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Instantánea 50. Navidades negras. (Tercera parte)

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Las familias católicas españolas, es decir, prácticamente todas, en sus representaciones navideñas  prescindían  mayormente  tanto del nórdico árbol de Navidad y como de  Papá Noel, rito que por estas tierras se consideraba “herético”. Los hogares, desde los más pobres a los  bendecidos por la fortuna, exibían en su casa un belén que era a la vez muestra de devoción y espejo de su clase social y nivel adquisitivo.
Desde el simple  pero entrañable pesebre donde tan solo cabían María, José, la cuna con Jesús en su seno  y la acostumbrada pareja de animales, hasta enormes montajes con abundantes figuritas representando a labradores, a pastores con sus cabras  que subían o bajaban por montañas de atrezo, forradas de cartón y musgo. Y distribuido por este decorado, un pueblo entero con casas y hasta vegetación,  palmeras que bordeaban pequeños canales con agua continuamente corriendo para semejar el cauce de un río. Todo daba la sensación de alegría y esperanza  y, por supuesto, de la ansiedad reinante por ver al recién nacido. Naturalmente no faltaban los tres Reyes Magos a los cuales,  a medida que iba acercándose la Nochebuena, alguna mano creativa iba acercando, poco a poco, hasta el establo donde sucedería el Advenimiento. Toda esta parafernalia dependía de la imaginación y la situación social y económica de la familia.
 
Por supuesto en casa de los Ortega había,  aquella  Nochebuena, construido sobre una mesa,   un sencillo pero artístico y cuidado belén  sobre el cual se adivinaban las muchas representaciones anuales por las que había pasado y la amorosa mano de la “señora de la casa”, Doña Rosa, de quien emanaban, hasta a primera vista, aires de inmensa bondad.


Sin duda resultaron seres encantadores, los Ortega, y, sin ser de la misma sangre, me recibieron con afecto sincero. (Ellos eran familiares de Rafael, el marido de mi tía Olimpia). Juanito y Pilar, una dulce pareja de ancianos, Enriqueta y Juan José, jóvenes hijos de Don Juan y Doña Rosa, los patriarcas, Ana Esther, azafata de Iberia y ex novia de mi otro primo Rafael, el que vivía, como mi tía, en Costa Rica y al que no había visto desde que éramos niños, Oscar con su novia y Ana, la prometida de Juan José fueron los asistentes a esa cena navideña. Todos me recibieron afectuosamente, todos me preguntaron cosas sobre mi familia y sobre Cuba y a todos respondí como pude, casi con evasivas, intuyendo que, por más que lo intentaran, jamás comprenderían lo que había sido mi vida, lo que en la isla estaba sucediendo y el dramático porqué de mi exilio.
 

Eran encantadores pero vivíamos en universos demasiado diferentes. Una buena familia burguesa no podría nunca colocarse en la piel de los Pfarr -Yeck, huyendo hacia Cuba desde Alemania  tras la Primera Guerra Mundial, ni en la de aquel niño Arsenio Mariño, abordando como polizonte un barco, allá en la Galicia de principios del siglo veinte, con el único objetivo de llegar a la soñada isla y poder sacar del pueblo a su madre y a sus tres hermanas. Una buena familia burguesa no conseguiría, ni con la mejor de las intenciones, aceptar los amores, en un principio clandestinos,  de mi madre y mi padre, ni la potencia de una pasión que pudo superar todo tipo de obstáculos, morales, familiares y políticos. (Ver Instantánea 5). Esa clandestinidad que, muchos años después se repetiría en mi trágica historia con Homero Gutiérrez, preso y distante de mi vida desde nuestra última y efímera reunión en la cárcel de Isla de Pinos. (Ver Instantánea 28). Nada más dispar a mi mentalidad, siempre matizada con el espíritu liberal de la bohemia,  que la de esa buena familia conservadora.


A pesar del ambiente hogareño que reinaba en la casa, o quizá precisamente por eso, aquella fue una noche infernal, tragándome las lágrimas cada vez que les oía reírse o les veía abrazarse, sintiendo como los tentáculos de mi dolor se extendían fuera de mí, fuera de aquella casa, fuera de aquel país y atravesaban el mar para unirse a gente en un abrazo lleno  de añoranza.  En esos momentos tuve que hacer uso de todas mis condiciones histriónicas para que no notaran el suplicio al que me sometía su felicidad.

 


Todos me ofrecieron su hospitalidad, insistiendo en que acudiese a sus casas a comer siempre que lo desease. No quise, en esos momentos, decirles que las 50 pesetas mensuales de mi asignación no me permitían desplazarme a menudo de la residencia, donde tenía “el rancho asegurado”, pues siempre he sido pudorosa a la hora de hablar de problemas pecuniarios.
 
Foto de una "tuna"

Juanjo, el hijo de la familia, estudiante de odontología y a punto de graduarse y contraer matrimonio, era un ser jovial y encantador. Me dijo que pertenecía a “la tuna” de la Facultad de Medicina y se ofreció a darme una serenata nocturna bajo el balcón de mi cuarto en la residencia. Me explicó que “la tuna”  la formaban un grupo de estudiantes que, muchas veces, cantando y tocando algunos instrumentos,  se divertían yendo por  calles y colmaos disfrazados de caballeros del siglo 18. Era esta una costumbre muy arraigada entre los universitarios españoles. Aquel apuesto muchacho insistió en que le llamara “primo”, con una afectuosidad que me enterneció y que superaba en mucho a la que mi auténtico pariente, Oscar, me demostraba.
 Abrigo de lana
de camello

Al llegar el momento de las despedidas Doña Rosa fue al armario de su habitación y me trajo un precioso y calentito abrigo de “lana de camello”. “Tómalo, Yolanda”, me dijo, “tú lo necesitas y lo vas a disfrutar mucho más que yo”. Aquello fue conmovedor y de gran ayuda pues, como si los Hados quisieran de nuevo poner a prueba mi entereza, ese invierno de 1967 era, según decían, especialmente frío y nevoso.

Y fueron pasando los últimos días del año sin que el abotargamiento que me dominaba me permitiese pensar con claridad o eliminar de mí esa especie de agorafobia que me impedía  salir a la calle sola. Ese terror a perderme en las fauces de la gran ciudad y no poder nunca encontrar el regreso a la calefacción central y las tres comidas diarias que tenía aseguradas en la absurda Residencia para Estudiantes Latinoamericanas. Deprimente pero cierto. Mis días transcurrían entre la cama, en la que permanecía largas horas, sumida en los recuerdos y la depresión, las comidas a las que me obligaba, ya que mi estómago estaba estrangulado por la tristeza, y aquella habitación de  lectura que me proporcionaba los únicos momentos de evasión.

Poniendo especial atención a las carteleras de aquel Diario Ya fui archivando nombres de las últimas películas estrenadas, sobre todo de las americanas que hacía tantos años estaban prohibidas en Cuba y de las del cine español, por aquello de ampliar mi información sobre lo que se movía dentro de mi profesión.
Fay Dunaway y Warren Beatty en Bonnie and Clyde, cartel de A sangre fría y foto de Sofía Loren, Charles Chaplin y Marlon Brando durante el rodaje de La condesa de Hong Kong
 
Durante ese 67 se habían estrenado mundialmente, entre muchas más,  Bonnie and Clyde, dirigida por  Arthur Penn y protagonizada por Warren Beatty y Fay Dunaway, El graduado, de Mike Nicholds, con Anne Bancroft y Dustin Hoffman en los papeles estelares, La condesa de Hong Kong, bajo la dirección de Charles Chaplin,  con Marlon Brando y Sofía Loren,  Belle de jour, película francesa pero dirigida por el español Luis Buñuel, protagonizada por Catherine Deneuve,  A sangre fría, de Richard Brooks y la más reciente creación de los estudios Disney, El libro de la selva… Todas habían sido acogidas con gran éxito de público y magníficas críticas. Todas despertaban mi apetito cinematográfico, ahíto de ver films rusos, checos, chinos o de cualquier país del bloque comunista, inevitablemente plúmbeos y politizados, bueno, salvo alguna notable excepción.
Anne Bancroft y Dustin Hoffman en El graduado, imagen de El libro de la selva  y Catherine Denueve en Bell de jour


Carteles de Marisol en Las4 bodas  de Marisol y de
Pili y Mili en Un novio para dos hermanas

El cine español era harina de otro costal. Lo más abundante parecía ser una producción cinematografica  totalmente superficial, con títulos como Las 4 bodas deMarisol, dirigida por Luis Lucia y cuya protagonista era, naturalmente Marisol, aquella "niña prodigio" que, sin duda, amenazaba con convertirse en mujer. Participaba, como coprotagonista, una tal Isabel Garcés de la que mis padres me habían hablado como de una importante actriz ya en la época de la posguerra o Un novio para dos hermanas, de Luis Cesar Amadori,  con más "exniñas prodigio", dos mellizas llamadas Pili y Mili que parecían tener una gran aceptación por parte del público.

También se había estrenado Sor Citroën, de Pedro Lazaga, con Gracita Morales, José Luis López Vázquez y un amplísimo reparto, así como Las quetienen que servir, de José María Forqué, con Concha Velasco, Lina Morgan, Alfredo Landa y muchos más de esos nombres totalmente desconocidos para mí. Sólo había una película que, según los críticos, sobresalía en el reciente  panorama cinematográfico, Peppermint Frappé, bajo la dirección de Carlos Saura, al cual catalogaban como “serio, prometedor y avanzado”. Los protagonistas eran Geraldine Chaplin, Alfredo Mayo y José Luis López Vázquez.
 
Cartel de Sor Citroën, Alfredo Landa y Concha Velasco en Las que tienen que servir y
cartel de Peppermint Frappé, con José Luis López Vázquez y Geraldine Chaplin
 
En fin, así pasaba las horas, sumergida en oleadas de papel periódico y ligeramente embriagada por el olor de su tinta, intentado archivar nombres de personas que me pudieran ser útiles. Una noche un inesperado sonido de música y juveniles voces me despertó de mi abulia. Desde la calle subía una oleada de alegría revoloteando entre las notas del chotis Madrid. Era mi "primo putativo" Juanjo Ortega que, sorpresivamente, había cumplido su promesa de darme una serenata. Él y cinco compañeros más de su Tuna. Sin duda fue el único momento  feliz en aquellos mis nefastos días iniciales en mi Patria. Efímero pero hermoso. Hubiese deseado que la residencia no  estuviese tan desoladamente vacía para poder compartir con gente joven aquel hermoso momento. Qué muchacho aquel tan estupendo...


Foto de Juanjo Ortega (marcado con una flecha) con la Tuna de la
Facultad de Medicina. 1964

Mi primo Oscar me llamó el día 30 para comunicarme que la  Nochevieja la pasaríamos de nuevo  en casa de los Ortega y que me recogería a las 8 de la tarde. Juro que hubiese preferido poder quedarme en la soledad de la residencia, asistir a la iglesia con las dos monjas que permanecían  a su cargo y así aprovechar para dirigir a Dios, desde su propia casa, mis ruegos y hasta mis reproches, haciéndole al tiempo la ofrenda de mis quemantes lágrimas, sin reparos ni pudores. No podía soportar la idea de tener que disimular mi dolor frente a esa buena gente entre la que me sentía como “un elefante en una cacharrería”. No me creía capaz de repetir mi “actuación” del día 24, aquella puesta en escena que me había arrancado a trocitos el corazón. O lo que de él había logrado sacar de Cuba.

A las ocho del día 31 Oscar llamaba a la puerta de la residencia. No a las ocho menos cinco  o a las ocho y cinco. Germánicamente a las ocho. Y en su coche volvimos a dirigirnos, aún sintiéndonos como los extraños que en realidad éramos, a casa de aquella buena familia, los Ortega, pero esta vez calentita dentro del  hermoso abrigo de lana de camello que Doña Rosa me había regalado. Hice el camino sumida en mis añoranzas, sin imaginar  que, esa noche,  al llegar a mi destino  me esperaba una gran sorpresa.


Próximo capítulo: De nuevo en la lucha.



Instantánea 51 - Otra vez en la lucha

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Navidad en la calle Alcalá. Madrid

La palabra que mejor describiría mi primer 31 de Diciembre en España sería “desconcierto”.  Al entrar en casa de los Ortega me encontré con la sorpresa de que allí estaban mi tía Olimpia y su marido Rafael.  Mis benefactores. Cuando nos abrazamos ella y yo, mi impulso fue prolongar el acto indefinidamente. Me movía  la  ilusión de que esa sangre que corría por su cuerpo, la misma que nutría el de mi adorado padre, calentara la mía, helada por el miedo y la “saudade”. Curiosamente la transferencia no se logró. No entendía  por qué pero era como abrazar a una extraña.  Desesperadamente la estreché con más fuerza, más largamente, intentando extraer de ella el calor de la consanguineidad. Pero ni aún así llegó a mí un ápice de la calidez que mi padre solía trasmitirme.  Era la misma sangre, sí,  pero no tenía los mismos poderes.   Primer desconcierto.
Mi tía Olimpia. 1955
Superada mi frustración, ya más tranquila, pude apreciar que Olimpia era una agradable y guapa mujer. En cuanto a Rafael, mi tío político, resultaba un hombre apuesto  pero de actitud tan distante que se estableció para siempre entre nosotros una frontera  imposible de traspasar.  Por supuesto, agradecí a ambos, de todo corazón,  la ayuda que me estaban prestando y, acto y seguido, comenzaron una ronda de preguntas a las que respondí con sinceridad absoluta. Bueno, mi familia estaba todo lo bien que se podía esperar, dadas las circunstancias. Mi padre había recibido estoicamente el mazazo de comprobar lo que va de la teoría a la práctica. Sus sueños sobre el socialismo se derrumbaban, uno a uno,  día a día, sobre su espíritu puro. La situación en Cuba era insostenible pues Castro había resultado un falsario, un dictador que  estaba llevando  la isla a la ruina. Mis posibilidades de desarrollo profesional estaban estranguladas por causa de mi negativa  a integrarme en aquel sistema militarizado y caótico. Les hablé de las presiones para obligar al pueblo, en su totalidad, a formar parte de unas milicias armadas y activas, de aquellos Comités de Defensa de la Revolución casi plenipotenciarios, regidos por la arbitrariedad,  de la  escuálida e incumplidora  Cartilla de Racionamiento, pero observé en sus caras, a medida que intentaba contar la verdadera situación que se vivía en Cuba,  gestos de incredulidad. Finalmente, intentando acabar con el interrogatorio, les afirmé que yo era una buena chica con muy mala suerte y que había efectuado la traumática separación con el fin de encontrar un sitio en mi Patria y así poder traer, lo antes posible,  a  la familia, como mi padre había hecho tantos años atrás con la suya. En fin, teníamos  mucho que hablar, tras años de desconocimiento mutuo, pero esa noche no era precisamente la más indicada para ello ya que se consideraba, obligatoriamente, noche de risas, uvas y champán. Y maldita la gracia que me hacían esas cosas.
Mi triste imagen navideña
Entre los asistentes se encontraba de nuevo Ana Esther, la azafata de Iberia. Estando ya todos sentados alrededor de la mesa,  la joven me dijo que, puesto que hablaba cuatro idiomas, había pensado en recomendarme a sus jefes, asegurándome que yo reunía todas las condiciones para convertirme en azafata de vuelo. Naturalmente  agradecí su oferta e interés pero, instintivamente, la rechacé de inmediato. Dentro de mí no cabía la posibilidad de cambiar de esa manera el rumbo de mi vida. No estaba dispuesta  a considerar ni esa ni ninguna otra opción que me alejara de aquella profesión mía que, desde la niñez,  me había exigido  tanto  esfuerzo y estudio  y que tanto sacrificio y dinero había costado a mi familia. Pero todo el grupo acogió la propuesta de la azafata entusiásticamente.  Aunque sentí que el ambiente se había enrarecido ligeramente no podía sospechar lo que mi actitud de rechazo a su oferta  me acarrearía. Segundo desconcierto.
Mi “primo putativo”, Juanjo, la única persona con la cual tenía verdadera empatía, no estaba presente.  Había contraído matrimonio con su prometida Ana un par de días antes y se hallaban de luna de miel. Yo no había sido invitada a esa ceremonia. Tercer desconcierto.
Mercedes y Olimpiña. 1943
Finalmente sonaron las campanadas y, tras intentar ingerir esas tradicionales doce uvas, que se me atragantaron hasta el punto de hacerme temer por mi vida, mi tía me dijo que, al día siguiente, pensaban ir a visitar a Mercedes, mi otra tía, de la que hacía mil años no se hablaba en casa. Siempre supe que ella y su hija Olimpiña habían vivido en Cuba  durante los años de mi infancia,  bajo el amparo de mi padre, y que sus  graves problemas mentales la convirtieron en una persona tremendamente conflictiva, con tendencia a organizar escándalos públicos. Por esa razón él había procurado mantenerla alejada de nuestra familia. Recordaba que un día, mucho tiempo atrás,  mi padre nos había dicho que, después de estar ingresada y de ser dada de alta en el manicomio de Mazorra, Mercedes había querido irse a Costa Rica, naturalmente llevándose a su hija. Según decía, su propósito era reunirse con su hermana y con su madre, Gloria, mi abuela paterna, a la cual yo nunca llegué a conocer, reconociendo, en un momento de lucidez y sinceridad, que ella se sentía incapaz de criar sola a su hija adolescente. Papá nos informó entonces que ya les había comprado los pasajes. A mis madres, las mellizas, que siempre habían sufrido por las condiciones de vida  que Olimpiña tenía que soportar al lado de una madre que adoraba, pero absolutamente desquiciada, habiendo incluso ellas hablado con mi padre para recogerla en nuestro hogar, la noticia de que papá ya les había adquirido los pasajes  les hizo respirar aliviadas. Tanto madre como hija tendrían un hogar y una familia que las amara y que controlara a Mercedes.  Y a partir de ese momento nunca más se habló de eso, al menos en mi presencia. Ahora resultaba que mi tía estaba en el manicomio de Ciempozuelos, en Madrid. Nunca supe por qué o cómo  había llegado a España mientras mi familia la creía en Costa Rica, disfrutando de la compañía de su madre, su hija y su hermana y compartiendo la buena posición de la que ellos disfrutaban.  Seguramente su espíritu trastornado la impelía a buscar nuevas aventuras, con ese egoísmo e inconsciencia que, según algún que otro comentario familiar llegado a mis oídos,  siempre la habían caracterizado. Parecía que ni su santa madre, Gloria, ni su hermana, ni el amor de su hija, ni siquiera el hecho de que Rafael, su cuñado, fuese un  prestigioso médico, pudieron controlar sus desvarios. El caso es que ahora estaba aquí.  Y de nuevo ingresada en un manicomio. Cuarto desconcierto.
Por supuesto consideré mi deber acudir  también a verla,  así que pedí a mis tíos me recogieran, al día siguiente, en la Residencia. Fue una visita tremendamente triste, ¡justo lo que yo necesitaba en esos momentos!  Mercedes no me reconoció.  Pero tampoco yo a ella.
Mi tía Mercedes. 1939
Aquel ser deteriorado y desorientado no podía ser la mujer hermosísima que, como me habían contado,  cautivaba el corazón de los hombres y que, en la Cuba del año 29, había protagonizado la película muda “El veneno de un beso”, dirigida por Ramón Peón.  Aunque pocas veces la había visto en mi vida, el lejano recuerdo que de ella tenía y la imagen que proyectaba en esas fotos suyas que mi padre guardaba con amor y tristeza, eran la antítesis de lo que  tenía ante mis ojos. El caso es que ese iba a ser nuestro último encuentro pues, poco tiempo más tarde, Mercedes abandonaba este mundo con el que había mantenido siempre tan agitadas relaciones.
Olimpia y Rafael volvieron a Costa Rica pocos días más tarde. Solo habían venido a pasar el fin de año con su hijo Oscar y, de paso, a verme. No tuvimos tiempo ni oportunidad de intimar, pero oyendo el panegírico que hacían con frecuencia de la profesión de azafata, del prestigio que en esos momentos tenía y de lo magníficamente remunerada que estaba, en mi alma quedó clara su incomprensión ante mi rechazo y la necesidad de emanciparme lo antes posible. Así que, en esos primeros días de enero del 68, decidí ponerme las pilas y comenzar mi peregrinaje por los teatros de Madrid.
José Tamayo
Y mi primera intentona, naturalmente, fue contactar con José Tamayo, tal como había planeado desde un  principio.  Cumplir el encargo que  Pepe Triana me había dado en Cuba sin duda me abriría la primera puerta para llegar a ese gran director. Luego yo me encargaría de que dicha puerta se mantuviese abierta. Así  que, con el libro de la obra teatral de Pepe, La noche de los asesinos, en una mano y en la otra el abultado álbum de mis recortes, la historia de mi vida teatral en Cuba desde sus inicios, me dirigí al teatro Bellas Artes.
Aquella  fue mi primera salida en solitario, mi primer viaje en metro en esa nueva etapa de mi vida.  Me asombró comprobar la claridad con que mi mente  guardaba  el recuerdo de los días en que, allá en los años 40, acabada la jornada de trabajo y aplausos,  de vuelta de los teatros de Madrid, mi familia y yo utilizábamos el suburbano para dirigirnos a nuestro hogar de Alonso Cano. Para mi sorpresa aquellos túneles y vagones abarrotados me resultaban totalmente familiares.
Y, de repente estaba allí, frente al Teatro Bellas Artes, pero paralizada por un ataque de pánico.  Llena de una inseguridad que me producía vértigo, mi  único deseo era retroceder hasta mi guarida. Tan solo el recuerdo de mi gente y el peso de mi decisión de traerlos a España lo antes posible me mantenían en pie. Y como si esas queridas imágenes me sustentaran, como si sus manos agarraran las mías para  darme un cálido impulso, me encontré de pronto irrumpiendo, aún temblorosa, en el reino de José Tamayo.
Me recibió su ayudante, Antonio Díaz Merat.  Con  amabilidad me dijo que el señor Tamayo no podía recibirme porque en esos momentos se estaban realizado audiciones para la obra que allí se estrenaría próximamente. Aquello me pareció una señal divina y la oportunidad perfecta para matar dos pájaros de un tiro; entregar la obra de Pepe y demostrar mi valía sobre el escenario. E inmediatamente mis temblores cesaron. Le pregunté al amable señor que me atendía cómo podría acudir a esas audiciones, a lo que me respondió entregándome una “separata” de la obra y diciéndome que me concertaría una cita para el día siguiente. “No es necesario que te aprendas la escena”, me dijo, “tan solo léetela varias veces para que te familiarices con el texto”. Y así fue como, con el corazón pletórico de esperanza, inicié mi  regreso a mi “hogar de acogida”.
Al llegar a la calle pregunté la hora a un viandante. “Son las nueve”, me dijo. ¡Las nueve ya. Era increíble como volaba el tiempo fuera de la "cárcel"!  Así que apuré el paso pues debía llegar  a la Residencia  antes de las fatídicas diez de la noche, es decir, antes de que sus puertas se cerraran para las huéspedes hasta el día siguiente. La ilusión que me invadía puso alas a mis pies y bríos de caballo jerezano a ese metro madrileño, muchas veces tan abúlico. Y llegué con tiempo sobrado.  Todo empezaba a salir bien. Estaba segura de que al siguiente día, las brumas que últimamente rodeaban las 24 horas de mis jornadas se disiparían para que un sol brillante alumbrara el primer peldaño de mi ascenso en mi profesión y en mi Patria. Sí, mañana sería un día muy importante.

 

Próximo capítulo: Hasta los genios pueden equivocarse.

Instantánea 52 - Hasta los genios pueden equivocarse.

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Valle Inclán
Aquella noche, al llegar a la Residencia, ni siquiera pude sentarme a cenar. La “separata” de la obra que me habían entregado, la cual resultó pertenecer a  la piezaÁguila de Blasón, del insigne escritor gallego Ramón María del Valle Inclán, me quemaba en las manos y la voz estruendosa del autor, naturalmente solo escuchada por mí, me asaeteaba los oídos reclamando mi entera atención.

El lugar bullía con el alegre cacareo de aquellas jóvenes gallinitas, recién regresadas, tras las fiestas navideñas,  de sus países de origen e impregnadas aún del amor familiar. Como todas me eran, (y recíprocamente) desconocidas, opté por encerrarme en aquella habitación de lectura donde el Diario Ya había sido mi compañero, amigo e informador durante los primeros y solitarios días pasados en España. Y allí permanecí durante casi toda la madrugada, sumergida en el estudio de esa dramática escena que, a la tarde siguiente, sin duda sería el pasaporte de entrada a mi futuro teatral.

Y la mañana llegó. Y llegó la tarde. Con el cuerpo agotado por la falta de sueño pero con la mente diáfana y los textos memorizados en su totalidad, me presenté  en el teatro Bellas Artes. De nuevo el ayudante de Tamayo, Antonio Díaz Merat,  me recibió y me rogó que esperara en el hall a que llegara mi turno para la audición. Puesto que en los teatros de Madrid tan solo se encendían la calefacción y las luces generales a la hora de la función, aquel lugar estaba helado y en penumbras. Las voces que me llegaban del escenario, atravesando puertas y cortinas, me sonaban estentóreas y falsas. “Así no es”, pensaba, “no es ese el espíritu de la Pichona,  no es lo que Valle quiso contar de esa pobre prostituta”. Pensé que sin duda Tamayo, al oír mi versión, apreciaría mi profundo estudio del personaje, pensé.  La cosa  estaba “chupada”.
 
Jamás olvidaré lo que siguió. Nunca se borrará de mi mente  aquel desconcertante y crucial momento. El escenario estaba iluminado con brillantez pero en una soledad apabullante. Deslumbrada por las luces intenté  penetrar ojos ansiosos el pozo de espesa sombra que era el patio de butacas. Inútilmente. Después de unos segundos de absoluto silencio,  una extraña voz con una dicción difícil de entender, rompió las tinieblas dirigiéndome estas palabras: “¿Está lista, señorita? Los pies se le darán desde aquí abajo. Abra su “separata” y lea.”  De nuevo ese corazón, al que tanto esfuerzo estaba exigiendo últimamente, comenzó a galopar a marchas forzadas dentro de mi pecho.

Patio de butacas del Teatro Bellas Artes.
 En este caso iluminado

Aquellas eran las condiciones menos adecuadas para hacer la primera audición de mi vida, sola sobre un inhóspito escenario y con la voz sin rostro de mi antagonista  brotando desde la helada oscuridad. Pero esa era la situación y debía seguir adelante. Por mi cabeza pasaron, en un instante, los recuerdos de tantas experiencias teatrales que tenía a mis espaldas, las siempre buenas críticas que se me habían dedicado allá en Cuba, mis dos premios a la mejor actriz del año… Con la garganta seca por la emoción y tras contestar “estoy lista, señor”, sin necesidad de abrir el texto ya memorizado, comenzó una de las más desconcertantes experiencias de mi vida artística. Al finalizar la escena, con la expectación seguramente irradiando de todo mi ser, de pie en aquel escenario frío y solitario, escuché nuevamente la tan particular voz que iba a leer mi sentencia: “Muy buena memoria y excelente pinta, señorita, pero tiene usted demasiado acento argentino. Gracias y que pase la siguiente”. No puedo describir el huracán que azotó  mi alma en esos momentos ni como aquellas palabras  afectaron la endeble autoestima que, por aquellos días, tenía. ¡Y para colmo aquel genio del teatro tachaba mi acento de argentino!  Curiosamente, menos de dos años después, en La Coruña, F.J. Alcántara, crítico del periódico El ideal gallego, a propósito de mi actuación en la misma obra  de Valle y dirigida en este caso por Adolfo Marsillach, Águila de Blasón, escribiría;  “Yolanda Farr  en su aparición en el papel de la Pichona, dio la impresión de suma naturalidad en la incorporación de su personaje. Sobre todo es de señalar su acierto al añadir a su trabajo el dulce acento gallego.”
En primer plano, de izquierda a derecha Luis Prendes, Terele Pávez,  Marisa de Leza,
el alcalde Paz Sueiro, Yolanda Farr, y Julia Tejela


La cuestión es que  al salir aquella tarde del teatro Bellas Artes, hecha un guiñapo humano, me sentía incapaz de volver a la Residencia con la carga de mi fracaso, así que decidí llegarme a casa de los Ortega, en busca del consuelo y comprensión de personas amables y conocidas.

