones, exacerbaron la curiosidad de mis compañeros peninsulares y enloquecieron mis papilas y fue  largo el tiempo que pasé presentándoles a esos  "infelices ignorantes” los jugosos y rojizos mangos, las verdes guanábanas, las anaranjadas y provocativas papayas o aquellas piñas, engañosamente agresivas, pero con un corazón de pura miel, que en el resto de España tan solo se conocían en su insustancial versión del enlatado. Grande fue, en esa Navidad, la hospitalidad canaria.


Rodero y yo en el estreno de La pereza.
Las Palmas de Gran Canaria
 A la noche siguiente comenzó, en el Teatro Pérez Galdós, mi trabajo en la compañía de José María Rodero y mis experiencias con  ese contradictorio personaje.

Rodero era, sin duda, un gran actor. Su prestigio era enorme y sus admiradores incontables. Mencionar su nombre provocaba, como reacción,  un despliegue de flores y loas. Sin embargo creo que nunca he trabajado con alguien más inseguro e hipocondríaco que él. Y la primera flagrante demostración la tuvimos aquella  noche del estreno de La pereza, comedia con tintes ácidos del argentino Talesnik, en la que Rodero estaba genial.

Existía en los proscenios de todos los escenarios un pequeño habitáculo llamado “la concha”, el cual se cubría con una balda de madera cuando no se utilizaba, y desde donde un apuntador seguía los textos de los actores, siempre dispuesto a ayudar en el caso de que alguien perdiera la letra o se metiera en uno de esos “jardines” tan temidos por los intérpretes. Esta costumbre, necesaria en los días en que las compañías llevaban un repertorio de varias obras, representando cada día una distinta, hacía años que había desaparecido. Pues bien, tras unos perfectos ensayos lo menos que esperábamos ver al levantarse el telón era, erguida entre nosotros y el público, aquella  reliquia del pasado. La concha abierta y con habitante. Pero ahí estaba esa especie de diminuta gruta entre cuya semipenumbra se podía observar el busto de  una persona, invisible naturalmente para el público, pero notorio para nosotros, que sostenía en las manos un libreto abierto. Así que el desconcierto inicial fue grandioso. En ningún momento de la representación resultó necesaria la intervención del apuntador pero la ya mencionada inseguridad de Rodero era tal que, prácticamente durante el tiempo que duró la gira, aquella espantosa joroba afeó el proscenio de nuestros escenarios. Y este fue tan solo el primer síntoma de su “enfermedad”.

Casi un mes estuvimos saltando de isla en isla y de éxito en éxito. Un tiempo durante el cual me convertí en una pluriempleada: primera actriz, sucedánea de enfermera y sobre todo paño de lágrimas de aquel pobre gran actor. Cada vez que Rodero me mandaba a decir con el regidor que fuese a su camerino yo temblaba pensando en qué pasaría esta vez. Si esto tenía lugar antes de empezar la función A dos barajas el mal solía ser un cólico, una jaqueca o un dolor de garganta, afecciones que al poco tiempo descubrí  eran psicosomáticas. Si reclamaba mi presencia durante el intermedio era para comentarme angustiado que un espectador se había movido inquieto durante ese primer acto o que alguien del público había tosido en medio de su escena más dramática. “Esta función no interesa”, afirmaba a pesar de las grandes ovaciones y estupendas críticas que los periodistas le dedicaban. “Estoy haciendo el ridículo. Esto no gusta, esto no gusta”, repetía con ese dramatismo que generalmente conservaba incluso fuera del escenario. Estoy segura de que todos soportábamos estas tensiones por tres motivos; primero; libre de sus “neuras”, en su trato cotidiano, Rodero resultaba un ser entrañable, segundo;  indiscutiblemente era un gran actor y tercero y fundamental porque sabíamos que, al finalizar los cuatro meses de gira, nos esperaba una larga temporada  en el prestigioso teatro La Comedia de Madrid.

A dos barajas en el estreno de Sevilla
Mientras volábamos hacia Sevilla con el fin de hacer nuestro estreno peninsular en el teatro Álvarez Quintero, nuestro divo, en medio de uno de sus peores ataques de inseguridad y aprovechando que tenía reunida a toda la compañía en el avión, nos confesó que no quería representar más el papel de aquel cura “disoluto” de A dos barajas. Empero, dijo, los empresarios de provincias,  a cuyos oídos había llegado el gran éxito de Rodero  en esa escena de la muerte del sacerdote, desplomándose frente al altar como fulminado por un rayo justiciero entre bravos y ovaciones,  rechazaban nuestra segunda obra, La pereza, y que por lo tanto estaba pensando seriamente en disolver la compañía. No entiendo cómo o porqué, pero se le había metido en la cabeza que estaba haciendo el ridículo con aquel melodramático papel y que eso iba a ser su  “ruina profesional”.
Estreno de La Pereza en Sevilla

Todos quedamos apabullados por lo que el posible rescindir de nuestro contrato significaría. Y en ese peligroso instante tomé una decisión, cosa que realmente debía haber hecho tiempo atrás. Nada más llegar a Sevilla, a primera hora de la mañana, llamé a Madrid a su esposa, la también actriz Elvira Quintillá y le conté todo lo que estaba ocurriendo. Dos horas antes de levantar el telón aquella brava mujer estaba ya encerrada con Rodero en su camerino y, no sé gracias a qué sortilegios,  esa tarde pudimos disfrutar de la más brillante representación del actor. Elvira continuó gran parte de la gira con nosotros, para sosiego de intérpretes, técnicos y empresarios y, sobre todo, para mi descanso. A partir de ese momento, afortunadamente, se acabaron las convocatorias en su camerino que sumaban a mi labor actoral un estrés innecesario.

En Madrid la situación de mi familia se iba estabilizando. Habían logrado localizar  un par de amigos de su época dorada y con ellos recorrían a menudo las  pocas antiguas tascas  que habían sobrevivido al paso del tiempo, naturalmente reviviendo éxitos, resucitando a compañeros muertos, todo con esa alegría conque la memoria suele exaltar los buenos momentos y amortiguar los malos.

Jesús había establecido contacto con una Galería de Arte en Jerez y trabajaba entusiasmado en una nueva exposición, eso sí, sin abandonar la diaria atención a esa familia mía que ya le adoraba.


A que te pillo. Cuadro de Jesús Alcántara
Pero la comuna estaba atravesando por un estado de inestabilidad. Escarpanter había notificado la próxima llegada de su novia cubana, Gina,  y su intención de contraer matrimonio  lo cual por supuesto supondría para él una nueva vida lejos de nosotros.
El comunero Carlos Álvarez y su novia, Jesús y yo
También Carlitos Álvarez iba a recibir a una novia de la cual desconocíamos la existencia, pero que venía con firmes intenciones de casarse. Estaba claro que, cuando faltaran esos dos miembros de la comuna, y no estando en disposición de admitir a nuevos compañeros, esta tendría que desaparecer.  Básicamente sabíamos que nunca encontraríamos a personas con las que se estableciera una tan perfecta compenetración. Había que ir aceptando, pues,  que las maravillosas experiencias vividas comunitariamente pasarían prontamente a formar parte, como tantas otras de nuestras vidas, al mundo de los recuerdos. Por mucho que nos doliera.

Pepe Hervás, José Vivó, Estanis González y yo en Granada
La gira con Rodero continuó en un principio por Andalucía,  Granada, Córdoba, Jerez, Málaga, donde Jesús se unió a nosotros por unos días. Al fin mi “familia política” pudo verme realizando un buen trabajo. Quedaron tan encantados que nuestras relaciones se volvieron cálidas y respetuosas. A partir de ese momento dejé de ser para ellos una “pilingui” y me convertí en una ACTRIZ. Luego pasamos al norte, este y centro del país. Y fue en Salamanca donde el divo nos comunicó oficialmente que había rescindido el contrato con el teatro de La Comedia y que, por lo tanto, el tan ansiado debut en Madrid nunca tendría lugar. Así mismo, los cuatro meses de gira iban a quedar reducidos a tres y poco.
José Vivó, Jesús, Hervás, yo, Estanis González y Luis Porcar.
Ágape en el ayuntamiento de Córdoba
Aquello fue un palo garrafal para todos, pero sobre todo para mí. No fue solo por quedarme en la calle sin proyecto de trabajo alguno y con la responsabiliad que mantener a mi familia.  El debutar en la capital como primera actriz de Rodero hubiese sido reentrar al mundo teatral capitalino por la puerta grande. Subir de categoría un gigantesco escalón. Pero aquellos “esto no gusta”, “estoy haciendo el ridículo”, “sería mi ruina profesional” se habían grabado a fuego en la frágil autoestima del actor y ni siquiera los consejos de su esposa Elvira o la auténtica pena que le daba dejarnos parados, pudieron con su enfermiza inseguridad. Como resultado José Vivó, Estanis González, José Hervás, Luis Porcar, Laura Ripoll, José Pagán , María del Carmen Pagán y yo, esa compañía que con tanta paciencia había sobrellevado las veleidades de nuestro divo, quedó varada, el día uno del mes de abril, en las inhóspitas playas del desempleo.
En mi caso, afortunadamente, por poco tiempo ya que, unos días después de mi regreso a Madrid, otro gran divo de la farándula solicitó mis “servicios”: El galán de galanes Alberto Closas.


Necrológica. Mi gran amigo Juan Cueto-Roig me acaba de enviar desde Miami la noticia del fallecimiento, en la Habana y a la edad de 90 años, de  Elvira Cervera. maestra, locutora, directora,  actriz y sobre todo  luchadora a favor de la integración de actores de todas las razas en los repartos cubanos. Es decir, la integración interracial. Su cuerpo fue expuesto en la funeraria de Calzada y K, en el Vedado. Que en paz descanse
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Próximo capítulo.¡Pues anda que las grandes divas...!

Instantánea 70 - ¡Pues anda que las divas…!

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Foto Jesús Alcántara



Al llegar a Madrid, el primero de abril de 1972, tras el malogrado proyecto teatral con José María Rodero, me esperaban un par de experiencias importantes. En primer lugar la “comuna” se desmembraba irremediablemente. Pepe Escarpanter había contraído matrimonio con Gina y vivían, desde hacía unos días,  en otro apartamento, por aquello de que “el casado, casa quiere”. Completamente comprensible. Pero, para más inri, Carlitos Álvarez iba a recibir la llegada de su novia la próxima semana y el proceso sería el mismo. Así que el resto de los comuneros,  Carlos Rodríguez, Álvaro Marrero, Jesús y yo nos vimos forzados a lanzamos en busca de unos alojamientos BBB, es decir buenos, bonitos y baratos, ya que debíamos dejar la casa al finalizar ese mes.  Los “asiduos” tendrían que repartirse o jubilarse, pues los tiempos de “vino y rosas” iban a desaparecer y con ellos una época de algarada juvenil que nunca se volvería a repetir.

Los que quedábamos en convivencia, con el corazón encogido, no podíamos evitar que, en los momentos más insospechados, al cruzarnos en el pasillo o al compartir las tareas culinarias, tal vez con los platos aún mojados en las manos, el repentino surgir de una lágrima o un sollozo nos fundiera largamente en un abrazo. Eran muchos los ratos buenos y malos, muchas las experiencias vividas en esos improvisados saraos y bajo la cómplice mirada de aquella inefable y enorme copa de cristal llena de coñac, la cual, por cierto,  se decidió que quedaría en mi posesión. Todo muy emotivo y triste.

Jesús y yo barajábamos la posibilidad de tomar un apartamento algo más grande y traer con nosotros a mi familia pero mi querido padre, con esa humanidad e inteligencia que siempre le habían caracterizado, nos convenció para que siguiéramos en pisos separados, “pero eso sí, muy cerquita, por favor, Yolincita”. Ellos sabían que nuestra forzosamente ajetreada vida no compaginaba con la de ellos, tranquila y ordenada. Sin duda estaban en lo cierto. Afortunadamente tras pocos días de búsqueda encontramos una vivienda muy adecuada, de alquiler moderado, dos dormitorios, un amplio salón comedor, una cocina, un baño y una radiante luz que entraba por los grandes ventanales. Lo más maravilloso, y que tanto había echado de menos en la “comuna”, era que tenía  agua caliente y calefacción central. Todo un lujo. Para más fortuna el lugar estaba a pocas cuadras de distancia de ellos, en la calle Virgen del Sagrario. Lo malo de la situación era que los gastos se iban a incrementar bastante, pero la juventud y el conocimiento de nuestros valores nos hacía afrontar el futuro sin demasiada inquietud. Dios proveería y nosotros lo aprovecharíamos.


Alberto Closas


Y efectivamente Dios proveyó. No había pasado más de una semana desde mi regreso cuando mis representantes, Mari Carmen Calleja y Antonio Collado, me comunicaron que Alberto Closas me solicitaba para su próxima producción. Yo estaba exultante. Desde mi adolescencia había admirado a ese gallardo galán de voz profunda, potente y embrujadora, algunas de cuyas películas viera, conmovida y hasta enamoriscada, allá en Cuba. Trabajar con él en Madrid sería tan importante como el frustrado estreno con Rodero en A dos barajas. Era una justa compensación.




Closas me había citado para la primera lectura en el teatro Club y allí me presenté, puntal y emperifollada, prácticamente sin información al respecto, pues el proyecto me parecía tan interesante que ni siquiera pregunté mi salario, cosa que nunca se debe hacer. Y aquella tarde sufrí mi primera nueva decepción. Closas no sería mi galán si no el director de la obra. Mi papel era, nuevamente el de la mala, la amante, es decir “la segunda” pero en comparación, eso no me afectaba.  La parte buena del asunto era que tendría la oportunidad de ser la antagonista de una de las actrices que más admiraba en esos momentos, Lola Herrera. Su pequeña y delicada figura, su tierna vena dramática me parecían formidables.

Lejos estaba de suponer lo que aquella mujer me haría sufrir.

Desde el comienzo de los ensayos algo andaba mal entre la diva y el director, aún más divo. El carácter de Alberto no se podía catalogar como dulce y controlado. De hecho sus indicaciones estaban llenas de palabras como ”¡joder!”, “esto es una mierda” o “¿en qué coño estás pensando?”, es decir que más que obedecer sus órdenes debía uno leer entre líneas y, a veces, hasta adivinar sus pensamientos para evitar irritarle. Aunque sus rectificaciones estaban llenas de razón, la forma de expresarlas era bastante brutal. Como ya dije antes, era un gran divo. Pero por alguna extraña razón él y yo congeniamos desde el primer momento y para mí nunca hubo ni una voz altisonante. Parece que eso ya comenzó a molestar a Lola Herrera y a su compañero en la vida y primer actor de la función Manuel Tejada, al cual Closas, no considerándole nunca un verdadero galán, atosigaba a consejos e indicaciones que Tejada no entendía o no sabía aplicar.

Los ensayos se sucedían cargados de tensión  hasta que finalmente llegó el punto de eclosión. Desgraciadamente fui yo, sin quererlo, el detonante. En medio del momento clímax de la obra, en la escena en que el trío amoroso que formábamos en la ficción Lola, Manuel y yo nos debatíamos en un  ingenioso maremágnum de encuentros y desencuentros, reproches y mentiras, se oyó la atronadora voz del director gritando, “¡ya está bien! ¿Es que no tenéis idea de lo que es la alta comedia? Pues bastaría con que os fijarais en la señorita Farr.” Eso fue lo peor que podía haberme pasado. Aquellas palabras  me apartaron de la pareja protagonista durante todo el tiempo que duré en esa compañía.

Al día siguiente, faltando tan solo diez para el estreno, Alberto Closas renunció a la dirección, supongo que considerando sus esfuerzos inútiles, y Ramón Ballesteros ocupó su lugar. Es decir, simbólicamente, pues ya no hubo más correcciones o indicaciones, ni para bien ni para mal.

El viernes 19 de Mayo se estrenó en el Teatro Club aquella obra, El amor propio, de Marc Camoletti, con un reparto compuesto por Lola Herrera, Manuel Tejada, Marta Puig, Pedro Valentín, Mariluz Olier, Antonio Cerro y una Yolanda Farr  tratada por la cabecera de cartel con un desprecio que nunca había sufrido y afortunadamente nunca volvería a sufrir.

Manolo Tejada y yo.                                                        Antonio Cerro y yo
Fotos Manuel Martínez
Las funciones se convirtieron para mí en travesías de hora y media por el infierno. Cada día era víctima de algún desaire. Cuando había alguna entrevista radial ni se me advertía ni se me mencionaba. Los periodistas jamás llegaban a atravesar la alambrada de púas con la que habían rodeado mi camerino. Y lo peor era que, aquella diva con la que tenía mis más importantes momentos como actriz, contraviniendo todas las leyes teatrales, me trataba en escena como si yo fuese un holograma. Tejada, a instancias de Lola, entraba con frecuencia en mi camerino para darme airadamente alguna absurda corrección. Mis compañeros en la obra me contaban como del seno de la compañía brotaban comentarios calumniosos contra mí, que si era impuntual, que si salía a escena con las medias rotas, que si no me lavaba el pelo, acusaciones tan absurdas para ellos y para los que me conocían que les causaban auténtica indignación. Pero una tarde la cosa se volvió totalmente intolerable.

Miguel Picazo
Miguel Picazo, el inolvidable artífice de la película  La tía Tula, me había ofrecido un pequeño papel de continuidad en una serie televisiva que estaba dirigiendo. El compaginar TV o cine con el teatro era algo muy frecuente en la profesión, siempre presionada por los a veces tan largos impases entre trabajo y trabajo. La cosa es que, cada mañana a las 7, yo debía estar en maquillaje de Televisión Española y cada tarde a las 5 me ponían un coche de producción para que pudiera llegar con tiempo sobrado a las representaciones. Esto último fue una deferencia de Picazo, ese hombre maravilloso, quien estaba empeñado en que yo era la persona idónea para ese rol y de cuya amistad disfruté posteriormente durante largo tiempo. A mis jóvenes años y con excelente preparación física aquello estaba para mí “chupao”, como se dice por estos lares.

Sentada ya en mi camerino del teatro y arreglándome para la función, una tarde sentí abrirse bruscamente la puerta, y escuché desde el umbral a Manuel Tejada, el “mensajero real” lanzarme, con tono destemplado, estas palabras: “¡esto no puede seguir así! Llegas al teatro con “cara de culo” y las facultades mermadas. Eso está perjudicando no solo a tu trabajo, si no al resultado total de la obra. Has bajado muchísimo el tono y la intensidad de tu interpretación lo que obliga a Lola a esforzarse intentando recuperar el ritmo en sus escenas contigo. O dejas la televisión o se te despedirá de la compañía.” Y con un portazo tan violento que tuvo “efecto bumerang” puso broche final a su perorata. Yo me quedé momentáneamente petrificada.  Los rostros descompuestos de los compañeros que iban entrando en mi camerino y sus indignados comentarios me fueron sacando del trance. Por supuesto lo habían oído todo.

Marta Puig y Pedro Valentín. Fotos Cabrera
“Esto es increíble, son celos”, decía Mariluz Olier, “no hagas puto caso, lo que dice es absolutamente falso”, afirmaba Antonio Cerro mientras mis encantadores amigos Marta Puig y Pedro Valentín, abrazándome cariñosamente exclamaban “si se les ocurre despedirte nosotros también nos vamos.” En fin que sin sospecharlo, “los jefes” habían provocado un mini “alzamiento del 2 de Mayo”, solo que en este caso no era contra los franceses sino contra la absurda injusticia que cometían dos personas cuya aversión hacía mí nadie comprendía. 

Sinceramente, Lola era una importante figura, una gran actriz y encarnaba perfectamente el papel de aquella elegante y culta mujer que, con ingenio y educación, se enfrentaba a la casquivana amante de su marido. ¿Qué sombra podía hacerle una actriz prácticamente novata en España, a pesar de las estupendas críticas que hubiera recibido en el estreno? Como empresarios ¿no consideraban ideal que todos los miembros de la compañía fuesen  brillantes y celebrados? ¿Era posible que el exabrupto de Alberto Closas durante los ensayos, admitamos que exagerado, hubiera herido tan profundamente el orgullo de la Herrera?


El caso es que, gracias al apoyo de mis compañeros, sacando fuerzas de flaqueza, me dirigí al camerino de la diva para hablar con ella del asunto. “Lola, quiero que me expliques qué pasa conmigo”. Solo pude llegar hasta ahí pues con esa increíble frialdad que era capaz de impartir a su voz, sin dirigirme ni una mirada, me soltó esta frase, “a mí no me digas nada. Si tienes alguna queja dirígete al director o al primer actor”. Obviamente no había comunicación posible. Aquello no tenía arreglo. Así que mis últimas palabras fueron, “a partir de este momento me despido de la compañía. Te lo notifico con los 15 días prescritos por ley.”

Marta, Pedro, Mariluz y Antonio me esperaban en mi camerino. Les conté lo sucedido y tras una larga charla, logré convencerles de que no tomaran ninguna actitud solidaria conmigo. Ellos eran mis amigos y bastante difícil estaba la profesión como para renunciar a un trabajo seguro, gira incluida.


Lola Herrera, Antonio Cerro
yo y Manolo Tejada.
Foto Manuel Martínez.

Los siguientes 15 días de espera fueron espantosos, aunque al menos las visitas de Tejada a mi camerino cesaron. No veía el momento de abandonar aquel teatro Club al que con tanta ilusión me había dirigido unos meses atrás. Pero el problema era que pasaba el tiempo y no había señal alguna de que mi sustituta hubiese comenzado a ensayar. Cuando faltaban escasos días para que se cumpliera el plazo que les había dado, recibí una satisfacción impagable: Tejada me suplicó que les concediera una prórroga pues no encontraban a la “actriz adecuada”. Con una alegría que debía salirse por mis ojos como chispas de fuego divino me di el lujo de concederle una semana más. “Una semana improrrogable, Manolo”, afirmé.

Lo que sucedía era que, conocedores de la actitud de la pareja hacía mí, nadie quería contratarse con ellos. De nuevo en mi vida comprobaba aquello de que “en el pecado está la penitencia”.

Una semana después mi tortura terminó. Alguien, aún con más necesidades económicas que yo, aceptó el papel. Pero su permanencia en la compañía no fue larga. También acabó despidiéndose. Sin duda el mal ambiente reinante le fue insoportable.

Lola Herrera
Nunca más se me volvió a plantear la posibilidad de trabajar con Lola Herrera, afortunadamente,  pues no me ha gustado jamás rechazar un trabajo. ¡Y vaya si lo hubiera hecho!

Manuel Tejada
Manolo Tejada y ella rompieron sus relaciones sentimentales un tiempo después y Lola continuó en solitario una exitosa carrera.

Manolo sobrevive en esta profesión, arrepentido sin duda por la forma en que se comportó conmigo ya que, cuando hemos coincidido en algún acto me mira con ojos de carnero degollado e intenta infructuosamente establecer  una conversación. No volví a dirigirle la palabra. Lo siento. Hay cosas que no se pueden olvidar ni perdonar.

Y hasta aquí esta historia de cómo el divismo mal entendido puede transformar a  una mujer con indiscutible talento, en un ser absolutamente insoportable.

Necrológica.
Tomás Picó
A los 73 años, el actor y director Tomás Picó ha fallecido  de un limfoma en Tarifa, lugar que escogió para fijar su residencia en el año 1995. Allí desarrolló una importante labor sociocultural, montando un taller de teatro y poniendo en pie numerosas funciones. Había debutado en el Teatro Eslava el año 1960 y en su haber consta un abultado número de películas y obras de teatro. Durante 10 años vivió  y trabajó con éxito en Italia, tanto en cine como en teatro, etapa de su vida que nunca olvidó.
Pero todo esto es hojarasca.
A los 73 años ha muerto en Tarifa un  amigo íntimo, un ser tan hermoso como entrañable con el cual compartimos Jesús y yo varios hermosos años de nuestra vida.  Su benévolo carácter, su hospitalidad y su espíritu universal lo convertían en un ser enormemente cálido.  Su sentido del humor, en  el compañero ideal para risas y fiestas. Su clásica belleza,  en una auténtica delicia para la vista. Y hasta aquí llego. Cuando algo duele tanto  solo  el homenaje del silencio y el eterno recuerdo tienen valor.
Pronto Tomás Picó entrará en mi blog y lo conoceréis como el joven vital y alegre que enamoraba a todos los que le rodeaban.


Próximo capítulo. Cuando una puerta se cierra un portalón se abre.



Instatánea 71 - Cuando una puerta se cierra un portalón se abre.

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Foto Jesús Alcánta
Agitadillo fue ese año 1972. El decepcionante final  de la gira con Rodero, la dolorosa disolución de mi querida “comuna”,  nuestra mudanza al apartamento de la calle Virgen del Sagrario, mi participación en la obra de teatro El amor propio, en la cual solo había resistido un mes a causa de los ataques que el enfermizo divismo de la pareja de actores protagonistas me había hecho sufrir o mi primera aparición en Televisión Española y el descubrimiento de la terrible mediocridad que reinaba allí, principalmente sangrante en lo referente a los luminotécnicos del medio. Yo, que venía de trabajar en Cuba con los mejores iluminadores y camarógrafos, me asombré al ver la falta de respeto por los artistas de la que hacían gala estos señores. Primeros planos sin prácticamente retocar las luces, decorados con innecesarias zonas oscuras, sombras que las figuras de los actores proyectaban sobre los decorados  y encima un despotismo que te impedía dar una sugerencia o hasta hacer una pregunta. Referente a la absurda “especialización” imperante tengo una anécdota que nunca olvidaré y de la que fui víctima durante aquellas grabaciones.   En una ocasión un gentil camarógrafo con el que había entablado amistad  me dijo, cautelosamente, “Yolanda, échate unos veinte centímetros a tu derecha porque estás fuera de luz”. Puesto que me encontraba en esos momentos sentada, siguiendo su indicación moví mi silla esa casi  imperceptible distancia. De pronto  un desagradable grito me alertó; “¡señorita, no se le ocurra tocar la escenografía. Para eso están el regidor o el decorador!” Como resultado hubimos de esperar alrededor de veinte minutos, todos en stand by , a que uno de esos dos “super especialistas” apareciese por el plató.

Ni siquiera Miguel Picazo, el director de esa serie en la que yo participaba (y que indirectamente había sido la causante de mi rompimiento con la compañía de Lola Herrera y Manuel Tejada, ver Instantánea 70) podía luchar contra la desidia y estrechez de miras de aquellos “funcionarios” que solo estaban interesados en que se respetaran estrictamente los cortes para su “cafecito”, uno cada dos horas, y el horario estipulado para finalizar la grabación, llegando incluso a cortar un rodaje cuando faltaban cinco minutos para terminar una escena o incluso  finalizar enteramente la grabación de un programa. Esos casos, de más de uno fui testigo, suponían un problema para el director. Teniendo  fechas limitadas para completar su trabajo,  una jornada de retraso le causaba grandes problemas de cara a la dirección general de Televisión Española, en esos tiempos la única del país, y que como pertenecía  al gobierno, estaba totalmente bajo su control político y hasta moral. Es decir que la  archimencionada censura también tenía en ella clavadas sus garras. Por cierto que, durante la grabación de un posterior programa tuve que soportar  las babosas manos de uno de esos “señores” tocarándome los senos con el pretexto de colocar en mi pronunciado  escote ese muy conocido, púdico y odiado “pañuelito”. ¡Había que proteger las “virtudes teologales" del televidente,  tan frágiles ante la visión de unos centímetros de carne fresca! Como veréis, agitadillo el año, hasta aquel momento, y bastante desagradable.

Quizá por ser la serie de Picazo de bajo presupuesto   trabajábamos con tan solo dos cámaras, una para planos generales y otra para primeros planos, con la inevitable demora que aquello significaba cuando el director quería hacer uso del plano y contra plano.

En los departamentos de maquillaje y peluquería había dos clases sociales perfectamente delimitadas; los primeros actores y “el resto”. Si pertenecías al segundo grupo solo te quedaba el recurso  del  “amiguismo”, es decir, poder intimar con algún maquillador o peluquero y que así te colara en el grupo de los “preferidos”. Yo tuve una gran suerte en ese sentido pues logré la amistad de los dos mejores profesionales del medio; Esther, peluquera, y Johnny, maquillador. De ese modo, a lo largo de mi posteriormente larga participación en TVE, fueron siempre ellos los que se encargaron de mis caracterizaciones.


