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Instantánea 86 - Los Festivales de España.

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Foto Jesús Alcánta
En España, aún en la actualidad, muchos jardines y lugares históricos se transforman en teatros al aire libre en la temporada de verano. Durante el año 79, en el cual se desarrolla esta parte de mi narración,  funcionaban con mucha más intensidad aquellas giras que llamábamos Festivales de España y que, a precios módicos, daban la oportunidad de disfrutar de montajes teatrales, tanto de clásicos como de autores contemporáneos, a los habitantes de ciudades y pueblos del interior del país.  Además, y muy importante,  ofrecían trabajo al gremio teatral  en unos meses en los que, tanto la producción televisiva como la escénica, casi desaparecía en un Madrid “cerrado por vacaciones”.


Manuel Fraga Iribarne
El auge de estos Festivales fue durante la década de los 60 y los 70, gracias al empuje de un hombre que en esos momentos era Ministro de Información y Turismo: Manuel Fraga Iribarne. Aunque más conocido por haber creado y promocionado los famosos Paradores de Turismo, era también un reconocido aficionado al teatro.

Personaje controvertido dentro de la política de aquellos años, por unos visto como una promesa de aperturismo y por otros como un gallego derechista y despótico, lo cierto es que fue fiel a sus ideas hasta la hora de su muerte, acaecida en 2013.  Se cuentan de él mil historias, por ejemplo que, gallego hasta la médula,  era capaz de recitar de memoria los nombres de cada caserío, villorrio, pueblo o ciudad de Galicia. Lo indiscutible es que era un político adelantado a su época y que poseía un talento especial para las relaciones públicas.  Será por siempre recordada su forma de enfrentarse a un suceso acaecido en 1966. 
Fraga, en su juventud, con Franco
Dos aviones americanos, un B-52, portador de cuatro bombas de hidrógeno, y un avión de aprovisionamiento KC-135 chocaban sobre la provincia de  Almería cayendo los artefactos sobre territorio español.  Tres de ellos fueron a dar a tierra y uno  se hundió en las aguas de Palomares.  A pesar de que las bombas caídas en  tierra firme fueron inmediatamente recuperadas por el ejército norteamericano y de que ambos gobiernos, americano y español, aseguraban que no había surgido ninguna fuga radiactiva, (información que ahora se sabe fue incierta) aquello provocó el natural espanto en la población. Sobre todo entre los habitantes de Palomares, ya que el artefacto caído en el mar cercano no se lograba localizar.


Saliendo de las aguas de Palomares

La reacción de Fraga fue organizar una gran campaña informativa en la cual se le veía, junto al embajador norteamericano, bañándose tranquilamente en esa playa  con el propósito de demostrar al pueblo que aquello no conllevaba ningún peligro. Y surtió efecto. (Esa cuarta bomba tardó muchos días en ser recuperada).

Todo esto que he contado sucedió en la dictadura de Franco. Tras su muerte, Fraga fue nombrado vicepresidente y Ministro de Gobernación de Carlos Arias Navarro, el primer presidente de gobierno bajo el reinado de Juan Carlos.

Durante el tiempo de su mandato en este Ministerio ocurrieron varias cosas que debilitaron su imagen de reformista y hombre de centro. Entre ellas los sucesos de Vitoria, donde la policía armada mató a cinco obreros e hirió a otras cien personas; y  su radical negativa a permitir que los trabajadores se manifestasen el Primero de Mayo.


Fraga con el líder comunista Santiago Carrillo
Posteriormente, en el 76,  fundó el partido Alianza Popular al que definió con estas palabras; “este partido trata de ejercer una acción que tienda a que una gran parte de las fuerzas conservadoras del país formen un grupo que acepte las reglas democráticas y del "sufragio”. Y en el 78 fue uno de los colaboradores en la redacción de la Constitución Española, es decir uno de los “padres de la constitución”.

Como he dicho, un personaje controvertido al que no se le puede negar su preponderancia en el mundo político y su buena disposición para con el mundo de las artes.

 Y ahora os voy a contar cómo y porqué, un día de abril de aquel año 79, poco después de los “funerales” por Asesinato entre amigos, la muerte intentó hacerse conmigo.

Por fortuna Jesús había regresado de la etapa pasada en Milán, pintando bajo el mecenazgo de Doménico Rainieri. (Ver Instantánea 84). Gracias a Dios estaba ya conmigo. Aquella noche habíamos ido al cine, como siempre que teníamos tiempo y oportunidad. A la salida un fuerte cólico me atacó de repente pero, ya que el estómago había sido desde adolescente mi punto flaco, en un principio no le hicimos mucho caso. El problema era que el dolor no se calmaba con el paso del tiempo. Muy por el contrario se iba intensificando hasta llegar a convertirse en algo insoportable. Entonces decidimos ir a urgencias. Me realizaron un análisis de sangre que salió normal y, supongo que teniendo en cuenta mis antecedentes clínicos, no me hicieron más caso. Me diagnosticaron un cólico por ingestión de algún alimento en mal estado, me mandaron tomar un fuerte calmante, Nolotyl, y me enviaron a casa. Ante el asombro de Jesús no obedecí en absoluto lo de los analgésicos  pues aquel dolor no se parecía en nada a los experimentados con anterioridad y yo quería seguir su evolución. Y pasé una noche que no deseo ni a mi peor enemigo.