Doña Rosa y su hija me recibieron con la calidez de siempre. Enriqueta me regaló un par de zapatos prácticamente nuevos. Aunque no me parecieron en absoluto bonitos comprendí que me vendrían de perlas para las frías temperaturas de Madrid. Eran unos zapatos negros de buena piel,  tacón medio y grueso  y abrochados con cordones cubriendo todo el empeine. Realmente eran idénticos a los que ella llevaba siempre, hecho  que me había sorprendido en una chica joven y bien parecida.
 
 
Revista para la mujer Telva
Después de un rato de conversación, ante mi evidente desánimo, Enriqueta me dijo, “no te preocupes, Yolanda, tengo una amiga en la redacción de la revista Telva que sin duda te conseguirá trabajo en su “staff”.
 
 
Y nuevamente tuve que rechazar la oferta.  Y nuevamente observé que ese hecho era recibido con incomprensión y desagrado. No lo podían entender. Con toda la buena fe que sin duda las guiaba, no podían asimilar que la vida, fuera del mundo del espectáculo, no poseía sentido alguno para mí. Además, tan solo llevaba días, largos y dolorosos días, pero al fin y al cabo únicamente días en España. Mi camino en la búsqueda de trabajo acababa de comenzar y la seguridad de que mi profesión y yo aún teníamos por delante un fructífero intercambio de experiencias, me hacían rechazar cualquier otra posibilidad.

Entonces se me ocurrió que, si mi acento era un obstáculo a vencer, cosa que sin duda lograría pues no era más que emprender a la inversa el ejercicio al que me había sometido en Cuba antes de mi debut  teatral, es decir del ceceo al seseo y ahora vuelta al ceceo, siempre tenía  mi gran experiencia en el musical así que decidí que mi próximo intento sería con la revista.

En ese campo era famoso en Madrid el Teatro de la Latina, dirigido por Colsada. Durante años allí se venían representando revistas de larga duración en cartel y estupenda aceptación del público. Ese sería mi próximo paso y así se lo comuniqué a mis interlocutoras. Solo algún tiempo más tarde comprendí el porqué de la lividez que cubrió los rostros de esas buenas mujeres al conocer mis planes.

De vuelta a la Residencia reinicie mi enclaustramiento en el salón de lecturas y mi íntima relación con el Diario Ya. Tras encontrar allí  el teléfono de La latina,  me dispuse a llamar pidiendo una cita con su director, Colsada. Desgraciadamente, me dijeron que dicho señor estaba fuera y que no regresaría hasta finalizar las fiestas navideñas, es decir, hasta después del 6 de enero, aquella fecha entrañable que yo había completamente olvidado: Los Reyes Magos.

Cabalgata de Los Reyes Magos,  con la Puerta de Alcalá al fondo

Para mi disgusto eso provocaría que mis planes se postergasen y me obligaba a adormecer mi premura. Pero ¿qué iba a hacer durante ese tiempo? Seguramente la velada del día 5 la pasaría nuevamente en casa de los Ortega, sin duda mi primo Oscar mantendría el silencio y alejamiento que estaba caracterizando nuestra no-relación. Tal vez volviera a ver a mi “primo putativo”  Juanjo, y, tal  como me  prometiera la noche de mi serenata, me acompañara a la guitarra algunas de aquellas canciones típicas españolas que la “tuna” solía cantar y que yo aún recordaba de mi infancia (ni pensar en que se conociese esos hermosos boleros cubanos que llegaban al alma, y mucho menos los más recientes, los del “filin”, tan apasionantes y ricos en armonías).  Poco más podía esperar de aquella resucitada Noche de Reyes que con tanta ilusión había celebrado Cuba entera durante la época pre-castrista. En cualquier caso, ¿en qué ocuparía mis horas hasta entonces?
Celia Gámez, María de los Ángeles Santana, las hermanas Ethel y Gogó Rojo y Addy Ventura
Como siempre, mi querida colección de periódicos me sacó de la inactividad. Rebuscando en antiguas ediciones encontré valiosa información sobre las vedettes que triunfaban, o lo habían hecho,  en España y me llevé una grata sorpresa. Entre ellas había muchas extranjeras. Comenzando por la venerada Celia Gámez, argentina, mi admirada amiga María de los Ángeles Santana, cubana, Gogó y Ethel Rojo, dos hermanas también argentinas y, triunfando en esos momentos,  Addy Ventura, puertorriqueña, Anne Marie Rosier, francesa o Queta Claver, Vicky Lussón, y Carmen de Lirio, en este caso, españolas.
Queta Claver, Vicky Lussón y Carmen de Lirio
Resultaba obvio que en ese campo no podrían rechazarme por mi acento. Segura de mi amplia experiencia en cabaret y musicales en la isla, la esperanza que, como bien dicen “es lo último que se pierde”, comenzó a trazarme un futuro exitoso como vedette de revista.  Al fin me pensé ubicada en mi, hasta el momento, huraña Patria.

 
PD. Queridos, un amigo gentil donde los haya, Tony Pisani, me ha enviado un link con un antiguo reportaje sobre el rodaje de la película muda cubana que he mencionado en anteriores capítulos, “El veneno de un beso”. Deseo compartir con vosotros mi sorpresa: A parte de mi tía Mercedes Mariño, ¡en una breve secuencia aparecen las Pfarry Sisters, sí mis mellizas del alma! Os paso  estas imagenes  para que comprobeis  que no he exagerado al loar la delicadeza y belleza de mis madres  alemanas.  



 
 
 
Próximo capítulo: El señor Colsada y nuevos amigos.
 
 

Instantánea - 53 - El señor Matías Colsada (y nuevos amigos).

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La Puerta de Alcalá
Aquel 8 de Enero de 1968  amaneció resplandeciente. Desde la ventana de mi dormitorio me dediqué a observar como los rayos del sol invernal iban derritiendo la nieve acumulada sobre la calle Núñez Morgado, lugar donde estaba ubicada la Residencia, y sobre las escuálidas ramas de ese árbol que, desde mi llegada,  había estado  rozando mis cristales, intentando penetrar en el cuarto en busca de un poco de calor.

¡Qué angustia la de aquella nieve desplomándose incesantemente, durante tres días, sobre la ciudad de Madrid!  En esas nevosas jornadas me había resultado curioso comprobar cómo el matutino manto del más impoluto albor se iba convirtiendo, con el paso del tiempo, las pisadas y las rodadas de los coches, en sucios y peligrosos pegotes, en una ciénaga helada. Pero presentí que aquella mañana el sol, durante tanto tiempo ausente, se dedicaría a limpiar las calles, arrastrando con su calidez, no tan solo la suciedad ambiental, sino también la morriña que con frecuencia me dominaba.


Matías Colsada
Aún faltaban casi siete veces 24  interminables horas para mi cita con Matías Colsada. Siete eternidades  de espera para que se realizase mi sueño de convertirme en una vedette española. Pero he de admitir que, desde unos días atrás, mi existencia había adquirido un inesperado aliciente; mis tardes estaban siendo amenizadas por una nueva relación humana.
Aquella chica costarricense, compañera de habitación y, según propia confesión, persona  asignada por mi tía como vigilante de mis acciones, era un ser amable y acogedor. Con ella podía tener momentos de comunicación y hasta de “descarga” y eso nos convirtió en lo más parecido a dos  amigas. La muchacha tenía “novio oficial”, que también estudiaba en Madrid, y cuando a principios de año ambos me invitaron a un Pub situado justo debajo de nuestra Residencia,  provocaron  en mi vida  un pequeño cambio. Y no sospechaba yo cuán importante  iba a llegar a ser con el tiempo.
Aquel lugar, “Quique”,  era centro de reunión de muchas de las estudiantes que vivían arriba, así como de sus pretendientes y amigos. Por un lado la algarabía juvenil que allí se formaba me resultaba molesta  pero, por otro, mi alma agradecía esos momentos que me sumían en algo distinto a la melancolía.
Entre los asiduos, un hombre era el centro de atención de todas las jovencitas sin compromiso, nenas que pululaban a su alrededor y se beneficiaban de su generosidad y caballerosidad. Su nombre era Ramón García Arana. Su madurez e interesante aspecto hicieron que desde el principio me fijara en él. Y la cosa fue recíproca. Inmediatamente me convertí en persona asidua en su mesa y, sin pretenderlo, en ahuyentadora de los moscones que le asediaba.
Ramón había nacido en España y, siendo un adolescente, emprendió  el exilio hacia Chile, tras el triunfo del franquismo. La similitud entre nuestras vivencias nos procuraba largas conversaciones, ora comparando experiencias, ora contándonos mutuamente la historia de nuestras queridas patrias adoptivas. Aquel hombre era un conversador maravilloso. Así que cada tarde yo esperaba con ilusión el momento de nuestro encuentro.

Jesús Alcántara
1968
Ese día 8 de Enero, al entrar en el pub, sentado junto a él estaba un mancebo muy joven que me fue presentado como “Jesús Alcántara, mi buen amigo, que acaba de volver de Málaga para reiniciar los estudios”. Sin duda era un chico atractivo y, a causa de su origen andaluz, lleno de gracejo, pero no pertenecía en absoluto al tipo de hombres maduros que me atraían. La cuestión es que la llegada de aquel muchacho alteró nuestra rutina. Su juvenil ímpetu nos arrancó de la mesa de “Quique”. Juntos los tres íbamos al cine o a bailar a esos lugares llamados “discotecas” que tanto proliferaban por Madrid. Lugares a veces demasiado bulliciosos pero donde lograba aturdir un poco mis tristezas y añoranzas.
Y así pasó más levemente el tiempo de la espera. El día anterior a mi encuentro con el empresario de La Latina,  ni siquiera aparecí por el pub. Mis nuevos amigos no sabían nada de mi profesión y no estaba segura de poder disimular mi nerviosismo.  Por lo que había intuido en el breve tiempo que llevaba en España, ser artista estaba visto con malos ojos y suspicacias, así que opté por dejarles creer que yo era una más de aquellas estudiantes latinoamericanas.
La que sí estaba informada de todo, convirtiéndose con ello en mi cómplice, era mi amiga y compañera de habitación. Ese día previo a mi cita fue especialmente tenso. Dado que yo no tenía ropa adecuada para la audición ella me ofreció uno de sus bañadores, pobre pero única opción, así que con esa prenda generosamente prestada, los zapatos de vestir que pude traer de Cuba, la parte de piano de uno de los pocos arreglos musicales que habían viajado conmigo desde la isla en aquel vuelo de Iberia, me preparé para el importante momento que se aproximaba.
Fachada del Teatro La Latina
El teatro La Latina tenía una fachada estupenda, un hermoso escenario y un patio de butacas amplio y cómodo, en el momento de mi entrada totalmente vacío.  El hombre que me había recibido al llegar, tras entregarle yo mi atesorado álbum de recortes,  me condujo a los camerinos y me abrió la puerta de uno de ellos para que pudiese cambiarme. Al ver aquella habitación  llena de plumas multicolores y maillots de fulgurantes lentejuelas comprendí lo ridícula que iba a resultar mi imagen, en ese gran escenario, acompañada por un piano vertical al cual daría vida algún desconocido pianista y vistiendo un usado bañador que ni siquiera era de mi talla. Pero no era momento para amilanarse. Mi intuición me había dicho que ese día se iba a abrir la puerta que conduciría a mis futuros éxitos, así que, partitura en mano, medio desnuda y tiritando de frío, subí aquellas escaleras que me darían acceso por primera vez a un escenario que, sin duda, muy pronto sería MÍO. Y, como empujada por una ráfaga de valor, penetré en él, intentando caminar como Cyd Charisse, intentando sonreir  como Betty Grable, intentando no desmayarme.
Betty Grable y Cyd Charisse
Puesto que, en este caso,  el patio de butacas estaba iluminado, pude ver a un grueso individuo sentado en tercera fila así que a él me dirigí con estas palabras: “Hola, supongo que usted es el señor Colsada. Gracias por recibirme. Confío en que le haya sido entregado mi álbum y ya sepa algo de mi trayectoria en Cuba. Si le parece bien voy a comenzar mi actuación.” Algo me respondió el hombre pero no recuerdo qué, tal era el estado de mis nervios. Así que me acerqué al pianista y le entregué aquella partitura de piano perteneciente a un arreglo para 30 músicos  que yo había grabado en CMQ, allá en La Habana, con la grandiosa orquesta dirigida por Mario Romeu. Esos enjundiosos arreglos que, algún  tiempo después, en mi etapa de cantante, jamás tendría oportunidad de utilizar para mi trabajo. (Pero de esa agitada etapa hablaré dentro de poco).
Al terminar el número, tras unos suaves aplausos, oí la voz de Colsada diciéndome, “Muy bien, señorita, cámbiese y venga a mi despacho. Allí hablaremos”.
¿Qué se escondía tras esas palabras? Yo había hecho alarde de mis facultades, tanto vocales  como "danzantes", en un “Et Maintenent” con un puente musical lleno de “grand battements y piruettes”. En ese sentido estaba tranquila. Pero de pronto la duda volvía a dominarme.
Posters de revistas de Colsada
Al llegar al lugar donde se estaba cocinando mi futuro me encontré con el amable señor Colsada y sus descorazonadas palabras. “Yolanda,  tienes estupendas condiciones pero no encajan con lo que es en España una vedette. Te invito a quedarte a ver la función para que lo compruebes.  Además, y muy importante, tendrías que engordar tres o cuatro kilos.” Sin duda los últimos días en Cuba y aquel primer tiempo en mi país, los nervios y la pena me habían hecho perder peso pero sin convertirme,  ni mucho, en una anoréxica. Así que sus palabras me parecieron absurdas excusas. Pero acepté su invitación y  me quedé a ver el espectáculo. Y Dios, vaya si entendí a Colsada.


La vedette, de la que no se podía decir que cantara y mucho menos que fuese realmente bailarina, sin duda se podía decir una cosa; estaba “maciza”. En cuanto al resto del espectáculo, los textos eran inconsistentes y de las vicetiples, para qué hablar. Eso que estaba viendo no era ni remotamente lo que en Cuba considerábamos una revista musical. Así que intenté suavizar la desilusión ante mi segundo fracaso diciéndome que aquello de la Revista no era realmente para mí, que cosas mejores vendrían. Que, sin duda, cosas mejores vendrían. Pero mientras tanto ¿qué sería de mi vida?


P.D. Queridos seguidores y amigos, me temo que durante un par de semanas os mantendré a dieta. Estamos en plena mudanza a Málaga y entre seleccionar, empaquetar, desempaquetar y colocar no vamos a tener mucho tiempo para el blog. Os ruego paciencia pues lo mejor está aún por llegar. ¿Podreis vivir sin mis historias algunos días? En estás fechas se cumple un año desde que comencé esta aventura. Muchos de vosotros estais conmigo desde el principio, otros os habeis unido a lo largo del camino. Para todos mi agradecimiento. Me encanta comprobar que las entradas han ido creciendo considerablemente.¡Y ni mencionar la satisfacción cuando me dejais algún comentario! Os amo a todos.

Yolanda Farr

Proximo capítulo: Las cosas se precipitan.

 

Instantánea 54 - Las cosas se precipitan. (Primera parte).

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Mi primer retrato profesional en Madrid
Después del gran pinchazo sufrido con Matías Colsada y la revista musical en España, mi necesidad de apoyo y comunicación me llevó de nuevo, en primer lugar, a casa de los Ortega. Allí fui recibida con esa dulzura que caracterizaba a Doña Rosa. En esta ocasión estaba sola y tuvimos oportunidad de hablar más larga e íntimamente. El marido estaba atendiendo  su consulta de dentista y la hija, Enriqueta, estaba ausente. Fueron, en un principio,  momentos de una gran ternura. Mientras le contaba a aquella buena mujer mi nuevo fracaso, la nostalgia y dolor que me proporcionaba la ausencia de mi familia o como cada día que pasaba lejos de ellos era como una espina clavada en mi corazón, las lágrimas brotaban de mis ojos como de un manantial y ella me sostenía maternalmente en sus brazos. Y entonces fue cuando pronunció las palabras que me abrieron los ojos a la situación que estaba viviendo y a la inseguridad de mi futuro inmediato. “Cariño, alégrate de que te rechazaran para la Revista. Nos tenías a todos asustados, pues ese es un género muy mal visto y las vedettes son mujeres de mala reputación. Con todo el afecto que siento por ti voy a darte un consejo; reconsidera tu actitud y acepta alguna de las proposiciones de trabajo que se te han brindado. Oscarito teme que tu intención sea depender económicamente de la familia de forma indefinida y amenaza con comunicar su opinión a tus tíos. Como ellos  confían totalmente en su juicio, puedes encontrarte en un grave problema. Si quieres yo hablaré con la chica que te propuso ser azafata, Ana Esther, o con mi hija Enriqueta para que  consiga para ti el puesto que te ofreció en la redacción de la revista Telva. Puedo decirles a ambas que estás dispuesta a aceptar una alternativa de trabajo. Son dos ofertas muy buenas, hija, y en tus condiciones no debes rechazarlas.” En ese momento, con la moral por el suelo,  mi reacción espontánea fue pedirle que me dejara pensarlo al menos hasta el día siguiente y abandoné la casa sumida en un marasmo de angustia y dudas. ¡Así que esa era la mentalidad ultra conservadora de mi familia! Aquello me hizo sentir como si  la soga que rodeaba mi cuello desde que tomé la decisión de abandonar Cuba, se estrechara hasta límites insoportables.

Una vez en la oscuridad de mi habitación llegué a pensar que el destino me estaba haciendo la malvada  jugarreta de  despojarme de todo lo que amaba, mi familia, mis amigos, mi querida isla y, finalmente también ahora de mi profesión. Y estaba ya  prácticamente decidida a darme por vencida, a no entablar una lucha inútil con los Hados cuando tuve, nuevamente, una demostración de que los milagros existían. Oí unos nudillos llamando suavemente a la puerta y una voz contenida que decía, “Yolanda, tienes una llamada de Cuba”.

No sé como lo lograron, pues comunicarse desde la isla hacia el exterior era prácticamente imposible, pero, de pronto, en mi oído estaba resonando el dulce acento gallego de mi adorado padre. Ni siquiera voy a intentar describir aquel momento. No encontraría jamás las palabras lo suficientemente enjundiosas. El caso es que, cuando al fin logramos ambos dominar nuestra congoja y pasé a narrarle los últimos acontecimientos, mi fracaso con Colsada y las palabras de Doña Rosa, mi padre estalló en una cólera de la nunca lo hubiera considerado capaz. ¿Cómo era posible que, a escaso un mes de mi llegada, Olimpia me pudiera presionar de esa manera, sobre todo siendo la situación de ellos en Costa Rica más que desahogada? ¿Acaso olvidaba los sacrificios y esfuerzos  por los que él había pasado para poder traer a Cuba a las tres hermanas y a la madre? ¿No recordaba el ahínco con que el jovencísimo Arsenio  logró dar, no solamente  estudios a cada una de las tres, Mercedes, Carmen y Olimpia, sino, durante años,  un hogar confortable y hasta un buen estatus social? Que ni se me ocurriera abandonar la carrera que con  tanta lucha había logrado mantener, dijo. Que en mis genes estaba el teatro y que renegar de eso sería como hacerlo de mí misma y de mis ancestros. Me afirmó que escribiría a su hermana explicándole todo esto y exigiendo, si fuese necesario, una retribución justa por todo lo que él había hecho por la familia. Y entonces, los diabólicos geniecillos de la telefonía, decidieron cortar la comunicación, dejándonos a ambos el amargo regusto de la frustración pero a mí, al mismo tiempo, el impulso para seguir, pasase lo que pasase, buscando mi lugar en el mundo del espectáculo español.


Fachadas de los Teatros María Guerrero y Español
Así que ocupé  los días siguientes en ir de teatro en teatro, con mi consabido álbum de recortes, ya mareado de tanto ir y venir, rogando porque a alguien no le importara tanto mi seseo como al señor Tamayo. Pero los locales que visité estaban en plena temporada y con obras de éxito. Allí no había manera de introducirse. Mi intención de establecer contacto  con los directores resultaba vana pues nadie le facilitaba sus direcciones o teléfonos a una desconocida. Y pasaba el tiempo y nada lograba.

Tan solo mis reuniones en Quique con Ramón y Jesús aliviaban mi desesperación. Con el contacto diario llegué a apreciar al joven andaluz que había surgido en mi vida y con la proximidad física, que nuestras tardes de baile en las discotecas me proporcionaba, empecé a notar que mi sexualidad se despertaba. Y así comenzamos un flirteo que acabó convirtiéndose en lo que en España llamamos  “magreo”. Es decir, lo más lejos que una chica decente podía llegar con un hombre. Besuqueos y tímidos toqueteos.

Una  mañana,  Jesús se ofreció a llevarme al gran Parque del Retiro. Aquel hermosísimo lugar que, junto con La Casa de Campo eran los dos pulmones de Madrid. El sitio estaba lleno de los recuerdos de los tiempos en los cuales Arsenio, Dora y Jenny llevaban a la pequeña Yolanda a disfrutar de maravillosos paseos, alimentados por los ricos productos que ofrecían los barquilleros y los vendedores de pipas y altramuces.

Nuestra romántica ruta por El Retiro
Jesús y yo llegamos al parque agarrados de la mano y recorrimos la preciosa avenida de entrada admirando la estampa de aquellos grandes árboles cubiertos de nieve, conmocionados por tanta belleza. Su mano aportaba a la mía una tibieza que me llegaba al corazón y viajaba por mi cuerpo hasta calentar mi entrepierna.

El lago frente al Palacio de Cristal
Y así llegamos al estanque, frente al majestuoso Palacio de Cristal.  En el agua semicongelada se abrían grietas surcadas por hermosos cisnes blancos y negros, en el cielo, unos tímidos rayos de sol se filtraban entre las nubes…Allí, solos ante tanta belleza sentí brotar en mí el dulce fuego del romanticismo y, sin pensármelo dos veces, comencé a entonar un “Summer time” al estilo de mis admirados Ella Fitzgerald o Sammy Davis Jr., adornado con esos “do-doddle-do” o “wuabara-ba”,  ese scat improvisado que fuese, en Cuba, motivo de mi admiración al escucharlo en la voz de  aquellos prohibidos y maravillosos cantantes de Jazz. Él me escuchó en un reverencial silencio. Al terminar mi “descarga” le miré con chiribitas de recién nacido amor en los ojos. Jesús a su vez me dirigió una de sus irresistibles miradas azules, abrió su apetecible boca y me dijo con su encantador acento andaluz, “¡anda niña, que si te tuvieras que ganar la vida cantando..!" Y, ¡crash!, el cristalino globo de mi romanticismo se desplomó sobre la nieve rompiéndose en mil pedazos. Otro batacazo más para mi autoestima.

Ella Fitzgerald y Sammy Davis Jr.
Aún sabiendo que ninguno de mis nuevos amigos conocía mi condición de artista y que en España el Jazz era un género nada apreciado en esos años, que los estilos Dixiland,  New Orleans o, en lo que se refería a las vocalistas, el inspirado scat, eran términos que solo tenían significado para los muy escasos diletantes, aquellas palabras de Jesús me hicieron reflexionar. No es que me molestara su incultura jazzista, era que comprendí que no podía seguir ocultando mi realidad a los amigos ni continuar escondiéndome entre jóvenes estudiantes universitarios. Fuese como fuese debía desprenderme de la falsa protección que me daba la Residencia y afrontar mi profesión y mi futuro sin subterfugios antes de que aquel ambiente burgués limara las aristas, absorbiera las luces y las sombras que configuraban a una verdadera artista.

Pero la cuestión era que, sin yo saberlo, la vida muy pronto me iba a dar el empujón definitivo. Bueno, he de admitir que un empujón demasiado brusco.



NECROLÓGICA.  El 24 de noviembre fallecía el AMIGO de todos los españoles mayores de 50 años, cuyas vidas fueron acompañadas y alegradas por su presencia y  humor.  Tony Leblanc. Ese ex jugador de futbol que, apartir de descubrir su afición artística, fue uno de los personajes más asiduos del cine, el teatro y la televisión de España siempre será recordado por su abundante y buen hacer y por haber conseguido que el público masculino se identificara con él y con sus personajes durante toda su prolífera trayectoria artística. Que en paz descanse. 

Próximo capítulo. Las cosas se complican. (Segunda parte).
 

Instantánea 55 - Las cosas se precipitan. (Segunda parte).

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Mi segunda foto profesional en España
(postizo incluido)
Una mañana muy temprano me dijeron nuevamente que tenía una comunicación telefónica. Me lancé, descalza y en pijama hacia  el teléfono, creyendo que volvería a oír, milagrosamente viajando  desde Cuba, las voces de los que tanto amaba, pero no fue así. “Hola Yolanda, perdona que te llame a estas horas pero estoy a punto de emprender vuelo hacia Canadá y no volveré en un par de días.  Soy Ana Esther.  (Ver Instantánea 50). Quiero que sepas que entiendo y admiro esa fidelidad que le guardas a tu profesión. Te diré que, durante mis vuelos, he tenido la oportunidad de conocer a muchas personas, algunas veces gente muy importante.  Una de ellas es un gran manager de artistas, el señor B. Me he puesto en contacto con él,  le he hablado de ti y quiere conocerte. Dice que ya que tú aún  no te mueves bien por Madrid él está dispuesto a desplazarse a la cafetería Scorpio que está cerca de tu residencia. Si estás de acuerdo le llamo y concierto la entrevista.” ¿Que si estaba de acuerdo? Le dije que prácticamente estaba dispuesta a besar sus pies como muestra de agradecimiento y que concertara esa reunión para LO ANTES POSIBLE. Media hora más tarde Ana Esther me comunicaba que el señor en cuestión me esperaría en dicha cafetería el día siguiente a las 6 de la tarde. Aquella era una oportunidad de oro pues yo sabía que tener un manager o un representante,  en los países capitalistas, era la mejor manera de introducirse y consolidarse en el mundo del espectáculo. Cierto que ellos se llevaban un tanto por ciento de tu sueldo pero precisamente por eso eran los más interesados en conseguirte abundante trabajo.

Así que a las seis de la tarde del día siguiente Yolanda entraba en Scorpio con el mejor vestido de su escasísimo guardarropa, por supuesto salido, allá en la isla, de las mágicas manos de sus madres, su único par de zapatos de vestir,   aquel que había sido testigo del fracaso con Colsada, (ver Instantánea 53), el rostro radiantemente maquillado gracias a los productos que su entusiasta amiga costarricense le había prestado,  abrigada con el elegante e inevitable abrigo de lana de camello, regalo de doña Rosa y, por supuesto, con su sufrido álbum de recortes bajo el brazo, información que en ese momento, más que en ningún otro, consideraba valiosa e imprescindible.

Al entrar quedé gratamente sorprendida viendo que aquel importante “mánager de artistas” estaba ya esperándome. No me fue difícil identificarle, gracias a la descripción que de él me había dado Ana Esther telefónicamente. Rollizo, de escaso pelo y cincuentón. Mientras me dirigía a su mesa mis piernas temblequeaban de tal manera que temí me tomaran por una borracha. “Una nueva oportunidad, Dios, te ruego que esta sea la definitiva”, aullaba mi corazón.

El señor B y yo estuvimos varios minutos conversando. En un principio todo versó, naturalmente, sobre Cuba y Fidel. Sus preguntas eran simples y mis repuestas cautas, pues en mi cerebro aún estaba vigente esa prevención ante los chivatos y la censura que, a pesar de la distancia, coartaba mi libertad de expresión. Pero hasta ese momento todo iba bien. Tan solo fue más tarde, cuando el hombre me preguntó inquisitivamente si tenía novio en España, lanzándome a continuación esta peliaguda pregunta “¿hasta dónde eres capaz de llegar para retomar tu profesión con garantía de éxito?”, en el momento en que rechazó mi querido álbum con estas palabras; “mira niña, aquí eso no te va a servir para nada, a nadie le interesa lo que hayas hecho en Cuba. Quémalo.” Entonces fue que, ante aquel bombardeo desconcertante de preguntas personales y admoniciones, en mi cerebro comenzó a sonar una sirena anunciando el inminente  desastre. Pero, parece ser que mi indudable cara de póquer le animaba a seguir hablando. “Estoy dispuesto a representarte pero con cuatro inexcusables condiciones. Primera, abandonarás inmediatamente la residencia y te trasladarás a un apartamento que yo alquilaré para ti. Segunda, estarás siempre dispuesta a acudir, cuando yo te llame, para ser acompañante en Madrid de quien yo te indique y hasta que yo decida. Por supuesto no estarás obligada a realizar el sexo con la persona en cuestión. Eso lo  harás si quieres y cobrarás o no por ello, según decidas, sin que sea asunto de mi incumbencia. Solo ten presente que es imprescindible que la persona  quede contenta con tu compañía. Tu dominio de varios idiomas puede serte muy útil a la hora de atender a directores, productores o actores extranjeros. A cambio de eso te garantizo trabajo en cine y televisión. Tercera condición, yo seré tu representante en exclusiva, es decir que no tendrás contacto con ningún otro y, si te llaman directamente para algún trabajo,  dirigirás las solicitudes siempre a mí. Y cuarta, lleguemos o no a un acuerdo, todo lo que esta tarde hemos hablado quedará estrictamente y para siempre entre nosotros. Para demostrarte mi seriedad y eficacia te conseguiré un programa en televisión en días muy próximos. Ah, por cierto yo cobro el veinticinco por ciento de comisión en cada contrato.” Aquello parecía una pesadilla. ¡Esa inusitada proposición!  En un estado de total aturdimiento solo atiné a pedirle que me diera unos días para pensármelo. Y así nos despedimos.