A los pocos días de despedirme de la compañía de Herrera y Tejada finalizó también mi participación en la serie de Picazo, aunque no nuestra amistad, como más tarde se demostraría. Pero aquello no fue un gran problema. Desde hacía algún tiempo, mientras aún estaba en el Teatro Club, me había entretenido urdiendo la trama de un espectáculo basado en los cuplés de principios del siglo XX, escuchando e imitando esas voces nasales y atipladas de  cancioneras como La Chelito, La Fornarina o La bella Otero y divirtiéndome con las pícaras letras  que con tanta gracia interpretaban. Con el “monstruo” del show totalmente terminado, es decir, las canciones ensayadas gracias al gentil acompañamiento del pianista Luis Villa Landa, y los textos esbozados con la ayuda de mis compañeros y amigos Luis Corominas y Juan Llaneras, les hablé del proyecto a mis representantes y tan solo días más tarde me consiguieron la oportunidad de estrenar el mini espectáculo en la sala Top Less, lugar de gran prestigio ya que era,  desde hacía tiempo, el reino de los grandes cómicos Tip y Coll.
 y
Tip y Coll
Casualmente ellos habían exigido, días antes, dos semanas de descanso y nosotros llenaríamos  ese hueco en la programación.

Dada la relativa escasez de trabajo, en comparación con la profusa cantidad de jóvenes actores y actrices desesperadamente ansiosos por “currárselo” en los escenarios, en aquellos días se comenzó a poner de moda el “café-teatro”. Eran estos unos pubs, acondicionados con un pequeño escenario, gracias a los cuales artistas y escritores noveles y veteranos tenían la oportunidad de ver sus nombres "en el candelero". Surgieron por aquellos tiempos multitud de esas salas,  algunas de las cuales se hicieron famosas y longevas como Long Play, King Club, Picadilly, La Fontana, Top Hat, o el anteriormente mencionado Top Less, del cual en próximos capítulos tendréis información en abundancia.

J.J. Alonso Millán
Autores entusiastas y prolíficos como Juan José Alonso Millán, Vizcaíno Casas, Adrián Ortega, Jorge Llopis o Enrique Bariego, dedicaron gran parte de su ingenio a estos menesteres. (Con el primero, poco tiempo después mantendría una estrecha labor profesional en obras como Bailando se entiende la gente, Los misterios de la carne o El Decamerón; con guiones del segundo trabajaría en películas como La boda del señor cura, Los hijos de papá o¡Niñas, al salón!; de Bariego estrenaría la obra Camasseparadas, un éxito tan grande que hubimos de reponerla, en otro teatro, un año después, y con textos de A. Ortega y del genial J. LLopis, montaríamos la única revista en la que he participado a lo largo de toda mi carrera artística española. Pero de todo eso escribiré en su momento).

Vizcaíno Casas
Decididamente era una experiencia aleccionadora trabajar  a nivel de un público por cuyas bocas y cerebros  el whisky corría en abundancia. Eliminada la tan protectora “cuarta pared” teatral el contacto directo con los espectadores era a la vez estimulante y aterrador.

Titulé  mi espectáculo “cupletero” Camp a go-go y con la coreografía de la gran Nadine Boisaubert y cuatro bailarinas, a partir de junio estuvimos cubriendo exitósamente las dos semanas que Top Less nos había ofrecido.

Citröen Dos Caballos
Durante los días veraniegos de inactividad que siguieron a mi aleccionador descubrimiento del café-teatro, dividido mi ánimo entre la consabida inseguridad que el paro crea en los artistas y el goce proveniente de  poder estar al fin con mi familia, dediqué todo mi tiempo a mis seres queridos. Jesús, que con las ventas de su exposición en Jeréz había comprado un adorable y viejo coche Citröen Dos Caballos, nos llevaba al vasto campo que rodeaba Madrid, a veces a zonas frescas y boscosas, otras a la orilla de algún río, y allí, entre risas y chorritos del rico vino nacional,   exprimidos alegremente de una típica bota española, dábamos cumplida cuenta de la tortilla de patatas hecha por mi tía o de los escalopes que, con mejor voluntad que sapiencia,  yo había preparado. Mientras, aquel foxterrier regalo de bienvenida de mi amigo Salmerón a la familia, Bobby, disfrutaba entusiasmado con la libertad de corretear a nuestro alrededor  mientras descubría, sorprendido, su instinto de cazador persiguiendo moscas y mariposas.

Bota de vino
A la inevitable hora de la siesta, cuando los estómagos estaban saciados y los corazones agotados de tanta felicidad, mi familia descabezaba un sueñecito bajo la sombra de los pinos o los abetos. ¡Entonces era nuestro momento! Sigilosamente Jesús y yo nos internábamos entre los árboles o la maleza y, una vez perdido visualmente todo contacto con la civilización, hacíamos el amor a la manera de los faunos y las ninfas, en pleno contacto con una naturaleza que recibía gustosa, y yo diría que hasta agradecida, nuestra efervescente pasión.

El regreso a Madrid, cinco personas y un perro apretujados en el pequeño Dos Caballos, al que bautizamos irónicamente “El Furia” ya que no alcanzaba, eso sí, con un entusiasmo conmovedor, más de los 70 kilómetros hora, era un espectáculo digno de una película de los Hermanos Marx.

Esos fueron días felices. Pero como todo lo bueno, con sabor a poco. Casi antes de darme cuenta ya recibía una oferta de trabajo imposible de rechazar, así que me integré inmediatamente a los ensayos de una obra que batiría el record de permanencia en las carteleras madrileñas,  más de diez años;  Sé infiel y no mires con quién. Seestrenó a  mediados de agosto del 72 en el teatro Maravillas  con un reparto de lujo; Pedro Osinaga, Licia Calderón, Pepe Sacristán, Julia Caba Alba,  José Cerro, Manuél Salguero, Bárbara Lys, Paquita Villalba, Romero Godoy y Yolanda Farr como coprotagonista, luciéndose en un divertido papel y con un sueldo que se iba incrementado conjuntamente con su prestigio.  


En la foto, de izquierda a derecha, José Sacristán, Romero Godoy, Bárbara Lys,
Pedro Osinaga, Julia Caba Alba, Licia Calderon y yo
Después que aquella puerta  se me cerrara en junio, cuando me despedí de  la compañía de Lola Herrera y Manolo Tejada,  de pronto un portalón se estaba abriendo ante mí, ¿cómo no iba a lanzarme a la "conquista de la plaza” con todo mi entusiasmo?

 Necrológica.
Sara Montiel
Ha muerto Sara Montiel, "Saritísima", sin duda la primera y más internacional de nuestras actrices cinematográficas. Triunfadora en el Hollywood de los años dorados con películas como Veracruz, Yuma o Serenade  logró tras esa etapa lo "más difícil todavía"; ser profeta en su tierra. Films como La violetera, El último cuplé, La reina del Chanteclair y muchos otros se han convertido en piezas de adoración y han hecho  de ella la fulgurante estrella que continuó siendo hasta su muerte, a los 85 años. Las veces que la traté personalmente tuve la oportunidad de comprobar que, tal y como decían sus amigos, en el trato normal  su comportamiento nada tenía que ver con aquel personaje, distante y un poco simple que, con gran ojo, había asumido para su trabajo y de cara a sus fans. En paz descanse el ídolo de multitudes. En paz descanse esa manchega nacida en Campo de Criptana,  cálida e inteligente, que algunos tuvimos la suerte de conocer fuera de la pantalla.

Próximo capítulo. El primer desgarro definitivo.

Instantánea 72 - El primer desgarro definitivo.

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Foto Jesús Alcántara
Qué hallazgo magnífico fue conocer a Víctor Andrés Catena, el hombre que dirigió Se infiel y no mires con quién, aquel éxito clamoroso que en agosto del 72 estrenamos en el teatro Maravillas. El título era una burda pero comercial adaptación del que los ingleses, Cooney y Chapman, habían dado a su delicioso vodevil Not know, Darling. La empresainvitó a estos autores  al estreno de la función y quedaron encantados con la versión española, hecha por Artime y Azpilicueta. Como buenos comerciantes, intuyendo el éxito que su obra tendría en España, no pusieron ni una pega al montaje o a la adaptación. Los pocos días que estuvieron en Madrid, al igual que otras tantas veces a lo largo de mi vida, hube de ser yo quien representara a la compañía a efectos de traducción simultánea, pues, como ya he comentado anteriormente, escasísimas personas hablaban aquí el idioma de Shakespeare. Realmente aquello no fue ningún engorro pues ambos autores eran encantadores y amantes del “typical spanish”. (Frase que siempre me ha mosqueado.)
Pero volveré a Catena, el que a partir de los iniciales ensayos se había convertido en amigo de Jesús y mío y que con el tiempo llegó a ser alguien para mí entrañable y admirado.
El primer encuentro con él solía ser algo chocante. Pequeño y regordete, mayor, con una voz de “tenorino” y un constante y sarcástico sentido del humor muy andaluz, la gente tendía a sub valorarle. Por el contrario yo, desde que durante la primera reunión de compañía escuché su memorable discurso de presentación, comprendí que había encontrado un alma gemela. Estas fueron sus palabras de aquel día: “compañeros, no os preocupéis que no vengo a dirigir actores. Ya sabéis que desde hace tiempo yo solo me contrato para dirigir el tráfico”. Víctor quería decir con eso que él se dedicaría únicamente a marcar las entradas, salidas, el ritmo y nuestro  movimiento escénico, cosa que naturalmente hizo con destreza y acompañado de esa pachorra tan andaluza. Tras esas palabras los varios divos que había en la compañía quedaron  tranquilos y encantados. Incluyéndome a mí, aunque por motivos bien diferentes. Al oír su afirmación intuí que mucho más se escondía dentro de esa humildad que rezumaba  sutil ironía. Como se demostró durante los ensayos.


Víctor Andrés Catena
En el transcurso de uno de uno de ellos tras haberle repetido varias veces una indicación de movimiento a Licia Calderón, con el cual obviamente la actriz no estaba de acuerdo ya que la ignoraba totalmente, Víctor, en el más tierno de los tonos le dijo; “mira, preciosa, te lo voy a repetir muy despacio, pues empiezo a darme cuenta de que eres rubia natural”. En otra ocasión, le dijo a Romero Godoy, actor argentino, “¿ves esa percha que hay a tu izquierda? La he hecho poner ahí para que cuando entres a escena cuelgues en ella tu bombín, tu bastón y tu acento.” Otra de sus salidas que no olvidaré fue la que tuvo  un día con el protagonista de la obra, Pedro Osinaga, famosísimo actor polifacético; “Pedro, cariño”, le dijo, “luego pasaré por tu camerino para que me des las correcciones”. Ironías estas de tal sutileza que a veces ni siquiera eran comprendidas.

Con el pasar del tiempo y el afianzarse de nuestra amistad supe que Catena había sido, en los años cincuenta, el vehículo cultural y literario que llevó las vanguardias europeas a su Granada natal, atreviéndose también a representar  autores prohibidos como Alberti, León Felipe o Pablo Neruda. Sometido en su terruño a toda clase de rechazos y presiones, debidos tanto a sus ideas progresistas como a sus tendencias sexuales, a principios de los 60 había “emigrado” a Madrid haciéndose al tiempo la promesa de no volver a meterse en problemas políticos. En ese momento nació el Víctor Andrés Catena que la profesión conocía, director de comedias insustanciales y enemigo de tertulias y fiestas. Así que el teatro de la capital se perdió el gran bagaje cultural de aquel pequeño, irónico pero maravilloso ser humano.


Licia, Pedro y yo el día del estreno.
Foto Gyenes
En cuanto a mi relación profesional con Pedro Osinaga, con fama de divo, no pudo ser más agradable. Tras mi experiencia anterior con Lola Herrera y Manuel Tejada, me había temido lo peor pero quedé gratamente sorprendida ante su amabilidad y compañerismo. Durante los casi dos años que estuve en la compañía ni una sola queja tuve de él o de su encantadora esposa Tomi, que con frecuencia venía al teatro. Ambos, en muchas ocasiones, nos invitaron a su precioso chalet en Las Rozas. Lo cual demuestra que “cada cual habla de la feria según le va en ella”.


Con Licia Calderón no tuve relación alguna, ni buena ni mala. Ella era muy suya. Bueno, realmente suya, de sus dos caniches blancos, a los cuales llevaba a todas partes, y del que en esos momentos aún era su amante el actor y director Jesús Puente. Era una hermosa mujer de la cual emanaba una frialdad distanciante.


Pepe Sacristán, en medio de aquella dictadura franquista que yo había bautizado como “dictablanda”, proclamaba libremente ser un comunista convencido. Sus ideas políticas habían provocado en un principio varios enfrentamientos entre nosotros, eso sí, de una manera educada. Yo intentaba abrir sus ojos a una realidad cubana que él estaba empeñado en ignorar. Como tanta otra gente. La cuestión es que, a causa de eso, me llamaba generalmente “gusanita”, lo cual, dicho siempre en tono “apastelado”, resultaba tan solo un inocente intento de coqueteo.

Julia Caba Alba, miembro de una larga y prestigiosa dinastía teatral, era, aparte de estupenda actriz, un ser entrañable y la tía de tres actores que yo admiré toda la vida; Julia, Irene y Emilio Gutiérrez Caba. En mis ausencias de escena, que afortunadamente coincidían con las suyas, mi mayor placer era ir a su camerino y sonsacarle historias de aquel brillante pasado teatral que ella y su familia habían colaborado grandemente a crear.

Pepe Cerro, José Santamaría, Manuel Salguero,
yo, Julia Caba Alba, Licia Calderón,
Paquita Villalba, Pedro Osinaga y Bárbara Lys

En fin que, incluidas las simpáticas y bellas Bárbara Lys y Paquita Villalba, Manuel Salguero, el argentino Romero Godoy, que como se dice por aquí, con bastante mala leche, no ejercía como tal, durante largo tiempo formamos  lo más parecido a una familia.
Meses despues del estreno Pepe Sacristán y Romero Gocoy quisieron dejar la compañía y fueron sustituidos por  Pepe Cerro y José Santamaría. Pepe había recibido una oferta teatral que le interesaba más y Godoy decidió regresar a su patria, Argentina.
Mis ilusionados planes para las navidades de 1972, consistían en solicitar que mi familia subiera a escena para celebrar con nosotros y el público el 31 de diciembre. Mi intención era obsequiar, sobre todo a las Pfarry Sisters, con la emoción de volver a pisar un escenario, de volver a sentir el calor del público, de participar los cinco juntos, por supuesto Jesús incluido, de ese divertido rito de serpentinas y champán con el que, como ya informé en otro capítulo, espectadores y artistas aguardábamos.  en medio de la algarabía reinante, el sonido  de las esperadas y esperanzadoras doce campanadas de fin de año. Aunque, tras el sonido de la última, como la Cenicienta del cuento de Perrault, hubiesen de regresar a su presente y hacer un sin duda  “gracioso mutis por el foro” antes de que se levantara nuevamente el telón y la representación continuara.

Cómo iba a suponer que un rayo hendiría de tal manera el árbol familiar que ya nunca más sus hojas recuperarían totalmente el alegre verdor primaveral. Que jamás nuestra vida recobraría la amable normalidad.

En los últimos días  de septiembre moría mi querida tía Jenny, esa que había sido tan madre para mí como mi madre genética, el platónico amor de mi padre, la inseparable melliza de mamá, la mitad más etérea de las Pfarry Sisters. Debíamos haber adivinado que su tierna fragilidad no resistiría mucho tiempo los embates de la vida pero el amor te vuelve ciego, sobre todo ante esas cosas de la muerte. Una mañana amaneció con “un pequeño ictus ya superado”, según palabras del médico. La siguiente semana tuvo otro ictus que al cabo de un par de días parecía igualmente superado. También según el médico. A la tercera semana, con una hemiplejia que rompía el corazón,  tras recorrer varios hospitales de Madrid en una ambulancia alquilada, tras ser rechazada hasta en La Cruz Roja con el pretexto de que su problema no era de ingreso, al llegar al hospital Francisco Franco hice que su camilla fuese bajada, y, agarrando  su helada mano  con una fortaleza de ánimo que ignoro de donde saqué, a voz en grito hice el solemne juramento de no moverme de esa puerta hasta que mi Jenny fuese atendida e ingresada. No sé si por miedo al escándalo o porque moví alguna fibra sensible, mi tía fue admitida casi con el tiempo justo para que yo pudiese llegar a la función de la tarde del Se infiel y no mires con quién. Asíestaba en aquellos años el sistema sanitario del país. Aunque yo llevaba un par de años cotizando a la Seguridad Social, según las leyes, tan solo el titular tenía derecho a asistencia médica. Es decir que ni siquiera mi madre o mi padre estaban cubiertos.

Durante el tiempo que estuvo ingresada, cada día antes de acudir al teatro, Jésus y yo nos pasábamos por el hospital para darle de comer, para acicalarla para que nuestro amor y apoyo la ayudara a superar la tremenda depresión en la que la sumía una total consciencia de su estado. Yo cepillaba su suave cabello rubio, masajeaba sus blancos pies que, a consecuencia de la falta de ejercicio, se iban llenando de azules ríos de sangre estancada. Una tarde, justo a la hora en que yo debía salir hacia el teatro, entró en una especie de crisis de ansiedad. El médico me dijo que no debía preocuparme pues sus constantes vitales eran buenas y que saldría sin problemas de ese estado momentáneo. De cualquier modo Jesús se quedó con ella para que sintiera como, a pesar de la inevitable ausencia a la que la terrible esclavitud de mi trabajo me obligaba, estaba y siempre estaría acompañada y querida.

Jenny Pfarr, mi adorada tía
Aquel día,  el cual quisiera no poder recordar, entre función y función, me avisaron que en taquilla tenían para mí un recado de Jesús: mi tía había muerto. Entonces comprendí el porqué de aquel ataque de ansiedad del que había sido víctima justo al despedirnos: ella sabía que no volveríamos a vernos. Jenny, sin capacidad para comunicarse con palabras, había intentado de esa manera avisarme que debía quedarme a su lado,  que estaba a punto de romperse el entrañable lazo físico que siempre nos había unido y que era necesario que mis manos sujetasen los cabos para que su espíritu no se perdiera en el oscuro laberinto de la muerte. Yo no supe entenderlo. Yo no estuve a su lado. Yo nunca me lo perdonaré.

El golpe que sufrieron mi madre y mi padre fue inenarrable. Es decir, que no puedo ni intentar describirlo.

Cuando llegó el fin de año de 1972 sobre el escenario del teatro Maravillas,  las doce uvas que había planeado como las más felices de nuestra existencia, fueron doce gotas de hiel derramándose sobre nuestros corazones sangrantes a causa de aquel desgarro definitivo.

Próximo capítulo: Increiblemente, la vida sigue.

Instantánea 73 - Increíblemente, la vida sigue.

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Foto Jesús Alcántara
Gran parte de aquel 1973 fue para mí cuando menos monótono. Durante todo el año continué haciendo Sé infiel y no mires con quién, venciendo la rutina de repetir día tras día los mismos diálogos, en el mismo teatro y con los mismos compañeros. Esas cosas que, personas no dedicadas a esta profesión, aseguran que no podrían soportar. La incesante repetición de unas situaciones y textos, que acababan por sonarnos falsos, nos llevaba a una fecunda lucha por huir de la mecanización que cada cual sostenía a su manera. Yo optaba por echar, antes del comienzo diario, una cauta mirada al patio de butacas a través de un agujerito camuflado que solía haber en los telones de boca,  y de esa manera,  dedicarle la función a alguien escogido aleatoriamente entre el público. Así tenía la ilusión de que cada día era una nueva representación dirigida a convencer y cautivar a mi “invitado de honor”.


Al llegar la hora de desplazarme al teatro  podía ponerle a mi cerebro el piloto  automático y mis piernas me llevaban, sin que mi voluntad consciente participara, hasta la calle Malasaña y, una vez allí, me conducían hacia la puerta de actores. La cuestión es que al penetrar por ella, una vez dentro del teatro Maravillas, el automático se desbloqueaba como por milagro.  El peculiar efluvio que habita en el interior de los teatros, mezcla de polvo, maquillaje y ropa usada, amalgamado con ese potente aroma a ilusiones que transforma los olores mundanos en divinos, hacía despertar nuevamente mi amor y mi entusiasmo por las tablas. Y así fue durante casi dos años.

Con alguna frecuencia mi eventual trabajo en televisión rompía la monotonía. No era nada fácil levantarse a las 5 y media de la mañana, cuando en invierno aún era de noche, dirigirse a los relativamente lejanos estudios de Televisión Española en Prado del Rey y pasar por el largo proceso de vestuario, maquillaje y peluquería antes de que comenzara la grabación de algún Teatro Estudio o de alguna Novela del Mediodía. Una vez en actividad, el cansancio se evaporaba, los nervios se tensaban y, estoy segura que gracias a mi juventud, así se mantenían durante el tiempo pasado en el plató e incluso a lo largo de las dos funciones que solían terminar a la una de la mañana. Lo peor era que el proceso de la jornada siguiente era el mismo y el milagro era comprobar, al cabo de unos días, como el cuerpo se acostumbraba a la falta de sueño y al agotador trabajo.

Pero estas convocatorias no tenían la suficiente frecuencia y el incremento de los gastos había hecho que los ingresos extra fueran indispensables. Acabábamos de comprobar, tras el fallecimiento de mi tía,  que en este país morirse era más caro que vivir, (ver Instantánea 72). El precio del sarcófago, aunque fuese de los sencillos, era astronómico, la parcela para el entierro casi como la compra de un apartamento y la indispensable lápida de mármol costaba un potosí. Aquellos trámites mortuorios, de los que eficiente y amorosamente se ocupó mi Jesús, ya que el sufrimiento me imposibilitaba afrontarlos, nos habían dejado el bolsillo tiritando de frío. Era inhumanamente desmesurado el negocio establecido a costa de la muerte.

Yo había trasladado a mis padres a un apartamento libre en mi mismo edificio. En su anterior vivienda los pobres languidecían rodeados del espíritu de Jenny,  que parecía no querer abandonar el lugar en el cual, después de tantos años de sufrimiento y carencias en Cuba, recién había comenzado a disfrutar de su nueva vida. Ahora vivíamos tan solo a unos pisos de distancia y nuestra convivencia era prácticamente completa. Mami y yo salíamos juntas a comprar al mercado, yo sacaba muchas veces a su perro Bobby a pasear, Jesús y papi se tomaban su chatito o su café en un bar cercano y aquello parecía aliviar en ellos el terrible dolor por nuestra  perdida.

Una mañana de aquel verano del 73 recibí una esperanzadora llamada. Un tal Jess Frank, director de cine, me ofrecía el papel protagonista en su próxima película y, como la cosa era de urgencia, solicitaba mi presencia en su oficina al día siguiente por la mañana. Ante mi petición de una explicación telefónica más detallada me dijo que el sueldo sería sustancioso, el tiempo de rodaje de 20 días, y los horarios se compaginarían con los de mi trabajo en el teatro. El resto quería hablarlo personalmente conmigo. Una paliza que estaba dispuesta a soportar tanto por devoción como por necesidades económicas.


Jesús Franco
Al serme su nombre desconocido, aquella tarde pedí a mis compañeros de Sé infiel referencias sobre ese director. La información fue que su verdadero nombre era Jesús Franco, que figuraba en su profesión desde largo tiempo atrás y bajo innumerables seudónimos, que su obra era muy irregular y de segunda o tercera clase y que abarcaba desde el género de terror hasta el cine musical. Pero puesto que la oferta de veinte días de trabajo bien pagado era altamente tentadora, a la mañana siguiente estaba yo en la oficina de ese personaje tan especial: Jess Frank.

El hombre era encantador y su  pequeña  oficina, decorada con afiches de sus películas, un fiel exponente de su larga trayectoria.  El ver en ellos a  actores de prestigio, actores “serios” como Klauss Kinski o Christofer Lee me tranquilizó. Sobre todo me llamó la atención uno en particular, Tenemos 18 años, film de 1959, en el que figuraba una jovencísima Terele Pávez, esa estupenda actriz con la que había protagonizado encuentros y desencuentros durante la Segunda Campaña Nacional de Teatro. (Ver Instantáneas 62 y 63)

Franco, o Jess, como le gustaba ser llamado, resultó ser una persona  extrovertida y surrealista y, en la larga hora que duró nuestra entrevista, me contó, sin necesidad de estímulo alguno por mi parte, prácticamente toda su vida; desde jovencito había sentido un amor fu por el cine, pertenecía a una prestigiosa familia de intelectuales, había trabajado como ayudante de dirección de Orson Wells en Campanadas amedianoche. Al ser un acérrimo enemigo de la dictadura franquista en los años sesenta se había exiliado a París, y allí y en Alemania había realizado infinidad de películas, siendo tan extenso su trabajo que los productores, para no saturar el mercado con su nombre, habían decidido lanzar al mercado sus obras bajo distintos apodos, pero que eso no le importaba pues para él el cine no era un vehículo hacia la fama si no básicamente “una cuestión de amor”. Luego, como colofón de aquel semimonólogo,  me aseguró que moriría “con la cámara al hombro”.

Pero, las palabras que pronunció a continuación comenzaron a inquietarme;  “ya que para mí el cine es una cuestión de amor, he decidido dedicar en mis películas, de ahora en adelante, toda mi atención al sexo. Quiero rodar un film centrado en el excitante mundo del lesbianismo, “La perversa Emanuelle”, y que tú seas la protagonista. Solo una cosa más, ¿te importaría enseñarme tus pechos?” Mis ilusiones se fueron al suelo como un castillo de naipes azotado por el furioso aliento que emanaba de aquellas palabras. La cosa tenía gracia, la primera vez que un director español me ofrecía una protagonista en el cine, con ese sustancioso  sueldo que tan necesario nos era en aquellos momentos, ¡y se le había ocurrido iniciarse en el mundo porno precisamente ahora y conmigo!

Como es de suponer rechacé la petición y la oferta. Varias fueron las insistentes llamadas que recibí en días posteriores y siempre mi respuesta fue la misma. No.

Tiempo más tarde supe que Jess Frank había rodado la película en Francia bajo el título de Tendre et perverse Emanuelle.

A pesar de que, como dije en un principio, aquel 1973 había sido para mí mayormente monótono, cosas importantes sucedieron en el mundo.


Elvis Presley
En enero Elvis Presley había llevado a cabo el primer concierto trasmitido a todo el mundo en directo vía satélite. En Méjico se inauguraba Televisa, la compañía de comunicaciones más grande en el mundo de habla hispana. Y en EEUU, el presidente Richard Nixon anunciaba un acuerdo de paz con Vietnam. ¡Al fin terminaría esa cruenta guerra que tantas vidas había segado!

En febrero y en España se había celebrado un consejo de guerra contra seis estudiantes acusados de incendiar el consulado francés de Zaragoza.
Lanusse y Franco
Alejandro Agustín Lanusse,  aún presidente de Argentina, había visitado España, siendo aquí recibido y agasajado por Francisco Franco. Meses después ganaría las elecciones de ese país Héctor José Campora.


El World Trade Center
En abril se inauguraba en Nueva York el World Trade Center, esas torres gemelas que, muchos años más tarde, serían víctimas de uno de los más crueles atentados de la historia. Ese mismo mes, la OMS (Organización Mundial de la Salud) excluía a la homosexualidad de la Clasificación Internacional de Enfermedades. Así que en 1973 decidían que la homosexualidad no era una enfermedad. ¡Increíble!

Salvador Allende y Fidel Castro
En septiembre, Salvador Allende, aquel que fuese gran partidario y apoyo de la dictadura castrista, sufría un golpe de estado militar. Refugiado con sus últimos colaboradores en el Palacio de la Moneda, decidió poner fin a su vida antes que rendirse. Y en Argentina, por las mismas fechas, Juan Domingo Perón era elegido nuevo presidente.

Pero lo más trascendente para España, algo que marcaría el futuro de este país, sucedió en el mes de diciembre. La banda terrorista ETA asesinaba al presidente del gobierno Luis Carrero Blanco. Aquel magnicidio tuvo tal repercusión, despertó tan diversos sentimientos y ocasionó tales cambios políticos posteriores que merece ser relatado mucho más ampliamente. Cosa que haré en el próximo capítulo.

Necrológicas.
Mi amigo Rey González me acaba de enviar desde Bulgaria la noticia de la muerte en Caracas del gran Joaquín Riviera y se me ha encogido el corazón. ¡Cuantos recuerdos de aquella mi vida en Cuba ligados a ese nombre! El Tropicana, el Salón Rojo del Capri, el Internacional de Varadero fueron algunos de los testigos de su gran imaginación y buen hacer. Poco puedo añadir al magnífico reportaje que mi apreciado Arturo Arias Polo ha publicado en el Nuevo Herald de Miami. Leedlo. Merece la pena. Que en paz descanse ese gran artista, creador de tantos mundos de ilusión, Joaquín Riviera.
Jesús Franco, el director cinematográfico del que hablo en este capítulo, murió a principios de este mes de abril en Málaga. No pudo cumplir su sueño de "morir con la cámara al hombro" pero en el 2009 recibió el Goya de Honor por su extensa carrera y se fue con la satisfacción de que Quitin Tarantino declarase que era fiel seguidor y admirador de sus películas.

