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Instantánea 121 - Hogar, dulce hogar

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Óleo de Jesús Alcántara


Primera parte.

Poco tiempo después de nuestra mudanza al chalet de Estrecho de Corea llegó Robin. Su triste historia nos hizo olvidar el “firme” propósito de nunca más tener una mascota. Los dramáticos fallecimientos, casi seguidos, de mi madre y de mi inolvidable perro Labrador, Alex, sucedidos pocos años atrás, me habían hipersensibilizado frente a la enfermedad y la muerte de mis seres queridos. Sobre todo ya no me sentía capacitada para hacerme responsable de un ser frágil e incapaz de contarme sus males. Pero el angustioso presente de aquel perrito y su trágico futuro nos obligaron a tomar la rauda decisión de adoptarlo.

El primer día de Robin en casa

La cuestión fue que una amiga de un amigo había comprado hacía un mes, ante el capricho de su hijo pequeño, un cachorrito de West Higland Terrier y, seguramente creyendo que se trataba de un peluche a pilas, su sorpresa fue morrocotuda al comprobar la cantidad de pis y caca que el supuesto muñequito expulsaba diariamente. Porquerías que, naturalmente, ella debía recoger. Así que, al poco tiempo de tenerlo, decidió que aquello era demasiado trabajo y optó por dejarlo encerrado en un pequeño servicio durante todo el día. Como es de suponer el pobre bebé enloquecía en su aislamiento. Ante sus constantes lloros y lo que ella llamaba “mi falta de tiempo  para encontrarle otro amo”, la dueña decidió sacrificarlo. Así, aunque os parezca mentira.

Para suerte del Westy y nuestra,  una hora más tarde de llegar a mi conocimiento la historia, Jesús y yo estábamos en casa de esa mujer, por llamarla de alguna manera, y aquella misma tarde Robin Hood, Robin para los amigos, entraba en nuestra vida y se adueñaba del chalet y de nuestros corazones. Nos parecía imposible comprender que un ser humano pudiese ser tan insensible, tan frío como para no enamorarse de aquella bolita de nieve que, desde que la tomé en mis brazos, no paró de abrazarse a mí, llenándome de besos mientras movía con desenfreno su largo y coqueto rabito.

En la piscina
Habiendo tenido animales en casa desde la niñez, habiéndolos criado y conociendo de sobra todos los sacrificios que educar a un perro y convivir con él implican, jamás he recomendado a persona alguna su tenencia. Por desgracia demasiados seres humanos están incapacitados para empatizar con un animal. Y digo por desgracia para ellos ya que no son capaces de imaginar los regalos de amor, fidelidad y compañía que pueden recibir tan solo a cambio de un poco de atención.  (Para finalizar esta parte de mi blog os diré que Robin sigue con nosotros, tan juguetón y cariñoso como de cachorro, siempre a nuestro lado, siguiéndonos de habitación a habitación, como si supiese de lo que le salvamos y a la vez temiese perdernos).


Segunda parte.

Tengo muy claro que aquel 1/1/ 2001 había significado para mí mucho más que  un nuevo siglo. En ese esperado siglo XXI una nueva era comenzaba para Yolanda Farr, esa mujer vapuleada por la vida desde la niñez, desarraigada y vuelta a desarraigar, malnutrida por la posguerra civil española, maltratada por el régimen castrista cubano,  asfixiada tras su repatriación  a una España que no la reconocía como hija legítima, a veces menospreciada pero, en contraste, otras muchas loada en ese mundo del arte que adoraba, eternamente víctima de los mareantes altibajos a los que la sometía esa montaña rusa que era su vida. La eterna luchadora sentía que algo iba cambiando en su interior.

Una nueva Yolanda se abría paso en su pecho para reemplazar a la agotada española-alemana-cubana con la que cargaba desde hacía más de sesenta años, una Yolanda sin apremiantes metas, capaz de disfrutar de las cosas cotidianas, sin premuras ni autoexigencias, decidida a gozar de los sencillos deleites de la amistad, la majestuosidad de la naturaleza y la paz hogareña. Alguien totalmente desconocido pero con quien estaba decidida a  lograr una completa simbiosis. En parte convencida de que la farándula ya no era aquella gran familia de soñadores en cuyo seno tanto sus padres como ella habían disfrutado, y en parte consciente de que el mundo estaba sufriendo una transformación en la que no podía ni quería participar, decidió hacer de su hogar un “centro de acogida” para los buenos amigos de siempre al tiempo que para los nuevos.

Pepa Sarsa, yo, y Elisenda Ribas con su perra, Chanel en nuestro patio

Así fue como nuestro chalet de Estrecho de Corea se convirtió en lugar de tertulias “internacionales, interraciales, e interprofesionales”.  Realmente un remedo de aquella “comuna” que en nuestra vida anterior, sin duda plagada también de buenos momentos, nos había hecho disfrutar de reuniones entrañables.  (Ver Instantánea 63).