El regreso a la Residencia fue un infierno y huelga decir que la siguiente noche la pasé en blanco, dudando entre si aquel hombre era un proxeneta o si ese era el proceso inevitable para conseguir trabajo en la, tan denostada por el régimen castrista, “democracia corrupta”. En mi afán por conservar mi profesión, ¿qué precio estaba realmente dispuesta a pagar? Aquello que B me proponía ¿no era una forma segura de perder totalmente mi libertad y mi dignidad? La situación con mis protectores costarricenses estaba de una tirantez peligrosa (ver Instantánea 53) pero en absoluto me veía soportando el total sometimiento que implicaba la peliaguda oferta del manager. Por supuesto a nadie conté el resultado de la entrevista. Absolutamente a nadie. Era algo que tenía que decidir por mí misma.

El showman Torrebuno
Para mi sorpresa, al día siguiente recibí una llamada de Televisión Española convocándome a grabar el play back de la canción que yo eligiese para el  programa de Torrebruno que se emitiría el sábado siguiente. Escogí  “Cae la nieve” (Tombe la neige), que Salvatore Adamo había popularizado hacía poco tiempo. Yo la tenía súper probada en Cuba y además encajaba con el estado actual de la climatología y de mi espíritu. B indudablemente era una persona poderosa en el medio y había cumplido su promesa con gran premura, pero, tal era la inseguridad y la vergüenza que me provocaba la drástica disyuntiva a la que me veía abocada que no les comuniqué a los Ortega lo de mi próxima aparición televisiva. Tan solo Ramón, Jesús y la familia Bobadilla, de la que hablaré más adelante, lo supieron, ya que,  a partir de aquella anécdota en el Parque del Retiro, (ver instantánea 54)  había decidido contarles a mis nuevos amigos, con pelos y señales,  la verdad sobre  mi profesión.  Afortunadamente  esa verdad fue tomada por ellos con absoluta naturalidad e incluso con admiración. ¡Esas personas sí eran “librepensadores”!

La mañana que llegué al plató mi desazón eclipsaba la alegría que mi primer trabajo en la Tele de mi Patria debería haberme producido.

Salomé en Eurovisión
Torrebruno era un “showman” italiano con tanta fama en España que vivía más tiempo aquí que en su país. De simpático físico, buena voz, agradable carácter y pequeña estatura se convirtió en una importante figura de la televisión española. Como estrella de su programa musical, en aquella ocasión, figuraba Salomé, (la que un año después ganaría en el festival de Eurovisión).
 
También en el elenco estaba un joven y muy meloso asturiano, un chico amable y comunicativo que, acompañado de su guitarra, cantaba composiciones propias, es decir, un cantautor llamado Víctor Manuel. Todo iba saliendo rodado. La recepción de Torrebruno fue sumamente amable y durante el ensayo de cámara aquel joven asturiano y yo nos dedicamos a esperar  nuestro turno inmersos en una amena charla que, en un principio, versó  sobre naderías  pero que, como siempre, finalizó centrándose en Cuba. Él confesó ser un gran admirador de Fidel y, naturalmente yo me abstuve de hacer comentario alguno. No era el momento ni el lugar. De todos modos, ya había comprobado, para mi sorpresa, que el personaje de Castro estaba idealizado por la mayoría de mis compatriotas. La frase “lo que España necesita es un Fidel “,  a pesar del poco tiempo que llevaba en mi país, ya había escandalizado varias veces  mis oídos. El caso es que Víctor Manuel me pidió mi número de teléfono, de lo que  me escabullí con la excusa de que acababa de llegar y aún no lo tenía memorizado. ¡Lo que menos necesitaba yo en esos momentos eran complicaciones sentimentales! (Tiempo más tarde aquel muchachito se convertiría en un gran compositor y amante esposo de la cantante y actriz Ana Belén)

El cantautor Victor Manuel
En medio de nuestro inocente flirteo oí a uno de los camarógrafos dirigirse a  otro, a mis espaldas, con estas palabras y en tono socarrón, “¿y esta putita quién es, otra de las “niñas” de B?” Aquello fue como una bofetada, una afortunada bofetada que aclaró las dudas referentes a mi futuro. Yo NO iba a ser la “niña” de nadie. Yo no había viajado tantos kilómetros para convertirme en la “putita” de nadie. Cuando me llegara el momento y desde el principio sería “la artista” Yolanda Farr. En trabajos pequeños y esporádicos, como  “figuración con frase”, si era necesario, con unas letras diminutas en las carteleras que ya me ocuparía yo de hacer crecer  poco a poco, pero siempre  Yolanda Farr, ni la protegida de…, ni la enchufada por…, ni la mercader de mi cuerpo y mi libertad.

Al terminar la emisión de aquel programa llamaría al famoso manager para darle las gracias y rechazar su propuesta de un futuro juntos que, en las condiciones que me pintaba, no me interesaba en absoluto. Confiaba en que no se disgustara demasiado. No quería comenzar mi vida profesional haciéndome un enemigo. Realmente no me sentía ofendida por su oferta de ser una “señorita de compañía”, sencillamente no me veía capaz de aceptar los  requerimientos que aquello conllevaba.  Nunca había pagado por obtener un trabajo, más que con mi profesionalidad, por supuesto, y no iba a comenzar mi nueva trayectoria faltando a esa regla.

Pero, como ya dije en mi Instantánea anterior, la vida venía empujando con demasiada brusquedad hasta para una “superviviente” como yo.

 
Próximo capítulo. El ultimátum.

Felices fiestas.

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                             Felicidades!!!
 
Queridos amigos, esta es mi segunda navidad con vosotros. Os aseguro que no imaginé que en  este “folletín” de mi vida, el cual ya cubre 27 años repartidos en 55 capítulos, tantos y tan fieles serían mis seguidores. Nunca dudé de mis cubanitos de siempre, Mequi Herrera, Carlos Rodríguez, José María Salmerón, Álvaro Marrero y Hugo, Tim Gómez, Roberto Cazorla, Miriam, Zoilita, Gelasio, J. Alberto, Alex, Gladys y Lida Triana, etc., esos amados seres coprotagonistas de mi existencia, la mayoría de ellos grandes artistas y todos hermosísimas personas.  A veces unidos a mí en abrazos carnales y espirituales, otras, separados físicamente pero siempre con nuestros corazones ligados por ese amor que tan solo las desgracias  compartidas pueden llegar a convertir en una tela de araña de oro y acero en la que uno se siente tan feliz de estar atrapado. Nunca dudé de su fidelidad.  Mi sorpresa ha sido ver unirse a mi caravana de recuerdos a decenas de personas que ahora considero “amigos del alma” y que tanto me han ayudado, en el arduo proceso de recordar y procesar, con sus comentarios y su estímulo.
Chin - chin...
 
Nunca llegué a suponer que personajes de la entidad de  Manu Medina, Pepe Martín, Pepa Sarsa, J.J. Valverde, Amparo Climent, Guido González del Valle, Francisco Puñal, desde España y Pedro Martorí, José Taín, Fausto Canel, Iván Cañas, Alejandro Ríos, Marisela Verena, Daniel D. Fernández, Arturo Arias-Polo, María Argelia Vizcaino o Juan Cueto-Roig, desde Miami no solo me prestaran su atención, sino incluso su inapreciable ayuda. Mi querido Juan, que con tanta generosidad pasa por el tamiz de su erudición mis textos, mi admirada María Argelia, que me dio carta blanca de acceso a su estupendo archivo fotográfico, Arturo, que tuvo la gentileza de ponerme en contacto con su hermano Eduardo, cuyos envios de fotos desde Cuba me fueron, en su momento, tan útiles. Pero uno de los mayores obsequios recibido durante este año de "bloguera" ha sido el reencuentro con queridas  personas de mi pasado, seres con los cuales compartí juventud, ilusiones y desengaños en aquella caótica Cuba de los años 60, compañeros en la sufrida profesión de artista, perdidos en la diáspora a la que nos vimos sometidos tantos y tantos cubanos, Esteban Barrio, Puño, Jorge Cao, Carlos Barba, Sonia Calero, Alfredo Brito, Bobby Giménez, Carlos Gacio… Y en paquete aparte pero no menos valioso, el regalo de conocer a nuevas personas entrañables como José Pisani, Leonel Méndez, Rey González, Nancy, Alina Galiano, Tenchy Tolón, etc…
A riesgo de que esto parezca un aburrido listín telefónico no puedo pasar por alto a los amigos que me siguen con constancia; Natalia, Pedro y Joserra, Sergio,  Eduardo , Ana,  Inés,  Harry, Ángel Enrique, Alex, Carlos Urrutia, Eva Higueras, Isabel María Pérez, Manuel Sanchez Arillo y Jordi Soler, actores y amigos, José Vigoa, María y María Gracia, María Salmerón, Raisa, Mavi, Franchesca, Felo, Vana, Rudy, Vicky… Si alguno de mis seguidores encuentra su nombre a faltar, le ruego mil disculpas. Mis neuronas aún no están a pleno rendimiento tras este tercer exilio. Ya sabeis, mi reciente mudanza a Málaga.
Con vosotros quiero brindar en estas fiestas, esperando que todo lo malo acaecido en este año se diluya entre las burbujas del champan, (o la sidra, según el gusto de cada cual) y que cada campanada del día 31 sea una explosión de amor, salud y bienestar que borre pesares y haga brotar flores perennes en nuestras vidas. (En fin, si los mayas nos lo permiten).
En cuanto a mis Instantáneas, la próxima semana desvelaré cual fue aquel “Ultimatum” y sus consecuencias en mis  azarosos comienzos en España. Paciencia, querido público.

Próximo capítulo. El ultimátum.

Instantánea 56 - El ultimátum.

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La noticia de mi rechazo al “importante mánager de artistas”, el señor B, llegó con rapidez a conocimiento de mis tíos costarricenses. Era inevitable. Sin duda Ana Esther, ignorante de las consecuencias, lo había comentado con la familia Ortega y esta, desconociendo los escabrosos detalles de la reciente y humillante oferta de aquel “señor”, comunicaron escuetamente el hecho  a mi “querido” primo Oscar.  Y así se encendió la mecha, así se precipitó la explosión que arrasaría con esa protección que se me había brindado durante escasamente dos meses.  Oscar se apareció  en la residencia  una mañana de mediados de febrero del 1968, pero no para preguntar cómo me iba, no para darme su apoyo o compañía, cosa que nunca hizo, ni siquiera para indagar sobre lo que me había impulsado al drástico rechazo. Tácitamente me comunicó este ultimátum; tenía hasta finales de ese mes para aceptar alguno de los trabajos que se me ofrecieran o mis tíos me retirarían toda ayuda económica. Es decir, que debería abandonar la Residencia para Estudiantes Iberoamericanas y prescindir de las 50 pesetas  que constituían mi asignación mensual, creo que las 50 pesetas más aprovechadas de la historia. En ese momento hubiese podido explicar a mi primo la causa de mi rechazo a B y contarle en qué consistía la oferta rechazada, pero una mezcla de vergüenza y amor propio mantuvo mis labios sellados. Por otra parte la duda de que mis palabras tuvieran la facultad de macular el prestigio de aquel “importante mánager”, ese hombre que, efectivamente, en su faceta pública y respetable representaba a grandes artistas, contribuyó a un silencio que, tan solo ahora, pasados tantos años, he decidido  romper. Es decir que, en un arranque de orgullo que pudo haberse convertido en mi total desgracia, con la inconsciencia de la juventud, hice, aquella misma tarde, mi famélico petate, me despedí de la residencia y sus habitantes, y trasladé mis pocas pertenencias a casa de los Ortega, con la petición de que allí me lo guardaran hasta que pudiera recogerlo. Sin un plan o una alternativa en mi cerebro, obnubilada por la decepción y la humillación, me lancé a la calle en uno de los febreros más gélidos que en Madrid se recordaba.

Aquella noche la pasé en el metro, recorriendo de norte a sur su línea más larga: La 1. Bajándome y subiéndome de los trenes según llegaban al final de su trayecto, escondida en el suelo del último vagón cuando, a las 2 de la mañana, cesó el tráfico normal y los trenes fueron a reposar, vacios y agotados de tanto ajetreo, en los oscuros hangares.

Supongo que, en algún momento, el sueño me vencería, pues lo próximo que recuerdo es la sacudida de una súbita arrancada. Tan solo tardé unos segundos en aquilatar mi situación y recapacitar sobre mi reacción del día anterior. “Dios, qué he hecho, Dios, qué voy a hacer” eran las palabras que martillaban incesantes en mi cerebro. Durante bastante tiempo reanudé aquel subir y bajar de vagones, esperando una hora prudencial para dirigirme a Quique, (ver Instantánea 53) aquel pub donde mis únicos amigos, Ramón y Jesús, solían desayunar y así poder contarles mis desventuras y mi, cada momento más insegura, decisión de vivir en la calle.

La primera foto de Jesús y mía
Allí estaban ambos cuando llegué al local. Preocupados por la noticia de mi súbito abandono de la residencia que mi amiga costarricense les había comunicado. Desconcertados por mi decisión y mi futuro. A ellos sí les informé, con pelos y señales, de mis recientes avatares. Fue entonces cuando pude comprobar que mi eterno y últimamente olvidado “ángel de la guarda” seguía a mi lado. Al conocer  mi infortunio Ramón, como impulsado por un resorte, fue a la barra a pedir el periódico del día mientras los ojos del que se convertiría en mi eterno compañero, Jesús, se llenaban de lágrimas y su mano oprimía la mía en señal de apoyo. Y allí, en la mesa de  “Quique”, en las páginas de anuncios clasificados, entre los tres escogimos la dirección de una pensión, basándonos únicamente en su céntrica ubicación; la calle Fuencarral. Ya que todos los teatros y salas de fiesta de Madrid estaban en esa zona, de esa manera se haría más fácil mi deambular en busca de trabajo. Ramón, que disfrutaba de una desahogada posición económica y se distinguía por su  generosidad, se brindó a pagarme el hospedaje durante el tiempo que fuese necesario.

Juntos fuimos a casa de los Ortega, recogimos mi único bártulo y nos encaminamos a la pensión que supuestamente sería mi casa hasta que se normalizara mi situación laboral. Mi hospedaje incluía desayuno y una comida. A pesar de que mi habitación era austera y realmente estrecha aquella noche dormí como un tronco, arropada por el acogedor calorcillo de la calefacción. Solo a la mañana siguiente pude realmente apreciar, estéticamente, donde me encontraba. Un oscuro y largo pasillo con puertas a ambos lados conducía a un salón comedor donde se servían las comidas. Hacia él dirigí mis pasos en busca de ese desayuno que levantara mis fuerzas y mi ánimo. Solo cinco personas rodeaban la mesa, un matrimonio y tres individuos, ancianos todos y bastante desarrapados. Ante mi entrada y mi saludo, durante tan solo un segundo los diez pares de ojos se clavaron en mí con una extraña expresión que no llegué a comprender. Inmediatamente sus cabezas parecieron hundirse en los humeantes tazones de café con leche y, de sus bocas, más que una respuesta a mis buenos días, salió algo así como un desganado farfullo.  Pero no estaba yo para suspicacias y detallismos así que ingerí mi frugal desayuno y tomé la puerta ansiosa de sumergirme en la libertad y la vida de aquella gran ciudad que era Madrid. Cinco días transcurrieron así, cinco jornadas en las cuales, tras mis caminatas por aquellas calles de mi niñez que ahora me eran totalmente desconocidas, tras los diarios encuentros con Jesús, con quien solía reunirme en la cafetería Nebraska de la calle Gran Vía, llegaba a la pensión tan agotada que mi sueño se parecía más a una enfermiza modorra que a un reparador descanso.

Foto de 1969
Ese sábado, la noche de aquel quinto día, se convirtió para mí en una pesadilla. Violentos golpes en la endeble puerta de mi habitación me despertaron sobresaltada y una voz masculina que gritaba “¡ábreme, puta!” me llenó de terror. Acurrucada en mi lecho oí acercarse la voz de la dueña y poco a poco, los gritos y los golpes se fueron alejando. No atreviéndome a abrir mi puerta permanecí hasta el amanecer sobre la cama, hecha un tembloroso ovillo. Cuando finalmente,  y ya en el comedor, pedí a la “dueña” explicaciones sobre lo ocurrido, sus burdas evasivas y la sarcástica sonrisa de los huéspedes presentes me hicieron comprender lo que sucedía. Aquello era, los fines de semana, una casa de citas. Eso explicaba el porqué del silencio diurno, de las muchas y pequeñas habitaciones y de los escasos y extraños huéspedes. Así que ante el temor de que alguna aciaga noche un despistado y enardecido borracho lograra derribar los miserables muros de mi vetusto castillo salí de allí tarifando en busca de mis caballeros andantes, Ramón y Jesús, con la confianza de que ellos solucionarían mi nuevo problema. Y vaya y con qué premura lo hicieron.

Foto de 1969
Con las páginas de anuncios clasificados del periódico sobre la mesa de Quiqueencontramos esta vez un prometedor anuncio: "señora viuda respetable alquila habitación a señorita de igual condición”. Aquello sí que prometía. Una habitación para mí sola en casa de una “señora viuda respetable”. Estando el lugar en Hortaleza, es decir igual de céntrico que la “pensión” de la calle Fuencarral, de nuevo recogimos mis bártulos y hacia mi nuevo albergue nos dirigimos.

La habitación que se me asignó era amplia y con un balcón a la calle que, en mi inconsciencia, me pareció algo maravilloso. Tan solo al llegar las gélidas noches pude comprobar el frío que entraba por los viejos y desajustados batientes. Aquella “señora viuda respetable” resultó tan ahorrativa que no me permitía usar un pequeño calentador eléctrico que mis amigos me habían conseguido, a resultas de lo cual pasaba las noches envuelta en papeles de periódico, remedio usado en invierno por los indigentes y por los ciclistas. Es decir que mis  sueños estaban acompañados por el musical cric-crac de los papeles al moverme. Otro síntoma de su férrea economía era que cobraba por el uso de la ducha. Por mi tan cubana costumbre del baño diario un día la buena señora me preguntó, algo mosca, si mi necesidad de tanta agua era a consecuencia de alguna enfermedad. Pero en fin, de nada de esto me quejé a mis nuevos benefactores. Bastante estaban haciendo ya por mí como para andar con melindres.

Una mañana mi “ángel de la guarda” me susurró al oído, “vamos, Yolanda, levántate, demos un paseo por las calles adyacentes”. Así que de su mano invisible pero cálida comencé a callejear. Sin duda fue él quien me hizo girar por la Calle del Desengaño y quien alzó mi rostro hacia la fachada de aquella casa en cuyo segundo piso lucía un gran letrero que rezaba “Gianinni. Representante Artístico”. Sin duda fue mi ángel pues solo de su divinidad pudo surgir ese impulso, ese hallazgo que cambiaría radicalmente mi vida.

 
 
Próximo capítulo. Nunca llovió que no escampara.

Instantánea 57 - Nunca llovió que no escampara (1ª parte).

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Quiero dedicar este capítulo a uno de los hombres más humanos y generosos que he conocido: “Gianinni, Representante Artístico”
 
 
Aquella gélida mañana de finales de febrero de 1968, al descubrir ese letrero sobre la fachada de la Calle del Desengaño 14, y a pesar de la mala experiencia sufrida recientemente con el peligroso mánager señor B, presentí que algo bueno estaba a punto de ocurrirme. Al fin. A pasos agigantados deshice el corto trayecto de vuelta a mi hospedaje en busca del sufrido álbum de recortes en el cual, como ya he dicho antes, estaba reflejada toda mi trayectoria artística cubana. Mientras ascendía los escalones que me conducían al despacho de Gianinni, mi ansiedad se incrementaba geométricamente.  Con la historia de mi vida estrechamente apretada contra mi pecho, toqué a esa puerta que me iba a dar acceso a la esperanza, a la calidez y al inicio de mi recuperación profesional.
 
Frente a mí, sentado tras un gran buró de caoba, me recibió una imagen llena de ternura; un hombre de unos sesenta años, grande y rollizo, de mejillas adornadas por  saludables rosetones, vivarachos ojos azules y que devoraba, con el entusiasmo de un niño, una enorme ración del cake de chocolate más apetitoso que había visto en mi vida. Nunca olvidaré sus primeras palabras, “jovencita, ¿ya has desayunado?” Tal vez había adivinado el invisible hilillo de saliva que  mis jugos gástricos, tan inactivos últimamente, debían estar deslizando  por mi barbilla. “Sírvete un café con leche de ese termo y comparte conmigo este pecado de gula que va a acabar con mi salud.” Así comenzó nuestra relación.
 
Una vez dimos cuenta del improvisado desayuno, comenzaron una serie de preguntas a las que, aún no sé porqué, respondí con absoluta tranquilidad, como si ese hombre y yo nos conociéramos de siempre. Le hablé de mi vida en Cuba, incluso de partes tan íntimas como mi relación con Homero, su encarcelamiento y aquel veto que me había mantenido inactiva durante casi dos años. Le conté el exilio de la familia hacia la isla en el año 48, del tiempo pasado por mi padre en un campo de concentración franquista, de mis planes de traérmelos a todos en cuanto mis posibilidades económicas me lo permitieran… De tal manera se reflejaba en su rostro la conmiseración ante mi relato que su actitud me impulsaba a descargar mi alma, sin freno alguno, ante ese recién conocido. Por su parte, él me dijo que su padre, a causa de sus ideas liberales, había sido fusilado durante la guerra civil y me habló de los esfuerzos de su madre por sacar a la familia adelante, allá en Galicia, tras ese suceso.
 
Pero fue cuando mencioné a las “Pfarry Sisters” que su rostro se iluminó con una increíble sonrisa. “¿Que tú eres la hija de las Pfarrys? Pero si siendo yo un adolescente me colaba en los teatros para verlas bailar… Ellas fueron mis dos primeros amores platónicos. Tal era mi adoración que nunca me hubiese atrevido a dirigirme a las mellizas alemanas. ¡Y ahora tengo ante mí a su hija, tan bella y resplandeciente como ellas! Esto es un milagro.” Esas palabras sellaron nuestra amistad.

 
 
Gianinni se especializaba en el mundo de las variedades y, tan solo días después, me consiguió mi primera actuación. Fue  en el hotel Samil, situado en la maravillosa playa del mismo nombre, con las bellas islas Cies de fondo, pero cuyas heladas aguas atlánticas no me permitieron ni siquiera introducir en ellas mis pies ávidos de mar.  Allí en Vigo, Galicia, de donde procedíamos él y el 50 por ciento de mi sangre, me sentí conmovida, identificada e inmediatamente aceptada por un público y unos periodistas  que me recibieron con entusiasmo.
 
 
A pesar de la dificultad que entrañaba la irrebatible condición que figuraba  en los contratos,“la cantante NO ALTERNA”, Gianinni me procuró un invierno bastante ocupado. Canté, entre otros, en  El Dragón Rojo, de Pamplona, en la Sala Marruecos, de Villena, Valencia, en el Rio Club, Murcia, en Las Redes, de Santurce, al que volví en más de una ocasión, en Los Tres Peces, de Alicante, donde tuve la agradable sorpresa de coincidir con un antiguo y querido amigo de la familia; Pepe Blanco. En ese club fui contratada por una semana y me quedé tres “a petición del público”.
 
 
 
Con Pepe Blanco en Los Tres Peces
 Aquello de alternar en las salas de fiesta era prácticamente obligatorio. Solo las grandes figuras se libraban de ello y yo, naturalmente, no estaba en ese grupo. Incluso los cabarets importantes solían tener, como reclamo, a bonitas y jóvenes muchachas que, sentadas en la barra, esperaban pacientes que algún cliente las solicitase como acompañante. Su labor consistía en consumir y hacer consumir a su compañero la mayor cantidad de las bebidas más caras, de lo que ellas obtenían un tanto por ciento.  Lo que hiciesen con el “caballero” al finalizar el espectáculo era de su libre albedrio. Fuese como fuese, tan solo el tener que tragar cada  noche grandes cantidades de alcohol y soportar a algún generalmente baboso individuo, eran cosas que me negaba a hacer. Mucho más hubiese podido trabajar en aquella época sin esa traba pero Gianinni no solo  aceptó esa condición mía  sino que me  apoyó.

Nuestra relación ya duraba más de un mes cuando, en una de mis casi diarias visitas, me preguntó preocupado a qué se debía el empecinado catarro con el que "cargaba" desde hacía largos días. Entonces le conté la historia de mi casera, esa ahorrativa “viuda respetable” que parecía querer conservarse en hibernación entre las paredes de su gélida casa, de su rotunda negativa a que pusiera en mi habitación aquel pequeño calefactor que Ramón me regalara y de como  yo dormía arrebujada entre papeles de periódicos mientras el vaho de mi respiración empañaba los cristales de  aquel deteriorado balcón. Su reacción fue inmediata. Frente por frente a su despacho él tenía un apartamento que usaba como desván y archivo de viejos papeles. Me ofreció que lo utilizara gratuitamente por el tiempo que quisiera, y, puesto que aquel edificio tenía calefacción central, aunque no fuese a contar con grandes comodidades al menos me garantizaba una grata temperatura y una absoluta libertad, ya que él me entregaría las llaves para mi uso personal. ¿Era posible una oferta más generosa y apetecible?
 
Así que, tras consultarlo con mis protectores Ramón y Jesús, volví a recoger mis pertenencias y me dispuse a tomar posesión de la habitación más atiborraba de trastos que imaginarse pueda. Viejos archivos polvorientos, desmantelados sillones apilados unos sobre otros, una antigua mesa de despacho y un catre de 80 centímetros  ocupaban la  totalidad del espacio. La encantadora esposa del representante y su  hija adolescente acudieron, ese mismo día, con una pequeña lámpara que colocamos sobre una caja que haría las veces de mesilla de noche. Trajeron también sábanas, una almohada y una gruesa manta de divertidos dibujos con  lo que lograron disimular la aridez de aquel camastro que, sin yo haberlo planeado, se iba a convertir en el reino de mi más total felicidad.


Allí, por la noche, tras cerrarse la oficina de Gianinni, mi Jesús y yo iniciamos una relación amorosa que duraría hasta hoy. Fue increíble el provecho que supimos sacar a esos 80 centímetros de superficie.  De contorsionistas o funámbulos fueron las variaciones que nuestros jóvenes cuerpos lograron  componer sobre tan pequeño espacio. Nuestras uniones solían terminar al amanecer, tras un breve sueño y con los cuerpos encajados en posición fetal, como dos piezas de rompecabezas. Entonces Jesús partía hacia facultad de Ingeniería Aeronáutica donde estudiaba y yo intentaba borrar de mi rostro los signos de la avasalladora pasión nocturna.
 
Tan solo algunas veces, cuando por algún motivo Jesús no era mi amante compañero de catre, yo cobraba consciencia de mi tremenda soledad y las oscuras siluetas de los trastos que me rodeaban adquirían agresivas formas que conseguían alterar mi sueño. Hasta una madrugada en la que descubrí que mi soledad no era absoluta, que tenía un tímido compañero de habitación: un ratoncillo. Aunque parezca increíble, aquel ser y yo terminamos teniendo una muy buena relación. Yo le traía restos de mi comida, que él devoraba silenciosa y educadamente cuando se apagaba la luz y después, en esas largas vigilias, el ruido de sus patitas correteando en la oscuridad, siempre a una prudente distancia, me servían de musical compañía. Nunca conté lo de su existencia. Nadie hubiese comprendido nuestra “amistad”.

