Las familias católicas españolas, es decir, prácticamente todas, en sus representaciones navideñas prescindían mayormente tanto del nórdico árbol de Navidad y como de Papá Noel, rito que por estas tierras se consideraba “herético”. Los hogares, desde los más pobres a los bendecidos por la fortuna, exibían en su casa un belén que era a la vez muestra de devoción y espejo de su clase social y nivel adquisitivo.
Desde el simple pero entrañable pesebre donde tan solo cabían María, José, la cuna con Jesús en su seno y la acostumbrada pareja de animales, hasta enormes montajes con abundantes figuritas representando a labradores, a pastores con sus cabras que subían o bajaban por montañas de atrezo, forradas de cartón y musgo. Y distribuido por este decorado, un pueblo entero con casas y hasta vegetación, palmeras que bordeaban pequeños canales con agua continuamente corriendo para semejar el cauce de un río. Todo daba la sensación de alegría y esperanza y, por supuesto, de la ansiedad reinante por ver al recién nacido. Naturalmente no faltaban los tres Reyes Magos a los cuales, a medida que iba acercándose la Nochebuena, alguna mano creativa iba acercando, poco a poco, hasta el establo donde sucedería el Advenimiento. Toda esta parafernalia dependía de la imaginación y la situación social y económica de la familia.
Por supuesto en casa de los Ortega había, aquella Nochebuena, construido sobre una mesa, un sencillo pero artístico y cuidado belén sobre el cual se adivinaban las muchas representaciones anuales por las que había pasado y la amorosa mano de la “señora de la casa”, Doña Rosa, de quien emanaban, hasta a primera vista, aires de inmensa bondad.
Sin duda resultaron seres encantadores, los Ortega, y, sin ser de la misma sangre, me recibieron con afecto sincero. (Ellos eran familiares de Rafael, el marido de mi tía Olimpia). Juanito y Pilar, una dulce pareja de ancianos, Enriqueta y Juan José, jóvenes hijos de Don Juan y Doña Rosa, los patriarcas, Ana Esther, azafata de Iberia y ex novia de mi otro primo Rafael, el que vivía, como mi tía, en Costa Rica y al que no había visto desde que éramos niños, Oscar con su novia y Ana, la prometida de Juan José fueron los asistentes a esa cena navideña. Todos me recibieron afectuosamente, todos me preguntaron cosas sobre mi familia y sobre Cuba y a todos respondí como pude, casi con evasivas, intuyendo que, por más que lo intentaran, jamás comprenderían lo que había sido mi vida, lo que en la isla estaba sucediendo y el dramático porqué de mi exilio.
Eran encantadores pero vivíamos en universos demasiado diferentes. Una buena familia burguesa no podría nunca colocarse en la piel de los Pfarr -Yeck, huyendo hacia Cuba desde Alemania tras la Primera Guerra Mundial, ni en la de aquel niño Arsenio Mariño, abordando como polizonte un barco, allá en la Galicia de principios del siglo veinte, con el único objetivo de llegar a la soñada isla y poder sacar del pueblo a su madre y a sus tres hermanas. Una buena familia burguesa no conseguiría, ni con la mejor de las intenciones, aceptar los amores, en un principio clandestinos, de mi madre y mi padre, ni la potencia de una pasión que pudo superar todo tipo de obstáculos, morales, familiares y políticos. (Ver Instantánea 5). Esa clandestinidad que, muchos años después se repetiría en mi trágica historia con Homero Gutiérrez, preso y distante de mi vida desde nuestra última y efímera reunión en la cárcel de Isla de Pinos. (Ver Instantánea 28). Nada más dispar a mi mentalidad, siempre matizada con el espíritu liberal de la bohemia, que la de esa buena familia conservadora.
Eran encantadores pero vivíamos en universos demasiado diferentes. Una buena familia burguesa no podría nunca colocarse en la piel de los Pfarr -Yeck, huyendo hacia Cuba desde Alemania tras la Primera Guerra Mundial, ni en la de aquel niño Arsenio Mariño, abordando como polizonte un barco, allá en la Galicia de principios del siglo veinte, con el único objetivo de llegar a la soñada isla y poder sacar del pueblo a su madre y a sus tres hermanas. Una buena familia burguesa no conseguiría, ni con la mejor de las intenciones, aceptar los amores, en un principio clandestinos, de mi madre y mi padre, ni la potencia de una pasión que pudo superar todo tipo de obstáculos, morales, familiares y políticos. (Ver Instantánea 5). Esa clandestinidad que, muchos años después se repetiría en mi trágica historia con Homero Gutiérrez, preso y distante de mi vida desde nuestra última y efímera reunión en la cárcel de Isla de Pinos. (Ver Instantánea 28). Nada más dispar a mi mentalidad, siempre matizada con el espíritu liberal de la bohemia, que la de esa buena familia conservadora.