Próximo Capítulo :España se convulsiona.

Instantánea 74 - 20/12/73. España se convulsiona.

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INFORMACIÓN OFICIAL.

Carrero Blanco, nombrado presidente del Gobierno de España en junio de 1973, moría el 20 de diciembre de ese mismo año a causa de un atentado perpetrado por la banda terrorista ETA. Tras su diaria salida de misa, el coche en el que viajaban él, su chofer José Luis Pérez y el inspector de policía José Antonio Bueno, fue explosionado con tal violencia que voló sobrepasando el tejado  de un edificio de cuatro plantas,  yendo a caer al patio interior de un inmueble en la calle Claudio Coello de Madrid.


Varios etarras se habían trasladado a la capital para lo que denominaron “Operación Ogro” y, tras alquilar un semisótano en aquella misma calle, cavaron un túnel hasta el centro de la calzada y depositaron allí 100 kilos de carga explosiva que hicieron detonar al paso del auto presidencial. Los terroristas vascos, tras reivindicar este atentado, lo justificaron afirmando que Carrero Blanco era una “pieza fundamental e irremplazable” del régimen, que representaba “el franquismo puro” y que por tanto, con vías a una próxima “democratización” del país, (¡qué ironía viniendo de unos asesinos!) su eliminación era indispensable. De paso,  por este medio, pretendían  intensificar las divisiones que ya habían en el seno del franquismo entre los “aperturistas· y los “puristas”. Sin duda Carrero Blanco era considerado el hombre fuerte del gobierno tras la eventual muerte de Francisco Franco.

(Las fotos del tríptico pertenecen a la minuciosa reconstrucción del atentado llevada a cabo por Televisión Española para la mini serie El asesinato de Carrero Blanco).

INFORMACIÓN EXTRAOFICIAL

Carrero Blanco y Kissinger
Se comentaba que el día 19 de junio, durante la visita oficial de Henry Kissinger a Madrid y con posterioridad a ser recibido por Franco, Carrero Blanco había sostenido una reunión  privada con el secretario de estado norteamericano, supuestamente   Carrero le había ofrecido   los Pirineos como “una segunda línea defensiva y de esa manera establecer en España la retaguardia logística de la OTAN durante una posible tercera guerra mundial”, cosa que convertiría, de facto,  a España en una gran base militar de EEUU.

La tajante respuesta de Kissinger habría sido que veía muy difícil que el Senado de EEUU aprobase un Tratado Bilateral de Alianza con el régimen del dictador Franco. Todo esto no fue oficialmente confirmado.

LO QUE PASABA EN MADRID.

La reacción del pueblo madrileño fue tremenda y contradictoria. En voz baja y a escondidas los contrarios al régimen intercambiaban comentarios en los que, a veces, se mezclaba una malsana alegría por la muerte de Carrero con la natural  inquietud que provocaba  la esperada represalia gubernamental. Por otro lado los franquistas proclamaban su ira a voz en cuello,  hacían alarde de su deseo de venganza y, pasando por alto la reconocida autoría del hecho, extendían su odio a todos los que no pensaran como ellos. En el aire se respiraba un acre olor a peligro que, según iban pasando las horas, se incrementaba. Con temor se esperaba la llegada de esas penumbras tan    inspiradoras de excesos, tan cómplices de arrebatos.


Existía una asociación política de extrema derecha llamada Fuerza Nueva liderada por Blas Piñar, procurador en cortes y consejero nacional del Movimiento por designación directa y libre de Franco, es decir “a dedo”, que era temida por sus altercados con cualquiera  que no compartiera su ideología ultraderechista. Sobresalía por su agresividad un sector que se autodenominaba Guerrilleros de Cristo Rey y que, en grupos armados con palos y gruesas cadenas de acero, aterrorizaban las madrugadas madrileñas, siendo, en un principio,  sus objetivos principales vagabundos y homosexuales. Aunque pocos en número, sus actos de vandalismo eran temibles  y la policía solía hacer ojos ciegos y oídos sordos ante estos desafueros.  Unos años más tarde, en los primeros tiempos de la democracia, estos hechos se incrementaron en número y violencia llegando estos extremistas a verse envueltos en golpes terroristas, de consecuencias mortales, contra políticos, manifestaciones estudiantiles y sindicalistas.

Recorte del pediódico El País
Aquella noche del 20 de diciembre del 73, como por ensalmo, las bulliciosas calles de Madrid guardaron un expectante silencio.  Las “fuerzas vivas” de la ciudad prefirieron  “hacerse las muertas” en espera de una reacción de las altas esferas políticas. Mientras, los ultras campaban por su respeto en las calles prácticamente desiertas, destrozando mobiliario público y cometiendo algún que otro desaguisado.  Pero el día siguiente nos sorprendió a todos. El gobierno obró con inesperados comedimiento y cordura ante el asesinato de Carrero Blanco, demostrando que el proceso de democratización de España estaba irremisiblemente en vías de desarrollo, pesase a quién pesase. Así que la mayor parte del país continuó durante un tiempo sumido en esa tensa calma que precede a los grandes acontecimientos.

EN LO QUE A MI CONCERNIÓ

La tarde que siguió a la mañana del atentado acudí, como era usual, al teatro Maravillas para representar un Sé infiel y no mires con quién  que ya llevaba año y medio en cartel, batiendo records de taquilla. Mis compañeros de reparto, tan inquietos con la situación como lo estaba yo, no cesaban de hablar de lo ocurrido y de especular sobre las consecuencias que aquello tendría para España. Todo el pueblo sabía que la vida de Franco estaba a punto de “caducar”. Aunque rodeado por el hermetismo propio de un dictador, habían circulado fidedignos rumores sobre su frágil salud y sus varias y severas crisis. El país, sumido durante más de cuarenta años en el sopor y adocenamiento  que provocan las largas tiranías, miraba aterrado un futuro sin “el guardián de la paz”, como Franco se autoproclamaba. El temor a una nueva guerra civil espantaba hasta a los menos adeptos al franquismo. Los que la habían vivido no podían olvidarla. El verdadero peligro estaba en las jóvenes generaciones. Educadas en una total ignorancia política, o temían enfrentarse con lo nuevo y desconocido, la democracia, o habían sido captados por la propaganda fascista.

Aquella función de tarde del 20 de diciembre fue memorable. ¡Hubimos de trabajar para cuatro espectadores! En cuanto a la de la noche fue suspendida pues ni un alma pasó por taquilla. Así que, con el corazón encogido, nos despedimos preguntándonos qué nos depararían los días siguientes.

En La Fontana. De izquierda a derecha Miguel Ángel Aristu, Enrique Ciurana, Paco Marsó, Nino Bastida,
Rafael Guerrero, yo, Emilia Rubio, María Gianni,  Diana Polakov, Mari Carmen Álvarez y Regin Gobin  
Hacía ya casi un mes, impulsada por las necesidades económicas de las que ya he hablado, y mayormente por mi espíritu artístico que me pedía nuevas experiencias, yo había aceptado compaginar el teatro con el café-teatro. Juan José Alonso Millán, un joven “teatrista”, autor de una serie muy interesante de obras estrenadas en los últimos años, me había ofrecido trabajar en la lujosa sala-espectáculo y restaurante La Fontana, con unos ingeniosos textos suyos y una compañía de once artistas, cinco jóvenes y guapos actores,  cinco starlets espectaculares y yo. Ellos, Paco Marsó, Enrique Ciurana, Rafael Guerrero, Miguel Ángel Aristu y Nino Bastida, durante mi permanencia en el show, fueron siempre los mismos, ellas, a causa de sus múltiples trabajos y agitadas vidas privadas, variaban con frecuencia, siendo las más destacables, Bárbara Rey, Silvana Sandoval, Rosa Valenti, Mirta Miller Paloma Cela, Diana Lorys y Marisol Ayuso, las que llegaron a convertirse en auténticas figuras. ¡Afortunada la hora en que había aceptado aquel trabajo, pues algunos de los momentos más amenos de mi vida los pasé interpretando esos distintos personajes de los cinco sketches que componían el espectáculo!
En el sketch del guiñol
Todos, de forma irónica e inteligente, contenían críticas al gobierno y a la “España profunda” que tanto había dolido a escritores de la talla de Machado u Ortega y Gasset. Así que, tras abandonar el Maravillas, a la Fontana me llevó Jesús en nuestro anciano pero corajudo Citröen 2 Caballos, “El Furia”, convencidos de que también allí  la representación sería suspendida. Y con motivo, ya que  los textos de Bailando se entiende la gente, título del espectáculo de Alonso Millán, aunque disimulados entre canciones, bailes y chistes, eran bastante provocadores. Pero el gerente y socio del local Vicente Embuena y el autor de la función, empecinados en no dejarse amedrentar por las turbas ultraderechistas, decidieron abrir las puertas, pretendiendo darle a la madrugada madrileña un aire de normalidad. Ya que las reservas para esa noche habían sido canceladas Embuena hizo vestir a una parte de sus camareros de “civil” y los sentó a  las mesas, llamó a algunos amigos, instándoles, más que invitándoles a asistir y, con una compañía que no las tenía ni remotamente todas consigo, se hizo la función. Mejor dicho, parte de la función. 

De pronto oímos un desaforado bullicio del que sobresalían insultos y amenazas y a continuación un pequeño grupo de cinco o seis individuos, enarbolando los palos y cadenas que ya he descrito anteriormente, penetró en tromba en la sala. Los Guerrilleros de Cristo Rey venían al ataque y en defensa de los “valores patrios”. Para qué intentar describir la que se armó en el escenario y entre los camareros. Lo que no sabíamos era que esos amigos invitados por el gerente pertenecían a la policía secreta, así que en menos de lo que canta un gallo los “invasores” fueron detenidos, los gritos acallados y el local quedó limpio de violencia pero también del muy especial público que habíamos tenido esa noche. Naturalmente la función no continuó pero la compañía en pleno fuimos invitados a quedarnos y celebrar nuestra pequeña victoria entre copas del mejor champan y lonchas del jamón de jabugo pata negra que era una de las especialidades del restaurante La Fontana.


Foto Jesús Alcántara


Próximo capítulo. ¡Jolines con el 1974!

Instantánea 75 - ¡Jolines con el 1974! (Reencuentros)

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Foto Jesús Alcántara
A principios de 1974, tras unas Navidades que seguían impregnadas del dolor por la muerte de  Jenny y  de un vacío que nada ni nadie llenaría jamás, me despedí con tristeza de Sé infiel y no mires con quién y de aquellos estupendos compañeros. Ni siquiera mi fortaleza y disciplina podían soportar por más tiempo la paliza que supone dos funciones de teatro y una de café-teatro, para más inri, musical.

Es curiosa la relación de apego que suele surgir entre los miembros de una compañía, es decir, si no has tenido la mala suerte de encontrarte con divos endiosados o secundarios frustrados, pues también los hay, que te han hecho la vida imposible. Las despedidas suelen ser hasta dramáticas y nunca falta quien suelte alguna lagrimita y te jure que vuestra amistad será eterna. Por cierto, cosa que muy pocas veces sucede. Como mucho recibirás esporádicas llamadas telefónicas durante un tiempo, estas se irán haciendo cada vez más espaciadas hasta que, un día, te preguntarás qué ha sido de fulanita o menganito y a donde ha ido a parar vuestra “eterna amistad”. Pero lo realmente especial es que si volvéis a coincidir en un reparto un mes, un año o diez más tarde, os abrazaréis afectuosamente como si el tiempo no hubiese pasado,  sin un reproche pero ya con el conocimiento de que la amistad es un milagro de poca frecuencia e inconmensurable valor.
Elisenda Ribas, Eva Higueras y Pepa Sarsa
Hay quien dice que en el teatro no existe tal cosa. Yo puedo afirmar lo contrario pues, a lo largo de mi carrera, he conservado algunos amigos, muy selectos y sobre todo preciados por su rareza; Pepe Álvarez, Rosa Fontana, Pepa Sarsa, Elisenda Rivas, Raquel Ríos, Eva Higueras, Salvador Vives, Analía Gadé, Tomás Picó o María Luisa Merlo.

Tomás Picó, Raquel Ríos y Salvador Vives
Analía Gadé, Rosa Fontana y María Luisa Merlo.
Fotos de los trípticos Jesús Alcantara
Y hablando de amigos, los últimos meses en el Maravillas estuvieron llenos de maravillosas sorpresas, de emocionantes reencuentros. La reaparición de  compañeros del alma, de cubanos a quienes me había visto obligada a abandonar hacía ya cinco años en la “isla cárcel”, como la llama mi amiga Tenchy. Algunos, que eran recién llegados y otros que durante algún tiempo habían estado perdidos en el maremágnum de la gran ciudad de Madrid, me habían localizado por la cartelera de los periódicos. Sus visitas al teatro fueron conmovedoras y llenas de conversaciones rebosantes de nostalgia y cariño. Los hermanos Brito  (ver Instantánea 39), Julio y Alfredo, grandes músicos con los que compartiese en Cuba  charlas y afecto sincero, habían finalmente abandonado la isla en un momento de gran éxito para su cuarteto “Los Brito”, asfixiados por el corrompido aliento de un castrismo que corroía las almas y hasta las piedras de esa hermosa ciudad de La Habana.
Miguel de Grandy
Foto Jesús Alcántara

Miguel de Grandy, el hijo de aquel estupendo Miguel de Grandy con el cual había tenido la suerte de trabajar en Lola y la campana (ver Instantánea 41),  mi última obra de teatro en la sala Arlequín,  me contó que compartía su tiempo entre España y Miami y me hizo un reportaje para un periódico en el que colaboraba como  free lance.
Manuel Pereiro
Foto Jesús Alcántara

Manuel Pereiro me contó que estaba intentando a abrirse camino como actor aquí, que ya llevaba algún tiempo en el país, me comentó la dificultad de penetrar en el mundillo artístico y me ofreció generosamente la reanudación de nuestra amistad. Yo le puse en contacto con Miguel Picazo, mi único admirado director de cine y televisión, a consecuencia de lo cual colaboró con frecuencia en los trabajos del cineasta. Roberto Cazorla, con  el que  compartí hermosas horas intercambiándonos poemas a la vera del malecón y al que había estrenado en la sala Talía su hermosa obra Esta carne que habitamos. (Ver Instantánea 35). Mi entrañable Roberto surgió de nuevo en mi vida para nunca volver a desaparecer.

Pero mi más emocionante encuentro fue con Humberto Mitjáns, el valiente hombre que me reabriese las puertas de la televisión cubana, jugándose su carrera, y tal vez mucho más que eso, en los negros momentos en que, a causa del  arbitrario veto al que me había visto sometida, compañeros y directores huían de mí como de una apestada. (Ver Instantáneas 32 y 33). ¿Cómo podría resarcirle de los inmensos favores que le debía? Puse todo lo poco que poseía a su disposición, mi hogar, mis en esos momentos no demasiado abundantes relaciones profesionales, ayuda económica, pero  afirmó no necesitar nada.

Paraba en casa de unos grandes amigos, en breves días comenzaría un viaje por España con objeto de visitar a los muchos parientes que tenía diseminados por el territorio nacional y a su regreso pensaba abandonar el país con destino a Latinoamérica. Aún no sabía exactamente a donde se dirigiría pero estaba estudiando varias ofertas. Como su sorpresiva aparición tuvo lugar entre función y función, poco tiempo pudimos disfrutar de nuestro reencuentro. Nos  despedimos con intensa emoción y con su promesa de llamarme cuando estuviese de vuelta en Madrid. Nunca recibí esa llamada ni volví a saber de Humberto Mitjáns. Nada pude hacer por quien tanto había hecho, en 1963,  por aquella muchachita acosada y temerosa que él había colocado de figura prácticamente obligatoria en su programa de televisión Intermezzo, devolviéndola de esa manera a su profesión y restaurándole la seguridad en ella misma.

Pero aún me queda por narrar el más extraño de mis reencuentros de aquella época. 

Estaba yo en mi camerino cuando la amable taquillera del Maravillas me entregó un papel con un teléfono y un nombre que removió mis recuerdos infantiles; Manuel Mur-Oti. Ráfagas de antiguas imágenes de una noche de 1949 en el café “Las Cancelas” pasaron rápidamente por mi cabeza. La sensación de unas grandes manos sosteniendo mi carita y, sobre todo, el sonido de una voz masculina pronunciando estas palabras, “¡pequeña, como te pareces a tu tía Olimpia!”, irrumpieron en mi cerebro con una claridad sorprendente. (Ver Instantánea15).

Al día siguiente, cuando mostré a mis padres la nota, una ventolera de alegría inundó la casa. “¡Manuel está en España. Qué alegría! Llámale ahora mismo  e invítale a venir a vernos!” dijo Arsenio y pasó inmediatamente a refrescar mi memoria en lo que concernía a aquel hombre. Me contó como, allá en la Cuba de los años 30, había sido amigo de la familia Mariño y pretendiente de Olimpia, me habló del emotivo  encuentro fortuito en el café “Las Cancelas” la noche antes de nuestra partida hacia la isla, mi primer exilio, (ver Instantánea 15) y de cuán grande había sido la amistad entre ellos en su lejana juventud. Estaba emocionado. Así que inmediatamente marqué el número que la tarde anterior me habían entregado en el teatro.

“Buenos días, Hotel Hilton Madrid. ¿En qué puedo servirle?” me respondió una amable recepcionista. Pedí comunicación con el señor Mur-Oti y unos segundos más tarde escuchaba la misma voz ronca de mis recuerdos que decía, “aquí Mur-Oti, ¿quién habla?” Inmediatamente y en silencio le pasé el auricular a mi padre con la intención de gozar como espectadora de la emotividad de ese momento. No muy larga y algo decepcionante fue la conversación. Sintetizando. Manuel se alegraba de volver a hablar con Arsenio. Manuel, ante la noticia de la muerte de Jenny había exclamado “¡vaya por Dios!” y saltado a otro tema. Manuel lamentaba no poder visitarnos, en primer lugar por ser víctima de un fuerte catarro y en segundo por tener que regresar en dos días a Méjico, país en el que hacía años vivía y trabajaba, pero Manuel invitaba a Yolanda a reunirse con él en su hotel, ya que muy probablemente podría hacer algo por ella en plan profesional.

Aunque bastante desinflado por la reacción de su amigo mi padre me aconsejó que fuese a verle esa misma mañana, pues aquel contacto podía resultarme interesante. Durante la conversación Mur-Oti se había encargado de contarle cuán importante era  dentro del ambiente artístico mejicano, escritor, director, guionista de cine… “Seguramente tendrá relaciones importantes en España y una recomendación suya te podría abrir puertas en el mundo de la cinematografía”, dijo mi progenitor.


Manuel Mur-Oti
recibiendo el Goya de Honor
Dos horas más tarde Yolanda estaba tocando a la puerta de la suite de don Manuel en el hotel Hilton Madrid, de punta en blanco, pero acompañada de una impertinente mosca que revoloteaba alrededor de su oreja.

Como ya habréis imaginado, la visita no fue en absoluto satisfactoria. Tras algo de cháchara intrascendente y un par preguntas sobre su antiguo amor Olimpia, el anciano, tomando desmañadamente mi cara entre sus manos y lanzándome un aliento con emanaciones de cripta, volvió a espetarme estas palabras; “¡pequeña, como te pareces a tu tía!”. ¡Veinte y pico años después! Tal vez fuese a causa del especial brillo en sus ojos, quizá por el quebrarse de su voz,  pero la molesta mosca que llevaba desde el principio revoloteando a mi alrededor aterrizó decidida tras mi oreja. No puedo decir que pasara nada más. Tal vez yo estaba negativamente predispuesta.  Pero cuando se ofreció a llevarme con él a Méjico y convertirme en una estrella de cine al tiempo que,  sentada a su lado, sus dedos tamborileaban nerviosos sobre mi muslo, no tuve duda alguna en agradecer su oferta y, educada pero firmemente, rechazarla. A veces me pregunto  si mi imaginación se volvió, en aquel acaso, enfermiza y me jugó una mala pasada o bien fantaseo sobre qué hubiese sido de mi vida allá, en ese hermoso país y bajo su mecenazgo. Pero no creáis que la  mínima duda referente a mi decisión me ha asaltado jamás. Aunque no hubiese surgido en mí la sospecha sobre la claridad de sus intenciones, pensar en separarme de  mis padres y de mi querido Jesús era algo implanteable. Tampoco volví nunca a tener noticias directas de Manuel Mur-Oti. Aunque pasó los últimos años de su vida en Madrid, donde en 1993 le fue entregado el premio Goya de Honor, jamás intentó ponerse en contacto conmigo. Confieso que yo tampoco con él, tan desagradable regusto me había dejado nuestra reunión. Y con esta desconcertante historia finaliza mi “recuento de reencuentros” en el teatro Maravillas.

Como ya informé al principio de este capítulo, en los comienzos de ese 1974 había abandonado mi trabajo en el super longevo Sé infiel y reponía fuerzas del maratón que significó hacer “doblete”, dedicándome exclusivamente al espectáculo de sketches que interpretaba en la lujosa sala de espectáculos La Fontana. (Ver capítulo anterior) Aquello era formidable. Al terminar el show la casa nos invitaba a una consumición, así que, compañía y acompañantes, solíamos reunirnos en la mesa de Juan José Alonso Millán, el autor, y sosteníamos largas charlas, siempre bajo la voz cantante de ese ingeniosísimo e irónico personaje que un tiempo después llegaría a ser presidente de la Sociedad de Autores. Y así llegó el mes de abril y con él una proposición de trabajo que, entre otras cosas importantes, me permitiría conocer a los que iban a ser durante años mis mejores y más divertidos amigos.

Necrológica


Alfredo Landa
El jueves día 9 de este mes ha fallecido uno de los grandes mitos del cine español. Un agradable personaje que en los 60 y 70 dio vida en las pantallas, como nadie,  al españolito medio. En esa época de films de suecas y paletos era fácil identificarse con aquel hombrecillo  de físico corriente y una simpatía sin estridencias. Es decir, un anti-galán a la española. Sus películas batían records de taquilla pero el eterno personaje superficial  en el que estaba encasillado eclipsaba al gran actor que era Alfredo Landa. Afortunadamente un tiempo después películas como El crack, El bosque animado o Los santos inocentes, por la que recibió en 1984 y en Cannes el galardón al mejor actor, sacaron a la superficie su gran calidad histriónica. Obtuvo, además, dos premios Goya, uno en 1987 por El bosque animado y otro en el 92 por La Marrana . Con ese amoroso pamplonica trabajé en la serie Tristeza de Amor en 1986. Otro  actor  y compañero admirable  que debo despedir en estos últimos meses y  al cual el éxito nunca afectó. En paz descanse.


Próximo capítulo. Un año con enjundia.

Instantánea 76 - Un año con enjundia.

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Primera parte.
                                                          
Interior del Casablanca. 1933


En 1933 se construyó en Madrid un local de inspiración hollywoodense al que pusieron de nombre Casablanca. Situado en la Plaza del Rey, es decir en el mismo centro de Madrid y frente al famoso Circo Price (Circo Teatro de Price).  Contaba con todos los lujos y modernidades que soñar pudiera un ciudadano del Madrid de aquellos años. Adornaban  su interior una fuente con chorros de  agua que cambiaban de colores, árboles y plantas vivas situadas en dos paredes que flanqueaban el local y que, al estar acristaladas, hacían las veces de invernaderos, un amplio espacio para la indispensable orquesta de la época, un escenario giratorio y, oh, maravilla,  un techo cuya cubierta metálica podía deslizarse totalmente sobre vigas de hormigón, dejando al descubierto el entonces aún límpido cielo madrileño.

Foto Cotarelo
Cielo bajo el cual la España republicana de aquel año, había sufrido un importante golpe. En las elecciones generales para las cortes celebradas en el mes de noviembre del 33 los republicanos de izquierda, encabezados por Manuel Azaña, recibían un fuerte varapalo a mano de las derechas. Se comentaba que el voto de las mujeres, que participaban en este país por PRIMERA VEZ en el sufragio universal,  había tenido mucho que ver con ese hecho, alegando que el sector femenino de la sociedad estaba muy  influenciado, y hasta manejado, por la Iglesia Católica.

Pero en medio de esa situación de cambio, o quizá precisamente por ella, la clase alta de la Villa y Corte, pletórica de triunfo, abarrotaba diariamente el Casablanca. Concebido en sus inicios como Dancing y Salón de Té los asistentes disfrutaban de lujo, comodidad y sosiego,  regalados sus oídos con el canto de pájaros y el murmullo del mar que brotaba de los altavoces.

Supongo que con el tiempo y el deterioro moral de la sociedad, aquello se fue convirtiendo, poco a poco, en un cabaret a la clásica usanza, pues casi nada quedaba ya de esa sofisticación cuando, en 1974, Alberto de las Heras y Juan José Alonso Millán me propusieron ser la estrella de El Decamerón. Alberto, joven y entusiasta empresario, se había hecho cargo del local que llevaba una larga temporada en declive.Cambiándole el nombre por elde Verona intentaba revitalizarlo como music-hall, para lo que recurrió  a Alonso Millán, el autor que hacía furor con sus textos en el restaurante-espectáculo La Fontana, es decir, en el lugar donde yo llevaba ya unos meses trabajando. Fue el mismo Juanjo quien me propuso el traslado, y haciendo honor a mi condición de “donna mobile” acepté inmediatamente.


El espectáculo, basado en las historias que Giovanni Bocaccio recopilara para El Decamerón, estaba concebido con el mismo sistema que tanto éxito cosechaba en La Fontana; sketchesalternando con números musicales. Pero a pesar del buen reparto, de la ingeniosa adaptación de los textos, de la coreografía de Alberto Masulli, de la estupenda música de José Ramón Aguirre y de la dirección de Ángel Fernández Montesinos, todo “primera clase”, Casablanca-Verona resultó un muerto imposible de resucitar. Demasiado grande, demasiado costoso el mantenimiento, demasiado remiso el público a explorar lugares nuevos y hasta a abandonar la seguridad de sus hogares.  El reciente asesinato de Carrero Blanco, del que he hablado en mi Instantánea  74, había dejado unos residuos de temor e inseguridad en la ciudadanía  que mermaba los ingresos de cines, clubes y restaurantes, en fin, de todo lo que constituía la vida nocturna de Madrid.

Francisco Cecilio
Poco duró ese Decamerón, pero fue abundante en satisfacciones y, sobre todo,  magnífico abono para una cosecha de amigos inmejorable; Francisco Cecilio, buena persona y buen cómico donde los haya, Raúl Sénder, brillante actor, quien me procuraría mi siguiente trabajo teatral, pero sobre todo esos hermosísimos Tomás Picó y Salvador Vives con los que sostuve durante años una intimísima amistad y de los que mucho leeréis a partir de ahora.

La última noche de representación, Alberto de las Heras, entristecido a causa de lo infructuoso de su lucha por salvar aquella parte de la historia de Madrid que había sido Casablanca, pero como siempre amable con sus artistas,  nos subió a  la balconada que bordeaba gran parte del escenario  y, tras ofrecernos una copa  nos hizo un regalo insospechado y hermosísimo; mandó apagar todas las luces y abrir el techo de la sala. Entonces pudimos disfrutar de un festín de estrellas que, afortunadamente para nosotros, esa noche resplandecían sobre nuestras cabezas  como en sus mejores momentos, deslumbrando nuestros ojos y nuestras almas.  Hermosa despedida puesto que ese techo, que se había abierto por primera vez para la jet madrileña de 1933, llevaba años sin ser descorrido. Y lo fue en nuestro honor y por última vez. Tras aquella velada, Casablanca-Verona cerró sus puertas como cabaret para siempre. (Meses más tarde se convirtió en sede del Banco Santander. ¡Señor!)

Segunda parte. 

Cuando, poco después de aquella hermosa noche de despedidas y descubrimientos,  el director y actor Adrián Ortega se puso en contacto conmigo para ofrecerme participar en la obra Camas Separadas no me causó sorpresa alguna. Mi amigo y excompañero del Decamerón, Raúl Sénder, me había llamado comentándome que estaba contratado y que había dado mi nombre para uno de los cuatro únicos papeles que componían el reparto de esa obra de Enrique Bariego. Los otros dos serían Juan José Otegui y Sila Montenegro.

Teatro Arniches en la actualidad
Mi entrada, la primera mañana de ensayo, en aquel pequeño teatro Arniches fue de impacto. Aunque ubicado en la céntrica calle Cedaceros jamás me había fijado en la especial arquitectura del edificio ni pude acudir a las importantes funciones representadas en él recientemente. Ya se sabe que quien trabaja en el teatro como actor está imposibilitado de asistir como espectador, a causa de los horarios paralelos.

