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Frente al mar de Canarias |
Siempre que he visitado las islas canarias me ha sucedido lo mismo; el suave viento insular ha transportado mi espíritu a uno de esos históricos bergantines que, durante décadas, cargados de guanches ansiosos por realizar la zafra y regresar a su isla con los dineros que esa difícil y ardua labor les proporcionaba, habían cruzado el mar con destino a Cuba. Ignoro en qué punta del océano se originó el contagio, si esas tremendas similitudes viajaron del Caribe al otro extremo del Atlántico o viceversa pero el caso es que estar en Canarias tiene como resultado infalible que me se sienta embelesada con aromas, colores y sabores, tan semejantes a los que alimentaron mi infancia y adolescencia cubana, que se produce en mí una nostálgica sensación de “déjà vu”. Y para completar el encantamiento está el dulce acento de su gente, sus productos y terminologías tan semejantes a las de mi isla de adopción, la guagua, la papaya, el anón, el aguacate, el mango, el mojo, el tasajo, “mi niño”, “oye vieja”, “¿pero qué apuración tú tienes..?”
La cena de Nochebuena que nos ofreció el Cabildo de Las Palmas de Gran Canaria fue un combinado de sabores que sorprendió a mis compañeros de teatro al tiempo de despertaba en mí sensaciones, placeres gustativos, dormidos pero nunca olvidados. Aquel cochinillo asado “al ast”, tan semejante al que aromaba en ocasiones los jardines cubanos, me trajo a la memoria la entrañable imagen de Sira, la madre de mi Lucy, inclinada sobre esas brasas semienterradas en el suelo de su pequeño jardín. (Ver instantánea 42). El recuerdo de sus curtidas manos girando regularmente el cuerpo ensartado de un lechón que, poco a poco, iba tomando un apetitoso color a oro viejo, me conmovió. Incluso llegué a oír el acostumbrado crepitar de su grasa goteando y fundiéndose sobre el fuego. Memorias estas pertenecientes, por supuesto, a una época en la que Cuba era una tierra bendita, creada por Dios para el disfrute de TODOS sus habitantes, nacionales o extranjeros. Un retrato hace tiempo borrado de la cotidianeidad cubana.
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Bodegón de Jesús Acántara |
Tras aquella opípara cena, cuya intención era introducirnos en la gastronomía canaria, la llegada de varios carritos casi sumergidos en colores de un fauvismototalmente tropical, fue el perfecto colofón. Frondosas pilas de frutas amarillas, rojas, verdes, marrones, exacerbaron la curiosidad de mis compañeros peninsulares y enloquecieron mis papilas y fue largo el tiempo que pasé presentándoles a esos "infelices ignorantes” los jugosos y rojizos mangos, las verdes guanábanas, las anaranjadas y provocativas papayas o aquellas piñas, engañosamente agresivas, pero con un corazón de pura miel, que en el resto de España tan solo se conocían en su insustancial versión del enlatado. Grande fue, en esa Navidad, la hospitalidad canaria.
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Rodero y yo en el estreno de La pereza. Las Palmas de Gran Canaria |
A la noche siguiente comenzó, en el Teatro Pérez Galdós, mi trabajo en la compañía de José María Rodero y mis experiencias con ese contradictorio personaje.
Rodero era, sin duda, un gran actor. Su prestigio era enorme y sus admiradores incontables. Mencionar su nombre provocaba, como reacción, un despliegue de flores y loas. Sin embargo creo que nunca he trabajado con alguien más inseguro e hipocondríaco que él. Y la primera flagrante demostración la tuvimos aquella noche del estreno de La pereza, comedia con tintes ácidos del argentino Talesnik, en la que Rodero estaba genial.
