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Foto Jesús Alcántara |
A modo de introducción y como nota curiosa y muy significativa os diré que la primera conversación telefónica en Cuba se realizó en octubre del año 1877, tan solo siete meses después de que Graham Bell patentara su teléfono. A principios del siglo veinte, por supuesto bajo el férreo tutelaje de EE.UU., la American Telephone and Telegraph Company y Cuba firmaban un acuerdo para formar la Cuban Telephone Company, siendo tras el final de la Primera Guerra Mundial cuando se realizó el proyecto de un cable submarino, entre La Habana y Cayo Hueso, cuya finalidad era conectar directamente con Nueva York y Jacksonville. Este cable logró lo que fue la línea telefónica más larga del mundo en aquellos tiempos.
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Central telefónica del siglo XIX |
Y todo siguió su proceso normal, siendo paulatinamente introducidas en la isla las mejoras que EE.UU iba incorporando a su propio sistema de comunicaciones. Hasta que en el año 1960 las instalaciones de la Cuban Telephone Company fueron expropiadas y nacionalizadas por el gobierno de Castro. A medida que pasaban los años, la falta de recursos materiales, el uso chapucero y el inexorable deterioro que ocasiona el tiempo, hicieron que el contacto telefónico con la isla resultara caótico y a veces hasta imposible.
En el año 86 una drástica avería en el cable submarino provocó que las llamadas debieran ser conectadas a través de terceros países. Era necesario recurrir al servicio internacional de larga distancia, lo cual te dejaba en las manos de unas telefonistas que generalmente, no sé el porqué, asumían una desagradable y displicente actitud cuando pedías hablar con Cuba. Casi nunca había línea y si la había y se establecía la llamada no era extraño que algún cubanito desconocido contestara desconcertado desde un número equivocado.
Años después, cuando finalmente se restableció la línea directa con Cuba, mi comunicación con Lucy fue mucho más fluida. Al menos dos veces al mes nos poníamos al día de nuestras respectivas vidas y avatares. Gracias a eso pude seguir el progreso de los estudios musicales de su hijo Gabriel, el cual desde pequeño daba señales de grandes condiciones pianísticas. Ya en su temprana adolescencia había participado en celebrados conciertos y ni siquiera esa difícil etapa de la vida logró distraerle de su devoción hacia la música.
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Yo con Gabriel |
Y un día mi amiga me dijo, llena de emoción, que Gabriel estaba seleccionado para participar en un concurso internacional de piano que se celebraría, en fechas muy cercanas, en la ciudad de Valladolid, España. A pesar de la vergüenza que aún sentía por el comportamiento de su otro hijo, Alejandro, ese muchacho que había traicionado, años atrás, nuestra confianza y desdeñado nuestros intentos por ayudarle, después de asegurarme que la situación y los personajes eran totalmente distintos, me rogó nos ocupáramos de Gaby durante el tiempo de su estancia en España pues, como de costumbre en estos casos, venía tan solo con los viajes sufragados por el gobierno de Cuba y muy escaso de equipaje. “Gabriel no les va a dar problema alguno”, me aseguró, “él y su hermano son como las dos caras de una moneda. Y no teman que intente quedarse en el país. Ni remotamente se le cruzaría esa idea por la cabeza. Su arraigo familiar es demasiado fuerte, al igual que su sentido de la responsabilidad.” Como comprenderéis, a pesar de saber hasta qué punto puede ser ciego el amor maternal, aceptamos encargarnos de “el niño”, (que por aquel entonces tenía veinte lucidos añitos). Lucy era mi hermana y siempre haría por ella todo lo que estuviera en mis manos. Y ciertamente nunca nos tuvimos que arrepentir de tener a Gaby con nosotros.
El muchacho resultó ser encantador y sus facultades al piano excepcionales. Durante las tres jornadas que permaneció en Madrid solo una cosa nos pidió; que le consiguiéramos un piano para continuar sus prácticas. Debía sentarse al instrumento al menos cuatro horas diarias para no perder digitación.
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Gabriel Urgell |
Afortunadamente en la esquina de nuestro chalet había una pequeña escuela de música a la cual me dirigí con el fin de alquilarle un salón. Allí fue donde, estudiantes y maestras del centro, y por supuesto yo, nos enamorábamos del Prokofiev, del Debussy, del Mahler que salía de los privilegiados dedos de aquel hermoso y jovencísimo mulato.
Cuando lo dejamos en Valladolid para participar en las pruebas de selección, le di tan solo un consejo; “Gabriel, tienes una técnica impecable pero por favor no pierdas esa sensualidad que da a tu cuerpo y a los matices de tus interpretaciones reminiscencias de lamentos y tambores africanos. Esa es tu gran baza y lo que te diferenciará de tus competidores.”
Como suponíamos pasó sin problema la primera criba y fue aceptado como concursante de ese prestigioso premio “Flechilla Zuloaga”.
Eran muchos los participantes y a todos fue desbancando en las eliminatorias hasta llegar a ser uno de los tres afortunados finalistas.