A pesar del ambiente hogareño que reinaba en la casa, o quizá precisamente por eso, aquella fue una noche infernal, tragándome las lágrimas cada vez que les oía reírse o les veía abrazarse, sintiendo como los tentáculos de mi dolor se extendían fuera de mí, fuera de aquella casa, fuera de aquel país y atravesaban el mar para unirse a gente en un abrazo lleno de añoranza. En esos momentos tuve que hacer uso de todas mis condiciones histriónicas para que no notaran el suplicio al que me sometía su felicidad.
Todos me ofrecieron su hospitalidad, insistiendo en que acudiese a sus casas a comer siempre que lo desease. No quise, en esos momentos, decirles que las 50 pesetas mensuales de mi asignación no me permitían desplazarme a menudo de la residencia, donde tenía “el rancho asegurado”, pues siempre he sido pudorosa a la hora de hablar de problemas pecuniarios.
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Foto de una "tuna" |
Juanjo, el hijo de la familia, estudiante de odontología y a punto de graduarse y contraer matrimonio, era un ser jovial y encantador. Me dijo que pertenecía a “la tuna” de la Facultad de Medicina y se ofreció a darme una serenata nocturna bajo el balcón de mi cuarto en la residencia. Me explicó que “la tuna” la formaban un grupo de estudiantes que, muchas veces, cantando y tocando algunos instrumentos, se divertían yendo por calles y colmaos disfrazados de caballeros del siglo 18. Era esta una costumbre muy arraigada entre los universitarios españoles. Aquel apuesto muchacho insistió en que le llamara “primo”, con una afectuosidad que me enterneció y que superaba en mucho a la que mi auténtico pariente, Oscar, me demostraba.
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Abrigo de lana de camello |
Al llegar el momento de las despedidas Doña Rosa fue al armario de su habitación y me trajo un precioso y calentito abrigo de “lana de camello”. “Tómalo, Yolanda”, me dijo, “tú lo necesitas y lo vas a disfrutar mucho más que yo”. Aquello fue conmovedor y de gran ayuda pues, como si los Hados quisieran de nuevo poner a prueba mi entereza, ese invierno de 1967 era, según decían, especialmente frío y nevoso.
Y fueron pasando los últimos días del año sin que el abotargamiento que me dominaba me permitiese pensar con claridad o eliminar de mí esa especie de agorafobia que me impedía salir a la calle sola. Ese terror a perderme en las fauces de la gran ciudad y no poder nunca encontrar el regreso a la calefacción central y las tres comidas diarias que tenía aseguradas en la absurda Residencia para Estudiantes Latinoamericanas. Deprimente pero cierto. Mis días transcurrían entre la cama, en la que permanecía largas horas, sumida en los recuerdos y la depresión, las comidas a las que me obligaba, ya que mi estómago estaba estrangulado por la tristeza, y aquella habitación de lectura que me proporcionaba los únicos momentos de evasión.
Poniendo especial atención a las carteleras de aquel Diario Ya fui archivando nombres de las últimas películas estrenadas, sobre todo de las americanas que hacía tantos años estaban prohibidas en Cuba y de las del cine español, por aquello de ampliar mi información sobre lo que se movía dentro de mi profesión.
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Fay Dunaway y Warren Beatty en Bonnie and Clyde, cartel de A sangre fría y foto de Sofía Loren, Charles Chaplin y Marlon Brando durante el rodaje de La condesa de Hong Kong |
Durante ese 67 se habían estrenado mundialmente, entre muchas más, Bonnie and Clyde, dirigida por Arthur Penn y protagonizada por Warren Beatty y Fay Dunaway, El graduado, de Mike Nicholds, con Anne Bancroft y Dustin Hoffman en los papeles estelares, La condesa de Hong Kong, bajo la dirección de Charles Chaplin, con Marlon Brando y Sofía Loren, Belle de jour, película francesa pero dirigida por el español Luis Buñuel, protagonizada por Catherine Deneuve, A sangre fría, de Richard Brooks y la más reciente creación de los estudios Disney, El libro de la selva… Todas habían sido acogidas con gran éxito de público y magníficas críticas. Todas despertaban mi apetito cinematográfico, ahíto de ver films rusos, checos, chinos o de cualquier país del bloque comunista, inevitablemente plúmbeos y politizados, bueno, salvo alguna notable excepción.