El asunto es que al penetrar en la sala encendida quedé deslumbrada y sorprendida por sus paredes que, desde el suelo hasta el techo, estaban cubiertas de hermosísimos azulejos, cerámica que me pareció reconocer como talaverana. Lo inusitado de esta decoración en una sala de teatro no eclipsaba lo impactante de su belleza. Más tarde supe que la historia de aquel edificio era larga y algo rocambolesca.

En 1907 había surgido como el primer “local de entretenimiento” de la época; el Salón Madrid.  No tengo documentación precisa sobre el tipo de  “entretenimiento” que se brindaba pero es fácil suponer que no estaba dedicado al juego de la petanca o similares. Llegado el 1927 se convirtió en el primer teatro sólido de Madrid bajo el nombre de Rey Alfonso, transformándose después, rápidamente, en un cabaret. Y aquí es donde comienzan las especulaciones, los rumores sin confirmar que rodean de misterio algunos de  los años posteriores del local. Se comenta que el Rey Alfonso XIII jugó un papel protagonista en las actividades de aquel cabaret. Parece ser que, al tiempo que en el escenario se hacían representaciones estándar para el público normal, actos lúdicos y de libertinaje tenían lugar en los pisos segundo y tercero del inmueble. Por supuesto estas “fiestas” se llevaban a cabo en el más riguroso secreto, con una selectísima concurrencia y se barajaba el nombre de una famosa   cupletista  de la época como anfitriona y compañera del rey en sus visitas al lugar. Murmuraciones que a nadie sorprenden pues  es bien conocido el amor por “la vida alegre” que caracteriza a la generalidad de los Borbones.

Alfonso XIII
Este soberano español que a la edad de 16 años, en 1902, había asumido la corona tuvo un reinado convulso y fue un personaje controvertido. En un principio ejerció sus funciones gubernamentales con eficacia, incluso con aperturismo pero, a consecuencia del apoyo que había prestado años atrás al golpe de estado del General Primo de Rivera, en el año 31, tras tres atentados y haber perdido la confianza de los políticos y del pueblo, abandonó España dando lugar a la instauración de la Segunda República. Por cierto, me estoy refiriendo al abuelo de nuestro actual rey Juan Carlos I. Pero no es mi intención, en esta oportunidad, extenderme en detalles sobre esa pretérita historia de España.

La cuestión es que el local-teatro-cabaret, o lo que fuese en esos tiempos, permaneció cerrado durante muchos años hasta que, en 1965, se reabrió formalmente como teatro con el nombre de Arniches. Pero algún imperecedero efluvio de bacanales y desmadres debía mantenerse flotando entre aquellas paredes ya que tan solo los vodeviles y comedias frívolas tuvieron éxito allí, llegando a convertirse, tras ser definitivamente abandonado como teatro en 1976, primero en cine, con el nombre de Bogart, y, durante sus últimos  meses de existencia, en cine porno.

En cuanto a la tarea en que yo estaba embarcada, la pieza cómica Camas Separadas de Bariego, pues resulta que se convirtió, gracias al ingenio de los actores,  en uno de esos extraños milagros teatrales. Con un texto insulso y unas situaciones traídas por los pelos, todos durante los ensayos, director incluido, considerábamos que lo que teníamos entre manos era un estrepitoso fracaso. Pero una tarde, con la función ya puesta en pie, desde el patio de butacas el autor nos dedicó este sorprendente “mea culpa”; “chicos, esto que he escrito es una tontería sin gracia alguna. Echadme una mano con los diálogos, incorporad o quitad lo que queráis a ver si logramos salvarnos del desastre”. Y aquellas fueron palabras santas. Raúl Sender y Juanjo Otegui, acostumbrados sobradamente al vodevil y al café teatro, comenzaron a insertar “morcillas” llenas de doble sentido que yo seguía y hasta alimentaba con una facilidad que me dejaba atónita.

El cuarto personaje, Sila Montenegro, una exuberante vedette puertorriqueña, no tenía nuestra agilidad mental para las improvisaciones, pero tampoco era necesario. Su espectacular físico y la gracia de sus movimientos justificaban sobradamente su permanencia en el escenario. El resultado final fue alucinante; el día del estreno, para nuestra sorpresa, el público reía nuestras “morcillas” entusiasmado y babeaba ante los opíparos senos y la encantadora sonrisa de Sila casi con devoción. Síntesis; logramos cubrir exitosamente esa temporada en el Arniches e incluso, un tiempo más tarde, hubimos de reponer la función en el Teatro Arlequín  con el mismo éxito, el mismo reparto y el sentido agradecimiento de Enrique Bariego al que estábamos proporcionando unos pingües beneficios en derechos de autor. Para ser sinceros, poco merecidos. Y todo esto a pesar de las negativas opiniones de los críticos madrileños. En fin, no todo iban a ser flores en mi, hace poco tiempo estrenado, álbum de recortes en España.

Necrológica.

Constantino Romero
En este mes de mayo, el estupendo doblador, presentador de TVE y actor Constantino Romero ha fallecido a la edad de 65 años. Durante muchos años fue la voz en España de Clint Eastwood, Sean Connery, Roger Moore o Kirk Douglas, en fin, cada vez que se necesitase doblar a un duro con clase se recurría a él. Era uno de esos actores que hacía tolerable las versiones dobladas que tanto me molestaban en un principio y que son obligatorias en este país. Solo hay una cosa segura; si Dios necesita en algún momento una voz que lo represente en la tierra la de Constantino, cálida y profunda, será la perfecta.


Próximo capítulo. Dos adioses entre la desesperación y la esperanza.

Instantánea 77- Dos adioses entre la desesperación y la esperanza.

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Foto Jesús Alcántara
Los días transcurrían con una suavidad a la que no estaba acostumbrada, como veleros deslizándose por aguas mansas. Mis pies, por primera vez, pisaban sin miedo ni ansiedad, creando el sendero hacia un futuro que me parecía cálido y seguro. Curiosamente la falta de abrumador trabajo y el cercano reencuentro con amigos cubanos me hacían sumergirme frecuentemente en el recuerdo de mi querida Cuba pero, como en un milagro, solo los gratos momentos prevalecían; la belleza de su naturaleza, el afecto que tantos amigos me habían demostrado, mis descubrimientos del amor, de la cultura, de la amistad, de esa sensualidad que cubría hasta los más insospechados  aspectos de la vida cubana.
En Cuba en el año 56

Rememoraba mis paseos por el malecón, las templadas y nítidas aguas de Varadero, la entrañable esquina de 70 y 13 (antes 5ª y 12), Ampliación de Almendares, que había visto a una tímida galleguita de nueve años convertirse en la estrella del Cabaret Capri y en una de las protagonistas de las películas Memorias delSubdesarrollo o Desarraigo, mis casi diarios viajes de ida y vuelta a la academia de Ballet de Alicia Alonso… Hasta el recuerdo de mis zapatillas de punta, manchadas siempre con la sangre de mis largos dedos, poco adecuados para los menesteres de la danza clásica, traía a mi boca el dulzón sabor de la nostalgia.

Por supuesto que  pensaba en Homero Gutiérrez, mi primer y trágico amor.  Lo hacía como se piensa en un héroe, orgullosa de haber amado a una víctima del castrismo pero con los contornos carnales de nuestra relación difuminados por el fulgor glorioso con que había rodeado su memoria. Sobre todo venían a mi mente mis paseos “Rampa arriba, Rampa abajo” durante los cuales intentara unas veces desahogar dolores y otras saborear éxitos, pues para todo servía el deslizarse hacia el mar por aquella hermosa ruta,  pletórica de vida y actividad. Sus amplias aceras de granito, cubiertas por mosaicos salidos de la imaginación de los más grandes pintores cubanos, eran un lujo, un derroche de arte puesto a nuestros pies. Por ejemplo las coloridas creaciones de Amelia Peláez, alguno de los famosos gallos de Mariano, abstracciones de Raúl Martínez, muestras de la inquietante pintura ritual de Wifredo Lam y muchas más hermosas piezas alfombraban de creatividad y belleza aquella calle desde mediado de los años 60. Sé que he hablado con anterioridad de La Rampa (ver Instantánea 45) pero la falta de documentación gráfica me había impedido mostrar imágenes. Ahora, gracias a la generosísima aportación de fotos realizadas “in situ” por Eduardo Arias-Polo, hermano del periodista del Nuevo Herald de Miami, Arturo Arias-Polo,  podréis comprobar mis palabras.

Parte de los mosaicos que alfombran las aceras de La Rampa. La Habana.
Fotos de Eduardo Arias-Polo
Realmente no había motivo alguno para que me sumergiera  en nostalgias. Tenía a mi lado  lo que restaba de mi familia, gozaba de un no tan esporádico trabajo en TV, que cubría perfectamente nuestras necesidades económicas, sentía que mi relación con  Jesús se seguía fortaleciendo con el paso del tiempo, y podía disfrutar de mis nuevos amigos, a los que se habían unido sus propios amigos, así que mis días y mis noches estaban llenas de actividad artística, familiar y, por primera vez, algo frívola.

Salvador Vives, Marisol Ayuso, Luis, yo y Norberto Sosa
Jesús y yo

Tomás Picó, Salvador Vives, Jesús, yo  y los recientemente añadidos Norberto Sosa y Luis formábamos una troupe incansable e invencible. No había madrugada ni fiesta capaz de vencernos. Aquellos carnavales del 75, los primeros de mi vida, no hubo baile o ágape en el que no batiéramos records de atención por nuestros disfraces y nuestra apostura. Era maravillosa la forma en que, a veces con tres trapos y mucha imaginación, nos inventábamos epatantes vestuarios. En otras ocasiones, como la que se muestra en la foto, recurríamos a unos amigos que poseían un taller con la más variada ropa de teatro y entonces sí que armábamos “la marimorena”.

Como contraste  estaban  las “madrugadas esotéricas” en las cuales hablábamos de nuestro convencimiento sobre la existencia de vida extraterrestre, de nuestras experiencias extrasensoriales y en general del mundo paranormal. A ellas asistían personas como la bellísima Perla Cristal, Beatriz Carvajal,  que tiempo después se convertiría en una importante actriz, personajes como el fecundo novelista Vázquez Montalván o personajillos como Rappel, quien en la cercana década de los ochenta asumiría insospechadamente el papel de “gran médium y vidente” de la burguesía madrileña y al que, en aquellos días, Tomás Picó y yo habíamos enseñado incluso cómo interpretar el tarot. Y así pasó la primera mitad de aquel año.

Beatriz Carvajal, Perla Cristal, Vázquez Montalván y Rappel

En el mes de Junio el teatro Arniches me requirió de nuevo. Ricardo Lucia iba a dirigir un vodevil de  George Feydeau, Le Dindon, al que, a mi parecer desacertadamente,  habían rebautizado con el título de Ojo por ojo, cuerno por cuerno. La función era deliciosa, ejemplo de la maestría del autor, y el amplio reparto de 1ªA. Luis Prendes, Clara Suñer, Pepe Calvo, Juan José Otegui, Mercedes Barranco y yo éramos los protagonistas dentro de un elenco mucho más nutrido de estupendos secundarios.

Enrique Closas. Margarita Más, Mercedes Barranco, Yolanda Farr, Pepe Calvo, Ricardo Lucia, Luis Prendes
Clara Suñer, Juan José Otegui,  Mónica Cano, Emilio Berrio, Victoria Hernán, Julio Roco,  Fracisco Beltrán

Algo espantoso ocurrió durante  los primeros ensayos de esa función . Un mediodía, estando en casa a la hora del almuerzo, oí por teléfono la desesperada voz de mi madre que decía; “Yolincita, ven corriendo que tu padre se siente mal”. Puesto que solo nos separaban dos pisos fueron ínfimos los minutos que tardamos Jesús y yo en abrir la puerta de su apartamento. La visión de mi padre sentado en su sillón favorito, con el rostro contraído y pálido, duplicó el ya acelerado ritmo de ese corazón mío  que parecía querer explotar. Decía tener un fuerte dolor en el pecho. No hacía falta ser un facultativo para sospechar de qué se trataba. Inmediatamente llamé al servicio de urgencias de Seguridad Social.
Mi adorado padre en su juventud

No recuerdo exactamente cuánto tardaron en llegar el médico y la ambulancia, lo que nunca olvidaré es el tiempo que pasé sosteniendo su amada mano, intentando darle sosiego con mis palabras mientras oía los sollozos que mi madre trataba de disimular inútilmente. Lo siento. No puedo extenderme en esta narración. A pesar de los largos años pasados desde aquel agosto de 1975 mi mano tiembla, mis ojos se nublan y mi cerebro rechaza con furia la veracidad de esos hechos.

Mi padre, Arsenio Mariño, el incansable luchador, mi caballero andante, mi ejemplo frente a la adversidad, ese importantísimo trozo de mi vida, ya de por sí vapuleada por la muerte de Jenny, fallecía en el hospital aquella misma tarde. Había sufrido un infarto masivo. Mi adorado gallego se fue hacia la muerte igual que había vivido, como un auténtico caballero, sin alharacas, como no queriendo molestar.

Mi padre en 1973
Casi sin hacer ruido y de puntillas emprendió el camino hacia el cielo, dejando escrita en mi alma la más perfecta oda de cariño y dedicación que rapsoda alguno pudo crear. Una lección de vida, amor y muerte inigualables. Durante mucho tiempo tan solo la presencia de mi madre y de Jesús me ataron a un mundo que me parecía inhóspito y extraño sin él. Inevitablemente poco a poco fue llegando la aceptación, pero el puñal de la parca, hundido por segunda vez en mi corazón,  sigue provocándome ráfagas de un dolor insoportable.

Aquel terrible día Jesús había llamado al director de Ojo por Ojo, Ricardo Lucia, para informarle sobre lo sucedido y comunicarle que yo no podía asistir al ensayo, a lo que el hombre, conmovido, respondió; “por Dios, dile  que se tome dos o tres días de descanso”. Pero la tarde siguiente, lo que quedaba de Yolanda, estaba en el teatro dispuesta a continuar su trabajo, no por disciplina, no, más bien porque sabía que era lo que su padre hubiese deseado y sobre todo, porque tan solo sobre el escenario y rodeada de los compañeros podría sobrevivir a una angustia que le nublaba el cerebro y le corroía el alma. Realmente la mía no fue una reacción anómala. La mayoría de los artistas han superado estos trances sumergiéndose aún más profundamente en su trabajo. Creedme que es la mejor terapia.

El 13 de Septiembre se estrenaba con gran éxito aquel vodevil. Muchas fueron las glorias y los bravos.  “He dedicado esta función a Arsenio Mariño, un padre excepcional, un marido amante, un hombre de clara mente progresista pero, sobre todo, un verdadero hombre de teatro”, dije nada más bajarse el telón por última vez. Los compañeros, que me habían tratado durante los ensayos con manos de algodón, me abrazaron conmovidos y más de una lágrima brotó de más de un par de ojos.

He de confesar que, a pesar de todo, hubo momentos de gozo durante las representaciones, instantes en que el alma de la divertida “Maggy” poseía la mía, días en los que las ovaciones del público disipaban las brumas  de tristeza en las que estaba sumergida. Realmente aquella primera etapa de dolor hubiera sido casi imposible de superar sin el amor y la entereza de mi Jesús, que de nuevo se había hecho cargo de todos los absurdos rituales que seguían a la muerte. También fueron un bálsamo para mi tristeza la dulzura de Mercedes Barranco, el afecto de Clara Suñer o Juanjo Otegui y sobre todo,  las bromas de Pepe Calvo, todo un carácter,

Siendo un “cómico a la antigua” este hombre disfrutaba con la bendita costumbre de hacer trastadas a los compañeros en escena y se jactaba de que nadie se le había nunca resistido ni logrado hacer que se riera.

Teníamos él y yo una escena en la cual, intentando conquistarlo, yo le servía amorosamente un té con azúcar. Pues bien, con un acento americano que el director me había marcado, y que me quedaba francamente gracioso, según señalaron los críticos, debíamos sostener, mi compañero y yo, este pequeño diálogo; Yo.- ¿Tea, honney? Él.- Bueno, hija. Yo, (tomando la azucarera llena de terrones).- ¿Un  “tierron”, dos “tierrones”? pregunta a la que un día comenzó a contestarme con cifras absurdas como veinte o treinta o lo que en ese momento se le ocurriera. Por supuesto eso arrancaba las carcajadas del público. Pero de pronto se me ocurrió darle a probar su misma medicina así que tras echarle azúcar y hundir  la cucharilla en su taza le pregunté con la más ingenua de las inflexiones y la más dulce sonrisa, “¿"ti" la meneo, darling?”. Aquello fué una explosión de risas tanto del respetable como de Pepe. Era hilarante ver como su rostro, al tiempo que intentaba contenerse, iba tomando un hermoso color rosa intenso. Esta vez le tocó a él pasar el mal rato.

Mercedes Barranco, su esposa desde hacía años, soportaba estoicamente el a veces agresivo sentido del humor de su marido. En una ocasión, mientras la compañía casi en pleno cenábamos entre función y función en esa tasquita que nunca falta al lado de la puerta de actores de los teatros, le oímos decir a voz en cuello; “Mercedes, sin duda eres frígida. Abrirte las piernas es como abrir las puertas de un congelador, lo que sale de ahí es puro vapor de agua helada”. Mercedes, acostumbrada a estas bromitas sonrió apaciblemente mientras los demás reíamos ante la soez pero ingeniosa ocurrencia. Ese era Pepe Calvo.

El 14 de octubre de ese 1975 comenzó el último deterioro físico del dictador Francisco Franco. Ya no había forma de ocultárselo al pueblo. Se le había administrado la extremaunción y la noticia de su inminente muerte alegraba a una parte de los españoles, entristecía a otra y nos angustiaba a todos los que tuviésemos dos dedos de frente. En los camerinos del Arniches las radios estaban encendidas continuamente, ya que, una vez anunciado oficialmente su fallecimiento, todo espectáculo debía cesar, todo teatro, toda discoteca, pub, cabaret o music-hall debía cerrar sus puertas en señal de luto.

Arias Navarro anunciando por
TVE la muerte de Franco.
Al fin España estaba frente a lo irremediable, frente a la incertidumbre de un futuro ennegrecido por la sombra amenazante de la guerra civil.

Y esa estresante situación se extendió durante más de un mes, hasta que, el 20 de noviembre, mientras hacíamos la función de la tarde,  el presidente del gobierno Arias Navarro pronunciaba estas palabras ante todos los medios de comunicación del país; “españoles, Franco ha muerto”.


Próximo capítulo: Sí, Franco ha muerto.

Instantánea 78 - Sí, Franco ha muerto.

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¿Cómo podré aclarar, para algunos de mis lectores, la sorprendente decisión del Generalísimo Francisco Franco sobre quién le sucedería tras su muerte, cosa que no está demasiado clara ni siquiera para los españoles que vivimos el acontecer? En un país gobernado durante más de cuarenta años por una dictadura fascista, sometido enteramente al Movimiento Nacional ¿de dónde surgió y por qué se implantó una monarquía? Esta es, a grandes trazos, la narración de un proceso enrevesado y lleno de sorpresas.

Don Juan de Borbón y Battenberg, nacido en Segovia en 1913, hijo tercero de Alfonso XIII, el rey de España desde 1902 al 31  (del cual hablo  en mi capítulo anterior), vivió desde niño en el exilio, obligado por la deserción de su padre y la posterior proclamación en España de la II República. Siendo heredero por derechos dinásticos de la Casa Real Española, en 1941 encabezó la causa monárquica en el extranjero y desempeñó, desde Estoril, una parte muy activa en la oposición al franquismo.

Juan Carlos de niño
Foto de archivo de Willy Uribe
A pesar de esto, años más tarde y tras varias inusitadas entrevistas con Franco, por razones que tan solo las grandes cabezas políticas pueden entender, consintió en que su hijo Juan Carlos, un niño en esos momentos, fuera educado en España.
Así que aquí tenemos, ya a mediados de los cuarenta, en pleno auge de la dictadura, a nuestro actual rey, hijo de un monarca sin corona, cursando todos sus estudios bajo la tutela del Generalísimo.

Los años pasaron. Y muchas cosas sucedieron en la vida de nuestros protagonistas, demasiadas y demasiado farragosas para caber en este capítulo.
Juan Carlos y Francisco Franco
La cuestión es que el muchachito se convirtió en un hombretón muy listo y su protector en un decrépito anciano empecinado en que en España, tras su muerte, se instaurara de nuevo la monarquía de los Borbones y que Juan Carlos fuese su sucesor en el gobierno del país. Todo atado y bien atado en virtud de la Ley de Sucesión en la Jefatura del Estado de 1947,  que Franco hiciese ratificar por las Cortes Españolas en el año 69.

Finalmente, después de una larga agonía, el veinte de noviembre de 1975 moría el hombre que con cruel mano de hierro había tenido al pueblo español sometido a sus caprichos. El 22 de ese mismo mes Juan Carlos, aquel que había aceptado tiempo atrás los términos franquistas de sometimiento a los Principios del Movimiento Nacional destinados a perpetuar el franquismo,  era investido Rey. Por supuesto rodeado del escepticismo tanto de los adeptos al régimen como de la oposición democrática.

El tiempo aclararía estas dudas, afortunadamente con resultados positivos para el bien del país y de la democracia. Pero de eso ya se hablará.

Tras este resumen, seguramente algo chapucero, regreso a la narración de “Las aventuras y desventuras de Yolanda Farr”, devolviendo la política a las manos de nuestro, en aquellos días, flamante Rey Juan Carlos I y dejando al pueblo español sumido en el desconcierto.

Ojo por ojo y cuerno por cuerno, el delicioso vodevil de Feydeau que estábamos interpretando en el teatro Arniches, no volvió a levantar cabeza tras estos drásticos acontecimientos.  La gente tenía miedo a salir, sobre todo de noche. Las defraudadas tripas de la derecha, sobre todo las de Fuerza Nueva y su mano ejecutora, Los Guerrilleros de Cristo Rey, sonaban con tanta violencia como las de un volcán que augurara una inminente erupción. Las primeras semanas tras la muerte de Franco fueron realmente amedrentadoras.
Franco en su ataúd
Durante las 50 horas que permaneció expuesto en el Palacio de Oriente, su cuerpo fue visitado por más de 300,000 personas que no ocultaban su dolor ni su ira. Había muerto Francisco Franco, adorado caudillo de una España y verdugo de la otra y el pueblo estaba convulso, unos por la esperanza y otros por el dolor. “Una de las dos Españas ha de helarte el corazón”, había predicho años atrás Antonio Machado. La duda era si, tras aquellos momentos de tensión  extrema que estábamos viviendo, las dos Españas, desdiciendo los versos del poeta, aprenderían a olvidar, si lograrían convivir transformando este fraccionado país en la patria de todos, en una gran madre que abrazara por igual a sus hijos, sin hacer distinciones políticas ni religiosas. En fin…

La cuestión es que los teatros, tras mantenerse cerrados durante varios días, reabrieron sus puertas para tan pequeña audiencia que era desolador. Tanto los empresarios de compañía como los actores nos veíamos en la calle y sin cercanas perspectivas de trabajo. Pero la historia nos había demostrado que era imposible aniquilar a una ciudad como Madrid, una ciudad que, incluso durante el asedio y los bombardeos de la Guerra Civil, había logrado mantener viva su actividad artística y el espíritu de sus ciudadanos, así que España en pleno decidió aguantar el chaparrón de pérdidas económicas y mantenerse en funcionamiento a la espera de los tiempos mejores que sin duda vendrían.

En cuanto a los eventos demi vida he de decir que, tras la injusta y prematura desaparición de  Ojo por ojo, mesurgióun nuevo trabajo que enriquecería mi trayectoria artística notablemente.

Mari Carmen Calleja, que hacía tiempo había dejado de ser mi representante para convertirse en mi amiga, me presentó a un tal Jordi, un misterioso francés que vivía en España desde hacía años. En la sesera de este individuo bullía un proyecto, tan hermoso como ambicioso y aparentemente inadecuado para el momento que estábamos viviendo. Pero él estaba totalmente dispuesto a llevarlo a cabo. Hacer un music hall en Madrid de la calidad de  L'Ange Bleu, el Crazy Horse o de LAlcazarde Paris. Y yo debía ser presentadora, estrella y, en gran parte, alma del espectáculo. Así que, un buen día, acompañada de Mari Carmen y de Jordi,  me encontré en la “ciudad de la luz”, viendo incansablemente espectáculo tras espectáculo y entablando relación con artistas de la talla de Zizi Jeanmaire, a la que había admirado en grandes películas musicales como Hans Cristian Andersen o Folies-Bergère, o con nuevos talentos como Jean Marie Riviere, Jean Français y Pascal. Por cierto que este último trío, durante aquel viaje a Francia, quedaría ya contratado para nuestro estreno madrileño. Todo iba tremendamente rápido, con una precisión que no dejaba duda alguna sobre lo importante e inminente del proyecto. Pero yo sentía que algo misterioso estaba sucediendo durante nuestra estancia en París.


Por el día Mari Carmen y yo hacíamos las inevitables visitas turísticas, lugares que mi amiga me mostraba con admirable paciencia, teniendo en cuenta que para ella la ciudad era como de la familia. Por supuesto la Torre Eiffel, el Barrio de Montmartre  con su plaza de los pintores, tan cercana al Sacré Coeur,  y por la que me parecía ver deambular a Van Gogh, Toulouse, Gauguin y a un sinnúmero de talentos, muchos de los cuales jamás llegaron a la posteridad pero que, sin duda, disfrutaron de aquella gloriosa época de bohemia. La hermosísima catedral de Notre Dame, el barrio de Pigalle, donde Lautrec tenía su estudio, eterno centro de la “vida alegre” de la urbe y cuyo corazón húmedo y palpitante era, naturalmente, el cabaret Moulin Rouge.

Pero jamás Jordi participó de estos paseos diurnos. Mari Carmen decía que todos aquellos lugares que a mí me emocionaban eran archiconocidos  para él y que, además, padecía de insomnio y tenía la costumbre de dormir de día. Pero eso sí,  al llegar la noche despertaba de su sueño y de su abulia, se vestía sus mejores galas y nos llevaba a cenar a maravillosos restaurantes en los cuales éramos recibidos con calidez y familiaridad y posteriormente sentados en lugares selectos y reservados. Todo esto antes del diario, y ya mencionado, tour por los cabaretsde la ciudad. El comportamiento de aquel hombre me resultaba extraño pero, sin querer meterme en demasiadas intimidades con el que iba a ser “mi jefe” decidí aceptar su actitud "vampírica" sin hacer preguntas indiscretas. Al fin y al cabo, nadie era perfecto.

Nada más regresar a Madrid comenzamos las audiciones. La cosa no fue fácil, pues el que era nuestro director, Jean Marie, había creado un estilo de espectáculo donde la destreza de los bailarines o de los cantantes era tan solo una parte de lo requerido. Los elegidos debían tener tipos físicos muy definidos y estar dispuestos, ellos a travestirse y ellas a semidesnudarse. Por ejemplo, se contrató a un actor obeso y simpatiquísimo, Emilio Aguado y a un enano, Espinosa, que desde hacía años pertenecía al mundo del espectáculo.  Entre las varias  bailarinas escogidas una era altísima, Isi, mientras que otra era pequeña y frágil, Martina. Contábamos con  una hermosa negra que cantaba como los ángeles, Didi, con Micki Gener, cantante y actor… En cuanto a los bailarines unos eran recios y musculosos y otros delicados y suaves, es decir, que cuando el show se estrenara, el público podría ver un amplio muestrario de la humanidad.

Además de los extenuantes ensayos, el reparto en pleno debíamos hacer  cada día media hora de barra convencional tras la cual Pascal,  ex bailarín de L’Alcazar de Paris, nos daba lecciones de estilo, de ese estilo creado por Riviere, tan innovador que atrajo a nuestras sesiones a decenas de bailarines. Con el generoso permiso de Jordi, el empresario, la diaria clase, que debía estar compuesta por los veintidós componentes de la compañía, llegó a abarrotarse de profesionales deseosos de conocer la nueva escuela nacida en el parisino cabaret.

Miguel Bosé en 1976
Una mañana, en el salón dedicado a nuestra preparación y calentamiento, vi aparecer un joven,  un efebo tan bello que una luz especial lo rodeaba. Su cuerpo estilizado y su rostro imberbe y ambiguo, eran una combinación a cuyo encanto era imposible resistirse. Aquel muchachito tímido era todo un descubrimiento y un personaje ideal para la estética de nuestro espectáculo. Siendo para mí un desconocido  decidí entablar conversación con él y así saber de quién se trataba. Poco pude sacar en claro de nuestra primera charla, tan solo que se llamaba Miguel y que la meta de su vida era convertirse en artista. Ante mi pregunta sobre si pretendía entrar a formar parte de la compañía su respuesta fue negativa. Tan solo quería enriquecer sus conocimientos asistiendo a esas clases de las que tanto se hablaba en el mundo de la farándula madrileño.