 
En cuanto al trabajo, al llegar el verano la cosa se animó aún más. Maleta en mano y en vetustos trenes me recorrí las ferias de gran parte de los pueblos de Castilla y Levante. En cada pueblo una sola actuación.  Siempre en improvisados escenarios montados al aire libre y acompañada por pequeños combos compuestos muchas veces por músicos “de oído”, es decir que no sabían leer ni una nota de mis partituras, mis pobres partituras cubanas, hechas por los mejores arreglistas para las orquestas de 50 o 60 ejecutantes de CMQ, la televisión de la isla, jamás fueron utilizadas. Ese caso de músicos “iletrados” se solucionaba comparando, antes del primer pase, las canciones que todos nos sabíamos y adaptándome a la fuerza a las circunstancias. Aun así, muchos buenos recuerdos tengo de aquellos días. Pero también algunos desastrosos. Intentos de agresión de un público masculino borracho al que mis minifaldas excitaba, un pianista que no apareció a la hora del espectáculo, motivo por el cual yo hube de ocupar su puesto improvisadamente, y al cual encontró la policía, totalmente drogado, en una esquina del recinto ferial, y en una ocasión el chasco de un alcalde que se negó a pagarme tras mi actuación, aduciendo que le habían vendido a una cubana, que él supuso necesariamente negra, y que le habían endilgado a una insulsa walkiria.
 
O esta otra surrealista anécdota. Una tarde, en una de mis incursiones feriales, tuve la precaución de preguntar al organizador del evento si los componentes de la orquesta que me acompañaría eran profesionales, a lo que, con actitud ofendida el hombre me contestó, “¡naturalmente”!  Así que cogí varios de mis arreglos, previamente seleccionadas las partes para los seis instrumentos que componían la orquesta y con ellas me dirigí al parque donde íbamos a actuar. Nunca había hecho ese experimento y me corroía la duda de cómo sonaría la cosa. Pero alguna vez tenía que probarlo. Era una tarde cálida y de sol esplendoroso. Un hermoso día de verano. Al llegar al escenario vi cinco atriles, lo cual me traquilizó, y a un joven muy  rubio y con gafas de sol, sentado a un bastante decente piano vertical. “Hola, soy el director y pianista”, me dijo, “el resto de los músicos no puede acudir al ensayo por que el horario de sus otros trabajos se lo impide. Dime qué piensas cantar”. Aquello comenzaba a ser inquietante pero el verdadero mazazo lo recibí cuando, tras entregarle las partituras, el rubiales me dijo: ”mira, muchacha, es inútil. Soy albino y no veo nada durante el día. Déjame los papeles y yo se los entregaré a los compañeros cuando lleguen esta noche. Date una vuelta por el recinto y diviértete. Nos veremos a las 10”. El resultado, como supondréis, fue  un desastre. Sin un ensayo, con partituras escritas a mano, cosa a la que no estaban acostumbrados, (había en Madrid una casa que editaba y vendía pequeños y sencillos arreglos de las canciones más conocidas y con ellos solían trabajar la mayoría de los cantantes) y con piezas para ellos desconocidas,  la actuación resultó la más espantosa de mi vida. Aunque, afortunadamente,  la bulliciosa, excitada y poco atenta audiencia no pareció advertirlo.
 
Pero lo importante de aquella intensa etapa era que Jesús y yo nos habíamos descubierto mutuamente, que mi relación humana con Gianinni era inmejorable y que el dinerito iba entrando y el apartado para los viajes de mi familia comenzaba, poco a poco,  a ser alimentado.

Próximo capítulo: Nunca llovió que no escampara. (2ª parte).

Instantánea 58 - Nunca llovió que no escampara (2ª parte).

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La guerra de Vietnam
Comprensiblemente, ese año 1968 pasó casi desapercibido para mí en lo que a sucesos mundiales se refiere. Por ejemplo, no me enteré de como el ataque de soldados del Vietcom   a la embajada americana en Saigón había encendido aún más el fuego de aquella guerra que duraba ya desde el año 64, enardeciendo al límite los ánimos patrióticos de los norteamericanos, o de que en Checoslovaquia se estaba cociendo lo que llegaría a ser la hermosa pero frustrada Primavera de Praga.  Y esta vez no era por la férrea censura castrista. Estaba demasiado ocupada tratando de sobrevivir e intentando digerir los múltiples nuevos acontecimientos que me golpeaban desde los cuatro puntos cardinales de mi nueva vida. Ni siquiera me enteré, siendo yo tan admiradora de las aventuras espaciales, de que EE.UU había lanzado con éxito  las naves Surveyor   y el Apolo V con dirección a la luna. Todo esto sucedido en el mes de enero, uno de los periodos más negros de mi existencia, rodeada como estaba tan solo de nostalgia, incertidumbre y soledad.

 
En el mes de febrero, en la Biblioteca Nacional de España se había descubierto un volumen de 700 páginas con anotaciones y dibujos realizados por el propio Leonardo da Vinci. Pues bien, a pesar de la cercanía y la importancia cultural del hecho, tampoco me enteré. Cosas de mi absoluta concentración en supervivir.
 
Martin Luther King
En abril y en EE.UU., un tal James Earl Ray asesinaba al líder negro Martin Luther King  provocando una reacción mundial de rechazo. Egoístamente no di demasiada importancia a tan tremenda noticia ni me detuve a contemplar sus posibles consecuencias.
 
Eso sí, cuando en abril la cantante Massiel ganaba el festival de Eurovisión con el La La La, de Ramón Arcusa y Manuel de la Calva, fue tal la repercusión nacional que fue imposible no enterarse. Sobre todo por lo rocambolesco de la historia. Resulta ser que el escogido para acudir al festival había sido Juan Manuel Serrat, un cantautor catalán, pero, según se comentaba, exigió cantarla en el idioma de su comunidad, Cataluña, a lo que los organizadores del festival en España se negaron, decidiendo pasarle la canción a una vocalista poco conocida en esos momentos  y nada exigente; Massiel. Esta al menos es la versión de los hechos que corría por los mentideros de Madrid.
 
París. Mayo de 68
En mayo y en Francia, una revolución universitaria seguida de huelgas generales conduciría al famoso Mayo Francés que iba a conmocionar a occidente y pondría de moda frases como “prohibido prohibir” o “la imaginación al poder”. Tan solo  leves murmullos de esto llegaron a España pues tampoco a la dictadura de Franco le interesaba hacer públicas cierta clase de noticias libertarias. Sin duda aquí también existía la diabólica censura.
 
En junio, en Norteamérica, Shirhan Shirhan disparaba al senador Robert Kennedy, hermano del también asesinado J.F.K. Robert moriría al día siguiente, dando esto lugar al inicio de la leyenda sobre la maldición de los Kennedy. En Costa Rica, donde vivían mis tíos, el volcán Arenal entraba en erupción matando a 87 personas y en España, la banda terrorista ETA cometía su primer asesinato en la persona de J. A. Pardines Arcay. (El primero de lo que se convertiría en una lista abrumadora).
 
Monica Vitti
En julio el papa Pablo VI condenaba en su encíclica el uso de los preservativos. Otro paso atrás de la Iglesia Católica. Monica Vitti recibía en San Sebastián la Concha de Oro por su trabajo en La ragazza de la pistola, y el premio masculino, exaequo, era para Sidney Poitier y Claude Richi.

 
En agosto las tropas soviéticas invadían Checoslovaquia, poniendo así un drástico fin a la Primavera de Praga. Otro sueño de libertad aplastado por los tanques.

Invasión de Checoslovaquia
Y en diciembre el Apolo VIII entraba en órbita lunar convirtiendo a sus tripulantes, los astronautas F. Borman, J. Lovell y W. A. Anders, en los primeros seres humanos que veían la cara oculta de la luna. Otra noticia que me pasó desapercibida. También en ese mes fallecía el gran escritor John Steinbeck, ganador del Pulitzer y autor de novelas que tanto me habían impactado como Las uvas de la ira o De ratones y hombres.



 
El dúo dinámico y Juan y Junior
 
Rosalía y Mikaela
Mucho más informada estaba sobre el mundo musical en España, del cual ahora formaba parte. Había estupendos grupos como Los Canarios, Los Pop Tops, los Bravos o Los Pekenikes, dúos como Juan y Junior o Manolo y Ramón, de nombre artístico El duo dimámico, cantantes de esplendidas voces como Mikaela o Rosalía y jovencitas entrañables como Karina, Marisol o Rocío Durcal.
 
Karina, Marisol y Rocio Durcal
 
Las canciones que arrasaron en ese año fueron Hey Jude, de los Beattles, Light my fire, de José Feliciano,  Delilah, de Tom Jones y una Guantanameraque yo incluía en mis actuaciones siempre que podía y a la que incorporaba, para delicia del público, los Versos Sencillos de José Martí.
 
Y en el cine, el séptimo arte y mi sueño dorado,  se estrenaban películas memorables como Elapartamento, con Jack Lemmon y Shirley Maclain, Belle de Jour, con una bellísima Catherine Denueve, el sobrecogedor La semilla del diablo (Rosemay´s baby), con Mia Forrow, la revolucionaria Barbarella, con Jane Fonda o la conmovedora Charly, protagonizada por un magnífico Cliff Robertson. En España el cine, salvo en el caso  del musical lleno de buenas intenciones de los Bravos, Dame unpoco de amor, seguía siendo de una mediocridad aplastante. Raphael, ese cantante de hermosa voz que tanto habíamos admirado los cubanos, rodó un film, El golfo, que resultó un tremendo fracaso a nivel de crítica.
 
 

Mi vida seguía en su proceso de iluminación. Las relaciones humanas y laborales con Giannini funcionaban muy bien y el círculo de mis amistades se iba ampliando. (Ver instantánea 57). Durante ese año Ramón (ver instantánea 53) me había presentado a Mariana Bobadilla, hija del dueño de las bodegas del Coñac 103, una mujer hermosa en todos los sentidos, con tres preciosos hijos y un marido belga excesivamente aficionado al elixir familiar. No todo iba a ser perfecto. Estoy segura que nuestra amistad seguiría vigente si no hubiese sido por la absurda y desorbitada inclinación que aquel individuo desarrolló por la “artista cubana”. Por ese motivo y para evitar una crisis familiar que ni Mariana ni sus hijos merecían, tiempo después yo decidiría poner distancia de por medio, para mi disgusto y su sorpresa, pues sin duda me tacharon de persona ingrata. Ramón y Jesús, naturalmente, conocieron mis motivos pero les hice prometer que nunca los contarían. Y así hicieron.
 
El día 24 de diciembre llegó y, siendo una fecha familiar y religiosa, la pasé con los Ortega. (Ver instantánea 50). El hecho de que estuviese trabajando y manteniéndome sin ayuda de nadie me había ganado su respeto y justificado mi renuencia a aceptar cualquier opción laboral no relacionada con mi profesión.  Mi primo Oscar y su novia brillaban por su ausencia, lo cual no me causó disgusto alguno. Ese año, para él,  las navidades correspondía pasarlas con sus padres en Costa Rica.
 
Pero el fin de año de 1968 estuve en casa de los Bobadilla y, entre risas y bromas, Mariana, sus dos hermanas y su marido, que aún no había enseñado las garras, los tres preciosos niños, Ramón y yo,  nos atragantamos, como es menester, con unas doce uvas totalmente distintas a las del año anterior. Aunque mi corazón, naturalmente, aún lloraba de añoranza por mis seres queridos de Cuba, siendo nuestra correspondencia frecuente y percibiendo en sus cartas la alegría que mis pequeños éxitos les causaban, aquella noche mi pena fue más llevadera. Ellos sabían, sin duda alguna, que mi empeño en traerlos a España era cada día más fuerte.
 
Si en mi desglose de aquella noche de fin de año echáis en falta algún nombre importante no os preocupéis. En mi próximo capítulo os narraré los eventos y aventuras de ese año con aquel Jesús Alcántara que cada día amaba más.
 
Foto de la obra Genusie, (Lola y la campana). Cuba 1966

PD. Acabó de recibir, de Jorge Cao, actor cubano nacionalizado colombiano y que se ha convertido en estrella de telenovelas latinoamericanas,  compañero y querido amigo en Cuba, una foto entrañable, reflejo de mis mejores tiempos en la isla. La función, Genusie, (Lola y la campana)  de René de Obaldía, dirigida por Rubén Vigón para su sala Arlequín, contaba con un espléndido reparto, Miguel de Grandy, Jorge Cao y yo, en la foto, así como con la maravillosa María de los Ángeles Santana. Aunque “extempore” quiero incluirla en este blog, en homenaje a tan grandes actores y a ese devoto y culto hombre de teatro; Rubén Vigón.
Gracias, querido Jorge.
 
´Próximo capítulo: 1969. Se alza el telón.

Instantánea 59 - De cómo el amor es, sin duda, “un potro desbocado”

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En octubre de 1968 Jesús y yo tomamos una drástica decisión: nos fuimos a vivir juntos. Éll ocultaría el hecho a sus padres y considerábamos que, entre lo que le enviaban para su manutención y lo que yo ganara en mis actuaciones esporádicas, podríamos mantener un apartamento. Al igual que a todos los amantes, el tiempo que permanecíamos separados se nos hacía un infierno y, con esa ceguera y esa urgencia que, como es archisabido, produce el amor, no nos dimos cuenta de que un secreto así no podía ser mantenido por mucho tiempo.
Pero aquella fue una época de avasalladora plenitud. Cada mañana, al abrir los ojos, una oleada de amor me convulsionaba de tal manera que parecía  brotar de mí a borbotones, infectando cada cosa que me rodeaba. Amaba aquel bajo interior de la calle Eduardo Benot como si fuera un castillo flotando en el más hermoso y cristalino de los cúmulos, amaba su poca luz, que calificaba de romántica y provocadora, en fin, amaba, por primera vez, hasta mi agitada y trágica vida precedente. Pero sobre todo adoraba a aquel joven de  ojos de cielo, con manos artífices de mi felicidad y el descubrimiento de esa sensación me golpeaba hasta aturdirme. Tal era mi estado de éxtasis que llegué a preguntarme cómo había creído estar viva antes de llegar él.
A medida que íbamos descubriendo nuestros cuerpos, yo sentía que nuestras dos almas se fundían convirtiéndose en una. Y no era el viajar ascendente de sus dedos por mis muslos, ni el manjar de su lengua, no era la forma en que mis senos se henchían buscando sus labios, no era el estremecerse de mi carne  lo que más me conmovía, era la forma en que aquello enajenaba mi espíritu. Los días pasaban como minutos plenos de felicidad. Mi reloj biológico me despertaba diariamente casi al amanecer pues, cada hora de sueño, me parecía una hora de gozo perdida. ¡Había tantas cosas que ver con esos nuevos ojos que me daba el amor…!



Entonces Jesús me llevaba a la  Casa de Campo donde unos árboles, erguidos y orgullosos, disfrutaban deslumbrándome con una orgía de rojos y ocres otoñales, alardeando, antes del cercano desnudo total, de sus más espectaculares ropajes, en una gloriosa exhibición que se me antojaba dedicada exlusivamente para mí.
 
Antes de nuestra decisión de convivencia, es decir, hacía ya unos meses, el rumor de que “el niño” estaba liado con “una artista”, es decir, con una “pilingui”, había llegado a oídos de su familia y, aunque a todo “buen machote” español eso no sólo le estaría perdonado, sino hasta celebrado, los padres de Jesús consideraron con angustia  que el asunto estaba entorpeciendo sus estudios de aeronáutica, esa profesión que con indudable esfuerzo le estaban costeando. El caso es que enviaron a un “espía” a  Madrid, alguien que les informara de lo que realmente estaba sucediendo,  Pedro, el novio de Meli, la hermana de Jesús, pero con tanta fortuna para mí que desde el primer momento aquel guapo y simpático muchacho y yo congeniamos.  Sin duda el fulgor de auténtico amor que me nimbaba había sido identificado por él, marcado también, como estaba,  por la bendición del amor. Así que la información sobre mí, de la que fue portador a su regreso a Málaga, hizo el efecto de tranquilizar  a la familia y, durante un tiempo, no surgieron más problemas al respecto.
 
Mari Trini
Por  la parte inevitablemente material de la vida, aquel otoño de 1968 tenía indicios de ser una estación de fiascos laborales, de posibilidades frustradas. Mariano Méndez Vigo, un importante hombre del mundo de la música, autor de melodías y letrista de muchas canciones, con grandes influencias en la discográfica Phillips y pariente de la popular Mari Trini, a la que él introdujo y promocionó en el mundo del espectáculo, me ofreció hacer una maqueta para esa firma, con la posibilidad de un contrato de grabación por un año. Él me presentó a un trío de guitarristas con los cuales ensayé  y grabé tres temas; dos boleros cubanos, Nosotros,del pinareño Pedro Junco y Lágrimas negras, de Miguel Matamoros, los que, sin ser mis favoritos, eran a lo más que llegaba el conocimiento bolerístico de una España ignorante de las ricas  nuevas tendencias del filin. Y para mi desgracia, a petición de Méndez Vigo, incluí en la grabación  la ranchera Que seas feliz, de la mejicana Consuelo Velázquez.

Pedro Junco, Consuelo Velázquez y Miguel Matamoros

Esa fue mi perdición. Los directivos de la Phillips, al oír la maqueta y conocerme personalmente,  quedaron encantados con mi voz y mi físico y me ofrecieron un contrato para cantar en exclusiva canciones mejicanas. Fue como recibir una bofetada sin mano. De nada valió mi insistencia en presentarles  a esos “señores de la música” las nuevas tendencias del bolero cubano, o en su defecto, mi afán en ofrecerme como cantante de Jazz. Nada innovador les interesaba. Como ya dije anteriormente, el bolero era un género desdeñado y el jazz algo extremadamente minoritario.
 
Detrás de aquella oferta estaba el hecho de que una firma discográfica competidora había lanzado al mercado, con gran éxito, rancheras cantadas por una actriz famosa, María Dolores Pradera, y ellos vieron en mí alguien más joven y con mayores condiciones vocales que podía hacerle la competencia. Como siempre he detestado tanto las competiciones como las comparaciones, aquello me molestó. Yo había oído a María Dolores cantar y me parecía que su acierto era, precisamente, interpretar las rancheras con su dulce e intimista voz.  Así que, ante la imposibilidad de hacerles cambiar de opinión,  rechacé la importante oferta. Por otra parte, cantar corridos mejicanos me apetecía casi tan poco como ser azafata de Iberia. Aunque apreciaba las hermosas voces de sus cantantes, Jorge Negrete, Pedro Vargas,  Amalia Mendoza o aquella Irma Vila, de tan grato recuerdo para mí y mi familia durante los años de la posguerra.

Jorge Negrete, Amalia Mendoza y Pedro Vargas
  
Sin poder definir el porqué,  me era imposible identificarme con ese estilo. Aquello, lógicamente  eliminó mi nombre de la lista de candidatas a grabar con Phillips y me granjeó la enemistad de Mariano Méndez Vigo, ese hombre amable y generoso que me había ofrecido la oportunidad más apetitosa que cantante alguna pudiese desear y que nunca entendió mi reluctancia. Muchas veces he dudado hasta qué punto mi albedrío jugó una parte importante en mis inicios artísticos en España o hasta donde mi destino estaba ya previamente marcado.
 
Un día Giannini me concertó una cita con un nuevo productor de teatro que tenía la intención de estrenar “Los Fantásticos”, un musical con gran éxito en Broadway. “El zorro plateado”, al cual inmediatamente bauticé así por sus cabellos grises y su actitud zorruna, era el empresario. Nada se sabía de él pues era un recién llegado en estas lides, pero tan solo por tener el valor de enfrentarse a una empresa tan arriesgada ya merecía toda mi admiración. Enorme fue nuestra ilusión al saber que había superado la audición y que el papel principal femenino sería para mí. Eso colmaba mis sueños. ¡Un musical de Broadway! Se nos dijo que los ensayos comenzarían en el plazo de un mes y que prontamente nos notificarían las fechas, pero como  los ingresos pecuniarios eran una necesidad perentoria, Giannini y yo seguimos esos meses otoñales recorriendo la geografía española de caseta de ferias  a cabaret donde aceptaran  que “LA CANTANTE NO ALTERNA”, condición que continuaba siendo  irrebatible.
 
Días más tarde, “El zorro plateado” me llamaba comunicándome que el proyecto de hacer “Los fantásticos” se había caído, al menos por un tiempo, pero que su intención era seguir en el mundo del teatro y que contaba conmigo para próximos montajes. Una enorme desilusión.
 
 
Otro día mi representante me ofreció un contrato que tenía las ventajas  de ser en Madrid y de tener la duración de un mes prorrogable. Un mes entero en mi nidito de amor y recibiendo un sueldo diario era una regalo de los dioses.

El lugar, situado en la calle de La Palma y que iba a ser inaugurado por mí, se llamaría El último cuplé en homenaje a las películas de Sara Montiel y a los deliciosos cuplés de finales del siglo 19 y principios del 20. No hay que olvidar que España había sido, en aquellos años,  fértil cuna de cupletistas como Raquel Meyer o Concha Piquer y otras famosísimas y sicalípticas   como La Chelito, que enloqucía a su público masculino mientras se buscaba "la pulguita", La Fornarina o La Bella Otero, provocadoras todas de la ruina de muchos hombres y hasta de algún que otro suicidio. 

Era aquel un sitio abovedado mezcla de “cave” existencialista parisense y “café cantante” español. Un pequeño escenario, sobre el que un viejo y destartalado músico aporreaba un piano de sus mismas características, y unas vetustas mesas eran toda la decoración del lugar.  Pero cada noche,  yo me subí a ese tablado como si la vida me fuese en ello, cantando La boheme, La vie en rose  o dramáticos cuplés como El Relicario o Nena, amenizados por otros pícaros y divertidos como el Ven y ven o La regadera. Allí debuté en el mes de octubre del 68, con la publicación en prensa de  una imagen mía bastante engañosa y la reconfortante presencia de mis nuevos amigos incondicionales, Mariana Bobadilla, su marido y sus hermanas, Ramón, Giannini y su familia, y sobre todo, con el apoyo de mi adorado Jesús. Los Ortega, gente extremadamente religiosa, nunca asistía a ese tipo de espectáculos pero me desearon suerte enviándome un bonito ramo de flores. Dos meses más tarde terminé mis actuaciones allí y en mi lugar entró Olga Ramos, una conocida cupletista con muchas más años de experiencia que yo en ese campo y a la que aquel entorno le venía, indiscutiblemente, mejor que a mí. (De hecho fue, durante más de 30 años, la auténtica reina de El último cuplé).
La Bella Otero y La Fornarina

Raquel Meyer, Concha Piquer y Estrellita Castro

Y casi sin darme cuenta llegaron las navidades, esas que sirvieron de epílogo a mi capítulo anterior. Nochebuena en casa de los Ortega y un acogedor fin de año con Ramón y los Bobadilla, enturbiado tan solo, y tan mucho,  por la ausencia de mis seres más queridos; mi familia y mi Jesús, quien, como cada año, hubo de pasar esas fiestas en Málaga con los suyos. Ellos,   sin saberlo, aquel año disfrutaron, por última vez  en exclusiva, de su presencia navideña

Y con aquellas doce campanadas emitidas desde el reloj de la Puerta del Sol se despidió de mí un 1968 lleno de experiencias contrapuestas y me saludó un 1969 en el que, sin yo aún sospecharlo, se alzaría para mí, por primera vez, el telón de la escena española.
 
 Necrológica:
Anna Lizarán
Me temo que esta semana el obituario es extenso y muy doloroso.
Hace un par de días se apagó en el firmamento de Barcelona una fulgurante estrella, una actriz que dedicó al mundo del espectáculo toda su vida y energías, mi admirada amiga Anna Lizarán. Nunca olvidaré la entrega que depositaba en sus trabajos ni la minuciosidad con que elaboraba sus personajes. Poseedora de infinidad de premios sólo mencionaré el Gaudí, por su trabajo en el film Forasteros y el Max de teatro por su labor en aquella versión de Esperando a Godot  de la que disfruté con absoluta admiración. Una gran pérdida para el teatro pero sobre todo para nosotros, sus amigos, y para todos aquéllos que alguna vez tuvieron el placer de ver como iluminaba los escenarios con su presencia.  Anna estará para siempre con nosotros.

Fernando Guillén
Mientras escribo esta necrológica, escucho por la televisión la noticia de la muerte, tras una larga enfermedad y  aunque prevista no por eso menos lastimosa, de Fernando Guillén, ese eterno seductor y prolífero actor. Marido de la actriz Gemma Cuervo y padre de Fernando Guillén Cuervo y de Cayeta Guillén Cuervo, ambos también famosos actores. Recuerdo la última y gratísima experiencia teatral que compartimos hace unos años, Pantaleón y las visitadoras, que su autor, Mario Vargas Llosa adaptó al teatro para la ocasión, y la emoción me conmociona. Su trabajo en ella, como siempre, fue estupendo y su recuerdo para el público y la profesión será eterno.

Armando Roblán
Desgraciadamente, como me comunicó hace unos días mi admirado amigo Juan Cueto-Roig, también falleció esta semana en Miami  un gran actor y estupenda persona. Armando Roblán. Su imitación crítica de Fidel Castro le valió inmensa popularidad en el exilio. Habiendo coincidido con él en algunas ocasiones  en la CMQ., lo recuerdo como un hombre amable y simpático. Que Dios le tenga en su seno.
 
 


Próxima instantánea. Al fin, se alza el telón.

Instantánea 60 - Al fin, se alza el telón.

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El año 1969 no pareció empezar con buen pie. Durante los primeros días de enero estuve, cabezonamente, intentando lo imposible; conectar con Cuba desde nuestro teléfono de Eduardo Benot. Necesitaba perentoriamente oír las voces amadas de mi familia, hacerles partícipes, sin incurrir en detalles, de mi felicidad. Por pudor no quería contarles como su “niña” se había convertido en una mujer gracias a esa pasión compartida que logró reabrir, esta vez sin remordimientos ni culpas,  las puertas de mi sexualidad.

Hacía ya un año, desde que abandonase la Residencia para Estudiantes Iberoamericanas, no había dispuesto de un teléfono por el que contactar o ser contactada. Ahora era distinto, pero las malas comunicaciones con la “isla cautiva” se empeñaban en impedírmelo, sin prever la tozudez de la que era capaz una cubana-gallega-alemana. Finalmente, una noche, la telefonista de larga distancia tuvo a bien conseguirme una línea con La Habana y de repente el espacio se llenó de risas y llantos, de voces entrecortadas por la emoción y de las palabras de cariño contenidas durante aquellos larguísimos meses de silencio.  De pronto, el pobre Jesús, que me observaba conmovido, me vio  pasar, en un segundo,  de la risa al llanto.
Nana y yo. 1955
Mi madre me estaba comunicando que mi perrita Nana también había fallecido. Aunque no tan intensamente como la noticia de la muerte por amor de mi Laura, aquel dorado ángel de cuatro patas que yo había salvado, recién nacido, de entre los manglares en Nicaro,  la noticia me conmocionó. Mi Laura, criada por mí desde que la hallé, en el año 65, mientras rodaba la película Desarraigo, había sobrevivido sus primeras semanas arrebujada día y noche sobre mi vientre y bajo mi blusa, tanto durante las grabaciones como en esas largas noches orientales.
 
Laura y yo. 1967
Mi Laura, aquella perra que nunca tuvo consciencia de serlo, había muerto al mes y pico de mi partida, bajo mi cama, sujetando una de mis viejas zapatillas y negándose a aceptar mi ausencia. (Ver Instantánea 23). Nana, en cambio,  falleció a los 18 años, todo un récord,  y tras una mimada vida en el seno una familia que adoraba a los animales. Finalmente ninguna de mis niñas llegaría a viajar a España, tal y como lo tenía planeado. Y a pesar de la inmensa alegría que me causaba haber conseguido finalmente el contacto familiar, a pesar de la información de que mi padre y las mellizas estaban todo lo bien que se podía esperar,  aquella muerte enturbió el gozoso momento e hizo brotar mis lágrimas.