Ágapes y eventos que, aunque sin la euforia de los años de nuestra juventud, volvieron a alegrar nuestros amistosos espíritus.


A la izquierda yo, Jesús, Juan José Ortega y su esposa Ana
           A la derecha con Antonio Collado y Mari Carmen Calleja

Personajes eternos como José María Salmerón, el veterinario que amenizaba con su ingenio aquellas antiguas reuniones, Antonio Collado y Mari Carmen Calleja, que fueran mis impulsores, mis representantes teatrales en la década de los 70, mi “primo” Juan José Ortega, miembro de aquella familia política mía tan convencional y despegada que encontré a mi llegada a España y el único  con el cual hubo auténtica empatía,(ver Instantáneas 48, 49 y 50)  el periodista y poeta Roberto Cazorla, Carlos Rodríguez y Sergio González,  Gladys Triana y Lyda Triana, mi gran Mequi Herrera, (con estos últimos me mantenía en continuo contacto gracias a sus anuales viajes a España y últimamente a internet).


María Gracia Mateu, yo, y María Krysler
María Gracia Mateo y María Krysler, las responsables de uno de mis mejores trabajos al tiempo que  de una de mis mayores decepciones, el Music-hall Lola (ver Instantánea 101) y el eterno amigo Paco Marsó se mezclaban sin problema con nuevas y entrañables adquisiciones.


De izquierda a derecha Susana Canales, Evelyn, yo y Paco Marsó





Por poner algunos ejemplos, mi compañera de Aprobado en castidad, Susana Canales, mi admirada Analía Gadé, mi exprofesor de baile Guido González del Valle, “El Grande”, Pepa Sarsa y Elisenda Rivas, con la cual, gracias a nuestra compartida terrible experiencia en Hay motín, compañeras se había establecido una íntima y sincera relación, Francisco Puñal y el concertista de piano Luis Rojas, ambos cubanos de pro, eran visitantes frecuentes.







Nuestro patio en primavera
Y así, durante años nuestras reuniones se fueron repitiendo, siempre para nuestro agrado y siempre incrementándose con amigos de amigos que acababan convirtiéndose en adictos. En verano disfrutando de las plantas regadas por mí con amor, mimadas y cobijadas durante esos helados inviernos madrileños y que al llegar la primavera llenaban nuestro patio de aroma y verdor.

José María Salmerón, yo, Guido González del Valle y Mequi Herrera

El resto del año las tertulias tenían lugar en los salones que, no sin esfuerzo, yo había conseguido convertir en acogedores. Sin duda aquellos coloridos y hermosos cuadros pintados por Jesús que llenaban las paredes, los muebles, mezcla de madera cruda y cálido cuero negro y los cortinajes que yo había querido coser con mis propias manos, como muestra el retrato de Jesús que encabeza este capítulo, lograban impregnar los desangelados habitáculos primitivos de fulgor hogareño. “¡En esta casa hay miel!”, afirmaban los visitantes cubanos. “¡Qué lugar tan lleno de buenas vibraciones!”, decían los amigos españoles. Y aquello debería ser cierto  pues uno sabía cuando llegaban los invitados pero nunca a qué hora se irían. ¡Cuántas cálidas madrugadas veraniegas vimos desembocar en mañanas, mientras, sentados en el patio y estimulados por los mojitos que no cesaban de aparecer como por arte de magia, charlábamos en la mejor compañía sobre lo humano y lo divino!

Roberto Cazorla, Lyda Triana, Guido González del Valle, yo y Gladys Triana
No era que hubiese roto definitivamente mis relaciones con el teatro. Tal vez las malas experiencias recientes, quizá el sentir como los años pasaban  consiguieron que mis ojos se abrieran a un mundo fuera de los escenarios, cortinajes y focos, haciéndome comprender que mi existencia había estado demasiado circunscrita a una profesión absorbente y a veces desagradecida. Ya no me pasaba las horas al lado del teléfono esperando una llamada de trabajo ni me enzarzaba con mis compañeros en diatribas contra la situación del arte en España.

Izquierda con Luis Rojas.          Derecha con Francisco Puñal
Y así, durante un tiempo, disfruté de una anticipada jubilación, con la consciencia tranquila, sabiendo que había dado a mi trabajo todo el amor heredado de mis padres y alimentado, a lo largo de seis décadas de fortunas e infortunios, por el mío propio.

Una temporada que podría compendiarse en una palabra hasta entonces desconocida para mí: paz.

Jesús, Robin y yo
Hasta que un día de nuevo Cuba me enviaría un regalito que iba a convulsionar mi vida.


Ha llegado un genio

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