En días sucesivos nuestras chácharas se hicieron más largas, llegando a convertirse en un agradable intercambio de vivencias. Su trato era tan educado que esos momentos estaban llenos de encanto. Así supe que su nombre completo era Luis Miguel González Bosé, aunque tenía decidido que el artístico sería simplemente Miguel Bosé, que su padre era el famoso torero Luis Miguel Dominguín y su madre la hermosa actriz italiana Lucía Bosé, que había nacido, casi por accidente, en Panamá y que su padrino era el cineasta italiano Luchino Visconti. Desgraciadamente no solo nuestro trato nunca se extendió fuera de aquel recinto si no que, en los días de los agotadores ensayos generales, sin tiempo ya para clases ni calentamientos, dejamos de vernos y  nuestra comunicación se cortó casi totalmente. Y digo casi, por algo que sucedió poco más adelante.

Ni por un momento dudé de que ese encantador muchacho llegaría a ser una estrella. Lo llevaba en la sangre y tatuado por todo su ser.


Foto Jesús Alcántara
Y para terminar esta parte de mi relato, sólo me queda contaros cómo, durante uno de los últimos ensayos generales, una desagradable sorpresa nos tuvo a todos en vilo durante un par de días.

Tras haber pasado más de un mes del fallecimiento de Franco, con un Rey ya sentado en el trono de España, descubrimos que aún existían los temidos censores de espectáculos.  Una mañana nos notificaron que debíamos hacer para ellos, aquella misma noche, un pase íntegro del show. Un gran golpe ya que todos creíamos que “muerto el perro, se había acabado la rabia”. ¿Qué iba a ser de aquel libérrimo invento nuestro del que  travestismo, desnudo e imaginación desbocada, ( todas cosas prohibidas hasta aquel momento) eran parte indispensable? ¿Sabrían esos zopencos apreciar la clase, sutileza y pericia con que estos temas eran tratados? ¿Qué pasaría con los millones que Jordi había gastado en acondicionar el local, en proveer al escenario de escaleras mecánicas y giratorios, en un vestuario tan caro que solamente el número del grand finale había costado un millón de pesetas?

¿Qué sería del flamante Music-Hall Topless y de su hermoso espectáculo El ángel azul?






Próximo capítulo. El Music-Hall Topless.

Instantánea 79 - El Music-Hall Topless.

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Preparándome para el Music-Hall
Foto Jesús Alcántara

Aquella mañana, al llegar a los diarios ensayos en el Music Hall, la noticia de que debíamos hacer esa misma noche un pase para la censura,  sembró el pánico entre el equipo. A técnicos y artistas se nos agarrotó el corazón. Todos pensábamos que, tras la muerte del dictador, esa odiosa lacra habría desaparecido. Nuestro empresario, Jordi, intentaba reinstaurar la calma, sobre todo entre los franceses, Jean Marie Riviere, Jean Francoise, Pascal, Ingrid y Didier para los que la tortura de la censura era algo desconocido y absurdo y despotricaban incesantemente en el idioma de Moliere contra aquello. Los dos últimos se habían subido recientemente al carro del estreno aportando sus especiales números y caracterizaciones, Didier con su parodia de Josephine Baker y la exótica bailarina Ingrid, hermosa y de cabeza totalmente rapada, con una alucinante versión de The acid queen, del musical Tommy, en la quepocos centímetros de su cuerpo desnudo eran negados al disfrute del público.



En el "opening"
Foto JesusÄlcánta
Sólo lo peor se podía esperar de aquel pase pues, de los muchos cuadros que componían las casi dos horas de espectáculo, no más de cuatro o  cinco se podían mostrar sin peligro ante las mentes estrechas y calenturientas de esos señores. Pero, como no queríamos ni contemplar la posibilidad de que tanto trabajo, tanto talento y tanto dinero invertido se fuese al garete, nos sumergimos en la febril tarea de aportar ideas y tratar de encontrar soluciones. Por primera vez, y me temo que por última, formé parte de un grupo tan grande y heterogéneo de personas aunando esfuerzos a favor de una misma causa.




Portada de un folleto promocional

Finalmente, antes que llegara el terrible pase de censura, habíamos logrado recomponer el show, dejándolo en menos de una hora, y eliminando o revisando algunos de los números. La original presentación a lo Cabaret (la película) que hacíamos  Miki Gener y yo se mantuvo. Mis números de Charles Chaplin, de David Bowie y de Carmen Miranda no fueron tocados. Incluso el de Marlene Dietrich, indispensable en el show, se pudo salvar. Las chicas que salían mostrando los senos fueron vestidas con mallas color carne que Jordi mandó inmediatamente comprar. Más difícil era el asunto con el travestismo masculino.




El número de Marlene en El ángel azul
Foto Jesús Alcántara
Por ejemplo, ¿cómo arreglar el impactante momento en el que todos, chicos y chicas aparecíamos en escena vestidos de Marlene en la famosa canción Lola-Lola de la película El ángelazul? La impresionante imagen de 22 Marlenes, entre ellas 10 travestidas, además de una gorda, Emilio, y una enana, Espinosa, bajando por las escaleras mecánicas o surgiendo en el escenario de entre la neblina, era fundamental y casi el sello del espectáculo. Pues hubimos de solucionarlo eliminando el  transformismo, con tan solo las chicas del ballet en tinieblas y la auténtica Marlene, es decir yo, cantando bajo el cañón en primer plano. Un desastre.

Cuando llegó la noche, frente a tres censores de largas caras y plegados entrecejos, hicimos una función de la que, en otras condiciones, nos habríamos sentido profundamente avergonzados. Pero el mal rato pasó y, para nuestra sorpresa, obtuvimos el permiso de estreno. (Tiempo después supe que uno de aquellos individuos pudo muy bien haber sido Francisco Alcántara, un tío de mi marido Jesús, al que yo entonces no conocía. La censura de espectáculos era uno de los menesteres a los que se dedicaba. Cosas de la vida).




El estreno fue algo apoteósico. Madrid nunca había visto algo tan lujoso, original y atrevido. Las reservas para obtener una mesa eran de semanas y el local se llenaba de todo tipo de público, pero sobre todo de la gente de la profesión. Todas las estrellas del momento pasaron por El ángel azul y, la inmensa mayoría repetía gustosa, disfrutando de cada visita como si fuese la primera. Esa era una de las grandes cualidades del show: había tanto que ver, tan brillantes e impactantes eran los cuadros, tan bien conseguido estaba el contacto con el público que se necesitaban varias revisiones para superar el embrujo y poder captar cada detalle.

Una noche, ya en pleno éxito del espectáculo, uno de los maitre me dijo que “un joven muy educado” quería verme tras la función. Y allí estaba él,  Miguel Bosé, con un sobre blanco en las manos y una encantadora sonrisa iluminando aún más su rostro. (Ver Instantánea 78). Grande fue mi alegría de volver a verle pero mucho más me emocionó el entrañable regalo que, dentro de ese sobre, había para mí; la maqueta de su primer disco. Aquel muchacho había iniciado la senda para convertir su gran sueño en realidad: ser un artista. Esa fue la última vez que le vi personalmente. Cosas del mundo del espectáculo y sus caminos unas veces convergentes y otras divergentes.



José María Amilibia, José Luis Uribarri, Agustín Trialasos, Tico Medina
Muchas noches tras la representación, Jesús y yo nos reuníamos, en el local ya cerrado, con fieles admiradores, con amigos, con periodistas como José Luis Uribarri, Tico Medina, Jesús María Amilibia, Agustín Trialasos…¡Hasta las claras del día!

Otras veces, gracias a mi conocimiento del idioma francés, los tertulianos éramos Riviere, Jean Pascal, Françoise, Jordi y algunos misteriosos personajes, también franceses, que pululaban por el local con tanta frecuencia que me hacía preguntarme quiénes eran y qué función invisible desempeñaban en el Music-Hall.

Y de estas reuniones fui recopilando información sobre ciertas cosas que desde el principio me habían intrigado. Por ejemplo supe, por primera vez,  de la existencia de una organización argelina llamada OAS, nacida, según sus miembros, de una terrible traición pero catalogada mundialmente como terrorista.

Según me fui enterando, el gobierno de izquierdas existente en Francia en 1958, se había declarado dispuesto a negociar con el FLN (Frente de Liberación Nacional), el cual demandaba que Argelia dejase de ser un estado francés y lograr así una total independencia. La posibilidad de que aquello sucediera era rotundamente rechazada por gran parte de sus habitantes, colonos galos y  pied noires, argot con el que se designaba a los franceses nacidos en África. Así que, unidos, decidieron dar un golpe de estado con el fin de tomar el completo control de Argelia. Y fue el triunfo obtenido por esta rebelión  lo que provocó que la Cuarta República fuera disuelta y el general De Gaulle resultara proclamado presidente de un “gobierno de salvación nacional”. Es decir que, creyendo en su promesa de que bajo su mandato Argelia seguiría siendo francesa, fue el empuje de los golpistas lo que llevó a De Gaulle a la presidencia de Francia.

 Años después, viendo que aquel hombre en el que habían confiado no estaba dispuesto a continuar la guerra contra el FLN, convencidos de que estaban a punto de perder todas sus propiedades y hasta su nacionalidad, los golpistas se sintieron totalmente traicionados. El tiro de gracia fue el referéndum realizado en Francia que apoyó la autodeterminación argelina. Tras comprender que todas sus luchas habían sido en vano, en 1961 se creó lo que se conoce como la OAS, (Organisatión de L’armee Secrète), convirtiéndose al momento en una formación terrorista tan activa y mortífera que incluso realizó un atentado fallido contra De Gaulle. La reacción  del gobierno francés fue formar un grupo especial de inteligencia, cuyo objetivo era capturar y, en muchos casos ejecutar “in situ”, a los principales dirigentes de aquella organización.



Pintada en una calle de París
Foto Xabier Casals
Frente al fracaso de la intentona de magnicidio y la persecución a la que se vieron sometidos, muchos pied noirs y todos los altos dirigentes de la OAS se exiliaron y la mayoría vino a recalar, por afinidad política y geográfica, en el sureste de España. Y en este país vivieron el resto de sus vidas, bajo falsas identidades, imposibilitados de regresar a Francia y desterrados de su patria argelina. Hay quien tacha a los miembros de la OAS de sanguinarios terroristas de ultraderecha, otros los definen como románticos nacionalistas traicionados. Yo sólo he intentado recopilar datos que os familiaricen con acontecimientos y personas de las que hablaré a continuación.

Como ya habréis adivinado, mi gran descubrimiento fue que el Top Less Music-Hall, así como otros muchos negocios, principalmente cabarets de Madrid, estaban en manos de antiguos dirigentes de ese grupo terrorista. Por supuesto, bajo el amparo del gobierno de Franco el cual, con objeto de proteger sus intereses en el norte de África, les había apoyado desde el principio.


Número de Carmen Miranda
Foto Jesús Alcántara
Comencé entonces a entender de dónde provenía la inmensidad de dinero que costó la realización del proyecto, la celeridad con se habían conseguido permisos de obras y apertura, el sorprendente resultado de nuestro desastroso pase de censura, el ningún entusiasmo con que Jordi y sus amigos habían recibido la muerte de Franco…

Recordé y comprendí el noctambulismo de mi empresario durante aquel viaje a París, previo a la preparación del espectáculo y del que hablo en mi capítulo anterior. (Ver Instantánea 78). Esa actitud de jamás salir de día que yo había catalogado, por supuesto en broma, como vampirismo… Su cabeza tenía un precio. Su presencia debía ser indetectable para las fuerzas policíacas. Viajando con pasaporte falso, su estancia en la ciudad sólo podía ser conocida por esos fieles  partidarios de la mítica OAS que, según yo había comprobado,  aún había en Francia. 


Foto J.M. Castellví


No sé si esperaréis de mí alguna reacción heroica de rechazo, pero confieso que tras las desilusiones, engaños e injusticias a los que la política me había sometido en Cuba, tras las historias que mi padre me había contado sobre los crímenes cometidos, hermanos contra hermanos, durante la guerra civil española y los primeros años de franquismo, mi valoración del bien y del mal estaba bastante deteriorada. Ya no me era tan fácil como en la adolescencia distinguir a los buenos de los “malos de la película”. Así que, sin hacer juicio de valores, acepté, como un regalo del cielo, aquel estupendo trabajo.

 Gracias a él Madrid, me había reconocido como a una artista importante. En los periódicos y revistas, mi imagen y mi nombre eran publicados con frecuencia. Me catalogaban de descubrimiento, de estrella, de fiel remedo de Marlene Dietrich, de alma del music-hall…

Grand Finale
Fotos Jesús Alcántara

Durante más de un año gocé de la tranquilidad de un trabajo fijo y satisfactorio hasta que una noche, el director de cine Alfonso Hungría, se presentó en el local poniendo ante mi boca una tarta de los más exquisitos y exóticos frutos, servida nada más y nada menos que por mi admirado actor Fernando Fernán Gómez. ¿Quién podría resistirse a tamaña tentación?



Necrológica:
Ha muerto una sirena y el mar está de luto. Aunque se vaya a los 91 años mientras dormía en su casa de Beverly Hills. Aunque deje por siempre en nuestra memoria su maravillosa figura, su sonrisa. Aunque  consiguiese que muchos tímidos o asustados detractores llegaran a amar el agua. Aquella a la que, en mi época,  las jovencitas intentábamos imitar en las piscinas del hotel Hilton o del Riviera, allá en La Habana.  Esther Williams me cautivó desde su primera película Escuela de Sirenas hasta que, a los 40 años, decidiera abandonar el séptimo arte antes de que él la abandonase. Que en paz descanse esa bella e inteligente sirena. O mejor dicho, que regrese a ese fondo del oceano del que sin duda surgió, y bajo la tutela de Neptuno reinicie su existencia entre peces, corales y algas. Su verdadero mundo. Por toda la eternidad.
Esther Williams


Próximo capítulo. Yolanda y los veinte enanitos.

Instantánea 80 - Yolanda y los veinte enanitos. (Primera parte.)

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Como decía al finalizar el capítulo anterior, una noche, Alfonso Ungría se presentó en Top Less Music-Hall para ofrecerme la protagonista de una película que podía resarcirme de mi intrascendente presencia, hasta ese momento, en el cine español. Aquellos papelitos en Con ella llegó el amor, de Ramón Torrado, Zorrita Martínez, de Vicente Escribá, El libro del buen amor II, de Jaime Basarri, El espiritista, del portugués Augusto Fernando o Mauricio mon amour, de Juan Bosch no tenían significado alguno en mi carrera. Habían sido participaciones en films que, dado su brevedad, pude perfectamente compaginar con el teatro o, últimamente, con el show El ángel azul. Tan solo El Perro, de Antonio Isasi Issasmendi, rodada a mediados de 1976, había sido importante y satisfactoria.

El director Isasi me había escogido, por primera vez en mi vida, para hacer de una sufrida campesina, cosa que me ilusionaba pues ya me sentía un poco harta de interpretar mujeres sofisticadas o prostitutas con clase. Aunque las horas de peluquería y maquillaje eran largas, a causa de la transformación que el director quería de mí, la ocasión de interpretar un personaje distinto, me ilusionaba. El papel de aquella campesina era clave en la huida del protagonista a través de la campiña, perseguido por militares y por un perro pastor alemán que nunca le perdía el rastro.  

Jason Miller y yo
En medio de su desordenada fuga, un día llegaba a mi choza y yo, solidarizándome con su situación, le ofrecía albergue. Pero aquello, naturalmente, no terminaba bien. El ejército, guiado por el fino olfato del can, acababa localizando mi casa y, aunque el hombre había logrado escapar a tiempo, el perro mataba a uno de mis hijos pequeños y los soldados, en revancha por haber dado acogida al fugitivo, me violaban salvajemente. Todo esto ocurría en un supuesto país de Sudamérica.

A pesar de mi profesionalidad y la de los actores que interpretaban a mis verdugos, la escenita de marras tardó dos días en rodarse. Dos días en los que todos lo pasamos realmente mal, sobre todo yo, esposada de tobillos y muñecas a una cama de hierro mientras seis malévolas manos se movían por mi cuerpo arrancándome la ropa al tiempo que yo forcejeaba desesperada. Las  muestras de dolor en mi rostro resultaban muy reales, ya que los hierros de las esposas que me sujetaban al lecho me laceraban cruelmente la piel.


La escena de la violación

Estas escenas de violación en el cine son muy traumatizantes pues exigen un realismo que acaba dejándote la sensación de haber sido verdaderamente ultrajada. Por mucho que los compañeros se deshagan posteriormente en disculpas y el equipo técnico intente minimizar tu trauma con mimos y disimulos.

Para colmo de desgracias la censura cortó esos dramáticos momentos  y  mi papel, después de tanto sufrimiento, quedó reducido a un par de insulsas escenas.

Tan solo una cosa realmente buena saqué de aquellos agotadores días de filmación. Conocí a Jason Miller, el  protagonista. Este educadísimo hombre, el cura de la famosa película  El exorcista, resultó un ser encantador y, puesto que tan solo el director y yo hablábamos inglés acabamos, a pesar de la sordidez de aquel rodaje, convirtiéndonos en tan amigos como nos permitió el poco tiempo en que  trabajamos juntos.

Nunca olvidaré el día en que Jason se me acercó, bastante angustiado, solicitando mi ayuda.

En aquellos gloriosos días de las coproducciones era necesario hablar inglés, incluso si las películas eran mayormente españolas. No en balde era el idioma de los protagonistas, que siempre eran traídos del extranjero. El caso es que, de pronto, todos los actores españoles aseguraban dominar el idioma de Shakespeare, y siendo esto en la mayoría de los casos falso, durante los rodajes se formaban auténticos problemas.


Jason Miller y yo durante una pausa en el rodaje
En la ocasión que menciono al principio de este párrafo, Jason vino a mí con esta petición; “Yolanda, por favor, me es imposible seguir así. Este actor no solo no habla inglés sino que tampoco me entiende una palabra. Como el sonido no es en directo se pasa todo el tiempo repitiéndome ante la cámara, con variadas inflexiones,  one, two, three, four, five,  y yo no sé dónde insertar mi texto ni como demostrarle, cuando lo logro,  que he terminado y que le toca a él hablar. No quiero recurrir a nuestro director, Isasi, para no perjudicar a ese muchacho, aunque bien podía haberse aprendido sus “bocadillos” fonéticamente, así que he encontrado una solución. Como estamos trabajando simultáneamente con dos unidades en plano y contraplano, dile que cuando yo haya terminado mi parlamento me pondré la mano en el pecho para indicarle que puede empezar el suyo y que él haga a la inversa para darme la entrada. De esa forma no nos pisaremos constantemente los diálogos.” Y así se rodó una larga escena de enfrentamiento entre “el bueno” y uno de los “malos”. Durante años esta anécdota, totalmente verídica, fue una constante en las coproducciones españolas. Las escenas se rodaban sin que hubiese real comunicación verbal entre los actores de distinta lengua, con la seguridad de que luego, unos maravillosos dobladores profesionales colocarían, como por milagro, cada palabra del verdadero texto en esos labios que se movían, sí, pero al tuntún. 



Ya que se solían hacer dos versiones, una en castellano y otra en inglés para la exportación,  Jason, al finalizar la película, pidió a Antonio Isasi que yo fuese a EE.UU. para doblar mis escenas con él. Desgraciadamente, al estar trabajando en el Music-Hall,  me fue imposible  hacerlo. Durante un corto tiempo estuvimos intercambiándonos amistosas misivas. Luego, como era de esperar, el contacto se rompió, pero siempre recordaré con afecto a ese gran caballero  y actor, Jason Miller, desgraciada y prematuramente fallecido en el año 2001.




Pero volvamos a finales de 1976, al exitoso Top Less y al día enque Alfonso Ungría se presentó en el local “poniendo ante mi boca una tarta de los más exquisitos y exóticos frutos, servida nada más y nada menos que por mi admirado actor Fernando Fernán Gómez”, como relato al final del capítulo anterior.

La oferta era tentadora. Protagonizar junto a Fernando un film ya era un regalo, pero si el director era Ungría y el tema una ácida crítica al poder destructivo que un dictador ejerce sobre el pueblo la cosa no podía ser más apetecible. Lo malo del asunto era que yo no estaba dispuesta a abandonar el “Ángel azul”, que tantas satisfacciones artísticas y personales me proporcionaba, y pensar en hacer un doblete de más de cinco sesiones me parecía agotador.





Pero a Alfonso, perfecto encantador de serpientes,  no le costó demasiado trabajo convencerme de que participar en Gulliver era mi “gran oportunidad”. Me prometió un sueldo sustancioso que me sería abonado al terminar la película,  concentrar todas mis secuencias en 14 días, recogerme cada noche, al finalizar la función, o sea,  a la una de la madrugada, en un amplio coche de producción y regresarme siempre a Madrid con tiempo sobrado para reintegrarme a Top Less.

Me contó por encima la trama: un recluso fugado iba a caer a un pueblucho abandonado desde hacía décadas por sus moradores originales y en el que un amplio grupo de enanos se reunía durante el invierno con el fin de ensayar y preparar sus números para las eventuales  actuaciones veraniegas. Allí, oh casualidad, se encontraba con su examante,  vedette venida a menos y que se había convertido en concubina del jefecillo del clan.

Fernando, en complicidad con la mujer,  se hacía pasar por un famoso empresario y paulatinamente se iba apoderando, con falsas promesas y utilizándome  a veces como moneda de cambio, de la voluntad de los enanos hasta llegar a convertirse en un déspota.

Lo que no me explicó con claridad fue que el rodaje sería en Granadilla, ¡a casi trescientos kilómetros de Madrid!, lo cual me obligaría a intentar dormir cada noche en el auto durante las horas de viaje, es decir, que no volvería a ver mi querida cama mientras durara la filmación. ¡Catorce noches con sus correspondientes días! En realidad la culpa fue mía al aceptar el proyecto antes de estudiarlo  profundamente, sobrestimando mis fuerzas y dejándome llevar por mi entusiasmo artístico, pero aquello resultó insoportablemente agotador.

Tampoco supe, en un principio, que de los veinte enanos del elenco, tan solo un ínfimo grupo eran profesionales. Para conseguir el resto se habían puesto anuncios en los periódicos solicitando personas de esa condición que deseasen trabajar en el cine. El resultado, como es de esperar, fue que la inmensa mayoría eran mendigos o indigentes totalmente incultos, personas sin la más mínima idea de que eso del “cine” precisaba conocimiento, disciplina e incluso algo de amor.

El grupo "Los bomberos toreros"


No obstante, entre la habilidad de Alfonso Ungría y la ayuda de  los profesionales que les guiaban, el grupo “Los bomberos toreros”, payasos,  Enrique Fernández y Espinosa, actores, se consiguieron planos y momentos de gran impacto visual.

Fernando Fernán Gómez, al que tanto gustaba disertar, tras dormir toda la noche en un cómodo albergue de carretera  cercano, llegaba al rodaje animoso y parlanchín mientras que yo me iba “desinflando” a ojos vista.

En una pequeña habitación anexa a maquillaje, la scrip me tenía preparado cada mañana un barreño y nada más bajarme del coche llena de agujetas, me introducía en él para, de inmediato,  lanzar sobre mi dolorido cuerpo baldes de agua fresquita. Puesto que en aquel pueblo deshabitado, naturalmente no había agua corriente, eso ayudaba bastante. Terminado el proceso pasaba a maquillaje, sin duda el momento más placentero,  pues allí me esperaba Goyo, el maquillador, uno de los seres más encantadores y eficientes que he conocido. Sin mediar otra palabra, al verme entrar me decía, “hala, a trabajar”, me sentaba en el sillón de maquillaje y durante largos minutos me regalaba el más maravilloso masaje en hombros, cabeza y cara que persona alguna pueda desear. Luego, con esas enormes manos que increíblemente poseían a la vez habilidad, fuerza y delicadeza, pasaba a intentar reparar los destrozos que el exceso de trabajo y la falta de sueño iban dibujando cada día con más profundidad sobre mi rostro.

Fueron días a los que tan solo gracias a mi juventud y a un milagro de disciplina y amor a mi profesión, pude sobrevivir. Sacar cada noche las energías necesarias para enfrentarme a dos horas de show trepidante en el Music Hall era una tortura que, increíblemente, a medida que iba cogiéndole el ritmo, desaparecía notablemente. 

De tal manera era así que, al salir del local, penetraba en el coche de producción con la optimista sensación de que esas cuatro horas de sueño, que tal vez podría descabezar durante el viaje, serían suficientes para enfrentarme a un nuevo día de rodaje. Lo importante era que todo iba saliendo según lo previsto. Fernán Gómez, Ungría y yo conseguimos una hermosa empatía que facilitaba mucho nuestro trabajo en común.

Y así logré llegar a la última de aquellas 14 jornadas de mis angustias. A pesar del terrible agotamiento, esa mañana una llamita de felicidad iluminaba mis ojos y una satisfacción por la labor cumplida aligeraba el peso de mis extenuados huesos. ¡Hurra! ¡Ese iba a ser mi último día de rodaje!

¿Cómo iba a suponer que lo peor de aquella pesadilla estaba aún por llegar?

Foto Cotarelo



Próximo capítulo. Yolanda y los veinte enanitos. (Segunda parte)


Instantánea 81 - Yolanda y los veinte enanitos. (Segunda parte)

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Foto Nanín
Pues bien, el último día de mi participación en el rodaje de Gulliver,iba a convertirse en la ponzoñosa guinda que coronara el pastel de cemento en que se habían convertido los 14 días consecutivos de doblete. ALGO estaba a punto de lograr que las madrugadas viajando en el coche de producción y las agotadoras dos horas de show en el Music-Hallparecieran un agradable juego de niños.

Al llegar aquella mañana a locación, tras mi incursión en el barreño donde la encantadora scrip, supliendo la falta de duchas en el pueblo, me dejaba “pasada por agua”, cubo de agua va, cubo de agua viene, tras mi siempre reconfortante paso por las manos del maquillador Goyo y regresada ya a la vida gracias a sus generosos masajes, Alfonso Ungría se presentó en el cuarto de maquillaje diciendo que tenía algo importante que consultarme.

Fernando Fernán Gómez y yo
Según la versión original, en un acto de rebelión del pueblo contra su dictador, Fernando Fernán Gómez, cuatro de los enanos violaban a su amante, es decir a mí. Era la última secuencia que me quedaba por rodar. Varias veces habíamos hablado Ungría y yo sobre ese momento, aun más desagradable de lo normal por la reciente experiencia sufrida en la filmación de El Perro, a lo que mi director me repetía que no tenía nada que temer, que todo sería totalmente simulado e inofensivo, que confiara en él. Durante los días de trabajo yo había entablado buena relación con mis futuros violadores y, siendo los cuatro profesionales en los cuales podía confiar, mis preocupaciones, con respecto al incómodo plan de rodaje del día, no eran demasiadas.

Pero mira por donde, de repente me encuentro sentada en maquillaje, con mi mano cálidamente sujeta por la de mi director, con sus límpidos ojos azules mirándome en actitud casi suplicante mientras me intentaba vender, todo sonrisas y amabilidad, sus últimas elucubraciones. “He llegado a la conclusión que la película ganará en intensidad dramática si son los veinte enanos en tropel los que te agreden”. ¡Los veinte enanos! Un montón de personas descontroladas y prácticamente desconocidas a la caza y captura de mi integridad física.
Enrique Fernández y yo

Apuesto, queridos amigos,  que estáis convencidos de mi rotunda negativa ante la locura de esa proposición. Pues os diré, para vuestra sorpresa, que media hora más tarde, tras la renovada promesa de Ungría de que sólo los cuatro profesionales, tal y como  estaba planeado, fingirían la violación, tras reiterarme que ellos me protegían con sus cuerpos de cualquier posible desmadre, mi buen criterio flaqueó. Sí señor,  tras su rotunda afirmación  de que el resto del grupo estaba instruido para limitarse a hacer bulto y crear algarabía alrededor, Yolanda Farr, la disciplinada, la devota amante de su trabajo, entre escalofríos y retortijones y por el bien de la película, aceptó  su petición. 

Un par de horas más tarde mi cuerpo se dirigía al plató mientras mi cerebro intentaba detenerle  con todo tipo de advertencias.

El elenco de enanos
Una vez allí, ante la visión de aquel montón de pobres seres deformes que esperaban el momento para abalanzarse dentro de la habitación, mi desazón llegó a límites increíbles. Por más que me decía que todo estaba controlado, que tenía que confiar en el buen juicio y autoridad de Ungría, mi cuerpo temblaba como si mis entrañas fuesen el epicentro de un terremoto semejante al de San Francisco.