Por otra parte la situación política en España estaba bastante convulsionada. Contagiados por un Mayo Francés que ni siguiera las poderosas fuerzas de la censura franquista pudieron ocultar totalmente, en las universidades los estudiantes protestaban por la falta de libertades. Eran continuas las “tomas” de dichos centros efectuadas por los antidisturbios (los grises), tanto a pie como a caballo. Las algaradas estudiantiles fueron respondidas con un “estado de sitio” que estaría en vigor desde el 24 de enero  hasta el 25 de mayo de ese año 69, y durante el cual se desmantelaron los sindicatos estudiantiles y 20 profesores fueron condenados a penas de confinamiento.

Una tarde Jesús llegó de la universidad con un señor chichón y la narración de una de esas salvajes e indiscriminadas persecuciones policiacas. Y no es que me sorprendiera, pues ya corrían rumores en Madrid sobre estos hechos, pero el ver lacerada la carne de un ser amado me hizo recordar situaciones análogas y preguntarme cómo era posible  que yo hubiera salido huyendo de una tiranía, la cubana, tan solo para caer en otra, de distinto color, pero también castradora. Es decir, al fin y al cabo, también una tiranía. Mi amante, que siempre se proclamaba apolítico, comenzó ese día a sopesar su verdadero interés por su carrera universitaria. Aquello obró de detonante para que decidiera abandonar unos estudios que no le interesaban demasiado y, de paso, poder integrarse en el mundo recién nacido de la informática,  al que se le auguraba tan gran futuro. El Cobol. El problema era como comunicárselo a su familia y la inquietante duda era la forma en que ellos lo recibirían. Los dos años de estudios aeronáuticos que ya le habían pagado estarían perdidos,  pero nosotros necesitábamos la asignación mensual que recibía para sufragar sus nuevos estudios y cooperar en los gastos de nuestro “flamante hogar”. Estaba claro que en esta ocasión no valían subterfugios ni medias verdades así que, tomando al toro por los cuernos, en una rápida llamada telefónica a Málaga, Jesús hijo le espetó a Jesús padre su decisión. La inmediata reacción fue el anuncio, para el día siguiente, de una visita paterna.

Yo me alegré, pues aquella era la perfecta ocasión para aclarar, entre otras cosas,  el asunto de nuestra  convivencia.

Y el veintinueve de febrero de 1969 Jesús salió de Eduardo Benot con el firme propósito de disipar el misterio sobre mí y sobre nuestro amor y con la intención de hacer constar su decisión de abandonar sus presentes estudios e iniciar los de informática. Padre e hijo iban a cenar juntos y solos, por decisión compartida entre mi amante y yo, y, tan pronto la reunión terminase él me llamaría para ponerme al tanto de la reacción paterna. Y yo me quedé sola en aquel apartamento interior que, por primera vez, me pareció oscuro y desolado, sin semejanza alguna con el “castillo flotando sobre hermosos cúmulos”  donde mi desbordada pasión había vivido durante esos meses anteriores. (Ver Instantánea 59).


Joaquín Sabina
Aquella noche, como dice Sabina  en su canción, “me dieron las diez, y las once, las doce y la una, las dos y las tres “, y cada hora que pasaba sin noticias mi corazón se encogía hasta llegar a convertirse en un estrujado guiñapo prácticamente incapaz de latir.  No puedo enumerar la cantidad de pensamientos lúgubres que azotaron mi cerebro. Jesús había resultado muerto en algún accidente. Su padre había sufrido un infarto al saber las noticias. El tiempo se había detenido, en una jugarreta paranormal, y yo había quedado suspendida  en un agujero negro donde nada era verdad  o mentira, donde nada existía realmente. O peor aún, Jesús me había abandonado.

Cuando a las 3 de la madrugada del sábado 1 de marzo sentí abrirse la puerta de la casa no sabía si lanzarme a los brazos de mi amado o abrir su cerebro a cuchilladas para ver cómo había sido capaz de mantenerme en la angustia durante tantas horas. Nada hecatómbico  había pasado. Su padre y él habían cenado, se habían ido de copas y Jesús, buscando el momento más propicio, había esperado hasta el final para descubrirle  nuestro concubinato y su intención de abandonar la carrera. Nada hecatómbico había sucedido pero yo sentía como si sobre mí, durante esas horas de incertidumbre, hubiese pasado un arrasador ciclón tropical. Aquella noche Madrid sufrió un inusual terremoto de 6.4 grados del cual ninguno de los dos nos dimos cuenta. ¡Cómo estaríamos!

La cuestión es que al llegar a conocimiento de la familia malagueña que Jesús y yo nos habíamos mudado juntos, es decir, “juntado los baúles”, según el argot teatral, se armó la “marimorena”.

Hay que tener en cuenta que, en esos tiempos y en España, la reputación de los artistas era más que dudosa y aquellas personas burguesas de provincias tenían una imagen totalmente distorsionada de mi profesión. El “affaire”, como aventurilla, hubiese sido perdonable pero jamás estaban dispuestos a consentir que se convirtiese  en algo serio. Sin duda, con la intención de que volviera al redil, le suprimieron inmediatamente la ayuda económica mensual, dejándonos con los únicos ingresos de mis actuaciones. Afortunadamente las mismas se habían incrementando durante las galas navideñas y  Giannini me pintaba un futuro cercano prometedor. Aun así, lamentándolo con toda el alma, los ahorros para el viaje de mis padres  sufrieron, en esa época, un pequeño espolio. Así es el amor pasional, como digo en el capítulo anterior, “un potro desbocado”, una fiera capaz del mayor egoísmo y a la vez de la más absoluta generosidad. Nada era, en aquellos momentos, más importante que conseguir que nuestra unión superviviera. Y, sin duda lo logramos.

 En julio del 69 un evento acaparó toda la atención mundial: el controvertido alunizaje del Apolo XI. Los astronautas americanos Armstrong, Neil y Collins se convirtieron en los ídolos de aquel siglo de grandes efemérides.

Ramón, yo, Jesús y Mariana.
En casa de Mariana Bobadilla, la única amiga que por aquel entonces poseía un televisor, su familia, Ramón, Jesús y yo vimos como Armstrong ponía el primer pie humano sobre nuestro satélite y escuchamos emocionados sus palabras, “es un pequeño paso para el hombre pero un gran paso para la humanidad”. La luna había dejado de ser una utopía exclusivamente dedicada a los amantes, a los poetas y a los licántropos para convertirse en algo sólido y humanamente accesible. Fue conmovedor a la vez que ligeramente desmitificador.

Días después Carlos Rodríguez, actor que yo había conocido en Cuba, exiliado como tantos otros y amigo que lo sería “per sécula”, nos convenció para mudarnos, junto a un par de otros conocidos suyos,  también cubanos, a un mayor apartamento, naturalmente compartiendo los gastos. Aquello, a la vez que nos saldría notablemente  más barato, sin yo imaginarlo, se iba a convertir en una de las etapas más felices de mi vida. Así que en agosto de ese  año estábamos Carlos Álvarez, José Escarpanter, Álvaro Marrero, Carlos Rodríguez, Jesús y yo viviendo en una “comuna” de la que hablaré más tarde. Y con todo el detalle que merece.

Y a principios de Agosto, aquel productor teatral, Leonardo Echegaray, “el zorro plateado”, que me había ofrecido,  meses atrás, trabajar en el proyecto fallido del montaje de la comedia musical Los fantásticos, me llamó para brindarme la oportunidad de participar en la Segunda Campaña Nacional de Teatro formando parte del Grupo Teatro 70 y con tres obras dirigidas por el prestigioso Adolfo Marsillach, Águila de blasón, Después de la caída y Tiempo del 98.  Así fue como, dos meses más tarde,  tras arduos ensayos, el 2 de octubre de 1969 en el teatro Rosalía de Castro, de La Coruña,  el telón se alzaba ante mí, por primera vez en mi patria, dándome el pistoletazo de salida para lo que sería una estimulante y fructífera carrera.

 
 
Foto del grupo dirigido por Adolfo Marsillach, Teatro 70
1- Maruchi Fresno. 2-Juan Jesús Valverde. 3-Vicente Cuesta. 4-Luis Prendes. 5-Esther Farré. 6- Carlos Canut.
7- Concha Hidalgo. 8- Yolanda Farr. 9- Payás. 10- José Hervás. 11- Angel Terrón. 12- Ángela Rosal. 13- Eusebio Poncela.
14- Jesús Sastre. 15- Arturo López. 16- Terele Pávez. 17- Julia Tejela. 18- Emilio Berrio. 19- Marisa de Leza. 
 




 
 Próxima Instantánea. La Segunda Campaña Nacional de Teatro.

Instatánea 61 - La Segunda Campaña Nacional de Teatro.

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Adolfo Marsillach
Adolfo Marsillach y Leonardo Echegaray, director y productor, respectivamente, de la Segunda Campaña Nacional de Teatro consideraron, muy acertadamente, que Galicia era el mejor  lugar para iniciar, con la obra Águila de Blasón del insigne autor gallego Ramón María del Valle Inclán, esa turné que duraría seis meses. Así que, tras dos ensayando arduamente las tres piezas que llevábamos en el  repertorio, como dije en el capítulo anterior, el dos de octubre de 1969 debutábamos en el teatro Rosalía de Castro de La Coruña con un éxito apoteósico. Realmente el montaje era espectacular: varios decorados que se cambiaban a la velocidad de la luz consistiendo, el principal en dos pisos vistos, con una escalera central que comunicaba ambos ambientes y que, durante una actuación bastante posterior, iba a ser protagonista de una de mis anécdotas en esa gira..
Valle Inclán
Valle Inclán había sido un personaje genial, furioso y controvertido. Nacido en Compostela en 1869,  a pesar de haber cursado estudios de medicina, lo abandonó todo por la literatura. De tendencias anárquicas, recibió,  en el año 31, la llegada de la Segunda República con entusiasmo y apoyo, por cuya causa, tras el triunfo franquista, su obra fue prohibida y el sufrido pueblo español tuvo que estar muchos años sin disfrutar de tan impresionantes textos. Su carácter irascible está más que demostrado por la absurda manera en la que perdió un brazo: una jornada, durante esas famosas tertulias de intelectuales de la época, Valle se enzarzó en una acalorada discusión con otro escritor, Manuel Bueno, la cual terminó con una mutua y desgraciada agresión física. Al ver que Valle empuñaba contra él una botella, Bueno le propinó un bastonazo en la muñeca produciéndole una herida  que se fue infectando hasta llegar a gangrenarse, lo que hizo necesaria la amputación del brazo.
La trilogía de Las Comedias Bárbaras, Águila de blasón, Romance de lobos y Cara de plata fueron la gran realización "valleinclanesca". Posteriormente dio el nombre de “Esperpentos” a cuatro imperecederas obras; Luces de Bohemia, Loscuernos de don Friolera, Las galas del difunto y La hija del capitán, consiguiendo en ellas su propósito de plasmar la deformación grotesca de la civilización europea.
Marilyn y Miller

En aquellos días yo no cabía en mí de gozo. Codearme con actrices y actores del prestigio de Marisa de Leza, Luis Prendes, Arturo López o la inefable Maruchi Fresno, y, además, bajo la dirección del famoso Adolfo Marsillach  era más de lo que había soñado para mis inicios teatrales en España. Yo cubría, junto con Terele Pávez, los papeles que solemos llamar de “las segundas”, siempre apetitosos y muchas veces más lucidos que los de “las primeras”. Hacía “la Pichona” de Águila de Blasón, la maravillosa Olga de Después de la caída, esa obra que Arthur Miller escribiera inspirándose, tras el dramático divorcio,  en Marilyn Monroe, hecho que muchos calificaron como de un mal gusto supino,  y en Tiempo del 98, de Juan Antonio Castro,  interpretaba a “La cupletista”, y llevaba el peso de toda la parte musical de la obra.
Parte de la compañía junto al autocar en nuestro primer viaje
Hicimos el interminable viaje de once horas de Madrid a La Coruña en un autocar sin calefacción, de duros y estrechos asientos y sin comodidad alguna, como era normal en esos años. Más de veinte personas apiñadas en el afán de darnos mutuamente calor, algunos desplomando las agotadas cabezas sobre el hombro del sufrido compañero de asiento, otras, más previsoras,  intentando compartir pequeñas mantas con quien les hubiese tocado al lado.  En aquella oportunidad aprendí el arcaico orden de jerarquías que aún reinaba  en el teatro, incluso en los autobuses: los asientos eran ocupados según el puesto del actor en la compañía, es decir los primeros tenían adjudicados  los  delanteros, siendo los únicos con derecho a dos plazas,  los segundos, las  siguientes y el resto se apiñaba en lo que quedara de espacio. El alterar este orden podía proporcionarte un buen rapapolvo, ya por parte de las propias primeras figuras o del representante de compañía. Pero, aún así  estoy segura de que todos gozábamos de un entusiasmo digno de principiantes.

Aquel era un empeño importantísimo. No solo por la calidad artística de la cabecera y del director de la compañía, no solo por el mérito de las obras que íbamos a representar, sino también porque seis meses de trabajo continuado constituían un regalo del cielo. Casi todos éramos muy jóvenes, muchos casi neófitos, otros totalmente, pero   hasta los más curtidos, devotos de nuestra profesión. Fue un viaje sin duda angustioso, pero al día siguiente de nuestra llegada nos esperaban reconfortantes experiencias.


Por entonces, recibir a grandes compañías de teatro en provincias  era celebrado por alcaldes y concejales con actos honoríficos. Así que esa primera mañana en La Coruña, previamente informados la noche anterior por el representante de compañía, José Carpena, todos nos dirigimos al ayuntamiento donde nos recibieron con un ágape. Yo había pedido permiso a Carpena, para que mi Jesús viajara conmigo, es decir siempre juntos, como únicamente considerábamos posible sobrevivir,  y así iniciamos aquella gira, buscando, al bajarnos del autobús, tras una paliza de largas horas de viaje, alguna pensión  barata, generalmente recomendada por uno de los compañeros más experimentados y alguna fonda fiable para comer, cosa en la que los técnicos eran auténticos expertos. Eso de las giras lo tenían ya muy trillado. No era fácil afrontar los gastos de dos personas con el diminuto sueldo que yo percibía, 700 pesetas sin contar los descuentos, (no olvidemos que Jesús ya no recibía ayuda económica de su familia) pero hasta la choza más humilde era preferible a cortar el lazo físico que nos unía.
En el ayuntamiento de Santiago de Compostela
con el inevitable retrato del Generalísimo Franco al fondo
 
Fueron muchas las plazas que cubrimos en aquel tour por Galicia y en todas fuimos recibidos con entusiasmo por autoridades, público y crítica. Pontevedra, Vigo, Orense, Santiago de Compostela. Y es de esa ciudad de donde guardo los contrapuestos sentimientos de admiración e indignación que me provocó la visita, guiada por el señor alcalde, letrado Paz Sueiro, a los tesoros escondidos en las entrañas de la bellísima catedral.

Frente a la Catedral de Santiago de Compostela

No podía evitar pensar en la cantidad de miseria y hambre que solo una ínfima parte de tanto oro, piedras preciosas y obras de arte podían mitigar en una España aún llena de situaciones de precaria necesidad. Nunca había entendido las incoherencias de la Iglesia Católica pero  en esa ocasión, por primera vez,  pude aquilatar su magnitud.

Y en Pontevedra,  además de lo mucho que la atención de la prensa y los políticos alimentó nuestro ego, tuvimos la fortuna de conocer a un personaje maravilloso: Carlos Luis del Valle Inclán, hijo del afamado autor.
 

Imagen de una quiemada
La misma noche del estreno de Águila de Blasón,y puesto que no permanecíamos nunca más de tres días en cada plaza, don Carlos invitó a la compañía, tras la última función (en aquella época hacíamos dos diarias y todos los días de la semana), a asistir, con pronunciación de conjuro incluido, a una “queimada” en plena campiña y a la luz de la luna, rito típico de Galicia desde el Medioevo. Tras saber que el conjuro tenía la finalidad de proteger de los maleficios y los malos espíritus a todo el que lo tomase, rodeados de aquella envolvente atmósfera de misterio, cualquiera se abstenía de seguir el acto hasta el final.  A pesar del frio y el cansancio fue una experiencia sublime. Un momento en el cual ese 50 por ciento de sangre celta que trasiega por mis venas, se unió a las “meigas” invocadas y danzó alrededor de la gran fogata y de aquel recipiente de barro donde el bendito brebaje bullía sin cesar y sin mermar, sobreviviendo  íntegro a las acometidas que sufría de manos de todos los presentes, como si los dedos invisibles de las brujas que habitaban ese bosque lo rellenaran de continuo y misteriosamente. Fue una noche de ensueño que, al día siguiente, muchos pagamos con la consecuente resaca. Por la mañana me enteré de  que  el líquido ardiente que habíamos bebido de aquella olla cubierta de azules y bellísimas llamas, tanto por debajo como por dentro, estaba compuesto de orujo, azúcar, cáscara de limón y granos de café. Sin duda, una pócima mágica.
 En casa de don Carlos del Valle Inclán. (Marcado con una flecha)

El día de nuestra despedida de Pontevedra , Carlos Luis del Valle Inclán tuvo el detalle de invitarnos a Jesús, a mí y a unos cuantos más de la compañía a visitar su casa, donde estuvimos, casi hasta la hora de la función, escuchando  anécdotas y viendo fotos de su padre, ese autor que representábamos con auténtica devoción.
 
 
Fue aquella una época realmente placentera e ilustrativa pues, aparte de las magnas recepciones de las que éramos objeto, del descubrimiento de gentes y monumentos esplendorosos,  los viajes, al finalizar las funciones contratadas, eran relativamente cortos entre plaza y plaza. Momentos mucho más terribles llegarían cuando, a las tres de la mañana, tras el arduo trabajo teatral, en aquel autocar desprovisto de cualquier comodidad, hubiésemos de recorrer cientos de kilómetros  hasta llegar a la próxima ciudad concertada.
El caso es que, como me había pasado en el hotel Samil de Vigo cuando, poco tiempo atrás, recorría la península con mi maletita y mis arreglos musicales, cantando en donde se terciase, mi identificación con la idiosincrasia de los gallegos era total y el recuerdo de mi padre era una constante, algo tremendamente emotivo.

Todas hermosas y afectuosas ciudades gallegas recordadas con amor.  ¡Salvo aquel  Orense que nunca olvidaré! Esa ciudad donde, nuevamente, la vida clavó en mi pecho un puñal cuyo dolor me parecía imposible de soportar.  La ciudad en la que mi Jesús y yo hubimos de separarnos inevitablemente.


Próxima Instantánea. La Comuna

 

Instantánea 62 - La Segunda Campaña Nacional de Teatro (2ª parte).

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En Orense, la máñana de nuestra separación
Y entonces, nuestra peor pesadilla se hizo realidad. Sucedió en Orense, el mes de noviembre de 1969. Es posible que sea  cierto el viejo refrán de que “guerra avisada no mata soldados”, pero no lo es menos que Yolanda y Jesús, los dos aguerridos y entusiastas soldaditos del amor, quedaron con escasa vida, apabullados, destrozados, aplastados por la forzosa e inevitable separación. Jesús dejó la gira, a su amante, y la Segunda Campaña Nacional de Teatro para comenzar  el servicio militar obligatorio en Madrid.  Ahora tocaba, por más que a dos pacifistas como nosotros el hecho nos repateara, “servir a la patria con las armas”. Excuso decir como quedó mi alma y como renegaba de su ausencia mi cuerpo, hacía tan poco tiempo redescubierto y en plena efervescencia.  El día de aquel adiós, que supuestamente duraría veinte meses, cien vampiros hubieran podido intentar beber mi sangre sin lograr extraer ni una gota de mi exangüe persona. Los compañeros-amigos fueron un sostén inestimable. Sobre todo Juan Jesús Valverde, José Hervás, Julia y Emilio Tejela, Esther Farré y Carlos Canut,  con los que habíamos tenido una relación más cercana,  se empeñaron hasta el agotamiento en hacerme más llevaderos los días iniciales de soledad y angustia. Las “primeras figuras”, por supuesto, existían en otra dimensión y se empeñaban en demostrar que nuestras vidas para ellos pasaban desapercibidas.
 
Maruchi Fresno
Con la magnífica excepción de Maruchi Fresno. ¡Qué entrañable personaje! Conocida entre los profesionales con el secreto apodo de La reina santa, a consecuencia de una película del mismo nombre que había rodado, dirigida por Rafael Gil, muchos años atrás, sus maneras nobles y su dulce y generoso carácter la hicieron merecedora, “per sécula”, de ese título. De buena familia pero espíritu artístico, muy joven había contraído un desgraciado matrimonio con el director teatral Juan Guerrero Zamora. Nadie comprendía esa unión entre un ser tan espiritual y otro carnal hasta la médula. Aquello estaba destinado al fracaso. En alguna de nuestras conversaciones durante la gira  ella me confesó haber estado, y aún estar, locamente enamorada de ese conflictivo ser, a pesar de lo sufrido durante la convivencia y del tiempo que ya llevaban legalmente separados. (En aquellos días no existía el divorcio).
 
Tal vez por esa nostalgia del ser amado que ambas compartíamos, quizá también por nuestra devoción a la poesía, nos buscábamos con frecuencia para compartir estados de ánimo. El día de la partida de Jesús, Maruchi me hizo un regalo de tal ternura, que se convirtió en algo inolvidable: un libro anónimo, de una ingenuidad apabullante, que había encontrado en una librería “de usado”, y cuyo contenido era, como su nombre indicaba, sencillas y tiernas “Cartas de amor”.  Entre los muchos recuerdos que guardo de esa mujer tan rica en matices hay uno que sobresale por su originalidad: durante nuestros interminables viajes en autocar, entre plaza y plaza, por las depauperadas carreteras españolas de la época, solo teníamos permiso para hacer una parada, la que aprovechábamos en tromba para orinar y tratar de ser atendidos en la barra por el único camarero que, a esas horas de la madrugada, solía llevar el lugar. Una manada de joven ganado se precipitaba entonces en tropel del autocar para intentar cubrir sus necesidades de vejiga, estomacales y musculares, es decir, al fin poder estirar las piernas.
 
En una de esas ocasiones, siendo alrededor de  las cuatro de la madrugada, con una temperatura exterior de cero grados y mínimamente superior en el interior de nuestro transporte, la troupe en pleno nos abalanzamos sobre la barra asaeteando al pobre camarero con gritos de “¡un café con leche!”, “¡un chocolate caliente”, “¡un bocadillo de tortilla calentito!”. Tal era el griterío que las solicitudes eran prácticamente ininteligibles. A mi lado, Maruchi, alzando un delicado  dedo de su blanca mano intentaba llamar la atención del camarero inútilmente. El vocerío era impenetrable. Su actitud demasiado comedida. Así que, con la intención de ayudarla, le pregunté qué es lo que intentaba pedir a lo que me respondió, con su educadísima voz, “un orujo, hijita, un orujo, a estas horas de la madrugada, siempre un orujo”. Finalmente se lo conseguí. Ver a  esa sutil criatura saborear la fortísima bebida alcohólica de más de 45 grados mientras la jauría de lanzados jovencitos devoraba sus croisants, sus bocadillos de chorizo, sus cafés con leche y sus ardientes chocolates con churros fue una imagen inolvidable. Y aquello era especialmente sorprendente ya que, jamás, durante el día, la vio nadie ingerir bebida alcohólica alguna. Eso sí, a partir de aquella madrugada, durante nuestras tan esperadas paradas en bares de carretera, Maruchi y yo nos convertimos en una pareja inseparable, ambas codo con codo y  apoyadas en la barra, yo con mi vaso de leche caliente y ella con ese orujito que yo le pedía y ella saboreaba con delectación.
 
Pero volviendo a la condena a la que Jesús y yo nos vimos sometidos, he de admitir que no fue tan terrible como esperábamos. Al haberse presentado voluntario a la mili  tuvo la opción de elegir destino.  Su selección fue la base aérea de Getafe, muy cercana a Madrid,  donde, por sus conocimientos de aeronáutica y su natural encanto, consiguió siempre un trato algo privilegiado.  Terrible en cambio era el caso de pobres pueblerinos, moradores de la "España profunda” que, al ser sometidos al sorteo de destinos, eran desplazados, totalmente indefensos ante la vida,  a Melilla, Ceuta o El Sahara o, cuando menos, a cientos de kilómetros de sus casas y familias, o de esos otros que se veían forzados a abandonar los estudios o los trabajos con los que ayudaban a la manutención familiar. La mili fue y sigue siendo un tema muy controvertido.
 
Particularmente me produce un absoluto rechazo todo lo que tenga que ver con la militarización indiscriminada y obligatoria. Nunca he creído que habituar o enseñar a manejar armas de fuego a legos sea en absoluto positivo. Con mis respetos para los militares de carrera, desgraciadamente imprescindibles en el mundo que nos ha tocado vivir, creo que eso  de colgarse al hombro el fusil o la ametralladora es algo muy serio y debe ser una opción personal y nunca una imposición. La mili española siempre me ha recordado demasiado a la Milicia Obligatoria que tanto me disgustaba en Cuba, realmente una de las muchas cosas que rechazaba de ese sistema dictatorial.
 
Aunque Jesús nunca tuvo grandes problemas durante su servicio, era de dominio público que cosas terribles ocurrían. Crueles abusos de poder, accidentes mortales con armas de fuego en manos de ineptos, y hasta suicidios de jóvenes sensibles que no habían sido capaces de soportar la implacable dictadura que implica el militarismo. Finalmente, la milicia obligatoria fue abolida, tras doscientos años de estar en vigor, el 31 de diciembre del 2001.
 
Ante el Puente Romano y La Casa de las Conchas.
 Zamora y Salamanca
Y la larga campaña Nacional continuaba. Fueron infinidad las ciudades recorridas y dignas de total admiración las bellezas naturales y arquitectónicas de España. Costas bravías, como las de Cantabria o Asturias, playas casi tropicales como las de Alicante, Andalucía o Castellón, zonas de vegetación umbría contrastando con otras desérticas, como las de Almería, elegida en esos años por los italianos para rodar sus “espagueti westerns”, y luego las Islas Canarias, tan parecidas a Cuba tanto en el hablar de sus gentes como en su flora. Conocerlas fue un saltro atrás en el tiempo que me llenó de melancolía. La guagua, los aguacates,  la frutabomba, el galán de noche....¡Cuantos recuerdos! En fín, que una polifacética España mostraba ante mis ojos bellezas que no lograban atemperar mi nostalgia de mi familia, de Cuba y, ahora también de Jesús. Sin embargo, algo con lo que no contábamos en el momento de su partida, los permisos militares, hicieron a la vez más soportables y más terribles los meses de separación.
 
 
En Alicante
 
 
Maravillosas eran sus llegadas pero destrozadoras sus partidas.  Tres veces, durante esos seis meses, tuvimos la oportunidad de compartir cama y vivencias durante unos días que siempre se nos hacían demasiado cortos. Verlo partir de nuevo se convertía en una experiencia, a pesar de repetida, siempre igualmente traumática.
 
 
Tan solo el arduo trabajo teatral me recompensaba. Eso y las múltiples anécdotas que me aportaba el diario vivir. Por ejemplo aquella noche en que, durante Águila de Blasón, tras pisarme los largos faldones, perdí el equilibrio y me precipité desde el primer piso del decorado hasta el escenario, dando una vuelta de carnero en el vacío y cayendo sentada, para mi sorpresa airosamente, sobre el suelo del escenario. El público, no sé si creyendo que era parte del montaje o como paliativo a mi vergüenza, prorrumpió en un cerrado aplauso. Afortunadamente solo mi amor propio resulto herido. Nada más terminar la función el representante de compañía, Carpena, entró en mi camerino y me comunicó que, dado el éxito obtenido, Marsillach me pedía repetir el acto cada día. Naturalmente aquello era solo una broma pero durante los minutos que tardé en darme cuenta lo pasé fatal.
En Córdoba y en Sevilla, ante la Giralda
 
En Después de la caída me sucedió algo sorprendente y muy desagradable. Ya he comentado que en esa obra tenía a mi cargo el papel de Olga, un hermoso personaje torturado por sus recuerdos del tiempo pasado en un campo de concentración nazi. Una de mis escenas consistía en un conmovedor monólogo de muchos minutos durante el cual relataba a Quintín (Luis Prendes) mis dolorosas experiencias. Marsillach había montado esa escena centrando toda la luz sobre mí y dejando a Prendes de espaldas al público y en la penumbra mientras debía, conmovido, escuchar mis lamentos.
 