Jesús y yo celebrando
su vuelta de Italia
Al llegar la mañana llamé a mi médico de familia, como por entonces se le decía a aquel entrañable médico de cabecera que todos hemos conocido en nuestra vida, ese que era doctor,  psiquiatra y hasta muchas veces adivino. Cuando le conté por teléfono mis síntomas, "don Carlos", pues ese era el nombre del muy bendito, me dijo que volviese de inmediato a urgencias y que no me moviese de allí hasta que me hicieran caso pues lo que yo tenía era un ataque agudo de apendicitis. Así lo hicimos y en el nuevo análisis de sangre ya mis leucocitos se habían disparado a cifras astronómicas. Entonces fui ingresada para operarme de inmediato. Cuando vinieron a prepararme para entrar en quirófano, el joven enfermero me preguntó con una amplia sonrisa. “¿Tú no eres Yolanda Farr, la artista? Pues díselo al doctor Rodríguez Requena, el cirujano que te va a operar. Él tratará tu precioso cuerpo con mucha delicadeza.” Maldito lo que a mí me importaba en esos momentos el tamaño de la herida. Yo tan solo quería salir de aquel sufrimiento.

A pesar de estar drogada a base de calmantes insistí en que me dejarán bajar al quirófano por mis propios pies y así poder entrar en él erguida y decidida, como los cristianos penetraban en la arena del circo romano, dispuesta a enfrentarme a los leones, a los bisturís o a lo que se terciara. Se me concedió el capricho y andando fui hasta la aterradora mesa de operaciones. Eso sí, sostenida por mi amable enfermero. Lo último que recuerdo, tras sentir como por la vía que me habían puesto en el brazo entraba un líquido caliente, fue una voz que decía. “Oye, Requena, es Yolanda Farr, la artista, esmérate con ella”. Luego vino una oscuridad acogedora, tan solo rota por otra voz que repetía mi nombre y por la paulatina consciencia de un brumoso rostro desconocido al que bordeaba una luz mortecina. Me cuenta Jesús que en aquel momento abrí los ojos,  dije algo así como, “no me moleste, déjeme dormir”, y volví a sumergirme en la cómoda inconsciencia.  Así se perdieron  para siempre varias horas de mi vida.

 A la mañana siguiente todo había pasado. El cirujano me contó que la operación había salido bien, a pesar de lo dificultoso de extraer un apéndice que estaba necrosado y escondido tras un riñón. Luego dijo  que estaba viva por milagro. La septicemia había estado a la distancia de minutos.

 A modo de epílogo: don Carlos y el doctor Rodríguez Requena me salvaron la vida. Menos de veinticuatro horas más tarde daba mi primer paseo por los pasillos de la clínica y a los tres días dejaba esa habitación llena de las flores que mis amigos me habían llevado. Y menos de un mes después, en plena convalecencia,  estaba ya ensayando para esos Festivales de España  que me someterían a un auténtico tour de force.



Antonio Díaz Merat, ese muchacho que en el año 1968   fuese ayudante de dirección de Tamayo y que, como tal, me recibió en el teatro Bellas Artes para mi primera y fallida audición en España, (ver Instantáneas 51 y 52),  no siendo ya tan muchacho, se había convertido en director de prestigio. Él me llamo para hacer, como protagonista, tres obras de Alfonso Paso con los actores Fernando Delgado, José María Guillén, Carmen Robles y Luis Rojo.  No sabía en lo que me estaba metiendo.

Aunque he calificado los Festivales como malévolos, la realidad es que tuvieron una parte hermosa. A excepción de en algunos teatros convencionales, o desangelados polideportivos, la mayoría de las representaciones se hacían al aire libre, en ferias, en las ruinas de teatros romanos, o en los patios de derruidos castillos donde el público se sentaba sobre rocas o en sillas que se traían de sus casas. Era impresionante verlos entrar al recinto cargados con muebles, mantas y cojines.

Estos lugares solían abarrotarse y la concurrencia era agradecida y atenta. Gracias a Dios, pues trabajar en esas condiciones, con poquísima megafonía y soportando, incluso en pleno estío, el aire más que fresquito de las noches castellanas era muy difícil. Recuerdo como, en los intermedios entre escena y escena, algún compañero me solía esperar para calmar la tiritera que me dominaba, provocada por Eolo y por la nula protección que me ofrecía mi inevitable vestuario veraniego.
El tratamiento entonces era un traguito de coñac,  golpecitos en la espalda y masajes en brazos y cuello. Así la sangre volvía a circular a temperatura normal.