Alfonso Ungría
Llenándome de valor me coloqué en mi marca, y un momento después escuché las familiares palabras de “¡silencio!”, “¡preparados!”, “¡cámara!”, “¡claqueta. Toma uno. Violación!” Pero en lugar de la consabida orden de “¡acción!”, el oír un aterrador grito de “¡a por ella!”, hizo que me sacudiera hasta la médula de los huesos. Y eso es lo último que recuerdo con claridad. Tengo una lejana consciencia de mi cuerpo aplastado por una bulliciosa masa, la sensación de decenas de zarpazos en mi piel, una voz que podía ser la mía gritando una y otra vez, “¡basta ya, por favor!” y luego un potente aullido masculino; “¡joder Ungría, corta ya, me cago en la leche!” Y después llegó la oscuridad. Más tarde supe que aquel exabrupto provino de Goyo, nuestro maquillador, que indignado ante lo que pasaba, había zarandeado bruscamente al director, sacándole de una especie de éxtasis contemplativo y conminándole a dejar de grabar.

Estuve un par de días ingresada en una clínica, más por el shockque por las heridas, ya que, sin duda gracias a la fuerte musculatura de mis piernas,  largamente trabajadas por el ballet, aquellas pequeñas manos no habían logrado traspasar esa barrera, dejándome tan solo arañazos y moratones en los muslos y el pecho. Y por supuesto, en el alma.

Mis compañeros, los enanos que debían haberme protegido, vinieron a verme, los cuatro bastante maltrechos y jurando no haber podido contener la avalancha. Ungría acudió asegurando no tener ni idea de por qué o de dónde había surgido el grito de “¡a por ella!” y felicitándose por haber tenido la inspiración de dejar esa escena para el final de mi participación. Pues que bien. También Manolo Pereiro, mi amigo desde Cuba, que era parte del elenco pero con el cual desgraciadamente nunca coincidí en el rodaje, vino a verme y a aconsejarme, indignado, que le pusiese un pleito a Ungría o a la productora. Lo cual nunca hice, conociendo de oídas la lentitud y poca fiabilidad de la ley en aquellos momentos de inestabilidad política en España.



Pero aquel demoníaco Gulliver no había cesado aún de darme disgustos. Cuando me sentí físicamente recuperada me dirigí a la productora para cobrar los honorarios por mi trabajo. Allí me dieron una palmadita en la espalda, a modo de condolencia por lo sucedido,  y un cheque.  Al ir el día siguiente a cobrarlo me encontré con que no tenía fondos así que sorprendida, pues nunca me había pasado algo igual, llamé por teléfono a la oficina. La persona que respondió a la llamada se excusó diciendo que habían tenido un retraso en los pagos, pero que pronto todo estaría solucionado,  que esperara una semana a la total finalización del rodaje y entonces volviese por allí para cobrar, en efectivo, mi salario “tan duramente ganado”.

Fernando Fernán Gómez y yo
A la semana siguiente la cola para entrar a una productora que ya no existía, casi daba la vuelta a la cuadra. El local estaba vacío y empleados y cualquier otra señal de vida anterior, desvanecidos. Realmente no me sorprendió demasiado notar la ausencia en el lugar de  Fernando Fernán Gómez, de nuestro director de fotografía, José Luis Alcaine, ni de Alfonso Ungría. Estaba claro que tan solo a los débiles, a los ingenuos cooperantes nos habían engañado.  Finalmente, en una España donde estafadores y trabajadores sin derechos eran el pan nuestro de cada día, nunca llegué a cobrar por mi trabajo en Gulliver. En esos días las empresas fantasmas surgían y desaparecían como su mismo nombre indica: fantasmagóricamente.

La película ya terminada y montada, fue secuestrada por la censura. Decían que el mensaje político, aún dos años después de la muerte de Franco, no era claro ni su exhibición recomendable.  Tuvieron que pasar  dos años, en 1979, para que se estrenara a bombo y platillo en el Cinema Palace de Madrid. Solo entonces pude ver el film y comprobar, con tristeza, que mi agonía en la famosa escena de la violación había sido inútil. Todo lo que había quedado en el celuloide era una masa de veinte cuerpos deformes ensañándose sobre algo que yacía en el suelo, algo que bien podría ser yo o un maniquí  pues ni una sola vez se logró captar claramente mi rostro torturado. Es posible que, de todos mis infortunios relacionados con ese rodaje, aquél fuera el que más me entristeció. Mis sufrimientos habían sido baldíos. Para los espectadores, tan solo mis gritos de “¡basta ya, por favor!” quedaban como constancia de mi presencia bajo un montón de figuras convulsas.

Retrocediendo a 1977, la cuestión es que tras aquella experiencia y el agotamiento acumulado durante los días en que logré simultanear el Music-Hally Gulliver,  estaba  realmente tan machacada que me vi forzada a despedirme de ese Top Less que tantas satisfacciones me había proporcionado durante un año. Eso sí, tras prometer a su propietario, Jordi, que regresaría en cuanto volvieran mis fuerzas, cosa que por aquellos días se me antojaba un objetivo inalcanzable.

Pero ya que la depresión es un lujo que tanto los artistas como  los pobres no nos podemos permitir, unas semanas después me unía al rodaje de Los claros motivos del deseo, una película dirigida por Miguel Picazo, ese preclaro ser humano y gran director con el que, años atrás, había participado en varios programas de TVE. Por supuesto asegurándome con anterioridad de que no habría en mi papel ni una escena que  remotamente oliese a sexo.

Realmente fue una suerte volver a la actividad bajo la batuta de Miguel. No creo haber trabajado nunca tan relajada y satisfactoriamente como con él. La sensibilidad y bondad del director de La tía Tula, se convirtieron en un paliativo para mi resentido corazón.

Luego vino Madrid, Costa Fleming, basada en la novela homónima de Ángel Palomino, una comedia ligera y risueña,  dirigida por José María Forqué. A pesar de que  su argumento se basaba principalmente en la vida de un grupo de “call girls”, el tema estaba tratado con tal buen gusto y cándido sentido del humor que podría haberse catalogado como “para todos los públicos”. En el amplísimo reparto figuraba la mayoría de las grandes figuras del momento, Juanjo Menéndez, Rafael Arcos, Ismael Merlo, Agustín González y Francisco Cecilio, entre el equipo masculino y Claudia Gravi,  Mabel Escaño, Mary Carmen Yepes, África Prats, Mari Carmen Prendes, y una chica debutante, Verónica Forqué, joven hija del director. Y por supuesto también estaba yo, en vías de recuperación total,  en un tierno papel, que a pesar de ser secundario, era de gran lucimiento.

De izquierda a derecha Yolanda Farr, Mari Carmen Yepes, Pepe Ruíz
África Prats y Claudia Gravi
Foto fija de Madrid, Costa Fleming. Fotógrafo A. Diges
Y fue durante este rodaje que su director, José María Forqué, me dio una desoladora pero irrefutable “lección magistral”.


Necrológica.


Miguel Narros. Foto Jesús Alcántra
Hoy viernes 21 de junio, ha fallecido uno de los grandes directores teatrales de España; Miguel Narros.  En el año 1983 tuve la suerte de que me dirigiera en una de las obras más difíciles que he interpretado en mi vida: El rey de Sodoma.  Una experiencia estupenda para solo dos actores, enfrentados a seis personajes cada uno, afortunadamente bajo la batuta de  un director preciosista, 
Su dedicación y amor al teatro fueron, durante muchos años, absolutos, como podemos afirmar los miles de actores que le acompañamos durante su labor. Por siempre para él mi agradecimiento por todo esto. La capilla ardiente con los restos mortales del director está instalada en el Teatro Español de Madrid.

Próximo capítulo. Forqué y Arturo Fernández, dos grandes maestros.

Instantánea 82 - Forqué y Arturo Fernández, dos grandes “maestros”.

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Retrato de Diges durante el rodaje de Madrid, Costa Fleming

José María Forqué era un prolijo y versátil director de cine. Fue para mí una gran satisfacción que quisiera tenerme en el elenco de la película Madrid, Costa Fleming, rodeada  de un reparto importantísimo y permitiéndome disfrutar de un precioso papel. Eso me hacía confiar en que mi camino en el cine español estaba consolidándose.

Claudia Gravi, Mabel Escaño y yo. Foto Diges
Mi relación con las actrices que compartían conmigo el rol de call girls era estupenda. Sobre todo con Claudia Gravi, con África Prats y con Mabel Escaño. Juntas desayunábamos y juntas nos sentábamos a la hora de la comida, intercambiando opiniones sobre nuestros papeles, sobre la profesión y sobre el mundo en general. La película completa, salvo los exteriores,  se rodaba en un moderno hotel madrileño cuya última planta se había alquilado para ese menester.

En una ocasión, durante una escena en la que no participaba, se me ocurrió dar un paseíto por los pasillos, intentando  ejercitar un poco aquellas piernas mías que llevaban toda la mañana inmóviles mientras filmaba una secuencia en la que debía permanecer sentada. De pronto, al acercarme a una puerta entreabierta, oí unos sollozos femeninos.  Segura de que era alguien del equipo, ya que nadie más tenía acceso a esa planta, pregunté con suavidad, “hola, ¿te pasa algo? ¿puedo entrar?”, pero viendo que mis palabras solo lograban incrementar los sollozos, me decidí a penetrar en la habitación  sin esperar el permiso. Allí dentro, sentada sobre la cama, se hallaba una muchacha muy joven, con el rostro oculto entre las manos.

Verónica Forqué

Me acerqué a ella suavemente mientras le decía “hola, soy Yolanda y pertenezco al grupo  de los actores, ¿quieres contarme qué te sucede?” ¡Fue lo mismo que destapar una botella de champán! Como en una explosión las lágrimas brotaban de sus bonitos ojos a igual  velocidad que las palabras surgían de su boca. Me confesó que era muy desgraciada, que no le gustaba nada ser  actriz, que las cámaras la asustaban, pero que su padre la obligaba a seguir la tradición familiar y que su nombre era Verónica Forqué, la hija casi adolescente de nuestro director. Conmovida ante su visible angustia, me quedé un rato a su lado intentando calmarla. Le aconsejé seguir sus impulsos y negarse a que nadie, ni siquiera su familia, la forzase a tomar un camino que no era de su agrado. “Ya no eres una niña, Verónica, impón tu voluntad. Esta profesión es demasiado dura para dedicarle tu vida sin sentir por ella una devoción casi sacerdotal”.  Al poco tiempo la muchacha se calmó y yo abandoné la habitación sin darle al hecho mayor importancia. ¿Quién iba a imaginar que aquella frágil criatura que con tanto dolor renegaba de la profesión de actriz  se convertiría, unos años después, en una gran estrella?

El rodaje transcurría con facilidad y ligereza, gracias a la gran profesionalidad del director y de los actores, que no en balde son una parte importantísima en el difícil proceso de elaboración de un film. El acierto en la selección de los intérpretes, así como su calidad, han salvado muchas veces del desastre a películas mediocres.

Alfred Hitchcock


Pero una supuesta anécdota de Hitchcock,  con un actor al que pretendía bajarle los humos, rondaba en aquellos días por los estudios de rodaje y estaba endiosando a directores que, realmente, lo último que necesitaban era eso. Dicen que en una ocasión Hitchcock le indicó a su circunstancial protagonista que abriera una puerta del plató para hacerle un primer plano en el dintel, ante lo cual el divo pidió información sobre los antecedentes   de esa acción. Se cuenta que entonces el excéntrico cineasta le respondió proponiéndole una prueba: el actor, durante esa acción,  debería poner “cara de nada” ante la cámara, en los estudios Hitchcock haría tres montajes distintos con aquel close up y al día siguiente se los mostraría.

Mari Carmen Yepes y yo. Foto Diges
Según la historia, al ver el resultado, el famoso actor quedó sumido en el asombro. En una de las escenas, su primer plano era seguido  por la imagen de un salón donde se desarrollaba una fiesta. En la segunda, se mostraba un velatorio, con cadáver incluido, y en la tercera, se había hecho entrar de espaldas a su doble con un cuchillo en la mano, mientras una joven le veía acercarse gritando aterrada. ¡El mismo rostro ante tres situaciones antagónicas y la coherencia era perfecta!  En la primera versión, gracias a la imaginación del espectador, la “cara de nada” parecía sonreír, en la segunda semejaba estar entristecido y en la tercera hasta se podía adivinar una mirada asesina en sus ojos. Con eso pretendía demostrar Hitchcock que el actor era simplemente un muñeco en manos del director, sobre todo durante el montaje. Y que así debía ser.


Mabel Escaño y yo. Foto Diges
Yo quiero creer que tamaña exageración es tan solo una “leyenda urbana”, pero el hecho es que alteró, como dije anteriormente, el buen juicio de algunos directores. Un día, a mediados del rodaje, tuve la desafortunada idea de comentar con Forqué dicha historia, al tiempo que le afirmaba mi total discrepancia con Hitchcock y lo absurda que la misma me parecía. Y esta fue su reacción ante mis palabras: “¿de verdad crees que   es absurda? Podría demostrarte con qué facilidad, sin quitarte una escena, ni siquiera una frase del diálogo, un director conseguiría que tu bonito papel quedara relegado ante las cámaras a un oscuro  segundo o tercer plano.” Como todo esto fue dicho con una relajada sonrisa en su rostro no di demasiada importancia a aquella conversación. Sobre todo porque en días posteriores nada anómalo noté en mis rodajes ni en nuestra cortés relación profesional.

Tan solo al ver Madrid, Costa Fleming en el cine, meses después, comprobé hasta qué punto su velada amenaza se había cumplido. Yo estaba en la pantalla, sí, pero con demasiada frecuencia de escorzo. Si tenía un plano medio detrás venía un “big close up” de alguna de las otras chicas.  Varios de mis parlamentos estaban rodados en un distanciador plano general.  De una forma sutil e inteligentísima había logrado opacar mi trabajo por el simple medio de enfatizar el de las actrices que me rodeaban. De aquellas preciosas imágenes mías que el fotofija de la película, Diges,  había tomado, muy poco o nada quedaba reflejado en el celuloide.  Para colmo mi nombre ni siquiera figuraba en los carteles de promoción. Muchas veces me he preguntado la razón por la que José María Forqué hizo esto, si fue una ilógica reacción de soberbia ante mi pretensión de colocar a los actores al mismo nivel de importancia que a los directores o si fue por los consejos de rebeldía que, en una ocasión, había dado a su hija Verónica. La cuestión es que, sin duda, aquel hombre me dio una lección magistral de por qué nunca puede uno contradecir o molestar a un director. Sobre todo de cine.





Al poco tiempo de terminar este rodaje Arturo Fernández, el eterno galán de galanes, se ponía en contacto conmigo con el fin de contratarme, como primera actriz, en su próxima obra.  Es decir que en septiembre de ese año debutábamos en el teatro Beatriz de Madrid con Una percha para colgar el amor,  extraña adaptación del título original de Samuel Taylor, Avanti

En el reparto, además de Arturo Fernández y yo, absolutos protagonistas, estaban Juan José Otegui, Pepa Ferrer, Ventura Oller y Guillermo Hidalgo. Durante los arduos ensayos Ángel Montesinos, el director, hizo un trabajo de la más fina orfebrería. Su empeño principal fue conseguir que el primer actor, un auténtico divo acostumbrado a llevar todos los personajes que interpretaba al mundo de sus estereotipos y “muletillas”, abandonara sus tics y le impartiera a aquel Wendel Jr. toda la ternura y humanidad de las que su autor le había dotado. De hecho, en los ensayos generales, el divo logró demostrarnos, tras arduo trabajo, que podía ser un buen actor. Todos estábamos entusiasmados con la obra y con el descubrimiento de ese Arturo Fernández tan distinto, seguros de que aquella nueva manera de enfocar el trabajo le quitaría el sambenito de actor efectista y superficial.



Unos días antes del estreno, Montesinos, en un aparte, me rogó que, pasara lo que pasara, nunca permitiera a mi coprotagonista retomar los viciados caminos que, hay que admitirlo, le habían hecho famoso. Que intentara, de todas las maneras posibles, tirar de él hacía el trabajo serio y hermoso de aquel medio melodrama, medio comedia que teníamos entre manos. Avanti o, como se llamó en su versión cinematográfica en España, ¿Qué ocurrió entre mi padre y tu madre?

En un principio, las estupendas críticas y tal vez un rescoldo de satisfacción interior por el trabajo bien hecho, le mantuvieron contenido dentro de la humanidad de aquel tierno personaje que había interpretado en cine nada menos que Jack Lemmon.


Pero poco a poco, los  antiguos vicios del “asturianín”, debo admitir que a instancias de su público incondicional, volvieron a ocupar un lugar prominente en su trabajo. Su personaje, lleno de dudas y ternura, se convirtió en el “chulito asturiano” que su público adoraba, y de la boca de Wesley Jr. comenzaron a salir palabras como “zapatu” en lugar de zapato o “chatina” en lugar de decir mi nombre en la obra, Pamela. Lo cierto es que sus fans, en la mayoría mujeres, se alborozaban al oírle hablar así o al observar cómo se arreglaba la raya de su impoluto y elegantísimo pantalón cada vez que se sentaba  o levantaba. Parecerá insólito pero este arquetipo que se había construido era tan subyugador que, mientras estuviese en escena, él era el centro de todas las miradas, y no importa lo conmovedor o divertido que fuese tu texto, las adornadas orejas de las damas del respetable prestaban atención tan solo a sus palabras.

Entrevista con el crítico Lorenzo López Sancho


Es decir que era desolador saberte rodeada de personas y sentirte totalmente sola en el teatro, estar junto a  una luz tan potente que tu estrella se volvía prácticamente invisible y advertir que tu voz, portadora de un hermoso mensaje de amor, se perdía entre los recovecos cerebrales de un público que solo vivía para su ídolo.

Arturo Fernández y yo
Durante algún tiempo luché, entre disgustos y hasta lágrimas, por recobrar al encantador compañero de escena de los ensayos generales. Pero fue imposible. Una tarde Arturo me hizo llamar a su camerino y muy educadamente me leyó la cartilla:  "Chatina, yo le doy a mi público lo que me pide. Es él y no Montesinos, nuestro director, el que me llena los teatros, alimenta mis bolsillos y paga el sueldo de mis actores. Sé que estás trabajando en tensión y te voy a dar un buen consejo; olvídate de Stanislavsky y, cuando estés en escena, sonríe y cruza las piernas que eso nadie lo hace como tú. Pero si no te sientes a gusto en mi compañía y quieres dejarla dímelo, y muy a mi pesar, te sustituiré”.¿Qué reacción se podía tener ante eso? Por otro lado, yo había comprobado que sus palabras eran ciertas. El público le adoraba tal y como era y, creedme, nada ni nadie tiene el suficiente poder para cambiar los designios del respetable.




Así que, con toda la humildad que me fue posible, acepté esa lección y dejé, durante los seis meses que trabajamos juntos,  de luchar por una causa que nadie apreciaba; la fidelidad a los personajes tan bellamente escritos por Samuel Taylor.

En mi próxima Instantánea seguiré hablando de Arturo Fernández y de algunos defectillos suyos que a veces hacían muy difícil trabajar con él.







Próximo capítulo.Adioses y bienvenidas.

Instantánea 83 - Adioses, bienvenidas y en el medio, ¡uffff!

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Foto Jesús Alcántara
Arturo Fernández, Ventura Oller y yo en
Una percha para colgar el amor
Durante mi permanencia en la obra de teatro Una percha para colgar el amor, Arturo Fernández resultó ser una persona de trato agradable en la vida cotidiana pero un compañero de escena muchas veces insoportable. Tenía algunas costumbres que atacaban los nervios de los que con él trabajaban. Por ejemplo en plena actuación, volviéndose de espaldas al público y hablando entre dientes, daba indicaciones y a veces regañaba a los actores por los motivos más peregrinos; el pantalón no estaba  planchado con esmero, el nudo de la corbata estaba chapuceramente hecho, la melena no lucía bien peinada…Aunque no lo creáis  esto lo hacía a menudo, en el escenario y en presencia del público.
Yo nunca recibí una de esas regañinas pero sí me tocó a menudo ser testigo. Lo cual ya era  harto desconcertante. Otras  veces, durante una escena, su mirada se perdía hacia un punto fijo del decorado, es decir que mientras uno le hablaba el alma de Arturo se ausentaba de tal manera que era como tener enfrente a un maniquí. En esos casos, en su próximo mutis, se podía escuchar perfectamente la bronca que les estaba echando, entre cajas, al regidor o al utilero. Les reprochaba, por ejemplo, que en los listones de cobre que bordeaban la puerta del decorado se vieran huellas de dedos o que en el gran colmillo de elefante que adornaba el salón hubiese trazas de polvo.
Juan José Otegui, Arturo Fernández y yo en
Una percha para colgar el amor
Una percha para colgar el amor
Lo más irritante para mí era, durante aquel emocionante monólogo  mío en el cual le confesaba entre lágrimas mi amor y todas las miserias de mi vida, oírle  jalearme con palabras como “¡eso es, chatina, hazles llorar, a por ellos, dales fuerte”. Aquello era capaz de desorientar al más pintado. Resignada ya a que Arturo hubiese convertido a su emotivo personaje  en otro de sus estereotipos, hay que admitir que a instancia de su público incondicional, mi afán era solamente conservar inmaculado el espíritu del mío y aquellas interferencias eran insoportables.

Pero las soporté con estoicismo. No era cuestión de jugarse seis meses de trabajo y,  tras aquel rapapolvo que me había dedicado no hacía mucho, como relato en mi capítulo anterior, estaba claro que mi permanencia en la compañía dependía de mi sumisión y de que en escena “cruzara las piernas y sonriera, que eso nadie lo hacía como yo”. Ah, y que “me olvidara de Stanislavsky”.

Estábamos preparándonos para la función cuando, el 21 de diciembre de ese 1977, un pequeño grupo de actores entró en los camerinos conminándonos a secundar la huelga que, a partir de ese mismo día, habían convocado. Naturalmente nos sumamos y, sin poder evitar sentirnos abrumados por la situación, aquel día el teatro Beatriz no abrió sus puertas al público.


Albert Boadella
Todos  estábamos al tanto de que el catalán Albert Boadella, director del grupo teatral Els Joglars, había sido arrestado en Barcelona bajo la acusación de “injurias al ejército”, y que amenazaban  con someterle a un consejo de guerra. La razón  era el contenido de su puesta en escena más reciente, La torna, una dura sátira al ejército y al despotismo. Esto  indignó a toda la profesión y se planeó una acción conjunta para hacer ver al gobierno la protesta unánime de los actores españoles por esa actitud tan en contra de la libertad de expresión. Una huelga.  Pero la inminencia de suspender las funciones ese mismo día nos encogió el corazón.

Aún estaba en vigor en España, la Ley de Orden Público, dictada durante el franquismo en julio de 1959, y en la cual  rezaba que serían sometidos a ella “los que atenten contra la unidad espiritual, nacional, política o social de España, las manifestaciones y reuniones públicas ilegales o  los que alteren la paz pública o la convivencia social”, estipulando en el artículo 28 que la facultad de las autoridades gubernativas iba desde las detenciones sin intervención de los órganos judiciales hasta la censura previa de los medios de información. Y suspender un espectáculo sin previo aviso era considerado alteración del orden público y un delito grave.  

Cartel de La Torna
Pero haciendo un resumen de este importante hecho provocado en medio de la incipiente transición española: doce teatros en Madrid se sumaron a la huelga. Tan solo tres abrieron sus puertas, el Calderón, el Barceló y el Centro Cultural. Otro tanto sucedió en Barcelona y grupos teatrales de toda España se solidarizaron realizando  actos de protesta. Albert Boadella efectuó una espectacular y misteriosa fuga el día anterior a su juicio. No se tomaron represalias contra los huelguistas y cuatro miembros de Els Joglars, también arrestados, fueron puestos en libertad. Todo un éxito para la recién nacida democracia Española y para la libertad de expresión.

Pero esa huelga de marcado tinte político me hizo recordar y apreciar más aquélla anterior tan diferente, en febrero del 75, con Franco aún gobernando el país y con los actores también como protagonistas.

Es cierto que, en los últimos tiempos del franquismo, ya se notaban ciertos  aires de apertura, pero sólo para los que aceptasen las “reglas del juego” del régimen. Y entonces los actores decidimos “jugárnosla” para reivindicar nuestras leoninas condiciones laborales. Esa sí fue una bella y pacífica huelga a la cual se unieron, en apoyo de nuestras reivindicaciones, técnicos, bailarines y músicos de todo el país. Lo que comenzó como una canica de nieve rodando  por la cuesta de una montaña acabó convirtiéndose en un alud de tal magnitud que ni las autoridades se atrevían a contenerlo. Al menos en un principio. Creo que les tomamos por sorpresa.
Fotos de actores intentando entrar en el sindicato con nuestras reivindicaciones.
En la primera se reconoce a Tina Sainz, a Juan Diego y a Paco Guijar.
En la segunda Ana Belén y Jesús Sastre entre otros compañeros
Nuestras peticiones no podían ser más sensatas; conseguir el día de descanso semanal, el cobro de los ensayos y el pago de dietas en los desplazamientos. Pero ante la actitud de rotundo rechazo por parte de  los empresarios y de nuestro Sindicato Vertical, casi sin darnos cuenta, iniciamos unas pacíficas manifestaciones frente a la puerta del sindicato. Yo estuve en ellas, y puedo asegurar que el espíritu reinante era de una hermosa y pacífica solidaridad y de un compañerismo ejemplar.

Como por ensalmo aquel pequeño número de manifestantes iniciales fue incrementándose hasta llegar a abarrotar día y noche la calle. Estábamos dispuestos a no movernos hasta que nuestras peticiones fuesen oídas. Miembros de grupos de aficionados de toda España se habían desplazado a la capital para apoyarnos y engrosaban  significativamente nuestro inicial número de profesionales. Y de pronto surgió la osada idea de la huelga. Aún no comprendo bien de donde sacamos la valentía para enfrentarnos con tanta rotundidad a las fuerzas policíacas pero el caso es que desde el 2 de febrero  hasta el 14, veintiuno de  los teatros y salas de fiesta de Madrid tuvieron este cartel colgado en la taquilla: “Por incomparecencia de los artistas se lamenta informar que la sesión de hoy queda suspendida”. Prácticamente la totalidad de la oferta cultural de Madrid. El coup de grace fue cuando Televisión Española, estamento oficial y la única que existía en esos tiempos, se unió a nosotros suspendiendo sus trasmisiones. ¡Qué gran triunfo! Pero un día comenzaron las represalias.

Ocho compañeros actores fueron arrestados en nombre de la ya mencionada Ley de Orden Público. Nuestras manifestaciones frente al Sindicato se fueron llenando de policías de la secreta infiltrados que intentaban armar jaleo para justificar la intervención de las fuerzas armadas. Así que, tras 12 días de huelga, se decidió volver al trabajo, sobre todo, en consideración a los actores encarcelados y al posible empeoramiento de su situación. El día 15 de febrero cada uno de nosotros se reintegró a su puesto de trabajo, con el corazón apretado por el justificado temor a la venganza de nuestros empresarios. Gracias a la intervención de una comisión formada por grandes figuras como Adolfo Marsillach, Fernando Fernán Gómez, José María Rodero y algunas prominentes personalidades del mundo de la cultura, los ocho actores que continuaban en prisión fueron puestos en libertad, pero no sin antes ser obligados a pagar altísimas multas.
Tina Sainz, Pedro Mari Sánchez, Rocío Durcal y José Carlos Plaza
Estos eran Rocío Durcal,  Enriqueta  Carballeira, Tina Sainz, Yolanda Monreal, Pedro Mari Sánchez y los directores Antonio Malonda y José Carlos Plaza. Y la vida, poco a poco,  regresó a la normalidad.

Poca fue la información que llegó al público sobre aquella huelga. La censura impidió el seguimiento periodístico. Pero al menos una parte del pueblo dejó de ver a los artistas como seres privilegiados, viviendo en un mundo de lujos y disipación. Incluso en muchos casos hasta logró sacarnos de las pantallas o bajarnos del escenario para convertirnos a sus ojos en seres de carne y hueso.

Seis meses duró en cartel  Una percha para colgar el amor, dos de gira y cuatro en Madrid. Pero como todo lo que empieza tiene un final, el de aquella obra  no puedo decir que me entristeciera demasiado. Aunque debo admitir que había sido una gran experiencia trabajar junto al gran divo Arturo Fernández, luchando en cada representación para no ser aplastada por su arrolladora personalidad y por la devoción de su público. 