Luis Prendes
 
Era una escena muy difícil y yo, como es natural, buscaba a menudo el apoyo en los ojos de mi compañero. Ojos que desgraciadamente nunca estaban ahí. Es decir estaban pero no estaban. En una ocasión, para mi total desconcierto vi a Luis salir del escenario en medio de mi monólogo, y, entre cajas, encenderse calmadamente un pitillo, dejándome sola y abandonada ante el “respetable”. Actitud inexplicable en un actor tan experimentado como él. Nunca le dije nada al respecto pero alguien debió hacerlo pues el hecho no volvió a repetirse.
Terele Pávez y yo
 
Mucho más divertida fue mi anécdota con Terele Pávez, convertida desde entonces en un chascarrillo en el mundo del teatro. Tras uno de esos agotadores viajes de cientos de kilómetros y ya en la nueva plaza, Terele y yo nos cruzamos en la calle, de camino al teatro. Habíamos llegado bien entrada la mañana y en el proceso de encontrar alojamiento se había hecho ya medio día largo. Desde hacía dos noches no veíamos una cama. Sin duda, en aquellos momentos,  estábamos ambas hechas unos “zorros”, así que intentado hacer una gracia para aliviar la tensión le dije, con mi más esforzado aire festivo “hombre, Terele ¿cómo  estás?”, a lo que, en uno de esos prontos que la caracterizaban me respondió, “¡pues anda que tú, hija de p...!” Sin duda, en medio del agotamiento ella transformó las interrogaciones de mi pregunta en signos de admiración y desde luego no suena lo mismo ¿cómo estás? que ¡cómo estás! La riqueza del énfasis.
 
Yo no di más importancia al exabrupto ya que esa temperamental mujer y yo nos habíamos hecho bastante amigas, cosa de la que muy poca gente de la compañía podía presumir. Su personalidad exaltada hacía que muchos huyeran de ella. Otro día, estando en el teatro sentí abrirse, de un empujón, la puerta de mi camerino y en el dintel apareció una furiosa Terele.
Yo- “Hola cariño, ¿quieres algo?”
Ella-“Sabes, Yolanda, te odio,”
Yo- “¿Por qué, Terele?”
Ella-  “¡Porque eres la única persona en esta compañía con la que no he logrado discutir!”
Yo-  “Es que para discutir hacen falta dos, cielo, y yo no estoy por la labor”.
 
Esta fue nuestra escueta conversación. Acto seguido mi veleidosa  amiga y gran actriz salió dando un histriónico portazo y al día siguiente continuamos la amistad como si nada hubiese pasado. En fin, decenas de anécdotas guardo en la memoria de aquella gira, tantas que sería agotador narrarlas.
 
La cuestión es que, casi sin darme cuenta, ya estábamos en 1970. Las fiestas navideñas habían pasado prácticamente desapercibidas, lejos de Madrid, de Jesús y de mis nuevos amigos madrileños, trabajando cada día en alguna distante y bella ciudad española. Al Grupo Teatro 70, montado únicamente para la campaña, ya le quedaba pocos meses de vida, con lo que eso conllevaba de tristeza y a la vez de alivio. Seis meses de ajetreo, prácticamente la mitad en la carretera, era algo agotador.
 
Desde que había iniciado mi viaje en solitario, mi sueldo de 700 pesetas estaban dando más de sí, la bolsa para el traslado de mis padres comenzaba a engordar, las mejores pensiones garantizaban la ausencia de chinches  y hasta me quedaba lo suficiente para enviar a Madrid la parte que me correspondía en los gastos de aquel apartamento al que Carlos Rodríguez, José Escarpanter, Carlos Álvarez, Álvaro Marrero, Jesús y yo nos habíamos mudado, a instancias de mi querido Carlos Rodriguez, (ver Instantánea 60)  en agosto del 1969.  Afortunadamente,  pues el tiempo vivido en aquella “comuna” fue uno de los más felices de mi vida y hay muchas cosas ineresantes y divertidas que contar sobre esa etápa.
 

 Próximo capítulo:La alegre y sorprendente “comuna”.

Instantánea 63 - Una “comuna” en la época franquista.

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Era increíble que en tan solo seis meses hubiese olvidado la decrepitud  de aquel ascensor de madera y cristales y su desesperante lentitud. Había marcado el cuarto piso pero el ritmo del vetusto y estrecho artefacto me hacía sentir que no iba a llegar nunca. Sumida en el amodorramiento del cansancio, aferrada, ya por costumbre,  a esa pesada maleta que me había acompañado durante toda la Segunda Campaña Nacional de Teatro, el salto producido por  el brusco y habitual frenazo  me anunció que al fin  había llegado a mi destino;  el  cuarto piso, letra  D del número ocho de la calle Fuente del Berro en Madrid; “La Comuna”. Miré mi reloj de pulsera adquirido en Canarias durante la gira, esas maravillosas islas que la falta de impuestos  convertía en paraísos para los compradores, y vi que eran las cuatro y media de la madrugada. La alegría de regresar se mezclaba con la prematura nostalgia por los escenarios y los compañeros, produciéndome aquella dicotomía un ligero aturdimiento. Con esa sensación salí del ascensor. Con esa sensación busqué la llave en mi bolso, la introduje en la cerradura y noté como giraba con una facilidad que demostraba su alegría al darme nuevamente acceso al hogar.  Y tras un suave empujón la puerta se abrió dulcemente. Al fin estaba en casa, aunque sin Jesús que aún hacía la mili y dormía en el campamento. Yo  no quería despertar a los compañeros, así que mi intención era atravesar silenciosamente el pasillo que conducía a nuestra habitación y allí esperar que los amigos fuesen despertando para dirigirse a sus trabajos mañaneros. Aunque avisados de mi llegada ellos no me esperaban hasta más entrada la mañana.Pero la cosa no iba a ser tan fácil.

Al abrirse la puerta, el rostro de una mujer desconocida, vestida con un largo camisón y rulos en la cabeza, me miró con sorpresa. Lo próximo que recuerdo es  una voz que no parecía la mía diciendo “ay, perdóneme” y el sonido de un portazo. Permanecí con mi mano en el picaporte unos segundos que me parecieron eternidades, paralizada.   Sin duda me había equivocado de puerta, pero una D de cobre clavada sobre la madera decía lo contrario. Entonces me había equivocado de piso. Miré a mi alrededor pero el letrero sobre la pared decía claramente CUARTO. Llegué incluso a contemplar la posibilidad de que, en medio del cansancio y el aturdimiento, hubiese entrado en otro edificio. Pero eso ya hubiese sido mucho más grave. Estaba yo dolorosamente desconcertada cuando la puerta se abrió nuevamente y de la boca de aquella mujer salieron estás palabras, “hola,Yolanda, no te asustes, no te esperábamos hasta más tarde. Soy Marujita Calvo, mi marido y yo estamos de paso por Madrid y Carlos Rodríguez nos ha ofrecido quedarnos en tu habitación hasta que regresases. La cuestión es que nos has cogido desprevenidos. Déjanos un ratito para acabar de recoger nuestras cosas y desalojaremos tu cuarto.” Así que, aún bajo los efectos del sobresalto,  aguardé sentada en el salón mientras la casa se iba despertando con gritos algo somnolientos de “¡qué alegría de verte!”, “¡pero qué guapa estás!”, “¡cuántas cosas tienes que contarnos!”
Maruja Calvo

Y esta es la historia de un hecho que, durante nuestra convivencia en la comuna, se repetiría, con algunas variaciones, infinidad de veces. A Marujita por supuesto la conocía de Cuba ya que pertenecía al grupo de artistas españoles adoptados por aquella generosa isla, como Ana Lasalle, Adela Escartín o yo pero  en un principio, no la había identificado, tras su logrado disfraz de ama de casa. Esa mañana ella y su marido se fueron pero muchos cubanos más llegaron, algunos pernoctando durante días, recién arribados y buscando donde ubicarse, otros tan solo acudiendo para los frijoles negros o las “timbitas”, es decir, en busca del alimento que, como buenos exiliados, no podían pagarse. Y todo esto porque mi querido amigo Carlos Rodríguez, se dedicaba, en sus horas de asueto, a recoger a todo cubano con cara de exilio que encontraba vagando por la inmensa ciudad que es Madrid.

También recibíamos regularmente a  un grupo de visitantes selecto, pero variado, que participaba en  unos “saraos nocturnos” donde, todos en círculo y la mayoría sentados en el suelo, pasándonos, como si fuese la pipa de la paz, una enorme copa de cristal llena de brandy del más barato, celebrábamos casi cada noche el milagro de estar vivos. En esas tertulias se hablaba de lo humano y de lo divino.

Gloria Fuertes, José Bergamín y Carlos Miguel Suárez Radillo

Por allí pasaron intelectuales como José Bergamín y Gloria Fuertes, grandes poetas españoles, el escritor Suárez Radillo (aún conservo con amor libros dedicados por estos tres personajes), el cineasta Roberto Fandiño, la inolvidable soprano Sara Escarpanter… Pero la verdadera alma del lugar eran  los “adictos” como José María Salmerón, veterinario, Gustavo del Valle Carral, pintor, el doctor C, psiquiatra del equipo de López Ibor, del cual no doy más datos por una anécdota, muy personal, que relataré próximamente, Pepe Hervás, el actor que durante los meses de gira se había convertido en mi mejor amigo, así como cualquier eventual que por allí se descolgase o fuese la sorpresiva aportación de algún inquilino fijo de aquella maravillosa casa de locos.


Sara Escarpanter
Foto extraída de
vivalavoz.net
También asistía de vez en cuando Ramón, ese gran amigo que, en la época de mi alocada fuga de la Residencia para Señoritas Iberoamericanas, se había portado conmigo como un padre, atendiendo a mis necesidades materiales y dándome el apoyo y comprensión que mi familia costarricense no quiso darme. Entonces él nos hablaba de las mil aventuras de su exilio a Chile, tras el final de la guerra civil y siendo un recién llegado a la adolescencia. Y ahí es cuando se formaba lo que me dio en llamar “el coro de las lamentaciones”. Todos los cubanos se lanzaban a contar sus historias, atropellándose unos a otros y resultando ser sus razones y sus avatares prácticamente los mismos; en definitiva habíamos sido tan solo personas desilusionadas y acosadas, dispuestas a abandonarlo todo antes que seguir viviendo bajo la bota del Comandante Fidel Castro.

Fueron muchas la historias que estos entrañables personajes protagonizaron, algunas tan divertidas que merecen ser narradas en otro capítulo. Y es que el tema de aquella comuna en la España franquista podría dar  para infinitos folios de divertida escritura.
Roberto Fandiño


Memorables solían ser las disertaciones de los intelectuales que nos visitaban, como también lo eran las discusiones de Hervás, que se proclamaba comunista, con Fandiño, ese cubano tan culto e informado, y donde mi pobre amigo actor quedaba siempre a la altura del zapato. Conservadores y progresistas. “Moros y cristianos”. Pero durante este gran mejunje la sangre jamás llegó al rio y la madrugada solía terminar mientras entonábamos, a media voz, para molestar lo menos posible, La guantanamera, Asturias patria querida o algo por el estilo.



Tan solo un problema tuvimos en aquella época. Y no era moco de pavo. La vecina de al lado.

En pérfida venganza matutina, esta anciana mujer, además de poner a todo volumen en  la radio, a las 7 de la mañana, un programa de Zarzuela que casi nos hizo detestar el género, llegó a hacer algo mucho más peligroso para ese convulso 1970 en el que las reuniones de más de cinco personas estaban prohibidas por ley; nos denunció a la policía por escándalo y reunión ilegal. Pero con tal mala suerte para ella que, el joven policía que acudió a investigar llegó en una noche de relativa calma y, tras ser agasajado con una “timbita”, (para el que no lo sepa, pasta de guayaba entre dos galleticas), y un vasito de jugo de guanábana que alguien había encontrado en un supermercado y aportado a la “comuna”, terminó entablando con nosotros  una amistosa conversación y haciendo preguntas sobre Cuba ya que “allí tengo un tío al que le han quitado una tienda en Belascoaín y, además, ahora no le dejan salir”. Así que nos hicimos íntimos y más de una vez acudió a nuestras tertulias, por supuesto, vestido de paisano. Esa era nuestra condición, porque es archisabido que los uniformes siempre coartan y nosotros  éramos, sobre todo, espíritus libres.

El caso es que la Doña Vecina había ya denunciado a todo el edificio por una causa u otra y en  la comisaría del barrio estaban hartos de ella. Hasta tal punto debía ser insoportable la convivencia  con esa señora que tenía una tortuga suicida. El pobre galápago, cada dos por tres se arrojaba desde el balcón a la calle y más de una vez hubimos de recogerlo en la acera, patas arriba y boqueando. Entonces le reparábamos el destrozado caparazón con esparadrapo y, con la mejor de nuestras sonrisas, se lo entregábamos a su dueña que a cambio nos obsequiaba con un gruñido y un sonoro portazo.

En aquellos días era corriente oír a algún compañero de trabajo despotricar, en la calle o en alguna cafetería,  sobre la “terrible dictadura franquista”. Al principio intenté hacerles comprender que lo que en España se vivía en esos momentos era una “dictablanda” en comparación con lo que el pueblo cubano llevaba años soportando, que sin duda Franco había sido, y era, un dictador pero que, por ejemplo,  en la isla nadie se atrevería a criticar a Fidel y los que lo habían hecho públicamente sencillamente desaparecían.

El emblemático edificio que fue la temida
Dirección General de Seguridad

Cierto que aquí  existía represión, que aquel que era llevado a la Dirección General de Seguridad, sita en la Puerta del Sol de Madrid, sabía cuando entraba pero no cuando o como salía (pero acababa saliendo), que con frecuencia a los peatones se les solicitaba la presentación de sus papeles de identidad, que la censura "estrangulaba" aún a autores y actores, pero que todo eso no podía compararse con la represión y falta absoluta de respeto a los derechos humanos que reinaba en Cuba. En un principio intenté hacerles ver que por muy dura que fuese una dictadura de derechas jamás se podría comparar con una de izquierdas, pues en la primera siempre tenías la opción de ser neutral,  pero ni me creían ni querían hacerlo. Había una sublimación incomprensible a todo lo que tuviese que ver con el castrismo.

La cuestión es que, a pesar de los gratísimos momentos vividos en la “comuna”, al poco tiempo mi sangre y mi bolsillo añoraban los escenarios.

Una tarde llamó a la puerta el más estrafalario personaje que imaginarse pueda. “Alto, alto, como un pino”, desgreñado y desarrapado, llegamos a creer que se trataba de un mendigo y casi nos reímos a carcajadas en su propia cara cuando me dijo, muy educadamente, desde el umbral; “señorita Farr, la vi trabajar en Badajoz y me dije que, en cuanto terminase la gira, me pondría en contacto con usted para ofrecerle ser la protagonista de mi próximo proyecto, Un sereno debajo de la cama, y aquí me tiene”. Aquello parecía de cachondeo. Con toda la cortesía que me fue posible, pero sin prolegómenos, le contesté que tenía algún que otro proyecto pero que sopesaría su oferta y le contestaría en una semana. Confiaba en que se le pasase el arrebato de locura y me dejara en paz, pero, al tiempo, me daba lástima aquella figura tan parecida a la del Quijote en sus peores momentos y no quería ser ruda con él. Por supuesto no había ningún otro proyecto para mí, desgraciadamente. Ni lo hubo en los próximos días.

Una semana más tarde, cuando el individuo en cuestión, Cecilio de Valcarcel, se presentó, con su desafortunada imagen nuevamente en la puerta de la casa, yo ya había tomado una decisión. 


Necrológica. 
Maritza Rosales
Con su acostumbrada amabilidad mi amiga Nancy me envía, desde Miami, la noticia de la muerte en La Habana de una admirada compañera; Marytza Rosales.  Varias veces coincidimos en programas de televisión y su gran sensualidad y bella voz me cautivaron, (como al resto del público, naturalmente). Sin grandes detalles, el Diario de Cuba, con fecha 13 de febrero, anunciaba el fallecimiento de esta cienfueguera que hizo arder los corazones de tantos hombres desde las pantallas televisivas. Yo deseo de corazón rendirle mi pequeño homenaje desde este blog.  
 
Próximo capítulo. Bolos vuelta y vuelta y algunas “verduras”.

Instantánea 64 - Bolos vuelta y vuelta y algunas “verduras”. (1ª parte).

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 Bolos vuelta y vuelta y...

Durante la semana que le había ofrecido de plazo a Cecilio Valcárcel para darle una respuesta y viendo que nada nuevo surgía para mí en la profesión, me dediqué a lanzar a dos “detectives”, Gianini, ese “Representante de Artistas” que había sido mi ángel protector durante casi un año y que seguía siendo mi amigo,  y a mi compañero de la gira Pepe Hervás, para que me averiguaran quién era verdaderamente ese estrafalario ser. Sorprendentemente por ambos lados me llegó una información tranquilizadora. Valcárcel era un individuo dedicado al teatro desde el año 50. Había sido un director muy respetado en Madrid,  montando obras de prestigio con importantes actores. Incluso llegó a crear un grupo llamado Teatro del Arte con  el cual puso en pie obras de gran categoría.  Pero a mediados de los sesenta el hombre se perdió súbitamente entre un bosque de silencios y sombras impenetrables. Algunos lo achacaron a conflictos sexuales, otros a graves desavenencias con el régimen, llegando a especularse sobre un intento de suicidio y una depresión que lo habían convertido en lo que ahora era; un personaje maldito, al que todos rechazaban y del que la profesión huía.

Cecilio Valcárcel y yo en Un sereno debajo de la cama
 

La cuestión es que, pese al nefasto título de la obra, Un sereno debajo de la cama, acepté su oferta. Los ensayos transcurrieron sin novedades. Puesto que se precisaba un primer actor, coloqué en la compañía a Pepe Hervás, para su gran satisfacción, pues también estaba parado. Los papeles principales estaban bien cubiertos.  Pastora Peña, la "genérica", había sido una actriz muy solicitada y seguía siendo una gran cómica. Su hija, Pastora Mejías, que hacía la "damita", cumplía su cometido y, para sorpresa de todos, Cecilio, que se adjudicó el papel de sereno, construyó un personaje, basado principalmente en su estrafalario físico, que resultó de una tremenda eficacia. Tan solo verle entrar en escena con el “chuzo” típico de su oficio en la mano provocaba hilaridad en el público.


(Un sereno era un empleado del ayuntamiento, vestido de uniforme y encargado de velar por la paz nocturna y, sobre todo de abrir esos portales que, a partir de las diez de la noche, permanecían obligatoriamente cerrados. Ya que muchos de los moradores de la ciudad, siendo solo alquilados o huéspedes, no poseían las llaves de los mismos, este personaje, gracias a una propina, se encargaba de su apertura. Durante muchos años fueron notorios los gritos en la noche madrileña  de, “¡sereno!” y las más o menos raudas respuestas de “¡va!”. El chuzo era una especie de larga porra, única arma que ellos portaban para  su protección y con la que amedrentaban a los pusilánimes cacos de aquella época).
Finalmente debutamos en el teatro Cervantes de Málaga el 10 de mayo del 1970. Nada más y nada menos que en Málaga, donde residía la familia de Jesús que, muchos meses atrás, nos había “desheredado”. Aunque con el tiempo las asperezas llegaron a suavizarse entre nosotros, el pensar que me verían trabajar por primera vez en una obra con tan poca clase me provocaba un gran desasosiego.
 
Con la familia de Jesús.
De izquierda a derecha su hermana Meli, su madre Carmen, su hermano Salvador, Jesús, yo y Jesús padre.
 
Ellos ya me conocían personalmente, gracias a una visita que les había hecho con ese fin, y confieso que me  sorprendió gratamente encontrarme con seres tan auténticos como su madre, Carmen, tan sensibles como su hermana Melita, tan tiernos como su hermano menor, Salvador y con  un hombre de una generosidad  insospechada como la que demostraba ese patriarca, Jesús padre. Pero de esos asuntos familiares hablaré en otro momento.

La cuestión es que, plaza donde trabajábamos, público satisfecho y hasta, asombrosamente, buenas críticas. Tal era el éxito de Un sereno... que llevábamos otra función de Antonio Paso que tan solo pudimos representar dos veces en todo el tiempo que duraron los bolos.

El hecho de que actuáramos con ese sistema, es decir un día aquí y días más tarde allá, no era un problema para mí. Las idas eran lo suficientemente frecuentes para cubrir las necesidades económicas y las constantes vueltas me permitían regresar a los brazos de Jesús y al gozoso ambiente de la “comuna”.
 
 
 
 

En los seis meses que estuve en la compañía muchas cosas sucedieron, algunas divertidas y otras realmente desastrosas. La "damita" fue sustituida dos veces. Alberto Crespo, el “galancete” que inició con nosotros la gira tuvo una gran discusión con Cecilio y se largó, dejándonos colgados para la próxima fecha que era tan solo tres días después. Entonces apareció en nuestra vida Cesáreo Estévanez. Cuando nos lo presentaron Pepe y yo casi morimos del susto. Era totalmente tartamudo. Hicimos un par de ensayos con el corazón en un puño.  Incluso en la destartalada ranchera de Cecilio, que era el medio de transporte de toda la compañía (seis personas apiñadas en los asientos y el escaso decorado en el maletero y en la baca), fuimos hasta Valencia repasando el texto con él.  Todo lo cual hizo aún más tremenda la sorpresa de ver que, en el momento de subirse al escenario,  su tartamudez había desaparecido y su actuación resultase estupenda. Uno de los milagros del teatro.

La llegada a las ciudades o pueblos era realmente como parte del  cine de los Hermanos Marx. Debía ser un espectáculo para los viandantes ver bajarse de ese vehículo, que sin duda era de goma, a siete personas con sus correspondientes bolsas de mano y tras eso ver descargar un paquete conteniendo un telón de fondo,  forillos, así como el bastidor de una cama y un colchón estos últimos amarrados con burdas sogas a la baca. Ese era todo el decorado que transportábamos. El resto de la utilería, unas sillas, una mesita y algunos adornos, se buscaban en la plaza, ya en el teatro o pidiéndolo prestado a cualquiera de los organizadores. Y de todo esto se ocupaba nuestro regidor y “chico para todo”, un señor maravilloso llamado Pedro, un amante del teatro dispuesto a pasar por cualquier cosa con tal de estar en ese adictivo ambiente.

Y gracias a este hombre logramos solucionar el mayor problema que tuvimos durante esa gira.

José Hervás, Cecilio Valcárcel, yo y
nuestro "chico para todo" Pedro.
 
Una tarde, ya todos en el teatro y el "pseudo decorado" montado, nos dimos cuenta de que no habíamos visto a Valcárcel desde nuestra llegada. Como la hora de la función se acercaba y el teatro estaba todo vendido, nos lanzamos en pleno a buscarle. Cuando, ya desesperados, acudimos a la comisaría de policía nos enteramos de que el hombre estaba detenido. Lo habían pillado en las afueras del pueblo, dentro de su ranchera y  en situación muy comprometida con un joven de la localidad. Por más que rogamos, con nuestras más depuradas actitudes histriónicas, por su liberación, nos aseguraron que, hasta al menos el día siguiente, no lo iban a soltar. Entonces le dijimos al desagradable policía que nos atendía que tendríamos que suspender la representación, ya que Cecilio era el protagonista. La respuesta fue apabullante; “pues incurrirán ustedes en escándalo público, con multa y encarcelamiento incluido. No se puede suspender un acto sin notificarlo a la comandancia veinticuatro horas antes”: El tío ni siquiera intentaba disimular la satisfacción que esto le provocaba.

Salimos de allí sumidos en la más tremenda angustia, ¿qué íbamos a hacer?  De pronto, la voz de Pedro nos sacudió como un rayo; “yo me sé la obra de pe a pa. Yo puedo hacer  de el sereno.” Y así fue. Bueno, casi fue. No quiero recordar esa noche. Por supuesto Pedro no se sabía la obra, ni remotamente,  de pe a pa y nos pasamos toda la función diciendo parte de sus textos y empujándolo disimuladamente para que estuviese en la posición adecuada. Pero salimos del apuro, en este caso gracias a uno de esos forofos del teatro que, por aquellos días, aún se encontraban. No quiero ni pensar que opinaría el público y el gerente del espectáculo pero no hubo que echar el telón. Otro milagro teatral.

La moral del grupo se fue deteriorando a partir de ese momento. Ya no nos fiábamos de Cecilio Valcárcel.
 



Mientras estuvimos en su compañía pudimos decir, remedando al Tenorio, "yo a los castillos subí, yo a las cabañas bajé..." Hoy estábamos en importantes ciudades como Bilbao o Vitoria y dos días después en pueblos que ni siquiera figuraban en el mapa. Lo mismo actuábamos en grandes y prestigiosas salas como el Principal de Valencia o el Álvarez Quintero de Sevilla que en antros que eran lo menos parecido a  teatros, como aquella vez que representamos la función en los escasos dos metros que quedaban delante de la pantalla del único cine del pueblo. En esa inovidable ocasión, al no disponer el local de camerinos, hubimos de cambiarnos en un pajar cercano de donde salimos rabiando  por los picores que nos produjo el maldito "piojo de las gallinas". La consecuencia fue una semana de antihistamínicos y alcohol alcanforado.

Tras casi seis meses de bolos, agotada de tanta vuelta y vuelta y tanta desorganización me despedí y conmigo lo hicieron Hervás y Cesáreo, con lo que se disolvió la compañía. En una conversación entre los tres habíamos llegado a la conclusión de que, mientras estuviésemos fuera de Madrid, nadie nos iba a contratar para futuros montajes, así que, a pesar de los insistentes ruegos de nuestro director y primer actor, abandonamos la empresa. (Un tiempo más tarde yo volvería a ser objeto de las urgencias de Cecilio Valcárcel y su Un sereno debajo de la cama)

El regreso a la comuna fue gratificante para mí y muy agradecido por sus miembros, ya que yo era parte importante del alma de la casa y de aquellos maravillosos personajes que la poblaban.

Las anécdotas se sucedían y tanto las nuevas, como el recuerdo de las ya vividas, alimentaba cada día el fuego de nuestra felicidad.  Anécdotas, a veces algo verdes,  como las que pasaré a contar  en el próximo capítulo.
 
 

 
Próximo capítulo-y ahora, algunas “verduras”. (Segunda parte).

Instantánea 65 - …y ahora , algunas “verduras”. (Segunda parte).

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Fotografia JesusAlcantara
Yolanda Farr. Foto Jesús Alcántara
 
 
Gustavo
 
Gustavo era un mocetón hermoso y con una vitalidad desbordante, muy cubana,  que se había unido al grupo de los “adictos” de forma absoluta y desinteresada. Un día apareció por la “comuna” y a ella se adhirió vehementemente. Estudiaba en la Academia de Bellas Artes San Fernando de Madrid y su devoción por la pintura influyó bastante en algo que sucedió después y que ya narraré. Era poseedor de una particular mezcla de sexualidad y candidez que lo hacía encantador. Un viernes llegó a casa, lleno de entusiasmo, diciendo que había encontrado a alguien maravilloso, y que ambos habían decidido pasar el fin de semana de camping y luna de miel. Estaba de tal manera exultante que se podían oler las feromonas que exhalaba. Sin embargo, el domingo nos sorprendió su aparición... Su rostro entristecido y su actitud apagada nos hizo pensar lo peor. Algo terrible tenía que haberle pasado durante su aventura campestre. Naturalmente tan solo tardó unos minutos en relatarnos lo ocurrido. “Muchachos, estoy muy preocupado. Ya sabéis con qué entusiasmo inicié esa aventura. Pues bien, el resultado fue nefasto. ¡La primera noche solo me fue posible completar la faena siete veces seguidas! Eso está muy por debajo de mi marca, así que, deprimido y avergonzado, volvimos a Madrid esta mañana. Sin duda, algo muy malo me está ocurriendo.” Y no bromeaba. Estaba realmente acongojado. Por supuesto todos rompimos a reír con desaforo.

El domingo continuó entre traguitos y consuelos. En un momento determinado nos dijo que necesitaba ir al baño a “cambiarle el agua a los pajaritos” y a su vuelta se me ocurrió decirle algo que, de forma divertida, lo marcó para el resto del tiempo que duró nuestra relación: “Gustavo, espero que hayas tenido cuidado al sacudírtela pues, como habrás advertido, nos tienes el  techo  del baño absolutamente desconchado”.  A partir de ese jocoso momento , todo lo relativo a la potencia y dimensiones de su pene fue para los miembros de la comuna, naturalmente él incluido, motivo de chanza y exageración. Y quedo apodado, desde entonces,  como "rompe techos".
 