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Anne Bancroft y Dustin Hoffman en El graduado, imagen de El libro de la selva y Catherine Denueve en Bell de jour |
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Carteles de Marisol en Las4 bodas de Marisol y de Pili y Mili en Un novio para dos hermanas |
El cine español era harina de otro costal. Lo más abundante parecía ser una producción cinematografica totalmente superficial, con títulos como Las 4 bodas deMarisol, dirigida por Luis Lucia y cuya protagonista era, naturalmente Marisol, aquella "niña prodigio" que, sin duda, amenazaba con convertirse en mujer. Participaba, como coprotagonista, una tal Isabel Garcés de la que mis padres me habían hablado como de una importante actriz ya en la época de la posguerra o Un novio para dos hermanas, de Luis Cesar Amadori, con más "exniñas prodigio", dos mellizas llamadas Pili y Mili que parecían tener una gran aceptación por parte del público.
También se había estrenado Sor Citroën, de Pedro Lazaga, con Gracita Morales, José Luis López Vázquez y un amplísimo reparto, así como Las quetienen que servir, de José María Forqué, con Concha Velasco, Lina Morgan, Alfredo Landa y muchos más de esos nombres totalmente desconocidos para mí. Sólo había una película que, según los críticos, sobresalía en el reciente panorama cinematográfico, Peppermint Frappé, bajo la dirección de Carlos Saura, al cual catalogaban como “serio, prometedor y avanzado”. Los protagonistas eran Geraldine Chaplin, Alfredo Mayo y José Luis López Vázquez.
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Cartel de Sor Citroën, Alfredo Landa y Concha Velasco en Las que tienen que servir y cartel de Peppermint Frappé, con José Luis López Vázquez y Geraldine Chaplin |
En fin, así pasaba las horas, sumergida en oleadas de papel periódico y ligeramente embriagada por el olor de su tinta, intentado archivar nombres de personas que me pudieran ser útiles. Una noche un inesperado sonido de música y juveniles voces me despertó de mi abulia. Desde la calle subía una oleada de alegría revoloteando entre las notas del chotis Madrid. Era mi "primo putativo" Juanjo Ortega que, sorpresivamente, había cumplido su promesa de darme una serenata. Él y cinco compañeros más de su Tuna. Sin duda fue el único momento feliz en aquellos mis nefastos días iniciales en mi Patria. Efímero pero hermoso. Hubiese deseado que la residencia no estuviese tan desoladamente vacía para poder compartir con gente joven aquel hermoso momento. Qué muchacho aquel tan estupendo...
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Foto de Juanjo Ortega (marcado con una flecha) con la Tuna de la Facultad de Medicina. 1964 |
Mi primo Oscar me llamó el día 30 para comunicarme que la Nochevieja la pasaríamos de nuevo en casa de los Ortega y que me recogería a las 8 de la tarde. Juro que hubiese preferido poder quedarme en la soledad de la residencia, asistir a la iglesia con las dos monjas que permanecían a su cargo y así aprovechar para dirigir a Dios, desde su propia casa, mis ruegos y hasta mis reproches, haciéndole al tiempo la ofrenda de mis quemantes lágrimas, sin reparos ni pudores. No podía soportar la idea de tener que disimular mi dolor frente a esa buena gente entre la que me sentía como “un elefante en una cacharrería”. No me creía capaz de repetir mi “actuación” del día 24, aquella puesta en escena que me había arrancado a trocitos el corazón. O lo que de él había logrado sacar de Cuba.
A las ocho del día 31 Oscar llamaba a la puerta de la residencia. No a las ocho menos cinco o a las ocho y cinco. Germánicamente a las ocho. Y en su coche volvimos a dirigirnos, aún sintiéndonos como los extraños que en realidad éramos, a casa de aquella buena familia, los Ortega, pero esta vez calentita dentro del hermoso abrigo de lana de camello que Doña Rosa me había regalado. Hice el camino sumida en mis añoranzas, sin imaginar que, esa noche, al llegar a mi destino me esperaba una gran sorpresa.
Próximo capítulo: De nuevo en la lucha.