La noche de la gran final, en el Auditorio de Valladolid, resultó algo inenarrable. Ver a ese muchacho, al que, por cierto, Jesús había tenido que prestar un traje de chaqueta para la ocasión, sentarse al piano de cola, con una orquesta de cuarenta músicos detrás, nos emocionó como si se tratara de la imagen de nuestro propio hijo. A medida que iba desgranando sobre el teclado las difíciles notas del Concierto Número 2, Opus 18 de Sergei Rachmaninoff, pieza que eligió para la ocasión, la tensión en la sala, casi sexual, se iba incrementando. No solo sus notas eran claras y precisas. Su imagen, fibrosa, trémula y llena de sensibilidad en los “pianísimos” y de fiereza y pasión en los “fortes”, era casi hipnótica. No es que el cariño hacia la sangre que corría por sus venas nos cegara. Al terminar su ejecución, con la totalidad de los asistentes en pie, hubo un estallido de bravos y una ovación que duró varios minutos. Y lo más significativo de todo fue ver a la orquesta en pleno levantarse y aplaudirle. A pesar de la excelente labor de los otros dos finalistas tan solo él recibió ese máximo honor que los músicos acompañantes ofrecen a veces a un solista o a un director.
(Os incluyo un video actual de Gabriel tocando el Concierto de Rachmaninoff)
Paseando, aun emocionados, por los salones de aquel gran Auditorio, durante los minutos del intermedio fijado para que los jurados decidieran a quién otorgarían los premios, la impresión general, los comentarios del público, daban como innegable ganador a Gabriel.
Paseando, aun emocionados, por los salones de aquel gran Auditorio, durante los minutos del intermedio fijado para que los jurados decidieran a quién otorgarían los premios, la impresión general, los comentarios del público, daban como innegable ganador a Gabriel.
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Sin embargo, para nuestra sorpresa, el presidente del jurado se acercó a nosotros, “los padres postizos del artista”, y nos dijo con voz contrita: “Señores, tenemos un gran problema. Todos estamos de acuerdo en que el merecedor del primer premio es Gabriel Urgell. Pero en las bases del contrato se estipula que el ganador, aparte de recibir 10.000 euros, se compromete a realizar, en el lapsus de un año, un alto número de conciertos en España patrocinados por nuestra fundación. Ayer hemos hablado con Cuba y nos han dicho que bajo ningún concepto le darían permiso para permanecer un año fuera del país y que la opción de que realizara tantos desplazamientos de ida y vuelta les saldría demasiado gravosa. Nosotros no podemos comprender semejantes razones pero eso nos impide obrar con justicia. Así que hemos decidido otorgarle el Segundo Premio y el Premio del Público que se ha ganado de forma tan abrumadora”. Y así fue como la estupidez del gobierno castrista frustró un año de conciertos y experiencias que seguramente hubiesen cambiado la vida de un joven cubano y llevado a la isla el prestigio de un primer premio de interpretación pianística.
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Gabriel Urgell. Foto Jesús Alcántara |
Un par de días más tarde despedimos en el aeropuerto de Barajas, Madrid, a aquel muchacho que nos dejaba en el alma la frustrante sensación de no poder hacer nada por quien tenía todas las posibilidades de convertirse en una estrella y que, sin embargo, en su patria era prácticamente ignorado.
(Durante los años que siguieron Gabriel Urgell continuó ganando, de forma esporádica, concursos internacionales, siempre regresando, más que a Cuba, al seno familiar. Finalmente consiguió una beca de estudios en el Conservatorio Nacional Superior de Música y Danza de París. En la actualidad vive en Francia, realizando en ese centro las labores de profesor y haciendo exitosos conciertos, para satisfacción inconmensurable de su madre Lucy.)
Hasta aquí la historia de ese gran pianista que, sin ayuda alguna de su país pero con tesón y sacrificio, ha logrado convertirse en un personaje notorio dentro del mundo musical europeo.
Aquella emotiva experiencia tuvo serias consecuencias en mi vida: mis adormilados instintos artísticos se despertaron hambrientos de escenarios y sedientos de aplausos. La paz y el distanciamiento de los que me había rodeado últimamente volvieron a parecerme tan solo una traición a mi verdadero yo. Así que cuando Gustavo Pérez Puig, el director y productor, me propuso volver a interpretar a la divertida Mujer Barbuda en la obra de Miura Tres sombreros de copa, me reintegré a la farándula más que encantada.
Ya en 1995 había aceptado hacer esa colaboración especial en un proyecto que tan solo duró unos meses de “bolos de ida y vuelta”. Ahora la oferta era de un año en Madrid, en el teatro Príncipe, y otro de gira por España. El reparto era distinto en su casi totalidad. Tan solo repetíamos Luis Hacha, Antonia Paso, Jordi Soler, que en esta ocasión interpretaba a Don Sacramento en lugar de al Negro Buby, y yo. Pero las nuevas incorporaciones eran magníficas: José Luis Coll, Cipriano Lodosa y Ángeles Martín, en la pareja protagonista, Carmen Martínez Galiana, Raquel Pérez Puerto, Sara Montalvo, mis amigos Miguel de Grandy hijo, Manuel Medina, Pepe Álvarez, Pepe Sanz y Carlos Urrutia, Kike Espildora, Estefanía Nusso, Begoña Blanco, Paco Galindo y Andrés Arenas. Un magnífico reparto con grandes nombres y un grupo de actores jóvenes que resultó una refrescante y divertida compañía. Y fue con ellos, durante esos ratos en los camerinos, mientras permanecíamos fuera de escena y los protagonistas se refocilaban cara al público en esos maravillosos textos de Miura, que tuve la oportunidad de aquilatar las dificultades de los jóvenes y novatos actores para hacerse un sitio dentro del moribundo mundo del teatro de aquellos días. Pero de eso hablaré en el próximo capítulo.
Próximo capítulo. ¡Que vida la del artista!