Y como, sinceramente, aquella experiencia había sido bastante dolorosa para mi amor propio, decidí acceder a las continuas ofertas de Jordi y del Music Hall Top Less y reintegrarme al espectáculo que tantos éxitos y prestigio me había dado tiempo atrás. (Ver Instantáneas de la 78 a la 81) Estábamos ya en 1978. Un año y pico había pasado desde mi nefasta experiencia con la película Gulliver y la sensación de aquellos veinte cuerpos deformes, de aquellas pequeñas pero malévolas manos ultrajando mi cuerpo, comenzaba a convertirse tan solo en el recuerdo de un mal sueño. (Ver Instantánea 81).



Próximo capítulo: Un año de glorias.

Instantanea 84 - Un año de gloria

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Foto Jesús Alcántara
Fue un regreso triunfal. El Music-Hall Topless me abrió de nuevo sus puertas con entusiasmo. Jordi y mis compañeros celebraron mi regreso con una gran tarta, besos y hasta alguna que otra lagrimita de emoción. Los medios de comunicación publicaron la noticia afirmando “ha vuelto el alma del Music-Hall”. Los nuevos números montados hacían que mi protagonismo fuese aún mayor.

Mi fiesta de bienvenida
Ya que los franceses Jean Marie Riviere, Jean Françoise, Pascal, Ingrid y Didier, los verdaderos creadores del espectáculo, volvieron a su patria con la intención de no interrumpir por demasiado tiempo su carrera allí, a mi cargo quedó la creación y coreografía de algunos cuadros que tuvieron gran éxito de público. En uno de ellos interpretaba con tanta eficacia a un chulo parisino, Richie, que cuando me despojaba de la peluca y de buena parte del vestuario masculino, mostrando al público por un instante, y entre una protectora nube de humo,  esa inequívoca constancia de mi sexo que son los senos, el público reaccionaba  con una andanada de aplausos. “¡Pero si es la Farr!”

Hacía tiempo  que el pudor de mostrar mi cuerpo se había esfumado en aras del consabido, “por exigencias del guión” y, sobre todo, por el buen gusto con que el espectáculo estaba creado. La plástica era de tal sutileza y el público tan respetuoso que uno sentía el desnudo como algo natural. Lo curioso es que en la vida diaria la vergüenza reaparecía. Más apuro sentía ante una revisión médica, por ejemplo, que mostrándome “casi en cueros” en el escenario y frente una audiencia de doscientas  personas.

Al fin volvía a sentirme en lo mío, aprovechando al máximo y fusionando los conocimientos a cuyo proceso de estudio había sacrificado mi adolescencia allá en Cuba; el ballet, el canto y la actuación.

Casi un año duró esta etapa de glorias, pero una mañana se me conminó telefónicamente para que fuese de inmediato al Music-Hall ya que algo terrible había pasado. ¡Y vaya si era terrible! Durante la noche un incendio se había cebado con el local. Al llegar al lugar los bomberos ya se habían ido pero un nauseabundo olor lo inundaba todo. El ambigú,  donde se iniciase el fuego,  estaba irreconocible. Las llamas, llegando hasta la sala, habían dejado bastantes mesas y sillas convertidas en chicharrones.


Aunque por milagro el fuego respetó el escenario y la zona de los camerinos, el humo había teñido de luto esos espacios que fuesen todo esplendor y alegría. La visión de tamaño desastre rompía el corazón. Jordi y sus socios, por supuesto, estaban allí desde la madrugada, observando el proceso de la extinción con caras contritas. Poco a poco fueron llegando los artistas, y aquella luctuosa reunión se convirtió en un funeral que duró todo el día, llenando el viciado aire de incontenibles  llantos y gemidos. Sin duda,  más que la pérdida del trabajo, lo que nos destrozaba era pensar en el tiempo, el sudor y los aplausos de los que aquellas paredes, ahora llagadas y doloridas,  habían sido testigos.

El número Vien en el Music-Hall
Foto Jesús Alcántara
Nunca se supo el origen del incendio, pero teniendo en cuenta la pertenencia, tiempo atrás,  de los socios del local al grupo terrorista OAS, la versión de un sabotaje era la más plausible. Seguramente la muerte del caudillo Franco había debilitado el apoyo y la protección gubernamental de la que disfrutaran  durante la dictadura los piednoires exiliados. (Ver Instantánea 79). Llegó a correrse el malévolo rumor de que aquello había sido provocado por los mismos dueños del local. Pero siendo yo testigo privilegiado del amor y dedicación de Jordi hacia el  Music-Hallestoy dispuesta a jurar que esa es una suposición absurda donde las haya.  Por supuesto aquello dictaminó el final de Topless. Una hermosa época de mi vida llegaba a su fin. 

(Un año más tarde, por el empecinamiento de Jordi, la sala reabrió sus puertas con otro show pero tan solo para volver a cerrarlas definitivamente a los pocos meses. Nada podía sustituir al inolvidable y grandioso El ángel azul.  Habíamos dejado el listón demasiado alto.)

Con mami y Bobby
Así que durante el  tiempo de asueto que vino después de la desgracia, dediqué todas las horas de mis días a mi casa, a mi Jesús y a mis amigos. Volvieron las visitas a boites, cines, teatros y cabarets. Volvieron las fiestas de disfraces y las amenas tertulias hasta las tantas en el café Dorín.

Me ocupé de llevar a mi madre a espectáculos y a esos paseos por el campo, acompañados por nuestro Fox Terrier Bobby,  que tanto le gustaban. A partir de la muerte de mi padre, Jesús y yo llegamos al acuerdo de que ella viniese a vivir con nosotros. Tan destrozada como quedó y no habiendo estado jamás sola, nos pareció que permanecer en una casa vacía de sus dos eternos amores la aniquilaría.  Sin su hermana Jenny y sin su adorado Arsenio su existencia tenía visos de convertirse en un infierno, así que desde 1975, año de la triste defunción de mi padre, compartía con nosotros nuestro hogar.
Fue maravillosa la actitud de Jesús al respecto. A pesar de la inevitable falta de intimidad que eso significaba, llevó siempre su presencia con una resignación que llegaba a parecerse mucho a la  alegría. En cuanto a ella, como solía suceder con los que le conocían, sentía un profundo cariño por él, por mi eterno compañero.   Ya llevábamos diez años juntos, diez años llenos de pequeñas aventuras y grandes experiencias, diez años que habían logrado unirnos más, si eso era posible, y que no consiguieron mermar ni en un ápice nuestra pasión mutua.

Pero un día de aquel otoño del 78 surgió en la vida de Jesús un personaje que iba a propinarle un gran empujón a su trabajo como pintor al tiempo que provocaría nuestra primera larga separación.

Doménico Rainieri era todo un personaje. Italiano de pura cepa, coincidir con él en algún lugar era sumergirse en un mundo de voceríos y ampulosa gesticulación, tarantelas y pizzicatos que resultaba divertidísimo. Como, además de ser  representación fidedigna de la más alegre cara del “neorrealismo”, era un conocido marchante de arte, quedó prendado del estilo pictórico de Jesús y se lo llevó a Milán para participar en el Incontro con L'arte  di Oggi e di Domani en Erba.



Al observar la buena acogida de su obra,  le invitó a quedarse en Italia durante unos meses bajo su mecenazgo y trabajar en exclusiva para él, con la promesa de colocar sin problema todos los cuadros que pintara. Y así fue cómo y  por qué, por primera vez en nuestra relación, mi querido Jesús y yo hubimos de pasar cinco meses lejos el uno del otro.

Con Jesús en Venecia
Un día de noviembre, aprovechando mi lapsus laboral e invitada por Doménico, quien resultó un espléndido anfitrión,  tomé un avión hacia Milán. ¡Tan solo un mes llevábamos separados y la ausencia se nos hacía insoportable! Por desgracia menos de una semana pude permanecer allí. La presión de saber a mi madre sola y una oferta de trabajo para principios del año siguiente condicionaron el tiempo de mi estancia en ese país maravilloso y el disfrute de aquella improvisada “luna de miel”. Pero declaro con solemnidad que disfruté de cada minuto. Física y turísticamente. Pude visitar el Lago di Como, Florencia, con su piazza della Signora o il duomo di Santa María dil Fiore,  Portofino, tan hermoso y colorido que parecía sacado de  un cuadro de algún pintor fauvista, Génova y Venecia, la increíble y tan cinematográfica ciudad de los canales. En fin, tan solo ciudades del norte pues, como ya he dicho, Doménico, y ahora Jesús, radicaban en Milán. No hubiese sido posible sacarle más partido a tan pocos días de estancia. O sea que me quedé con la miel en una boca que regresó a Madrid sin estar ni remotamente saciada de los besos de mi amor y con unos ojos hambrientos de más belleza italiana.

Aquellas navidades de 1978 fueron mucho menos solitarias de lo que me había temido, mami, Bobby y yo tomando las uvas, huérfanos y abandonados, frente al televisor. Cada día estaba invitada a  un festejo distinto, en restaurantes, con compañeros, en casa de los amigos, en teatros, en la inauguracion de boites… Entre eso y los diarios ensayos de Asesinato entre amigos a los que asistía, las fechas pasaron con bastante fluidez.

Asesinato entre amigos. De izquierda a derecha Yolanda Farr, Ramiro Oliveros, Paco Marsó y Analía Gadé


La pieza escrita por Bob Barry prometía ser el éxito de la temporada. Una obra entre thriller y comedia, con un final sorprendente y sensacionalista, tenía todos los ingredientes  para serlo. Eso sin contar con el impresionante reparto; Analía Gadé, Ramiro Oliveros, Pepe Martín, Yolanda Farr,  Paco Marsó, Pepe Lara y Alberto Fernández. Los ensayos, bajo la dirección de mi admirado Víctor A. Catena,  que comenzaron en el mes de diciembre con un magnífico ambiente entre compañeros, finalizarían  en febrero de 1979, fecha fijada para el estreno.
Asesinato entre amigos. 

Es decir que, aunque  sin Jesús a mi lado pero con el paliativo para mi tristeza de saberle en buena compañía y trabajando en su futuro como pintor,  el nuevo año se presentaba ante mis ojos con  una inmejorable pinta.

Adolfo Suárez

PD. En 1976, Adolfo Suárez, presidente del gobierno, había enviado a las Cortes el proyecto de ley para la Reforma Política, el cual, al ser aceptado, abrió las puertas para la creación de un sistema democrático-constitucional. La nueva Constitución Española fue aprobada por las Cortes el 31 de octubre del 78 y ratificada por referéndum el 6 de diciembre de ese mismo año. España era ahora una Monarquía Parlamentaria. Entre los avances más señalados estaba que las elecciones, por sufragio universal, de los representantes del pueblo en las Cortes estaban permitidas.
Y esas primeras elecciones tras la llamada Transición Española se celebraron en 1979, siendo elegido presidente Adolfo Suárez, personaje fundamental en los cambios políticos de esos momentos pero al que, para asombro de muchos, aún no se han reconocido sus justos valores. 




Próximo capítulo. Los famosos Festivales de España

Instantánea 60 - Al fin, se alza el telón.

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El año 1969 no pareció empezar con buen pie. Durante los primeros días de enero estuve, cabezonamente, intentando lo imposible; conectar con Cuba desde nuestro teléfono de Eduardo Benot. Necesitaba perentoriamente oír las voces amadas de mi familia, hacerles partícipes, sin incurrir en detalles, de mi felicidad. Por pudor no quería contarles como su “niña” se había convertido en una mujer gracias a esa pasión compartida que logró reabrir, esta vez sin remordimientos ni culpas,  las puertas de mi sexualidad.

Hacía ya casi un año, desde que abandonase la Residencia para Estudiantes Iberoamericanas, no había dispuesto de un teléfono por el que contactar o ser contactada. Ahora era distinto, pero las malas comunicaciones con la “isla cautiva” se empeñaban en impedírmelo, sin prever la tozudez de la que era capaz una cubana-gallega-alemana. Finalmente, una noche, la telefonista de larga distancia tuvo a bien conseguirme una línea con La Habana y de repente el espacio se llenó de risas y llantos, de voces entrecortadas por la emoción y de las palabras de cariño contenidas durante aquellos larguísimos meses de silencio.  De pronto, el pobre Jesús, que me observaba conmovido, me vio  pasar, en un segundo,  de la risa al llanto.
Nana y yo. 1955
Mi madre me estaba comunicando que mi perrita Nana también había fallecido. Aunque no tan intensamente como la noticia de la muerte por amor de mi Laura, aquel dorado ángel de cuatro patas que yo había salvado, recién nacido, de entre los manglares en Nicaro,  la noticia me conmocionó. Mi Laura, criada por mí desde que la hallé, en el año 65, mientras rodaba la película Desarraigo, había sobrevivido sus primeras semanas arrebujada día y noche sobre mi vientre y bajo mi blusa, tanto durante las grabaciones como en esas largas noches orientales.
Laura y yo. 1967
Mi Laura, aquella perra que nunca tuvo consciencia de serlo, había muerto al mes y pico de mi partida, bajo mi cama, sujetando una de mis viejas zapatillas y negándose a aceptar mi ausencia. (Ver Instantánea 23). Nana, en cambio,  falleció a los 18 años, todo un récord,  y tras una mimada vida en el seno una familia que adoraba a los animales. Finalmente ninguna de mis niñas llegaría a viajar a España, tal y como lo tenía planeado. Y a pesar de la inmensa alegría que me causaba haber conseguido finalmente el contacto familiar, a pesar de la información de que mi padre y las mellizas estaban todo lo bien que se podía esperar,  aquella muerte enturbió el gozoso momento e hizo brotar mis lágrimas.

Por otra parte la situación política en España estaba bastante convulsionada. Contagiados por un Mayo Francés que ni siguiera las poderosas fuerzas de la censura franquista pudieron ocultar totalmente, en las universidades los estudiantes protestaban por la falta de libertades. Eran continuas las “tomas” de dichos centros efectuadas por los antidisturbios (los grises), tanto a pie como a caballo. Las algaradas estudiantiles fueron respondidas con un “estado de sitio” que estaría en vigor desde el 24 de enero  hasta el 25 de mayo de ese año 69, y durante el cual se desmantelaron los sindicatos estudiantiles y 20 profesores fueron condenados a penas de confinamiento.

Una tarde Jesús llegó de la universidad con un señor chichón y la narración de una de esas salvajes e indiscriminadas persecuciones policiacas. Y no es que me sorprendiera, pues ya corrían rumores en Madrid sobre estos hechos, pero el ver lacerada la carne de un ser amado me hizo recordar situaciones análogas y preguntarme cómo era posible  que yo hubiera salido huyendo de una tiranía, la cubana, tan solo para caer en otra, de distinto color, pero también castradora. Es decir, al fin y al cabo, también una tiranía. Mi amante, que siempre se proclamaba apolítico, comenzó ese día a sopesar su verdadero interés por su carrera universitaria. Aquello obró de detonante para que decidiera abandonar unos estudios que no le interesaban demasiado y, de paso, poder integrarse en el mundo recién nacido de la informática,  al que se le auguraba tan gran futuro. El Cobol. El problema era como comunicárselo a su familia y la inquietante duda era la forma en que ellos lo recibirían. Los dos años de estudios aeronáuticos que ya le habían pagado estarían perdidos,  pero nosotros necesitábamos la asignación mensual que recibía para sufragar sus nuevos estudios y cooperar en los gastos de nuestro “flamante hogar”. Estaba claro que en esta ocasión no valían subterfugios ni medias verdades así que, tomando al toro por los cuernos, en una rápida llamada telefónica a Málaga, Jesús hijo le espetó a Jesús padre su decisión. La inmediata reacción fue el anuncio, para el día siguiente, de una visita paterna.

Yo me alegré, pues aquella era la perfecta ocasión para aclarar, entre otras cosas,  el asunto de nuestra  convivencia.

Y el veintinueve de febrero de 1969 Jesús salió de Eduardo Benot con el firme propósito de disipar el misterio sobre mí y sobre nuestro amor y con la intención de hacer constar su decisión de abandonar sus presentes estudios e iniciar los de informática. Padre e hijo iban a cenar juntos y solos  y tan pronto la reunión terminase él me llamaría para ponerme al tanto de la reacción paterna. Y yo me quedé sola en aquel apartamento interior que, a causa de la incertidumbre,  por primera vez me pareció oscuro y desolado, sin semejanza alguna con el “castillo flotando sobre hermosos cúmulos”  donde mi desbordada pasión había vivido durante meses . (Ver Instantánea 59).


Joaquín Sabina
Aquella noche, como dice Sabina  en su canción, “me dieron las diez, y las once, las doce y la una, las dos y las tres “, y cada hora que pasaba sin noticias mi corazón se encogía hasta llegar a convertirse en un estrujado guiñapo prácticamente incapaz de latir.  No puedo enumerar la cantidad de pensamientos lúgubres que azotaron mi cerebro. Jesús había resultado muerto en algún accidente. Su padre había sufrido un infarto al saber las noticias. El tiempo se había detenido, en una jugarreta paranormal, y yo había quedado suspendida  en un agujero negro donde nada era verdad  o mentira, donde nada existía realmente. O peor aún, Jesús me había abandonado.

Cuando a las 3 de la madrugada del sábado 1 de marzo sentí abrirse la puerta de la casa no sabía si lanzarme a los brazos de mi amado o abrir su cerebro a cuchilladas para ver cómo había sido capaz de mantenerme en la angustia durante tantas horas. Nada hecatómbico  había pasado. Su padre y él habían cenado, se habían ido de copas y Jesús, buscando el momento más propicio, había esperado hasta el final para descubrirle  nuestro concubinato y su intención de abandonar la carrera. Nada hecatómbico había sucedido pero yo sentía como si sobre mí, durante esas horas de espera, hubiese pasado un arrasador ciclón tropical. Aquella madrugada Madrid sufrió un inusual terremoto de 6.4 grados del cual ninguno de los dos nos dimos cuenta. ¡Cómo estaríamos!

La cuestión es que al llegar a conocimiento de la familia malagueña que Jesús y yo nos habíamos mudado juntos, es decir, “juntado los baúles”, según el argot teatral, se armó la “marimorena”.

Hay que tener en cuenta que, en esos tiempos y en España, la reputación de los artistas era más que dudosa y aquellas personas burguesas de provincias tenían una imagen totalmente distorsionada de mi profesión. El “affaire”, como aventurilla, hubiese sido perdonable pero jamás estaban dispuestos a consentir que se convirtiese  en algo serio. Sin duda, con la intención de que volviera al redil, le suprimieron de inmediato la ayuda económica mensual, dejándonos con los únicos ingresos de mis actuaciones. Afortunadamente las mismas se habían incrementando durante las galas navideñas y  Giannini me pintaba un futuro cercano prometedor. Aun así, lamentándolo con toda el alma, los ahorros para el viaje de mis padres  sufrieron, en esa época, un pequeño espolio. Así es el amor pasional, como digo en el capítulo anterior, “un potro desbocado”, una fiera capaz del mayor egoísmo y a la vez de la más absoluta generosidad. Nada era, en aquellos momentos, más importante que conseguir que nuestra unión superviviera. 

 En julio del 69 un evento acaparó toda la atención mundial: el controvertido alunizaje del Apolo XI. Los astronautas americanos Armstrong, Neil y Collins se convirtieron en los ídolos de aquel siglo de grandes efemérides.

Ramón, yo, Jesús y Mariana.
En casa de Mariana Bobadilla, la única amiga que por aquel entonces poseía un televisor, ella, su familia, Ramón, Jesús y yo vimos como Armstrong ponía el primer pie humano sobre nuestro satélite y escuchamos emocionados sus palabras, “es un pequeño paso para el hombre pero un gran paso para la humanidad”. La luna había dejado de ser una utopía exclusivamente dedicada a los amantes, a los poetas y a los licántropos para convertirse en algo sólido y humanamente accesible. Fue conmovedor a la vez que ligeramente desmitificador.

Días después Carlos Rodríguez, actor que yo había conocido en Cuba, exiliado como tantos otros y amigo que lo sería “per sécula”, nos convenció para mudarnos, junto a un par de otros conocidos suyos,  también cubanos, a un mayor apartamento  compartiendo los gastos. Aquello, a la vez que nos saldría notablemente  más barato, sin yo imaginarlo, se iba a convertir en una de las etapas más felices de mi vida. Así que en agosto de ese  año estábamos Carlos Álvarez, José Escarpanter, Álvaro Marrero, Carlos Rodríguez, Jesús y yo viviendo en una “comuna” de la que hablaré más tarde.  Con todo el detalle que merece.

Y a principios de agosto, aquel productor teatral, Leonardo Echegaray, “el zorro plateado”, que me había ofrecido,  meses atrás, trabajar en el proyecto fallido del montaje de la comedia musical Los fantásticos, me llamó para brindarme la oportunidad de participar en la Segunda Campaña Nacional de Teatro formando parte del Grupo Teatro 70 y con tres obras dirigidas por el prestigioso Adolfo Marsillach, Águila de blasón, Después de la caída y Tiempo del 98. Así fue como, dos meses más tarde,  tras arduos ensayos, el 2 de octubre de 1969 en el teatro Rosalía de Castro, de La Coruña,  el telón se alzaba ante mí, por primera vez en mi patria, dándome el pistoletazo de salida para lo que sería una estimulante y fructífera carrera.



Foto del grupo dirigido por Adolfo Marsillach, Teatro 70
1- Maruchi Fresno. 2-Juan Jesús Valverde. 3-Vicente Cuesta. 4-Luis Prendes. 5-Esther Farré. 6- Carlos Canut.
7- Concha Hidalgo. 8- Yolanda Farr. 9- Payás. 10- José Hervás. 11- Angel Terrón. 12- Ángela Rosal. 13- Eusebio Poncela.
14- Jesús Sastre. 15- Arturo López. 16- Terele Pávez. 17- Julia Tejela. 18- Emilio Berrio. 19- Marisa de Leza. 





 Próxima Instantánea. La Segunda Campaña Nacional de Teatro.

Instatánea 61 - La Segunda Campaña Nacional de Teatro.(1ª parte).

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Adolfo Marsillach
Adolfo Marsillach y Leonardo Echegaray, director y productor, respectivamente, de la Segunda Campaña Nacional de Teatro consideraron, muy acertadamente, que Galicia era el mejor  lugar para iniciar, con la obra Águila de Blasón del insigne autor gallego Ramón María del Valle Inclán, esa turné que duraría seis meses. Así que, tras dos ensayando arduamente las tres piezas que llevábamos en el  repertorio, como dije en el capítulo anterior, el dos de octubre de 1969 debutábamos en el teatro Rosalía de Castro de La Coruña con un éxito apoteósico. Realmente el montaje era espectacular: varios decorados que se cambiaban a la velocidad de la luz consistiendo, el principal en dos pisos vistos, con una escalera central que comunicaba ambos ambientes y que, durante una actuación bastante posterior, iba a ser protagonista de una de mis anécdotas en esa gira..
Valle Inclán
Valle Inclán había sido un personaje genial, furioso y controvertido. Nacido en Compostela en 1869,  a pesar de haber cursado estudios de medicina, lo abandonó todo por la literatura. De tendencias anárquicas, recibió,  en el año 31, la llegada de la Segunda República con entusiasmo y apoyo, por cuya causa, tras el triunfo franquista, su obra fue prohibida y el sufrido pueblo español tuvo que estar muchos años sin disfrutar de tan impresionantes textos. Su carácter irascible está más que demostrado por la absurda manera en la que perdió un brazo: una jornada, durante esas famosas tertulias de intelectuales de la época, Valle se enzarzó en una acalorada discusión con otro escritor, Manuel Bueno, la cual terminó con una mutua y desgraciada agresión física. Al ver que Valle empuñaba contra él una botella, Bueno le propinó un bastonazo en la muñeca produciéndole una herida  que se fue infectando hasta llegar a gangrenarse, lo que hizo necesaria la amputación del brazo.
La trilogía de Las Comedias Bárbaras, Águila de blasón, Romance de lobos y Cara de plata fueron la gran realización "valleinclanesca". Posteriormente dio el nombre de “Esperpentos” a cuatro imperecederas obras; Luces de Bohemia, Loscuernos de don Friolera, Las galas del difunto y La hija del capitán, consiguiendo en ellas su propósito de plasmar la deformación grotesca de la civilización europea.
Marilyn y Miller

En aquellos días yo no cabía en mí de gozo. Codearme con actrices y actores del prestigio de Marisa de Leza, Luis Prendes, Arturo López o la inefable Maruchi Fresno, y, además, bajo la dirección del famoso Adolfo Marsillach  era más de lo que había soñado para mis inicios teatrales en España. Yo cubría, junto con Terele Pávez, los papeles que solemos llamar de “las segundas”, siempre apetitosos y muchas veces más lucidos que los de “las primeras”. Hacía “la Pichona” de Águila de Blasón, la maravillosa Olga de Después de la caída, esa obra que Arthur Miller escribiera inspirándose, tras el dramático divorcio,  en Marilyn Monroe, hecho que muchos calificaron como de un mal gusto supino,  También llevábamos en Tiempo del 98, de Juan Antonio Castro, en la que interpretaba a “La cupletista”, y llevaba el peso de toda la parte musical de la obra.
Parte de la compañía junto al autocar en nuestro primer viaje
Hicimos el interminable viaje de once horas de Madrid a La Coruña en un autocar sin calefacción, de duros y estrechos asientos y sin comodidad alguna, como era normal en esos años. Más de veinte personas apiñadas en el afán de darnos mutuamente calor, algunos desplomando las agotadas cabezas sobre el hombro del sufrido compañero de asiento, otras, más previsoras,  intentando compartir pequeñas mantas con quien les hubiese tocado al lado.  Fue entonces que aprendí el arcaico orden de jerarquías que aún reinaba  en el teatro, incluso en los autobuses: los asientos eran ocupados según el puesto del actor en la compañía, es decir los primeros tenían adjudicados  los  delanteros, siendo los únicos con derecho a dos plazas,  los segundos, las  siguientes y el resto se apiñaba en lo que quedara de espacio. El alterar este orden podía proporcionarte un buen rapapolvo, ya por parte de las propias primeras figuras o del representante de compañía. Pero, aún así  estoy segura de que todos gozábamos de un entusiasmo digno de principiantes.

Aquel era un empeño importantísimo. No solo por la calidad artística de la cabecera y del director de la compañía, no solo por el mérito de las obras que íbamos a representar, sino también porque seis meses de trabajo continuado constituían un regalo del cielo. Casi todos éramos muy jóvenes, muchos casi neófitos y otros totalmente, pero   hasta los más curtidos, devotos de nuestra profesión. Fue un viaje sin duda angustioso, pero al día siguiente de nuestra llegada nos esperaban reconfortantes experiencias.


Por entonces, recibir a grandes compañías de teatro en provincias  era celebrado por alcaldes y concejales con actos honoríficos. Así que esa primera mañana en La Coruña, habiendo sido convocados la noche anterior en el autocar por el representante de compañía, José Carpena, todos nos dirigimos al ayuntamiento donde fuimos recibidos con un ágape. Yo había pedido permiso a Carpena, para que mi Jesús viajara conmigo  juntos iniciamos aquella gira, buscando, al bajarnos del autobús, tras una paliza de largas horas de viaje, alguna pensión  barata, por lo general recomendada por uno de los compañeros más experimentados y alguna fonda fiable para comer, cosa en la que los técnicos eran auténticos expertos. Eso de las giras lo tenían ya muy trillado. No era fácil afrontar los gastos de dos personas con el diminuto sueldo que yo percibía, 700 pesetas sin contar los descuentos, (no olvidemos que Jesús ya no recibía ayuda económica de su familia) pero hasta la choza más humilde era preferible a cortar el lazo físico que nos unía.
En el ayuntamiento de Santiago de Compostela
con el inevitable retrato del Generalísimo Franco al fondo
Fueron muchas las plazas que cubrimos en aquella primera parte de nuestro tour  y en todas, Pontevedra, Vigo, Orense, Santiago de Compostela,  autoridades, público y crítica nos  recibieron con entusiasmo.    Y es de  Santiago de donde guardo los contrapuestos sentimientos de admiración e indignación que me provocó la visita, guiada por el señor alcalde, letrado Paz Sueiro, a los tesoros escondidos en las entrañas de la bellísima catedral.

Frente a la Catedral de Santiago de Compostela

No podía evitar pensar en la cantidad de miseria y hambre que, solo una ínfima parte de tanto oro, piedras preciosas y obras de arte, podían mitigar en una España aún llena personas que vivían  situaciones de total precariedad. Nunca había entendido las incoherencias de la Iglesia Católica pero  en esa ocasión pude aquilatar su magnitud.

Y en Pontevedra,  además de lo mucho que la atención de la prensa y los políticos alimentó nuestro ego, tuvimos la fortuna de conocer a un personaje maravilloso: Carlos Luis del Valle Inclán, hijo del afamado autor.