Salmerón
 
Mi amigo Salmerón, veterinario, formaba parte de los asistentes a nuestros “saraos nocturnos” y, por su bonita voz y su afición a cantar, sin duda era la persona a quien más se oía durante la  descarga de canciones que servía de apoteosis a nuestras reuniones.
José María Salmerón y yo

A pesar de que debía estar a las 6 de la mañana en la compañía de recogida de basuras donde   trabajaba hasta que pudiese revalidar su título de veterinaria, era siempre el último en abandonar la casa. Una noche en la que aquella gran copa de cristal, de la que hablo en mi capítulo anterior, había sido rellenada y vaciada de brandy varias veces, Salme se puso bastante “malito”. Sin notarlo se había pasado con el alcohol y a las 3 de la mañana nos dimos cuenta de que muy difícilmente iba a poder integrarse a su trabajo si no dormía aunque fuese un par de horas. Así que decidimos ponerle en un taxi tras colocar en sus calzoncillos una bolsa de plástico transparente llena de cubitos de hielo. Un rato más tarde, cuando el apartamento dormía el “sueño de los justos”, me despertó el estrépito del timbre del teléfono. Salté de la cama como empujada por los demonios,  con el eterno temor a que ese aparato me comunicara malas noticias de mis seres queridos  en Cuba. Entonces oí una voz casi irreconocible por la angustia que me decía; “Yolanda, he ido a orinar  ¡y se me está cayendo el pellejo de los testículos!” Tardé unos segundos en reaccionar. De pronto se hizo la luz en mi abotagado cerebro. “Tranquilo, amor, no es que se te caiga el pellejo, es la bolsa de plástico que Carlitos y yo te pusimos antes de irte. Estaba llena de hielo que ya debe haberse derretido, ¿no lo recuerdas?” Esto fue motivo de risas compartidas durante muchísimo tiempo.



Escarpanter


(Cuento esta anécdota a consciencia de que a algunas personas les puede resultar irrespetuosa. Conociendo, como conocí a este maravilloso individuo, que en paz descanse,  estoy segura de que, tal y como hicimos muchas veces, reiría con nosotros  ante su ingenuidad de aquellos días.)

Con José Escarpanter
Pepe Escarpanter era un hombre culto y encantador.  De una seriedad jovial, convirtió en su deber cuidar del resto de la comuna. Era nuestro Pepito Grillo. Había sido profesor en Cuba y tuvo la suerte, aparte de sus méritos, de lograr serlo también en España. Enseñaba Literatura Hispanoamericana y Teatro Español Contemporáneo en la Universidad Complutense de Madrid. Por supuesto, salvo en ocasiones, como la noche de la visita de José Bergamín o de la de Gloria Fuertes, él no asistía a nuestras reuniones nocturnas. Pero sí estaba siempre preparado, a la mañana siguiente, con su cafecito o su Alkaseltzer para ayudar a los damnificados y para disfrutar con los relatos de la noche anterior. Aunque era un buen hombre, un hombre serio, también era humano y con muy legítimos apetitos sexuales.

Una mañana nos extrañó no escuchar su grito de “¡muchachos, el cafecito!”.  La puerta de su habitación estaba cerrada y no se abrió por mucho que tocamos en ella. Finalmente decidimos que, para nuestra sorpresa, se había quedado a dormir fuera y cada uno fue encaminándose a su respectivo empleo. Tan solo yo, que en esos momentos estaba entre bolo y bolo con Cecilio Valcárcel, permanecí en la casa.

Un tiempo después oí abrirse la puerta de Escarpanter y acudí para saber que le sucedía. Entonces observé que, con el rostro descompuesto,  caminaba con dificultad hacia  la cocina. “¿Qué te pasa, Pepe, cariño?”,  “Nada, Yola, no te preocupes”, fue su contestación. Como no iba a quedarme con una respuesta tan obviamente falsa insistí hasta lograr que me contara la verdad. Y la verdad era que, la noche anterior, había sucumbido a la tentación de tener un desliz. Su acompañante, persona algo  viciosilla, sin duda, le había instado a ponerse en el pene una capa de la pomada  Vick Vaporub, con la pretensión de que aquello le mantendría la erección durante más tiempo. No sé si eso tenía alguna base científica pero el caso es que mi amigo se había despertado por la mañana con una tremenda y dolorosa inflamación en el prepucio. También en este caso recurrí a la socorrida bolsa de hielo y, afortunadamente, en un par de horas su problema estaba solucionado. “¡La primera vez que  me "desmadro" y mira lo que me pasa! Es cierto que en el pecado está la penitencia",  comentaba más herido en el alma que en el cuerpo. Como era de esperar, al volver el resto de los habitantes de la comuna, Pepe les contó lo sucedido y entre todos convertimos lo que pudo haber tenido muy malas consecuencias, en un motivo de risas y jolgorio. Así de íntima y sincera era nuestra relación.
 
Hervás
Carlitos Álvarez, otro "comunero", yo y, a mi izquierda,
Pepe Hervás

El actor José Hervás había sido, durante los seis meses de mi gira teatral con la Segunda Campaña Nacional de Teatro  (ver Instantánea 61), uno de mis mejores amigos y, desde la vuelta a Madrid, era persona asidua a nuestras reuniones nocturnas en Fuente del Berro.  Su juvenil sexualidad, algo altamente tabú en aquellos años de férreo control católico, lo hacía proclive a grandes e instantáneos enamoramientos y su poca “cultura alcohólica” lo convertía en víctima fácil de sus efectos. Por otro lado una joven y agraciada cubanita había comenzado, hacía poco,  a frecuentar nuestras “reuniones comunales”. Su larga melena negra, esa dulce forma de hablar tan cubana que arrebata los corazones de los extranjeros y su bonito cuerpo cautivaron, desde el principio, a mi querido compañero.

Ella era una de las adopciones de Carlos Rodríguez. (Ver Instantánea 60).  Recién llegada de Cuba, la había encontrado vagando por las tascas de Arcos de Cuchilleros, sola y asustada, y sin siquiera conocerla, la trajo a casa. Eso no era nada sorprendente ya que mi Carlos siempre ha tenido un corazón que no le cabe en el pecho. Hubo un tiempo en el que le dio por ir al aeropuerto de Barajas para apoyar en todo lo que le era posible a los exiliados cubanos que descendían, aterrados y en la más absoluta miseria, de los aviones de Cubana de Aviación.


Hasta tal punto llegaba su empatía que una noche en  la que Jesús tenía pase pernocta en la mili, de vuelta mi amor y yo del cine a la una de la mañana, hubimos de atravesar el largo pasillo del apartamento pasando sobre cuerpos de desconocidos, algunos vencidos por el sueño, otros acurrucados y temblorosos, hasta poder llegar a nuestra habitación. Ese día la comuna fue “parada y fonda” para al menos una veintena de cubanos.


El problema había sido que en Cuba les adelantaron, sin previo aviso,  un día la salida,  con esa total falta de respeto al individuo que siempre ha caracterizado al gobierno castrista y, ante la imposibilidad de comunicarse con el exterior, los viajeros  no consiguieron notificar el cambio a sus parientes o amigos aquí en España. Ni siquiera los grupos de apoyo, como el creado por El Centro Cubano, del cual ya he hablado en un capítulo anterior, (ver Instantanea 41) supieron de la prematura llegada.  Es decir que los pobres se veían abocados a quedarse en el aeropuerto incomunicados hasta la noche siguiente. Naturalmente nadie traía dinero para hacer ni una llamada telefónica. Así que todos ellos, liderados por Carlos, tomaron el autobús gratuito del aeropuerto y se encaminaron a nuestra comuna de Fuente del Berro. Aquella noche, de las camas y de los armarios de nosotros, los fijos,  volaron sábanas y mantas con las que pretendíamos aliviar el frio y la incomodidad de esos pobres seres que se arrebujaban por el suelo de toda la casa. Pero esta es otra historia.

Volvamos a Hervás y a la bonita cubana que lo tenía encandilado. Una noche, al ir yo a la cocina para preparar un piscolabis para los presentes, escuché un diálogo en el hall de entrada a la casa. Como las voces sonaban algo alteradas decidí acercarme a la puerta que comunicaba ambos espacios y averiguar qué sucedía. “Vamos, vente conmigo a mi casa”, decía una voz gangosa por los efectos etílicos. “Que no Pepe, que no”, le contestaba una dulce voz de mujer. “No me puedes hacer eso, cubanita”, sonó de nuevo la voz masculina. “Oye, muchacho, ya está bien. ¡Que no!”. Como  el tono femenino iba ganando en intensidad decidí intervenir y entré al hall justo a tiempo para ver a mi amigo depositar desmañadamente sobre la cómoda contra la que la chica estaba acorralada, un número incontable de preservativos por los que debía haber pagado un dineral, ya que solo se encontraban en el mercado negro. Las farmacias tenían terminantemente prohibido venderlos. “Mira lo bien preparado que vengo”, alegó exitado Hervás. La escena parecía sacada de uno de esos procaces sainetes que caracterizaban al famoso Teatro Shangai de Cuba, como recordareis, propiedad de mi señora abuela. (Ver Instantáneas 18 y 19)Supongo que harta de presiones, con voz ya desesperada, la muchachita contestó; “¡Que no es eso, socio, que lo que pasa es que soy lesbiana!” a cuya afirmación respondió mi amigo de la forma más surrealista que se pueda uno imaginar; “no importa, bonita, yo no soy racista”. Gracias a la tensión que en esos momentos se respiraba pude contener una carcajada. Fingí no haber visto ni oído nada y me las arreglé para romper ese desagradable momento trayéndome a ambos al salón con el pretexto de que estábamos extrañándoles.

Al día siguiente, cuando comenté a Hervás el suceso del que había sido protagonista, me juró, avergonzado,  no recordarlo en absoluto. Y es posible pues a veces el alcohol ingerido se evapora en la cabeza formando una impenetrable nube de olvido. Seguramente  lo que le sucedió a mi querido y siempre educado compañero fue un ataque irrefrenable de efervescencias juveniles.
 
El musical Hair
Hair


Nuestro Gustavo, "rompe techos”, se nos apareció una noche con un personaje muy peculiar. Un joven de larga melena rubia ceniza, alto, delgado  y con un rostro angelical que daba gusto mirar. Se lo había encontrado en una de sus rondas por el “Madrid la nuit”. Al intentar entablar conversación con él descubrió que tan solo hablaba inglés pero, aún así, en su chapurreado idioma de Shakespeare, logró entender que el rubio era artista y que estaba en España más solo que la una. ¿A dónde llevarlo entonces? Pues a la “comuna”, donde estaba seguro que sería bien recibido y, al menos conmigo, gracias a mi dominio de esa lengua, podría conversar y recibir la básica información que necesitaba para desenvolverse por la ciudad. Pero realmente la información la recibimos nosotros. No era aquella una noche demasiado concurrida ni bendecida por personajes importantes así que, siguiendo el clásico sistema de sentarnos en el suelo formando una rueda y pasándonos la imprescindible copa de brandy me lancé a la ardua labor de la  traducción simultánea. Entonces supe, y traduje, que era de Nueva York, que había sido hippie y que en la actualidad trabajaba en un musical llamado Hair. Por supuesto aquello a nosotros nos sonaba muy lejano. La censura, de nuevo la “maldita”, había evitado que en España se conocieran demasiados detalles sobre el movimiento hippie, al cual tachaban de sumamente pecaminoso, y tan solo los artistas habíamos oído hablar de aquella obra, Hair, inspirada en el “hipismo”, y siempre como algo prohibido y demoniaco. 


 A pesar de que se había estrenado, con éxito apoteósico, en Broadway en el año 67, y de llevar todo ese tiempo con carteles de no hay billetes,  la mayoría  los españolitos de a pie que poblaban el país ese  1970, no tenían ni idea de su existencia. Así que aquella noche recibimos generosa información sobre esos temas. Básicamente se trataba de una hermosa música, unos jóvenes artistas sin inhibiciones  y todo girando alrededor del pacifismo y del repudio a la guerra de Viet Nam. Ya llevábamos una hora de reunión cuando aquel muchachito me dijo de pronto que  se sentía muy cohibido con tanta ropa encima, que siendo hippie había descubierto la libertad física y psíquica que le proporcionaba el desnudo integral y que si no nos importaba le gustaría pasar  el resto de aquella encantadora velada así, DESNUDO. Hecha la traducción y tras el consentimiento del resto del grupo la noche terminó con una curiosa imagen: un grupo de jóvenes normalmente vestidos entre los que destacaba, con luz propia, un blanco y puro ángel desnudo. Y esto llevado por todos con la mayor naturalidad del mundo. Una nueva experiencia.

A la hora que el muchacho consideró prudencial, nos pidió permiso para vestirse en otra habitación. Decía que hacerlo en público le avergonzaba,  qué curioso. Después se colocó su chaquetón de flecos, se puso su sombrero y se despidió de nosotros lleno de agradecimiento y llevándose algunas direcciones de bares exóticos, pues de todo había en ese Madrid indomable. Nunca más volvimos a verle.

Bien, ya conocéis algunos “pecadillos” de aquella panda de entrañables compañeros y amigos a la que me había reintegrado tras las agotadoras, pero instructivas, idas y venidas con la compañía de Cecilio Valcárcel y su Sereno debajo dela cama. (Ver Instantánea anterior)

Durante todo ese tiempo mi información sobre los acontecimientos políticos o artísticos se había prácticamente circunscrito a lo que Pepe Hervás, devorador diario del periódico matutino, me comentaba. Por ejemplo, la sentencia contra Mariano Ventura, de 18 años, y autor del primer secuestro aéreo en España, el cual había ocurrido en enero de ese 1970.

Pablo Picasso
En febrero, Chile había firmado un acuerdo comercial con Cuba, a pesar de la oposición de la OEA, de lo que aún de hablaba controvertidamente. Hervás, Cesáreo y yo sosteníamos frecuentes discusiones al respecto.

En marzo, el genial pintor malagueño Pablo Picasso, a pesar de  sus reconocidas ideas antifascistas, había donado a la ciudad de Barcelona 900 obras suyas, las cuales estaban comenzando a llegar para alborozo del régimen.

En abril, Paul McCartney anunció la disolución definitiva del grupo “Los Beatles”, causando la desesperación de sus infinitos fans.

En agosto, en la isla de Wight, Gran Bretaña, se había celebrado un apoteósico festival de pop al que acudieron más de 250.000 espectadores. Eran los últimos coletazos de ese movimiento hippie que había contagiado prácticamente al mundo entero.

En  septiembre, mientras trabajábamos en Valladolid, supimos que Salvador Allende había obtenido, por escaso margen, la victoria en Chile. ¿Qué pasaría ahora en ese contradictorio país?


En cuanto a mi profesión, grandes figuras acaparaban la atención del público y nuevos valores se abrían camino. Camilo Sesto (en esos momentos aún Camilo Sexto, con x) iniciaba su carrera en solitario con un “sencillo” que contenía dos canciones exitosas; Llegará el verano y Sin dirección, abandonando el grupo Los Botines al que había pertenecido.

Alberto Cortez, ese admirable cantante argentino pero casi constante residente en España, incluía en el LP Cómplices, una de sus más bellas y versionadas canciones; Distancia.

Nino Bravo, con su voz prodigiosa, colocaba en el mercado un autentico hit; Te quiero, te quiero.
 
Nino Bravo, Alberto Cortez y Camilo Sesto

Julio Iglesias había participado en el festival de Eurovisión en el mes de marzo, consiguiendo para España un muy digno cuarto puesto con  la canción, Gwendoline, la que se escuchaba continuamente y en todos los medios de difusión, llevando al joven y poco experimentado cantante a la fama.
 
 
En el cine, que continuaba con  su tónica general de mediocridad, Alfredo Landa, gracias a la película de Ramón Fernández  No desearás al vecino del 5º, film con el que comenzaba la temible época del destape, batía record de taquilla provocando  el encasillamiento en papeles cómicos y vacuos de un gran actor.  Pero, como una rosa brotando en medio de un erial, Buñuel rodaba Tristana, con Catherine Deneuve, Fernando Rey y Franco Nero, hermoso producto basado en la novela de Benito Pérez Galdós.
 
 
Y en noviembre de ese 1970,  al fin, ofrecían a Yolanda Farr  la oportunidad de debutar en Madrid con un buen papel y un reparto de primera. Sí señor, aquel mismo año el teatro Maravillas iba a ser el escenario de su “puesta de largo” madrileña.




Fotografia Jesus Alcantara
Yolanda Farr. Foto Jesús Alcántara.




Necrológica.


Carmen Montejo
Dos grandes actrices han muerto en estos luctuosos días. En Méjico, donde residía desde el año 42, Carmen Montejo falleció el día 25 del presente mes, a los 87 años,  esa hermosa mujer nacida en Pinar del Río, Cuba, pero nacionalizada mejicana. Fue notable su participación en la época de oro del cine de ese país, así como en teatro y televisión.

 
 
María Asquerino
 
Y en Madrid, dos días más tarde, el 27, España se despedía de una de sus más grandes figuras teatrales; María Asquerino.  Aunque fuese considerable también su trabajo en televisión, el teatro, al que amaba entrañablemente, fue su fuerte durante toda su vida. Hace poco menos de un año, la última vez que nos vimos, ya estaba muy deteriorada y segura de su muerte cercana. En estos momentos mi corazón está lacerado por la pérdida de esa gran actriz y compañera española de pura cepa. En el día de hoy, viernes 28, su cuerpo estará expuesto hasta la noche en el Teatro Español de Madrid. Sin duda toda la profesión está con ella en estos momentos, de una manera u otra.






Próximo Capítulo- Madrid me ama, yo amo a Madrid

Instantánea 66 - Madrid me ama. Yo amo a Madrid.

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El Palacio Real, la iglesia de Los Jerónimos y el Museo del Prado
Madrid es una hermosa y aristocrática ciudad, al menos una gran parte de ella.  Además de la tan celebrada zona de “Los Austria”, tiene esas calles Gran Vía y Alcalá que podrían destrozar las cervicales de cualquiera que se dedicara a observar, asombrado,  las infinitas estatuas y ornamentos que coronan sus azoteas. Es impresionante la sobria magnificencia arquitectónica de su Museo del Prado, de su Biblioteca Nacional o de su catedral de la Almudena, que por ese año 70 en el que aún se desarrolla  esta parte de mi historia, estaba en precarias condiciones (no teniendo lugar el inicio  de su restauración hasta 1975 y bajo la presión del Cardenal Tarancón),  pero cuyas líneas se adivinaron siempre majestuosas e inspiradas. O la iglesia y convento de los Jerónimos, otra víctima de un abandono tal durante los siglos XIX y XX que dejó la parte conventual  sumida en  un estado de deterioro doloroso hasta que, entre 2007 y 2011, fue restaurada e  incorporada al Museo del Prado.
 
El Arco de Cuchilleros y Luis Candelas
O la grandiosa Plaza Mayor que da acceso por una de sus nueve puertas al Arco de Cuchilleros, el cual conserva, según se dice, efluvios de Luis Candelas, ese bandolero nacido el año 1804 en el muy castizo barrio de Chamberí y condenado a morir por garrote vil en 1837. Se cuenta que este individuo nunca utilizó la violencia en sus muchísimos latrocinios y que, siendo un hombre aficionado al buen vivir, con asiduidad frecuentaba las tascas de esa emblemática zona madrileña. De hecho la mayor y más famosa taberna del lugar lleva por nombre, en su honor, Las cuevas de Luis Candelas. Sí, Madrid es una ciudad llena de historia y hermosa, sobre todo cuando se mira con unos ojos de los cuales, las  sombras de la soledad y la miseria han sido borradas por el trabajo, la amistad y el amor. Es decir, mis ojos en aquel último mes del año 70.
 
A partir del 19 de diciembre yo me dirigía cada día al teatro Maravillas, ubicado en la calle Malasaña. En él debuté, en esa fecha, con la función “El escaloncito”, de David Turner, dirigida por Antonio Amengual, con la fortuna de que  los críticos me trataran muy bien, a pesar de ser una desconocida para ellos. Las protagonistas eran una pareja de actrices que recientemente se habían hecho famosísimas a consecuencia de un exitoso programa de televisión; Los Martínez.Como suele pasar en esta profesión desde el invento de “la caja tonta”, un artista puede haber dedicado toda su vida al teatro, como era el caso de ambas, y no alcanzar la popularidad hasta que la TV le acoge y promociona. Ellas eran Florinda Chico y Rafaela Aparicio. Dos grandes profesionales y personas adorables. Bellos recuerdos guardo de ambas y del resto del reparto, Montserrat Blanch y Alberto Bové, prestigiosos veteranos, y Ana María Simón, Pepe Lara y Ramón Reparaz, jóvenes y prometedores. Todos me brindaron el apoyo que ellos consideraban necesario para una “cubanita” recientemente exiliada y “prácticamente novata”. La realidad era que yo no solía ir alardeando de mi currículum. Hacía tiempo que mi querido álbum de recortes de Cuba reposaba en un armario para único disfrute de mis ojos y estímulo de mi espíritu cuando me sentía desorientada o relegada. Entonces aquellas buenas críticas de teatro, aquellos retratos de mi trabajo en el Tropicana o en el Capri, aquellas imágenes y artículos sobre mis trabajos cinematográficos, eran mi sostén, mi impulso, susurrándome al oído, “venga, Yolanda, si lo conseguiste una vez, y no fue cosa fácil, volverás a hacerlo”.
Foto de El Escaloncito. De izquierda a derecha Pepe Lara, Ramón Reparaz, Montserrat Blanch, Yolanda Farr
Florinda Chico, Alberto Bové, Eduardo Martínez, Rafaela Aparicio y Ana María Simón
Solo al comienzo de los ensayos tuve un conato de problema. Alguien denunció al empresario por contratar a una extranjera, lo cual estaba prohibido. Pero se llevaron un gran chasco. Ese Gianini, para el que nunca tendré suficientes palabras de agradecimiento, me había conseguido tiempo atrás el carnet de “teatro, circo y variedades” del Sindicato Vertical del Espectáculo. Supuestamente para obtenerlo era necesario hacer una prueba y haber cumplido el Servicio Social, equivalente en las mujeres a la mili de los hombres, pero realmente se entregaba, en muchos casos, por “amiguismo”. Así pasó conmigo.
 
Carnet del Sindicato Vertical del Espectáculo
Es decir que, aparte de no haber dejado de ser nunca española, desde el principio estaba perfectamente  documentada. Aún así durante muchos años los compañeros siguieron creyéndome cubana, lo cual no me molestaba en absoluto pues mi alma fue y sigue siéndolo  en gran parte. Lo curioso del caso es que en el momento de la denuncia yo llevaba más de un año trabajando profesionalmente sin problema alguno pero, según parece, alguien me había tomado ojeriza y verme en un importante reparto y en Madrid despertó sus iras nacionalistas. Siempre ha existido y existirá este tipo de “personajillo”.
 
A finales de octubre de ese año 70 se presentaron en casa dos personas que se convertirían en mis íntimos amigos y eficaces representantes durante mucho tiempo; Antonio Collado y Mari Carmen Calleja. Desgraciadamente Gianini, según sus propias palabras, ya no me era de utilidad pues solamente estaba relacionado con el mundo de la música. Ellos me habían visto en Soria haciendo El sereno debajo de la cama,  les había interesado mi trabajo e inmediatamente me consiguieron el esperado debut madrileño. Su fe en mí fue la llave que me abriría muchas e importantes puertas. Antonio provenía de una familia dedicada al espectáculo por generaciones y Mari Carmen, su esposa, era una abogado amante de todo lo que tuviese que ver con el mundo de la farándula.
Con Mari Carmen Calleja y con Antonio Collado
 
Los Collado eran tres hermanos, Salvador, Antonio y Manolo y todos siguieron los derroteros familiares. Salvador se dedicó a la producción, Antonio a la representación y Manolo Collado pasó de productor a ser un  importante director  que convirtió a su esposa, la actriz María José Goyanes,  en una de las principales figuras del teatro en las décadas de los 70 y 80. La cosa es que, antes de terminar mi aventura con El escaloncitoya estaba contratada para hacer, bajo la producción de Manolo Collado,  la dirección de José Manuel Garrido, en el Teatro de La Comedia y prácticamente con el mismo elenco de la gira, Tiempo del 98, aquella obra tan comprometida que, formando parte del repertorio de La Segunda Campaña Nacional de Teatro, pocas veces pudimos representar en provincias a causa del veto de las “autoridades”.
 
Su autor, Juan Antonio Castro, había utilizado con maestría trozos de poemas y escritos críticos de personajes de la Generación del 98 como Unamuno, Azorín,  Machado o Baroja, los cuales se adecuaban perfectamente con los problemas de la España del momento, víctima aún de la dictadura franquista, ensamblándolos con canciones antiguas y chanzas muy actuales. Básicamente estaba constituida por una serie de escenas que iban desde el aguafuerte goyesco hasta la sátira quevedesca, pero todo muy bien engarzado. El resultado fue un producto revulsivo que en unos despertaba ovaciones y bravos y en otros repulsas y hasta pateos. Ah, los famosos pateos, ya desaparecidos del panorama teatral, pero que durante años lograron retirar de los escenarios a actores mediocres, a cantantes desentonados y a obras por algún motivo fallidas.
 
Yo llevaba principalmente la parte musical de la pieza y más de una vez, mientras entonaba, vestida de cupletista, una versión caricaturizada de la famosa canción Soldadito Español, fui víctima de insultos y pateos por parte del sector más conservador del público. En una ocasión, un señor muy de derechas arremetió contra mí desde el patio de butacas al tiempo que un “caballero español” saltaba de su asiento para defenderme. Ambos se liaron a gritos reivindicatorios y puñetazos lo cual nos obligó a bajar el telón. Aquella noche no se pudo terminar la función.  Esto sucedió en Madrid y  tras haber sufrido en mis carnes, antes del estreno y por primera vez, el despiadado mordisco de la censura, como narro a continuación.
Tiempo de 98 durante la gira.
De izquierda a derecha Carlos Canut, Juan Jesús Valverde, Julia Tejela. Emilio Berrio, Terele Pavez, José Hervás, Yolanda Farr, Mariasun Sordo, Francisco Valdivia, Concha Hidalgo y Eusebio Poncela
 Durante las pocas ocasiones en que habíamos representado en provincias Tiempo de98, aquella escena de la cupletista era distinta y mucho más provocadora. En la versión original yo salía envuelta en la enseña española y cantando La Banderita Española, un pasodoble que se había convertido en una especie de himno usado de fondo musical en las “juras de bandera” y los desfiles militares, exaltando con su letra los ánimos más patrioteros y nacionalistas de gran parte del pueblo. Lo que poca gente sabía era que la pieza pertenecía a una revista llamada Las Corsarias y estrenada en el año 1919. La cuestión es que los militares franquistas se habían apoderado, para uso exclusivo, de ese pasodoble, a semejanza de lo que los nazis habían hecho en Alemania, durante la Segunda Guerra Mundial, con la canción Lili Marlene. Por tal motivo y a causa de la forma caricaturesca en la que,  por supuesto a instancias del director y del autor, yo lo interpretaba, los censores decidieron, que aquello era una “ofensa a la bandera”, acto penado por ley, y o se eliminaba esa escena o prohibirían el estreno.  Esto sucedió durante el inevitable pase privado que toda función pretendiente a entrar en un teatro de Madrid debía ofrecerles. Como el autor no estaba dispuesto a permitir esa estúpida poda de su obra, tras largas conversaciones entre censores, autor y director, llegaron a un acuerdo; yo cambiaría la canción y prescindiría de la bandera.
 
 
Así que se me vistió con un absurdo traje de vedette lleno de plumas y me tuve que aprender en dos días Soldadito Español, canción que por algún motivo parecía no ofender la sensibilidad patriótica del régimen. Este hecho me hizo comprobar los desconcertantes designios de esos inevitables y temidos censores. (Y como estos individuos merecen una descripción mucho más detallada, en próximos capítulos seguiré narrando futuros encontronazos con semejantes prepotentes, en cuyas generalmente incultas manos se encontraba la profesión).  
 