Existía en los proscenios de todos los escenarios un pequeño habitáculo llamado “la concha”, el cual se cubría con una balda de madera cuando no se utilizaba, y desde donde un apuntador seguía los textos de los actores, siempre dispuesto a ayudar en el caso de que alguien perdiera la letra o se metiera en uno de esos “jardines” tan temidos por los intérpretes. Esta costumbre, necesaria en los días en que las compañías llevaban un repertorio de varias obras, representando cada día una distinta, hacía años que había desaparecido. Pues bien, tras unos perfectos ensayos lo menos que esperábamos ver al levantarse el telón era, erguida entre nosotros y el público, aquella reliquia del pasado. La concha abierta y con habitante. Pero ahí estaba esa especie de diminuta gruta entre cuya semipenumbra se podía observar el busto de una persona, invisible naturalmente para el público, pero notorio para nosotros, que sostenía en las manos un libreto abierto. Así que el desconcierto inicial fue grandioso. En ningún momento de la representación resultó necesaria la intervención del apuntador pero la ya mencionada inseguridad de Rodero era tal que, prácticamente durante el tiempo que duró la gira, aquella espantosa joroba afeó el proscenio de nuestros escenarios. Y este fue tan solo el primer síntoma de su “enfermedad”.
Casi un mes estuvimos saltando de isla en isla y de éxito en éxito. Un tiempo durante el cual me convertí en una pluriempleada: primera actriz, sucedánea de enfermera y sobre todo paño de lágrimas de aquel pobre gran actor. Cada vez que Rodero me mandaba a decir con el regidor que fuese a su camerino yo temblaba pensando en qué pasaría esta vez. Si esto tenía lugar antes de empezar la función A dos barajas el mal solía ser un cólico, una jaqueca o un dolor de garganta, afecciones que al poco tiempo descubrí eran psicosomáticas. Si reclamaba mi presencia durante el intermedio era para comentarme angustiado que un espectador se había movido inquieto durante ese primer acto o que alguien del público había tosido en medio de su escena más dramática. “Esta función no interesa”, afirmaba a pesar de las grandes ovaciones y estupendas críticas que los periodistas le dedicaban. “Estoy haciendo el ridículo. Esto no gusta, esto no gusta”, repetía con ese dramatismo que generalmente conservaba incluso fuera del escenario. Estoy segura de que todos soportábamos estas tensiones por tres motivos; primero; libre de sus “neuras”, en su trato cotidiano, Rodero resultaba un ser entrañable, segundo; indiscutiblemente era un gran actor y tercero y fundamental porque sabíamos que, al finalizar los cuatro meses de gira, nos esperaba una larga temporada en el prestigioso teatro La Comedia de Madrid.
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A dos barajas en el estreno de Sevilla |
Mientras volábamos hacia Sevilla con el fin de hacer nuestro estreno peninsular en el teatro Álvarez Quintero, nuestro divo, en medio de uno de sus peores ataques de inseguridad y aprovechando que tenía reunida a toda la compañía en el avión, nos confesó que no quería representar más el papel de aquel cura “disoluto” de A dos barajas. Empero, dijo, los empresarios de provincias, a cuyos oídos había llegado el gran éxito de Rodero en esa escena de la muerte del sacerdote, desplomándose frente al altar como fulminado por un rayo justiciero entre bravos y ovaciones, rechazaban nuestra segunda obra, La pereza, y que por lo tanto estaba pensando seriamente en disolver la compañía. No entiendo cómo o porqué, pero se le había metido en la cabeza que estaba haciendo el ridículo con aquel melodramático papel y que eso iba a ser su “ruina profesional”.
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Estreno de La Pereza en Sevilla |
Todos quedamos apabullados por lo que el posible rescindir de nuestro contrato significaría. Y en ese peligroso instante tomé una decisión, cosa que realmente debía haber hecho tiempo atrás. Nada más llegar a Sevilla, a primera hora de la mañana, llamé a Madrid a su esposa, la también actriz Elvira Quintillá y le conté todo lo que estaba ocurriendo. Dos horas antes de levantar el telón aquella brava mujer estaba ya encerrada con Rodero en su camerino y, no sé gracias a qué sortilegios, esa tarde pudimos disfrutar de la más brillante representación del actor. Elvira continuó gran parte de la gira con nosotros, para sosiego de intérpretes, técnicos y empresarios y, sobre todo, para mi descanso. A partir de ese momento, afortunadamente, se acabaron las convocatorias en su camerino que sumaban a mi labor actoral un estrés innecesario.