Imagen de una quiemada
La misma noche del estreno de Águila de Blasón,  don Carlos invitó a la compañía, tras la última función (en aquella época hacíamos dos diarias y todos los días de la semana), a asistir, con pronunciación de conjuro incluido, a una “queimada” en plena campiña y a la luz de la luna, rito típico de Galicia desde el Medioevo. Tras saber que el conjuro tenía la finalidad de proteger de los maleficios y los malos espíritus a todo el bebiese del brebaje rodeados de aquella envolvente atmósfera de misterio, ¡cualquiera se abstenía de seguir el acto hasta el final!  A pesar del frío y el cansancio fue una experiencia sublime. Un momento en el cual ese 50 por ciento de sangre celta que trasiega por mis venas, se unió a las “meigas” invocadas y danzó alrededor de la gran fogata y de aquel recipiente de barro donde la bendita "queimada"  bullía sin cesar y sin mermar, como si los dedos invisibles de las brujas que habitaban ese bosque lo rellenaran de continuo y misteriosamente. Fue una noche de ensueño que, al día siguiente, muchos pagamos con la consecuente resaca. Por la mañana me enteré de  que  el líquido ardiente que habíamos bebido de aquella olla cubierta de azules y bellísimas llamas  estaba compuesto de orujo, azúcar, cáscara de limón y granos de café. Sin duda, una pócima mágica.
 En casa de don Carlos del Valle Inclán. (Marcado con una flecha)

El día de nuestra despedida de Pontevedra, Carlos Luis del Valle Inclán tuvo el detalle de invitarnos a Jesús, a mí y a unos cuantos más de la compañía a visitar su casa, donde estuvimos, casi hasta la hora de la función, escuchando  anécdotas y viendo fotos de su padre, ese autor que representábamos con auténtica devoción.
Fue aquella una época  placentera e ilustrativa pues, aparte de las magnas recepciones de las que éramos objeto, del descubrimiento de gentes y monumentos esplendorosos,  los viajes, al finalizar las funciones contratadas, eran bastante cortos entre plaza y plaza. Momentos mucho más terribles llegarían cuando, a las tres de la mañana, tras el arduo trabajo teatral, en aquel autocar desprovisto de cualquier comodidad, hubiésemos de recorrer cientos de kilómetros  hasta llegar a la próxima ciudad concertada.

El caso es que, como me había pasado en el hotel Samil de Vigo cuando, poco tiempo atrás, recorría la península con mi maletita y mis arreglos musicales, cantando en donde se terciase, mi identificación con la idiosincrasia de los gallegos era total y el recuerdo de mi padre era algo  constante y emotivo.

Todas son hermosas y afectuosas ciudades gallegas recordadas con amor.  ¡Salvo aquel  Orense que nunca olvidaré! Esa ciudad donde, nuevamente, la vida clavó en mi pecho un puñal cuyo dolor me parecía imposible de soportar.  La ciudad en la que mi Jesús y yo hubimos de separarnos.


Próxima Instantánea. La Segunda Campaña Nacional de Teatro. (Segunda parte)

Instantánea 62 - La Segunda Campaña Nacional de Teatro (2ª parte).

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En Orense, la máñana de nuestra separación
Y entonces, nuestra peor pesadilla se hizo realidad. Sucedió en Orense, el mes de noviembre de 1969. Es posible que sea  cierto el viejo refrán de que “guerra avisada no mata soldados”, pero no lo fue en nuestro caso. Yolanda y Jesús, los dos aguerridos y entusiastas soldaditos del amor, quedaron con escasa vida, destrozados, aplastados por la forzosa e inevitable separación. Jesús dejó la gira, a su amante, y la Segunda Campaña Nacional de Teatro para comenzar el servicio militar obligatorio en Madrid.  Ahora tocaba, por más que a dos pacifistas como nosotros el hecho nos repateara, “servir a la patria con las armas”. Excuso decir como quedó mi alma y como renegaba de su ausencia mi cuerpo, hacía tan poco tiempo redescubierto y en plena efervescencia.  El día de aquel adiós, que debía durar veinte meses, cien vampiros hubieran podido intentar beber mi sangre sin lograr extraer ni una gota de mi exangüe persona. Los compañeros-amigos fueron un sostén inestimable. Sobre todo Juan Jesús Valverde, José Hervás, Julia Tejela  y Emilio Berrio, Esther Farré y Carlos Canut,  con los que habíamos tenido una relación más cercana,  se empeñaron hasta el agotamiento en hacerme más llevaderos los días iniciales de soledad y angustia. Las “primeras figuras”, por supuesto, existían en otra dimensión y se empeñaban en demostrar que nuestras vidas para ellos pasaban desapercibidas.
Maruchi Fresno
Con la magnífica excepción de Maruchi Fresno. ¡Qué entrañable personaje! Conocida entre los profesionales con el secreto apodo de La reina santa, a consecuencia de una película del mismo nombre que había rodado, dirigida por Rafael Gil, muchos años atrás, sus maneras nobles y su dulce y generoso carácter la hicieron merecedora, “per sécula”, de ese título. De buena familia pero espíritu artístico, siendo muy joven había contraído un desgraciado matrimonio con el director teatral Juan Guerrero Zamora. Nadie comprendía esa unión entre un ser tan espiritual y otro carnal hasta la médula. Aquello estaba destinado al fracaso. En alguna de nuestras conversaciones durante la gira ella me confesó haber estado, y aún estar, locamente enamorada de ese conflictivo ser, a pesar de lo sufrido durante la convivencia y del tiempo que ya llevaban legalmente separados. (En aquellos días no existía el divorcio).
Tal vez por esa nostalgia del ser amado que ambas compartíamos, quizá también por nuestra devoción a la poesía, nos buscábamos con frecuencia para compartir estados de ánimo. El día de la partida de Jesús, Maruchi me hizo un regalo de tal ternura, que se convirtió en algo inolvidable: un libro anónimo, de una ingenuidad apabullante, que había encontrado en una librería “de usado”, y cuyo contenido era, como su nombre indicaba, sencillas y tiernas “Cartas de amor”.  Entre los muchos recuerdos que guardo de esa mujer tan rica en matices hay uno que sobresale por su originalidad: durante nuestros interminables viajes en autocar, entre plaza y plaza, por las depauperadas carreteras españolas de la época, solo teníamos permiso para hacer una parada, la que aprovechábamos en tromba para orinar y tratar de ser atendidos en la barra por el único camarero que, a esas horas de la madrugada, solía llevar el lugar. Una manada de joven ganado se precipitaba entonces en tropel del autocar para intentar cubrir sus necesidades de vejiga, estomacales y musculares, es decir, al fin poder estirar las piernas.
En una de esas ocasiones, siendo alrededor de  las cuatro de la madrugada, con una temperatura exterior de cero grados y mínimamente superior en el interior de nuestro transporte, la troupe en pleno nos abalanzamos sobre la barra asaeteando al pobre camarero con gritos de “¡un café con leche!”, “¡un chocolate caliente”, “¡un bocadillo de tortilla calentito!”. Tal era el griterío que las solicitudes eran prácticamente ininteligibles. A mi lado, Maruchi, alzando un delicado  dedo de su blanca mano intentaba llamar la atención del camarero inútilmente. El vocerío era impenetrable. Su actitud demasiado comedida. Así que, con la intención de ayudarla, le pregunté qué es lo que intentaba pedir a lo que me respondió, con su educadísima voz, “un orujo, hijita, un orujo, a estas horas de la madrugada, siempre un orujo”. Finalmente se lo conseguí. Ver a  esa sutil criatura saborear la fortísima bebida alcohólica de más de 45 grados mientras la jauría de lanzados jovencitos devoraba sus croisants, sus bocadillos de chorizo, sus cafés con leche y sus ardientes chocolates con churros fue una imagen inolvidable. Y aquello era especialmente sorprendente ya que, jamás, durante el día, la vio nadie ingerir bebida alcohólica alguna. Eso sí, a partir de aquella madrugada, durante nuestras tan esperadas paradas en bares de carretera, Maruchi y yo nos convertimos en una pareja inseparable, ambas codo con codo y  apoyadas en la barra, yo con mi vaso de leche caliente y ella con ese orujito que yo le pedía y ella saboreaba con delectación.
Pero volviendo a la condena a la que Jesús y yo nos vimos sometidos, he de admitir que no fue tan terrible como esperábamos. Al haberse presentado voluntario a la mili  tuvo la opción de elegir destino.  Su selección fue la base aérea de Getafe, muy cercana a Madrid,  donde, por sus conocimientos de aeronáutica y su natural encanto, consiguió siempre un trato algo privilegiado.  Terrible en cambio era el caso de pobres pueblerinos, moradores de la "España profunda” que, al ser sometidos al sorteo de destinos, eran desplazados, totalmente indefensos ante la vida,  a Melilla, Ceuta o El Sahara o, cuando menos, a cientos de kilómetros de sus casas y familias, o de esos otros que se veían forzados a abandonar los estudios o los trabajos con los que ayudaban a la manutención familiar. La mili fue y sigue siendo un tema muy controvertido.
Particularmente me produce un absoluto rechazo todo lo que tenga que ver con la militarización indiscriminada y obligatoria. Nunca he creído que habituar o enseñar a manejar armas de fuego a legos sea en absoluto positivo. Con mis respetos para los militares de carrera, desgraciadamente imprescindibles en el mundo que nos ha tocado vivir, creo que eso  de colgarse al hombro el fusil o la ametralladora es algo muy serio y debe ser una opción personal y nunca una imposición. La mili española siempre me ha recordado demasiado a la Milicia Obligatoria que tanto me disgustaba en Cuba, realmente una de las muchas cosas que rechazaba de ese sistema dictatorial.
Aunque Jesús nunca tuvo grandes problemas durante su servicio, era de dominio público que cosas terribles ocurrían. Crueles abusos de poder, accidentes mortales con armas de fuego en manos de ineptos, y hasta suicidios de jóvenes sensibles que no habían sido capaces de soportar la implacable dictadura que implica el militarismo. Finalmente, la milicia obligatoria fue abolida, tras doscientos años de estar en vigor, el 31 de diciembre del 2001.
Ante el Puente Romano y La Casa de las Conchas.
 Zamora y Salamanca
Y la larga campaña Nacional continuaba. Fueron infinidad las ciudades recorridas y dignas de total admiración las bellezas naturales y arquitectónicas de España. Costas bravías, como las de Cantabria o Asturias, playas casi tropicales como las de Alicante, Andalucía o Castellón, zonas de vegetación umbría contrastando con otras desérticas, como las de Almería, elegida en esos años por los italianos para rodar sus “espagueti westerns”, y luego las Islas Canarias, tan parecidas a Cuba tanto en el hablar de sus gentes como en su flora. Conocerlas fue un saltro atrás en el tiempo que me llenó de melancolía. La guagua, los aguacates,  la frutabomba, el galán de noche....¡Cuantos recuerdos! En fín, que una polifacética España mostraba ante mis ojos bellezas que no lograban atemperar mi nostalgia de mi familia, de Cuba y, ahora también de Jesús. Sin embargo, algo con lo que no contábamos en el momento de su partida, los permisos militares, hicieron a la vez más soportables y más terribles los meses de separación.

En Alicante
Maravillosas eran sus llegadas pero destrozadoras sus partidas.  Tres veces, durante esos seis meses, tuvimos la oportunidad de compartir cama y vivencias durante unos días que siempre se nos hacían demasiado cortos. Verlo partir de nuevo se convertía en una experiencia, a pesar de repetida, siempre igualmente traumática.
Tan solo el arduo trabajo teatral me recompensaba. Eso y las múltiples anécdotas que me aportaba el diario vivir. Por ejemplo aquella noche en que, durante Águila de Blasón, tras pisarme los largos faldones, perdí el equilibrio y me precipité desde el primer piso del decorado hasta el escenario, dando una vuelta de carnero en el vacío y cayendo sentada, para mi sorpresa airosamente, sobre el suelo del escenario. El público, no sé si creyendo que era parte del montaje o como paliativo a mi vergüenza, prorrumpió en un cerrado aplauso. Afortunadamente solo mi amor propio resulto herido. Nada más terminar la función el representante de compañía, Carpena, entró en mi camerino y me comunicó que, dado el éxito obtenido, Marsillach me pedía repetir el acto cada día. Naturalmente aquello era solo una broma pero durante los minutos que tardé en darme cuenta lo pasé fatal.
En Córdoba y en Sevilla, ante la Giralda
En Después de la caída me sucedió algo sorprendente y muy desagradable. Ya he comentado que en esa obra tenía a mi cargo el papel de Olga, un hermoso personaje torturado por sus recuerdos del tiempo pasado en un campo de concentración nazi. Una de mis escenas consistía en un conmovedor monólogo de muchos minutos durante el cual relataba a Quintín (Luis Prendes) mis dolorosas experiencias. Marsillach había montado esa escena centrando toda la luz sobre mí y dejando a Prendes de espaldas al público y en la penumbra mientras debía, conmovido, escuchar mis lamentos.
Luis Prendes
Era una escena muy difícil y yo, como es natural, buscaba a menudo el apoyo en los ojos de mi compañero. Ojos que desgraciadamente nunca estaban ahí. Es decir estaban pero no estaban. En una ocasión, para mi total desconcierto vi a Luis salir del escenario en medio de mi monólogo, y, entre cajas, encenderse calmadamente un pitillo, dejándome sola y abandonada ante el “respetable”. Actitud inexplicable en un actor tan experimentado como él. Nunca le dije nada al respecto pero alguien debió hacerlo pues el hecho no volvió a repetirse.
Terele Pávez y yo
Mucho más divertida fue mi anécdota con Terele Pávez, convertida desde entonces en un chascarrillo en el mundo del teatro. Tras uno de esos agotadores viajes de cientos de kilómetros y ya en la nueva plaza, Terele y yo nos cruzamos en la calle, de camino al teatro. Habíamos llegado bien entrada la mañana y en el proceso de encontrar alojamiento se había hecho ya medio día largo. Desde hacía dos noches no veíamos una cama. Sin duda, en aquellos momentos,  estábamos ambas hechas unos “zorros”, así que intentado hacer una gracia para aliviar la tensión le dije, con mi más esforzado aire festivo “hombre, Terele ¿cómo  estás?”, a lo que, en uno de esos prontos que la caracterizaban me respondió, “¡pues anda que tú, hija de p...!” Sin duda, en medio del agotamiento ella transformó las interrogaciones de mi pregunta en signos de admiración y desde luego no suena lo mismo ¿cómo estás? que ¡cómo estás! La riqueza del énfasis.
Yo no di más importancia al exabrupto ya que esa temperamental mujer y yo nos habíamos hecho bastante amigas, cosa de la que muy poca gente de la compañía podía presumir. Su personalidad exaltada hacía que muchos huyeran de ella. Otro día, estando en el teatro sentí abrirse, de un empujón, la puerta de mi camerino y en el dintel apareció una furiosa Terele.
Yo- “Hola cariño, ¿quieres algo?”
Ella-“Sabes, Yolanda, te odio,”
Yo- “¿Por qué, Terele?”
Ella-  “¡Porque eres la única persona en esta compañía con la que no he logrado discutir!”
Yo-  “Es que para discutir hacen falta dos, cielo, y yo no estoy por la labor”.
Esta fue nuestra escueta conversación. Acto seguido mi veleidosa  amiga y gran actriz salió dando un histriónico portazo y al día siguiente continuamos la amistad como si nada hubiese pasado. En fin, decenas de anécdotas guardo en la memoria de aquella gira, tantas que sería agotador narrarlas.
La cuestión es que, casi sin darme cuenta, ya estábamos en 1970. Las fiestas navideñas habían pasado prácticamente desapercibidas, lejos de Madrid, de Jesús y de mis nuevos amigos madrileños, trabajando cada día en alguna distante y bella ciudad española. Al Grupo Teatro 70, montado únicamente para la campaña, ya le quedaba pocos meses de vida, con lo que eso conllevaba de tristeza y a la vez de alivio. Seis meses de ajetreo, prácticamente la mitad en la carretera, era algo agotador.
 
Desde que había iniciado mi viaje en solitario, mi sueldo de 700 pesetas estaban dando más de sí, la bolsa para el traslado de mis padres comenzaba a engordar, las mejores pensiones garantizaban la ausencia de chinches  y hasta me quedaba lo suficiente para enviar a Madrid la parte que me correspondía en los gastos de aquel apartamento al que Carlos Rodríguez, José Escarpanter, Carlos Álvarez, Álvaro Marrero, Jesús y yo nos habíamos mudado, a instancias de mi querido Carlos Rodriguez, (ver Instantánea 60)  en agosto del 1969.  Afortunadamente,  pues el tiempo vivido en aquella “comuna” fue uno de los más felices de mi vida y hay muchas cosas ineresantes y divertidas que contar sobre esa etápa.

 Próximo capítulo:La alegre y sorprendente “comuna”.

Instantánea 63 - Una “comuna” en la época franquista.

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Era increíble que en tan solo seis meses hubiese olvidado la decrepitud  de aquel ascensor de madera y cristales y su desesperante lentitud. Había marcado el cuarto piso pero el ritmo del vetusto y estrecho artefacto me hacía sentir que no iba a llegar nunca. Sumida en el amodorramiento del cansancio, aferrada, ya por costumbre,  a esa pesada maleta que me había acompañado durante toda la Segunda Campaña Nacional de Teatro, el salto producido por  el brusco y habitual frenazo  me anunció que al fin  había llegado a mi destino;  el  cuarto piso, letra  D del número ocho de la calle Fuente del Berro en Madrid; “La Comuna”. Miré mi reloj de pulsera adquirido en Canarias durante la gira, esas maravillosas islas que la falta de impuestos  convertía en paraísos para los compradores, y vi que eran las cuatro y media de la madrugada. La alegría de regresar se mezclaba con la prematura nostalgia por los escenarios y los compañeros, produciéndome aquella dicotomía un ligero aturdimiento. Con esa sensación salí del ascensor. Con esa sensación busqué la llave en mi bolso, la introduje en la cerradura y noté como giraba con una facilidad que demostraba su alegría al darme nuevamente acceso al hogar.  Y tras un suave empujón la puerta se abrió dulcemente. Al fin estaba en casa, aunque sin Jesús que aún hacía la mili y dormía en el campamento. Yo  no quería despertar a los compañeros, así que mi intención era atravesar silenciosamente el pasillo que conducía a nuestra habitación y allí esperar que los amigos fuesen despertando para dirigirse a sus trabajos mañaneros. Aunque avisados de mi llegada ellos no me esperaban hasta más entrada la mañana.Pero la cosa no iba a ser tan fácil.

Al abrirse la puerta, el rostro de una mujer desconocida, vestida con un largo camisón y rulos en la cabeza, me miró con sorpresa. Lo próximo que recuerdo es  una voz que no parecía la mía diciendo “ay, perdóneme” y el sonido de un portazo. Permanecí con mi mano en el picaporte unos segundos que me parecieron eternidades, paralizada.   Sin duda me había equivocado de puerta, pero una D de cobre clavada sobre la madera decía lo contrario. Entonces me había equivocado de piso. Miré a mi alrededor pero el letrero sobre la pared decía claramente CUARTO. Llegué incluso a contemplar la posibilidad de que, en medio del cansancio y el aturdimiento, hubiese entrado en otro edificio. Pero eso ya hubiese sido mucho más grave. Estaba yo dolorosamente desconcertada cuando la puerta se abrió nuevamente y de la boca de aquella mujer salieron estás palabras, “hola,Yolanda, no te asustes, no te esperábamos hasta más tarde. Soy Marujita Calvo, mi marido y yo estamos de paso por Madrid y Carlos Rodríguez nos ha ofrecido quedarnos en tu habitación hasta que regresases. La cuestión es que nos has cogido desprevenidos. Déjanos un ratito para acabar de recoger nuestras cosas y desalojaremos tu cuarto.” Así que, aún bajo los efectos del sobresalto,  aguardé sentada en el salón mientras la casa se iba despertando con gritos algo somnolientos de “¡qué alegría de verte!”, “¡pero qué guapa estás!”, “¡cuántas cosas tienes que contarnos!”
Maruja Calvo

Y esta es la historia de un hecho que, durante nuestra convivencia en la comuna, se repetiría, con algunas variaciones, infinidad de veces. A Marujita por supuesto la conocía de Cuba ya que pertenecía al grupo de artistas españoles adoptados por aquella generosa isla, como Ana Lasalle, Adela Escartín o yo pero  en un principio, no la había identificado, tras su logrado disfraz de ama de casa. Esa mañana ella y su marido se fueron pero muchos cubanos más llegaron, algunos pernoctando durante días, recién arribados y buscando donde ubicarse, otros tan solo acudiendo para los frijoles negros o las “timbitas”, es decir, en busca del alimento que, como buenos exiliados, no podían pagarse. Y todo esto porque mi querido amigo Carlos Rodríguez, se dedicaba, en sus horas de asueto, a recoger a todo cubano con cara de exilio que encontraba vagando por la inmensa ciudad que es Madrid.

También recibíamos regularmente a  un grupo de visitantes selecto, pero variado, que participaba en  unos “saraos nocturnos” donde, todos en círculo y la mayoría sentados en el suelo, pasándonos, como si fuese la pipa de la paz, una enorme copa de cristal llena de brandy del más barato, celebrábamos casi cada noche el milagro de estar vivos. En esas tertulias se hablaba de lo humano y de lo divino.

Gloria Fuertes, José Bergamín y Carlos Miguel Suárez Radillo

Por allí pasaron intelectuales como José Bergamín y Gloria Fuertes, grandes poetas españoles, el escritor Suárez Radillo (aún conservo con amor libros dedicados por estos tres personajes), el cineasta Roberto Fandiño, la inolvidable soprano Sara Escarpanter… Pero la verdadera alma del lugar eran  los “adictos” como José María Salmerón, veterinario, Gustavo del Valle Carral, pintor, el doctor C, psiquiatra del equipo de López Ibor, del cual no doy más datos por una anécdota, muy personal, que relataré próximamente, Pepe Hervás, el actor que durante los meses de gira se había convertido en mi mejor amigo, así como cualquier eventual que por allí se descolgase o fuese la sorpresiva aportación de algún inquilino fijo de aquella maravillosa casa de locos.


Sara Escarpanter
Foto extraída de
vivalavoz.net
También asistía de vez en cuando Ramón, ese gran amigo que, en la época de mi alocada fuga de la Residencia para Señoritas Iberoamericanas, se había portado conmigo como un padre, atendiendo a mis necesidades materiales y dándome el apoyo y comprensión que mi familia costarricense no quiso darme. Entonces él nos hablaba de las mil aventuras de su exilio a Chile, tras el final de la guerra civil y siendo un recién llegado a la adolescencia. Y ahí es cuando se formaba lo que me dio en llamar “el coro de las lamentaciones”. Todos los cubanos se lanzaban a contar sus historias, atropellándose unos a otros y resultando ser sus razones y sus avatares prácticamente los mismos; en definitiva habíamos sido tan solo personas desilusionadas y acosadas, dispuestas a abandonarlo todo antes que seguir viviendo bajo la bota del Comandante Fidel Castro.

Fueron muchas la historias que estos entrañables personajes protagonizaron, algunas tan divertidas que merecen ser narradas en otro capítulo. Y es que el tema de aquella comuna en la España franquista podría dar  para infinitos folios de divertida escritura.
Roberto Fandiño


Memorables solían ser las disertaciones de los intelectuales que nos visitaban, como también lo eran las discusiones de Hervás, que se proclamaba comunista, con Fandiño, ese cubano tan culto e informado, y donde mi pobre amigo actor quedaba siempre a la altura del zapato. Pero durante este gran mejunje la sangre jamás llegó al rio y la madrugada solía terminar mientras entonábamos, a media voz, para molestar lo menos posible, La guantanamera, Asturias patria querida o algo por el estilo.



Tan solo un problema tuvimos en aquella época. Y no era moco de pavo. La vecina de al lado.

En pérfida venganza matutina, esta anciana mujer, además de poner a todo volumen en  la radio, a las 7 de la mañana, un programa de Zarzuela que casi nos hizo detestar el género, llegó a hacer algo mucho más peligroso para ese convulso 1970 en el que las reuniones de más de cinco personas estaban prohibidas por ley; nos denunció a la policía por escándalo y reunión ilegal. Pero con tal mala suerte para ella que, el joven policía que acudió a investigar llegó en una noche de relativa calma y, tras ser agasajado con una “timbita”, (para el que no lo sepa, pasta de guayaba entre dos galleticas), y un vasito de jugo de guanábana que alguien había encontrado en un supermercado y aportado a la “comuna”, terminó entablando con nosotros  una amistosa conversación y haciendo preguntas sobre Cuba ya que “allí tengo un tío al que le han quitado una tienda en Belascoaín y, además, ahora no le dejan salir”. Así que nos hicimos íntimos y más de una vez acudió a nuestras tertulias, por supuesto, vestido de paisano. Esa era nuestra condición, porque es archisabido que los uniformes siempre coartan y nosotros  éramos, sobre todo, espíritus libres.

El caso es que la Doña Vecina había ya denunciado a todo el edificio por una causa u otra y en  la comisaría del barrio estaban hartos de ella. Hasta tal punto debía ser insoportable la convivencia  con esa señora que tenía una tortuga suicida. El pobre galápago, cada dos por tres se arrojaba desde el balcón a la calle y más de una vez hubimos de recogerlo en la acera, patas arriba y boqueando. Entonces le reparábamos el destrozado caparazón con esparadrapo y, con la mejor de nuestras sonrisas, se lo entregábamos a su dueña que a cambio nos obsequiaba con un gruñido y un sonoro portazo.

En aquellos días era corriente oír a algún compañero de trabajo despotricar, en la calle o en alguna cafetería,  sobre la “terrible dictadura franquista”. Al principio intenté hacerles comprender que lo que en España se vivía en esos momentos era una “dictablanda” en comparación con lo que el pueblo cubano llevaba años soportando, que sin duda Franco había sido, y era, un dictador pero que, por ejemplo,  en la isla nadie se atrevería a criticar a Fidel y los que lo habían hecho públicamente sencillamente desaparecían.

El emblemático edificio que fue la temida
Dirección General de Seguridad

Cierto que aquí  existía represión, que aquel que era llevado a la Dirección General de Seguridad, sita en la Puerta del Sol de Madrid, sabía cuando entraba pero no cuando o como salía (pero acababa saliendo), que con frecuencia a los peatones se les solicitaba la presentación de sus papeles de identidad, que la censura "estrangulaba" aún a autores y actores, pero que todo eso no podía compararse con la represión y falta absoluta de respeto a los derechos humanos que reinaba en Cuba. En un principio intenté hacerles ver que por muy dura que fuese una dictadura de derechas jamás se podría comparar con una de izquierdas, pues en la primera siempre tenías la opción de ser neutral,  pero ni me creían ni querían hacerlo. Había una sublimación incomprensible a todo lo que tuviese que ver con el castrismo.

La cuestión es que, a pesar de los gratísimos momentos vividos en la “comuna”, al poco tiempo mi sangre y mi bolsillo añoraban los escenarios.

Una tarde llamó a la puerta el más estrafalario personaje que imaginarse pueda. “Alto, alto, como un pino”, desgreñado y desarrapado, llegamos a creer que se trataba de un mendigo y casi nos reímos a carcajadas en su propia cara cuando me dijo, muy educadamente, desde el umbral; “señorita Farr, la vi trabajar en Badajoz y me dije que, en cuanto terminase la gira, me pondría en contacto con usted para ofrecerle ser la protagonista de mi próximo proyecto, Un sereno debajo de la cama, y aquí me tiene”. Aquello parecía de cachondeo. Con toda la cortesía que me fue posible, pero sin prolegómenos, le contesté que tenía algún que otro proyecto pero que sopesaría su oferta y le contestaría en una semana. Confiaba en que se le pasase el arrebato de locura y me dejara en paz, pero, al tiempo, me daba lástima aquella figura tan parecida a la del Quijote en sus peores momentos y no quería ser ruda con él. Por supuesto no había ningún otro proyecto para mí, desgraciadamente. Ni lo hubo en los próximos días.

Una semana más tarde, cuando el individuo en cuestión, Cecilio de Valcarcel, se presentó, con su desafortunada imagen nuevamente en la puerta de la casa, yo ya había tomado una decisión. 


Necrológica. 
Maritza Rosales
Con su acostumbrada amabilidad mi amiga Nancy me envía, desde Miami, la noticia de la muerte en La Habana de una admirada compañera; Marytza Rosales.  Varias veces coincidimos en programas de televisión y su gran sensualidad y bella voz me cautivaron, (como al resto del público, naturalmente). Sin grandes detalles, el Diario de Cuba, con fecha 13 de febrero, anunciaba el fallecimiento de esta cienfueguera que hizo arder los corazones de tantos hombres desde las pantallas televisivas. Yo deseo de corazón rendirle mi pequeño homenaje desde este blog.  
 
Próximo capítulo. Bolos vuelta y vuelta y algunas “verduras”.
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