Tiempo de 98 nos llenaba a los actores de emociones extremas, pues nunca sabíamos lo que íbamos a provocar en el espectador, contagiándonos  tensiones que llegaron a afectarnos personalmente. Terele Pavez, por ejemplo, cayó en una de sus primeras crisis paranoides. Un día, en escena y sin motivo alguno,  lanzó a la cabeza de un compañero una máquina de escribir que en ese momento  supuestamente utilizaba, pero con tal suerte para ambos que el proyectil no llegó a su destino. Otro día faltó a la primera función, alegando que se había quedado dormida. Cosa insólita en un actor. Una compañera primeriza tuvo un ataque de nervios en escena  ante su primer pateo. Con delicadeza y tratando de conservar nuestros personajes, la sacamos del escenario en medio de unos gritos y lloros que  el publico debió tomar como parte del montaje pues ni se inmutó. En fin, que hubo  a veces momentos terribles para todos.
 
Esta obra se estrenó el 22 de mayo de 1971 en el Teatro de La Comedia. Por cierto, con un controvertido pero apoteósico éxito.
 
Y acabo de darme cuenta que he saltado olímpicamente al año 71, pasando por alto mis navidades del 70 y, sobre todo, mi primer fin de año sobre un escenario español. Y os aseguro que aquella fue una experiencia maravillosa.
 
Fotografía de Jesús Alcántara
El día 24 de diciembre, según la costumbre, los teatros solo hacían la función de la tarde, de esa manera los artistas teníamos la oportunidad de pasar aquella fiesta tan familiar con los seres queridos. Es decir, que en la comuna se organizó una cena navideña llena de suspiros y lágrimas por nuestros ausentes, esos sufridos prisioneros del castrismo. Pero el día 31 no tan solo se trabajaba, sino que la función era una gran fiesta compartida con los espectadores. En la taquilla, junto con la entrada, los que acudían eran  obsequiados con una bolsa que contenía las doce uvas pertinentes, serpentinas, matasuegras, pitos y un botellín de sidra El Gaitero. Fuese la obra un drama o una comedia, diez minutos antes de las 12 se cortaba la representación, se conectaba con Radio Nacional de España, se pasaba el sonido a la sala por megafonía y ya fuese vestidos del siglo XV, con la ropa más actual o en el semidesnudo propio de las revistas, los artistas se mezclaban con el público y el intercambio de serpentinas o confeti era continuo. Hasta que llegaban aquellos famosos y complicados “cuartos” con los que el reloj de la Puerta del Sol intentaba avisar a toda España que iban a dar comienzo las 12 campanadas dedicadas a  transportarnos a un nuevo año. Y en medio del jolgorio general, todos nos esforzábamos en lograr lo prácticamente imposible; ingerir las doce uvas al unísono con unas campanadas que resultaban  demasiado largas o demasiado cortas. Indefectiblemente. Después, durante otros diez minutos, se armaba una locura de botellas descorchadas, lluvia de sidra, gritos, estruendo de pitos y matasuegras y demostraciones indiscriminadas de afecto. Pasada esa festiva interrupción se apagaban las luces de la sala, se bajaba el telón y comenzaba el “más difícil todavía”; recobrar el espíritu de la obra y el interés del respetable. Continuar el espectáculo. Hasta tal punto eran emotivos esos 31 de diciembre que incluso los actores sin trabajo en esa fecha subían al escenario de algún teatro para compartir con los compañeros y el público aquel momento mágico.
 
Y así de mágico fue para mí el fin de año de un 1970 que daría paso a un 1971  lleno de trabajo, parte del cual ya he adelantado,  sorpresas y alegrías. Garrafales alegrías, como pronto veréis
 
Necrológicas.
Una de las ültimas
fotos de José Sancho
Se van. Todos aquellos apuestos galanes de nuestro teatro, cine y televisión, se van poco a poco, dejándonos un panorama bastante desolado. El día tres de marzo falleció en Manises, Valencia, ciudad donde había nacido  en 1944, José Sancho. Su carrera es tan fecunda que solo mencionaré aquel “estudiante” de la serie Curro Jiménez, el cual tanta popularidad le aportó en los años 70. Infinidad de premios homenajean su carrera. Mencionaré únicamente el ACE al mejor actor que le fue entregado en Nueva York el año 2006 y del cual él estaba tan orgulloso.  Su poderosa voz trepidaba hasta en las últimas filas del anfiteatro romano de Mérida mientras interpretaba una adaptación teatral de  Memorias de Adriano, de Marguerite Yourcenar, bajo la dirección de José Tamayo. Pepe Sancho, un actor de “poderío”, cuyas características humanas y actorales dejan un agujero en la profesión muy difícil de llenar.

 
Próximo capítulo:¡Al fin, Dios mío, al fin!

Instantánea 67 - ¡Al fin! (Dedicado a los cubanos que han vivido este emocionante momento).

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Foto de Jesús Alcántara
Fue algo inenarrable. Una semana antes había recibido el telegrama anunciándomelo y desde entonces mi corazón no había bajado de las 120 pulsaciones por minuto. Morfeo, por su parte, había adoptado hacia mí una actitud arisca.
 
Ya llevaba más de un mes ensayando Romeo yJulieta, en versión del reciente nobel de literatura Pablo Neruda, cuando la ansiada noticia “rompió todos mis esquemas”. Ni siquiera podía concentrarme en mi personaje, hasta tal punto que Morera, el director de la obra, llegó a preguntarme qué me sucedía. No estaba acostumbrado a mis desconcentraciones ni a la media sonrisa que llevaba puesta continuamente desde unos días atrás. Durante las representaciones de Tiempo del 98 en el Teatro de la Comedia, Manolo Collado, el productor, me había ofrecido, con cierto pudor, hacer el papel de la madre de Julieta, María José Goyanes, en su próxima producción. “No te sientas ofendida, Yolanda, según el texto de Shakespeare la señora Capuleto tenía 13 años al parir a su hija”, me dijo a manera de excusa inútil pues una actriz está dispuesta incorporar personajes de toda índole, mayores o menores, castos o impúdicos. Realmente cuanto más dispares o ajenos al propio ser más apetecibles nos resultan. Al menos en mi opinión.
 
María José Goyanes
El supuesto problema estribaba en que María José y yo éramos contemporáneas, aunque ella tenía, y tuvo durante mucho tiempo, un aspecto adolescente y yo, siendo alta y angulosa, siempre había aparentado mayor. Estaba previsto estrenar en el Teatro Fígaro el 9 de octubre de ese 1971, justo el día después de la llegada a Madrid de las bellas mellizas alemanas y del estoico gallego de mi alma, es decir de mi madre, mi tía y mi padre.
 
¿Cómo podría describir mi estado mientras, aquella mañana del día ocho en el aeropuerto de Madrid, esperaba el siempre retrasado arribo del avión de Cubana? Los minutos se me hacían  horas que se enrollaban alrededor de mi cuello como una soga que me impedía respirar. Jesús, a mi lado, con su brazo sobre mis hombros, intentaba contener los temblores que me azotaban. Inútilmente.
 
Casi cuatro años habían pasado desde aquel diciembre de 1967 en el cual mi cuerpo, que no mi corazón, abandonase a la fuerza familia, amigos y vivencias de mi patria adoptiva, Cuba, obligada al exilio, como tantos y tantos cubanos, por los desatinos e injusticias de un lobo con piel de cordero que nos había engañado a todos; Fidel Castro. Casi cuatro años soportando la ausencia y ahora aquel lapsus de espera comparativamente corto me parecía inaguantable. Ay, la relatividad del tiempo…
 
Y entonces, desde una de las terrazas del aeropuerto, los vi descender por la escalerilla del avión. ¡Señor! No recuerdo cómo bajé las escaleras que me conducían  a la sala de espera. Ignoro quién o qué puso alas a mis pies pero la cuestión es que, mucho antes de que traspasaran la aduana, yo estaba ya ahí, sumergiéndome poco a poco en el charco que iban formado mis lágrimas de emoción, flotando sobre una nube de ansiedad, desligada de todo lo que no fuese devorar con los ojos y el alma aquella puerta.
 
Ante mis súplicas, los “comuneros” y los adictos habían quedado en casa, preparando allí la bienvenida, sin duda picados por el mosquito de la envidia a la vez que conmovidos por mi felicidad. Pero esa iba a ser una experiencia que yo quería vivir en la intimidad. Manana y Ramón, que nos prestó su coche para ir al aeropuerto, estaban organizando una fiesta para recibir a mi familia cuando me viniese bien. Ellos sabían que el día de mi estreno y los tres o cuatro siguientes no tendría ni tiempo ni ánimo para distracciones. Desgraciadamente mi amiga del alma,  Gladys Triana, que había llegado a España en Junio del 69, ya había partido para EEUU en busca de un ambiente más abierto y propicio para su pintura. España no era sitio para jóvenes y rompedores artistas de la plástica. Ni siquiera pudo asistir a la primera exposición de Jesús Alcántara, mi amor, que había descubierto su vocación pictórica seguramente gracias a la pasión por ese arte que yo le había contagiado. El acontecimiento fue en la sala Tramontana de Madrid, con buenas críticas y hasta varias ventas, cosa harto difícil para un joven primerizo. Lo cierto es que todo el que veía  sus cuadros quedaba admirado por su originalidad y pasión colorista tan tropical, cosa sorprendente en un español. 
Bodegón. Pintor Jesús Alcántara
Su afición inicial había sido estimulada por mí y por el pintor,  amigo y asiduo de la “comuna”, Gustavo del Valle, “rompe techos” (ver Instantánea 65) y posteriormente por las palabras y consejos de Gladys, quien desde hacía ya años se entregó a la pintura con una devoción casi sacerdotal.  Con ella Jesús solía asistir a la escuela de grabado de San Fernando o al popular Rastro madrileño, donde  ella y varios otros pintores jóvenes exponían, los domingos, parte de su obra en plena calle. Muy al estilo del eternamente bohemio barrio de Montmartre, Paris.
 
Gladys Triana y yo en el Rastro
También esto tengo que agradecer a Gladys Triana, aquella mujer que con su amistad me sacó, en uno de los momentos más negros de mi vida cubana, del abismo de sombras y soledad al que el castrismo me había arrojado cuando, tras la detención de mi primer amor, Homero Gutiérrez, se dictó contra mí y mi trabajo un arbitrario veto que casi acaba con mi carrera y hasta con mi existencia. Pero sobre esto ya he escrito con anterioridad. (Ver Instantánea 27). Desafortunadamente el destino nos marcó a ambas caminos divergentes, imposibilitando nuestros sueños juveniles de compartir la vida,  pero sin afectar  nuestra entrañable amistad que, por cierto, perdura hasta hoy a pesar del tiempo y la distancia. A ella sí hubiese querido tener a mi lado en la situación que se avecinaba. Su presencia hubiese sido de enorme alegría y apoyo para mi familia. Pero a lo largo de mi existencia he comprobado que las cosas se desarrollan generalmente según un plan ajeno a nuestros deseos. Y así hay que aceptarlo.
 
A pesar de  la reconfortante compañía de Jesús, mi espera en aquel aeropuerto de Barajas  se estaba haciendo cada vez más tensa cuando, al fin,  vimos que los viajeros, mayormente cubanos exiliados, tras pasar el control de aduanas y recoger el mísero equipaje que estaban autorizados a sacar de Cuba, comenzaban a salir por aquella puerta que para ellos era como la frontera definitiva entre la opresión y la libertad. Decenas de rostros desconcertados cruzaron ante nosotros y se oían conmovedores gemidos y llantos de los que aguardaban ese reencuentro, quién sabe durante cuánto tiempo. Y de pronto, tres frágiles figuras aparecieron entre la gente y una explosión de deslumbradora  luz celestial eclipsó para mí todo lo que me rodeaba. Sí, todo lo demás se desvaneció. Tan solo aquellos tres seres iridiscentes ocupaban la panorámica que mi corazón tenía la capacidad de captar. Con paso inseguro, agarrados apretadamente del brazo, como niños temiendo perderse, intentaban atravesar la barrera de cuerpos ansiosos que nos separaba.
 
Dos segundos tardé en llegar a su lado. Quince minutos tardamos en dejar de llorar y abrazarnos. De sus cuerpos brotaba un perfume a galán de noche, salitre y amor que yo inhalaba con la desesperación de un náufrago muerto de sed. Aquellos olores tan amados y por tanto tiempo ausentes… Mientras, la gente pasaba sorteando el entrañable grupo de cuatro figuras que parecían querer eternizar el momento. Hasta que la voz de Jesús nos hizo reubicarnos en el tiempo y el lugar. Eran las 11 y media de la mañana. Solo entonces tuvieron lugar las presentaciones. Afortunadamente Jesús, con su rostro angelical y su dulce y embaucador acento andaluz, se ganó, prácticamente desde aquel primer instante, el cariño de esa familia mía tan proclive siempre al afecto.
 
A pesar del cansancio que sabíamos les embargada, decidimos, tal cual estaba planeado, llevarlos directamente a la “comuna”, donde comuneros y adictos estaban ansiando recibirles. Mi intención era que, desde el primer momento, se sumergieran en un baño de amor generalizado, que sintieran como todos los que me querían, y eran bastantes, también les querían desde hacía mucho tiempo.
Primera foto de mi madre, mi padre y mi tía
en la "comuna"
 
Tras momentos emocionantes y un banquete pantagruélico, el cual a causa de sus estómagos empequeñecidos por los nervios y la estricta dieta  cubana  apenas probaron, a las 5 de la tarde les llevamos al apartamento que Jesús y yo habíamos alquilado y habilitado para ellos. Era un agradable lugar muy cercano a la “comuna”, en la zona de Ventas, franqueado por árboles y de fácil acceso. Desde allí, cuando estuviesen repuestos y centrados, podrían desplazarse por el Madrid de su juventud, en busca de los lugares y las personas que habían sobrevivido en sus corazones. Nuestros cuerpos se negaban a separarse. Nuestros ojos se clavaban los unos en los de los otros, buscando el regalo de fundirnos con esas almas que adorábamos. ¡Teníamos tantas cosas que decirnos y un retraso de tantos besos que darnos! Pero como la fecha de la tan esperada llegada no había resultado idónea, aquella misma tarde, a las 6, yo hube de dejarles. “Jesús se quedará con vosotros hasta que os durmáis, y mañana por la mañana estaremos aquí de nuevo,” les dije al salir. Y la escena de la despedida fue, absurdamente, casi tan dramática como la acaecida cuatro años atrás en nuestra casa de 70 y 13, Ampliación de Almendares.
La familia Mariño-Pfarr, al fin, en Madrid
Con el corazón oprimido, dividido entre la tristeza de alejarme y la alegría de tener asegurado el reencuentro, salí hacia el Teatro Fígaro para atender a la ineludible obligación de participar en un ensayo general que duraría sabe Dios hasta qué hora de la madrugada, ya que al día siguiente, 9 de octubre del 71, estrenaríamos en el teatro Fígaro el tan complicado y carísimo montaje de la obra Romeo y Julieta.
 
Pero aquello no me preocupaba. Lo único realmente importante era que la familia Mariño-Pfarr, vencedora de tantas escaramuzas, estaba nuevamente reunida y ya nada malo podía pasarnos.
 
Próximo capítulo. Ni el mayor fracaso podía afectarme.

Instantánea 68 - Ni el mayor fracaso podía afectarme.

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La noche del 9 de octubre de 1971 participé en el estreno más desconcertante de mi carrera.


Llevábamos ya tres días de ensayo general en el escenario del Teatro Fígaro, es decir, con el decorado montado y el vestuario completo. La primera tarde, cuando al llegar vimos aquella complicada y gigantesca estructura, hecha de tubos de hierro y cromo, ¡creímos que nos habíamos equivocado de lugar! No podía existir una ambientación más hostil y amedrentadora para un texto más sutil y a la vez complicado de interpretar. Pero la realidad superó en mucho nuestros temores. Vestidos con unos maravillosos y carísimos trajes largos de la época, hechos de seda cruda forrada y bordados a mano, con coturnos en los pies y un sombrero cónico y alto, tremendamente pesado y casi imposible de sostener en la cabeza, debíamos subir y bajar, a la vista del público, por unas escalerillas de mano, también metálicas, que conectaban dos pisos.

Supuestamente una mitad de la estructura que ocupaba la totalidad del escenario, simbolizaba el palacio de los Capuleto y la otra mitad el de los Montesco. El romántico balcón, donde transcurría una de las más bellas escenas de la obra y donde, en un momento determinado yo, la madre de Julieta, debía asomarme y largar algunas parrafadas, era simplemente una escueta plataforma de los mismos materiales, ligeramente inclinada hacia el público para facilitar su visión, y SIN BARANDILLA ALGUNA DE PROTECCIÓN. Y yo era la primera persona en tener que utilizar aquella parte del decorado. En ese ensayo inicial, mientras intentaba decir mi texto colocada a la mitad de aquel peligrosísimo espacio, oí a Morera gritar desde el público “¡ponte más adelante, Yolanda, que desde las primeras filas casi no se te ve!” Queriendo obedecer sus instrucciones me moví hacia el vacio tan solo unos centímetros. Aquello provocó que la orden del director se repitiera aún más apremiante, “¿no me oyes, Yolanda? Más adelante”. Entonces, por primera vez en mi vida, me enfrenté a un director de escena: “Por favor, Morera, ¿quiere usted subir aquí y ver lo que me está pidiendo?” El ensayo se suspendió por unos momentos, Morera subió a la plataforma, con la consabida dificultad, y una vez allí se oyeron tronar en todo el teatro estas palabras, “¿pero a quién se le ha ocurrido construir esta barbaridad?”.

Eusebio Poncela y María Jose
Goyanes
Como resultado, desde ese momento en adelante, yo fui un busto parlante para los espectadores de las primeras filas y Goyanes-Julieta dedicó la larga escena del balcón a un Romeo que, estando en el escenario, prácticamente bajo el supuesto balcón, ella no podía ver y Romeo-Poncela dirigió sus inspiradas palabras de amor a una Julieta invisible para él, escondida como estaba tras una techumbre de vigas. En fin, que a nadie se le volvió a pedir que se acercarse al borde de aquel criminal precipicio.

Si las mujeres lo teníamos dificilísimo, los chicos, subiendo y bajando por aquellas escaleras, a veces en medio de luchas con unas espadas, que cuando colgaban de los cintos chocaban ruidosamente con los hierros, intentaban infructuosamente dar fluidez a sus movimientos y aplicar las innumerables clases de esgrima que habían recibido durante los ensayos.

Si no hubo accidentes durante las representaciones fue por un milagro de Dios. La pobre Goyanes, cuyo marido, Manolo Collado, era el productor, estaba desesperada. El dineral que había costado esa puesta en escena totalmente fallida, pero que justificaban los escenógrafos diciendo que estaba pensada para simbolizar el odio entre las dos familias, le asustaba casi tanto como recitar los hermosos versos de la escena del balcón mientras trataba de no precipitarse por esa inclinada y desprotegida superficie situada a dos metros del suelo.

La noche del estreno, nada más alzarse el telón, hubo un conato de risas y abucheos. De ahí en adelante todo fluyó lo mejor que las condiciones nos lo permitieron, pero la certeza de un fracaso era inminente en el corazón de todos los actores. Pensábamos que los dos meses de arduos ensayos, simultaneados con las representaciones de Tiempo del 98, en La Comedia, se nos iban a pique por la “gran obra de ingeniería” planeada por Gerardo Vera y Andrea D´Odorico, diseñador y escenógrafo respectivamente. Y no nos equivocábamos. El día después del estreno ya éramos más los actores sobre la escena que el público asistente.En esas condiciones Collado aguantó 17 días la función en cartel. A pesar del magnífico reparto, María José Goyanes, Eusebio Poncela, Rafaela Aparicio, Yolanda Farr, Luis Peña, Francisco Guijar, Ernesto Aura, Narciso Rivas, Concha Lluesma, José Hervás, Juan Jesús Valverde, Modesto Fernández, entre otros muchos de figuración, aquellos bellos versos de Shakespeare, magníficamente adaptados por Pablo Neruda, no lograron superar el garrafal error de montaje.

Es decir que antes de terminar el mes de octubre estábamos todos en la calle.

Por otro lado mis padres, que por supuesto habían sufrido junto conmigo el nefasto estreno, trataban de ubicarse en un Madrid que, tras tantos años, les resultaba ajeno. Jesús y yo les llevábamos a direcciones que recordaban, buscando aquellos puntos de sus antiguas reuniones artísticas. Pero ya casi ninguno existía. El tiempo y la “modernidad” habían convertido esos entrañables cafés tertulianos en frías y desangeladas cafeterías.

Menos mal que entre Jesús y los siempre dispuestos  comuneros y adictos  nunca les faltó compañía o “guías turísticos” durante los 17 días que yo asistí a la agonía de Romeo y Julieta

Bobby, el Fox Terrier
Salmerón, nuestro amigo veterinario, que ya había conseguido revalidar su título y trabajar en su profesión, un día se apareció en casa de mi familia con el mejor regalo que se podía esperar: un joven y precioso Fox Terrier que había encontrado perdido por la calle. Ni que decir tiene que a esos empedernidos amantes de los perros aquello les vino como caído del cielo. Bobby se convirtió en la alegría de la casa y a los pocos días de su llegada era ya parte de la familia.

También en la “comuna” había hecho su entrada apoteósica, por supuesto de la mano del incansable anfitrión Carlos Rodríguez, un nuevo personaje; Mequi Herrera.

Mequi Herrera

Mequi era una famosa y bellísima actriz cubana con la que, por esos caprichos de la profesión, yo nunca había tenido relación en la isla. Pero eso no era óbice para que hubiese admirado su labor y garbo en las obras La pérgola de las flores o La esquina peligrosa. No fue hasta el triste y prematuro “fallecimiento” de Romeo y Julieta que pudimos intimar pues, al haber estado trabajando y ensayando a la vez, mi presencia en la comuna resultó muy escasa por aquellas fechas. Jesús y yo nos levantábamos tarde en la mañana y tras el infalible cafecito de Pepe Escarpanter, nos dirigíamos a casa de mi familia y con ella pasábamos todo el tiempo posible antes de tener que reintegrarme a mis labores. Es decir que la comuna no volvía a verme hasta las tantas de la madrugada.

Cuando pude estar presente en sus frecuentes visitas a nuestro apartamento se estableció entre Mequi y yo una bella amistad. Ella era, y es, una mujer de una sensibilidady un sentido de la amistad exacerbado. Esas virtudes, combinadas con una entereza envidiable, me han hecho muchas veces lamentar todo lo que perdí al no disfrutar de su amistad allá en Cuba.

Afortunadamente poco duró mi ausencia de los escenarios ya que, tan solo unos días después de aquella experiencia con Shakespeare que casi fue, como se dice en la profesión, “debut, homenaje y despedida”, todo unido, me llegó una oferta de trabajo maravillosa: José María Rodero, uno de los primeros y más prestigiosos actores españoles, me contrató para ser su coprotagonista en una gira que duraría cuatro meses. Aquello era un regalo de los cielos pues elevaría considerablemente mi prestigio artístico y todos, familia y amigos, ardíamos de entusiasmo. Llevaríamos dos obras de repertorio, A dos barajas, de Martín Descalzo y La Pereza, (La galbana) de Talesnik y fue con esta última que comenzamos los ensayos. El director resultó ser mi admirado Fernando Fernán Gómez y cada noche yo me dirigía en autobús, ilusionada al teatro María Guerrero donde, tras terminar la función, comenzaba nuestro trabajo. Y allí permanecíamos hasta altas horas de la madrugada.

Mequi y yo, años más tarde
En una de esas ocasiones,  mientras me preparaba para el diario desplazamiento,  Mequi me demostró que, aparte de las virtudes que ya he mencionado, era verdaderamente generosa. Ella tenía un coqueto ciclomotor Vespino al que adoraba y con el que solía moverse por Madrid. Era todo un número ver a aquella espectacular mujer desplazarse sobre tan escaso vehículo. Pues bien, para evitarme la difícil y larga ida en omnibus y el caro regreso de madrugada en taxi se ofreció a prestarme su motito. Yo acepté, con la inconsciencia de la juventud, y el resultado fue que, a mitad del camino  y debido a mi total inexperiencia, mi corcel mecánico y yo fuimos a parar al suelo, de una forma muy poco elegante,  por fortuna sin graves daños para ninguno de los dos. Nunca volví a pedirle el ciclomotor y ella jamás me reprochó los arañazos que mi ineptitud dejó en él.

Con Rodero la relación fue estupenda aunque agitada, por motivos que explicaré más tarde. Con Fernán Gómez la sintonía resultó perfecta. De aquellos primeros ensayos tengo una divertida anécdota que describe perfectamente a ese especial personaje: en una ocasión Rodero le preguntó a Fernando cuales eran los antecedentes de su personaje, si debía interiorizar o no determinada escena a lo cual él contestó, con aquella profunda y cortante voz tan suya, “José María, yo trabajo con actores profesionales para que no me pregunten tonterías. Haz lo que tú sabes hacer. Actúa y no divagues.” Por supuesto, a partir de ese momento me libré muy mucho de intentar otra cosa que aprender el texto de pe a pa y decirlo con sentimiento y lógica. Gracias a eso el gran Fernando y yo tuvimos unas pacíficas y fructíferas relaciones. Se cuenta que, mientras él y su compañía estaban representando Un enemigo del pueblo, de Ibsen, estrenada hacía un par de meses en el Teatro Reina Victoria, pasaba cada día por los camerinos preguntando si alguien se sentía enfermo. “Si estáis malos decidlo y suspendemos. Recordad que esto no es la guerra.” Según parece no era muy adicto al trabajo y totalmente reacio a la monotonía que la repetición diaria de un texto implicaba.

La segunda obra, A dos barajas, estaba escrita por un cura, Martín Descalzo, y planteaba la dicotomía entre la devoción sacerdotal y el amor carnal. Era un “melodramón” que entusiasmaba a Rodero, el cual se sentía como pez en el agua entre lágrimas, gemidos y muerte. Los gemidos corrían de mi parte, pobre mujer enamorada de un cura, víctima de un amor imposible, y las lágrimas, de la suya pues nadie en el mundo podría superar su grosor o la violencia y constancia con que podían brotar de sus ojos ante la mínima sugerencia. Había una escena en la que, estando ambos abrazados, la pechera de mi vestidito azul claro quedaba empapada por aquel río que, superando holgadamente el supuesto dique de contención de sus pestañas, me salpicaba abundantemente. Un verdadero prodigio. En cuanto a la muerte,  "justo castigo" por las dudas del señor cura,  era el momento álgido tanto para Rodero como para la función, pues, ante su rotundo y sonoro desplome el público irrumpía en aplausos y bravos. Creo que nadie ha muerto en el escenario más veces y con más entusiasmo que él. Esta función fue magistralmente dirigida por Vicente Amadeo.

Por exigencias del guión, como se suele decir en nuestro ambiente, corté y oscurecí mi larga melena dorada y las benditas manos de mis madres me confeccionaron un vestuario sencillo, acorde con la personalidad de esas dos mujeres normalitas y algo anodinas que me tocaba interpretar.

Fotografía Jesús Alcántara

Maravillosa experiencia aquellos ensayos para mí. Pero como nada es perfecto, el inicio de la gira tuvo un defecto: debimos viajar a Las Palmas de Gran Canarias el día 24 de diciembre, ya que el debut tendría lugar el 25. Es decir que, aquellas primeras navidades de mi familia en España las vivimos, forzosamente, de nuevo separados.

Yolanda Mariño inició esa nueva aventura con el corazón dolorido por tener que estar cuatro meses lejos de su recién recuperada familia.
Yolanda Farr sabía, ilusionada, que tenía por delante, durante esos meses, un sin fin de vivencias que enriquecerían su vida y su carrera.


Necrológica.

Bebo Valdés
Ayer tuve conocimiento de la muerte, a los 94 años y en Suecia, donde se había exiliado en 1960, de Bebo Valdés, el hombre que mejor representaba la esencia de Cuba y lo mejor de su música. Durante los años que vivió en Málaga realizó, bajo los auspicios del cineasta español Trueba, sus últimas grandes contribuciones al mundo  musical, recibiendo el Grammy por el disco El arte del sabor y poco despues un segundo, además de tres discos de platino, por el memorable Lágrimas Negras, en compañía del cantaor Diego el Cigala. Su último trabajo fue Bebo y Chucho Valdés, un entrañable CD en homenaje al reencuentro de padre e hijo tras  muchísimos años de separación. 
Cito a continuación las palabras que la SGAE, Sociedad de General de Autores de España,  le dedicó en una ocasión. Me parecen el mejor epitafio.
"Bebo Valdés es el músico cubano que más ha contribuido a universalizar la música de Cuba y el jazz latino".



Proximo capítulo: ¡Ay, los grandes divos...!
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