En Madrid la situación de mi familia se iba estabilizando. Habían logrado localizar un par de amigos de su época dorada y con ellos recorrían a menudo las pocas antiguas tascas que habían sobrevivido al paso del tiempo, naturalmente reviviendo éxitos, resucitando a compañeros muertos, todo con esa alegría conque la memoria suele exaltar los buenos momentos y amortiguar los malos.
Jesús había establecido contacto con una Galería de Arte en Jerez y trabajaba entusiasmado en una nueva exposición, eso sí, sin abandonar la diaria atención a esa familia mía que ya le adoraba.
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A que te pillo. Cuadro de Jesús Alcántara |
Pero la comuna estaba atravesando por un estado de inestabilidad. Escarpanter había notificado la próxima llegada de su novia cubana, Gina, y su intención de contraer matrimonio lo cual por supuesto supondría para él una nueva vida lejos de nosotros.
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El comunero Carlos Álvarez y su novia, Jesús y yo |
También Carlitos Álvarez iba a recibir a una novia de la cual desconocíamos la existencia, pero que venía con firmes intenciones de casarse. Estaba claro que, cuando faltaran esos dos miembros de la comuna, y no estando en disposición de admitir a nuevos compañeros, esta tendría que desaparecer. Básicamente sabíamos que nunca encontraríamos a personas con las que se estableciera una tan perfecta compenetración. Había que ir aceptando, pues, que las maravillosas experiencias vividas comunitariamente pasarían prontamente a formar parte, como tantas otras de nuestras vidas, al mundo de los recuerdos. Por mucho que nos doliera.
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Pepe Hervás, José Vivó, Estanis González y yo en Granada |
La gira con Rodero continuó en un principio por Andalucía, Granada, Córdoba, Jerez, Málaga, donde Jesús se unió a nosotros por unos días. Al fin mi “familia política” pudo verme realizando un buen trabajo. Quedaron tan encantados que nuestras relaciones se volvieron cálidas y respetuosas. A partir de ese momento dejé de ser para ellos una “pilingui” y me convertí en una ACTRIZ. Luego pasamos al norte, este y centro del país. Y fue en Salamanca donde el divo nos comunicó oficialmente que había rescindido el contrato con el teatro de La Comedia y que, por lo tanto, el tan ansiado debut en Madrid nunca tendría lugar. Así mismo, los cuatro meses de gira iban a quedar reducidos a tres y poco.
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José Vivó, Jesús, Hervás, yo, Estanis González y Luis Porcar. Ágape en el ayuntamiento de Córdoba |
Aquello fue un palo garrafal para todos, pero sobre todo para mí. No fue solo por quedarme en la calle sin proyecto de trabajo alguno y con la responsabiliad que mantener a mi familia. El debutar en la capital como primera actriz de Rodero hubiese sido reentrar al mundo teatral capitalino por la puerta grande. Subir de categoría un gigantesco escalón. Pero aquellos “esto no gusta”, “estoy haciendo el ridículo”, “sería mi ruina profesional” se habían grabado a fuego en la frágil autoestima del actor y ni siquiera los consejos de su esposa Elvira o la auténtica pena que le daba dejarnos parados, pudieron con su enfermiza inseguridad. Como resultado José Vivó, Estanis González, José Hervás, Luis Porcar, Laura Ripoll, José Pagán , María del Carmen Pagán y yo, esa compañía que con tanta paciencia había sobrellevado las veleidades de nuestro divo, quedó varada, el día uno del mes de abril, en las inhóspitas playas del desempleo.
En mi caso, afortunadamente, por poco tiempo ya que, unos días después de mi regreso a Madrid, otro gran divo de la farándula solicitó mis “servicios”: El galán de galanes Alberto Closas.Necrológica. Mi gran amigo Juan Cueto-Roig me acaba de enviar desde Miami la noticia del fallecimiento, en la Habana y a la edad de 90 años, de Elvira Cervera. maestra, locutora, directora, actriz y sobre todo luchadora a favor de la integración de actores de todas las razas en los repartos cubanos. Es decir, la integración interracial. Su cuerpo fue expuesto en la funeraria de Calzada y K, en el Vedado. Que en paz descanse
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Próximo capítulo.¡Pues anda que las grandes divas...!