 Esperando el comienzo en las ruinas de un castillo.  Escenario bajo un torreón.  Foto picada de los improvisados camerinos

En esos momentos comprendía la razón por la cual la mayoría de los asistentes acudían provistos de unas acogedoras mantas. Allí, bajo el fulgor de la luna,  era una imagen sorprendente verlos compartiendo sobre sus regazos cobertores de todas clases. En otras ocasiones, como la vez que trabajamos en las ruinas del teatro romano de Sagunto, las emanaciones de aquellas antiquísimas  piedras, la belleza del  entorno, hacían olvidar las incomodidades. Aquel lugar no estaba aún remozado en su totalidad lo cual hacía más intensa la sensación de inmersión en el pasado. Pensar que en esas gradas, (caveas) se habían sentado, muchos siglos atrás, personas amantes del teatro, que sobre el escenario que pisábamos (scena frons) tal vez se habían representado, recién saliditas del horno, obras de Séneca, Plauto o Terencio, nos llenaba de emoción.

La peor parte de los Festivales era cuando tocaba trabajar en medio de un recinto ferial. Imaginad esta película; de fondo musical el vocerío de la multitud, el ruido de los carricoches, la pachanguera  música que brotaba de los altavoces y en imagen, una tarima levantada aquella misma mañana en una esquina y sobre la cual los actores, con unos gritos que frustraban sus esfuerzos por realizar un buen trabajo, intentaban por lo menos  hacerse oír. Las funciones debían comenzar una vez oscurecido el día y terminar antes de las 12 P.M., hora de las brujas y de la inevitable andanada de tracas y cohetes.  Aquello sí que era deprimente y estresante.


Con Fernando Delgado y José María Guillén en ¿Conoce usted a su mujer?
Aunque llevábamos tres obras, El cielo dentro de casa, Vivir esformidable y ¿Conoce usted a su mujer?, esta última era la de más éxito y  por lo tanto la que más se representaba.   Me encantaba mi personaje, esa mujer de doble personalidad, Isabel-Acacia, que me ofrecía la oportunidad de mudarme, de una escena a otra, la piel de una devota esposa por la de una peligrosa sicópata.

Mis compañeros no podían ser más encantadores. Carmen Robles, que en otros tiempos había sido una primera actriz, no era mi madre sólo en escena. Había extendido ese papel a la vida cotidiana y juntas llevábamos la carga de los larguísimos viajes y las malas experiencias. Incluso llegamos a compartir varias veces esa habitación de hotel tan difícil de encontrar, en los días de fiestas, en ciudades y pueblos.

De izquierda a derecha Guillén, Fernando, Carmen Robles y yo en Vivir es formidable.
José María Guillén era un conocido galán joven y un chico lleno de vitalidad. Siendo tan pocos de compañía, el director y productor no alquiló un autocar para los viajes, así que solíamos hacerlo en los coches particulares de los miembros de la compañía.  Díaz Merat y Luis Rojas lo hacían en el de Fernando Delgado, los técnicos en el de Joaquín Martos, el regidor, y Carmen y yo íbamos en el de José María, al que todos llamábamos Chema, y entreteníamos las horas del tedioso desplazamiento jugando a las películas,  a los personajes o a las adivinanzas. Así el tiempo y los kilómetros se hacían más llevaderos.




En cuanto a Fernando Delgado, eso era harina de otro costal. Actor en aquellos días muy popular por su continuo trabajo en T.V.E., era uno de esos seres a los cuales, poseedor de no se sabe qué misterioso poder, era inevitable querer hiciese lo que hiciese. Y señalo esto pues, a veces, había motivos para arrearle más de un buen cocotazo. Este hombre tenía la costumbre de gastar bromas en escena a sus compañeros, bromas ingeniosas en ocasiones pero otras sangrantes. Una de esas chanzas, según dicen bastante habitual en él, era colocarse de espaldas al público, frente a su interlocutor masculino y, con una extraordinaria habilidad para no ser visto por los espectadores, apretar con una mano los testículos de su víctima mientras esta intentaba hablar. Esta bromita era famosa entre los actores que habían trabajado con él. Otra de sus ocurrencias, que voy a narrar a continuación, estuvo a punto de buscarnos un gran problema.


Con Fernando en la escena del cuchillo de ¿Conoce usted a su mujer?
En los laterales de los escenarios teatrales solía haber unas mangueras antiincendios, enrolladas y colgadas sin más en la pared, con el fin de que cualquiera tuviese fácil acceso a ellas en caso de necesidad. Una noche, durante una representación de ¿Conoce usted a su mujer? en el teatro de Torrelavega, Cantabria, en medio de una escena en la que yo, “poseída por mis demonios” le atacaba con un cuchillo, Fernando abandonó el escenario durante unos segundos pero tan solo  para volver con una de dichas mangueras abierta y arrearme un corto pero efectivo “manguerazo”. El público quedó encantado, el escenario hecho un asco y yo hube de hacer el resto de la función furiosa y empapada de pies a cabeza. Por supuesto el empresario del teatro montó en cólera pero, a los cinco minutos, tanto él como yo, estábamos de nuevo conquistados por su encanto y riéndole las gracias. Desde luego no era normal su poder para embrujar a la gente. De todas las personas que soportaron sus a veces pesadas bromas,  a ninguna he oído hablar mal de él. Fernando Delgado era un gran actor y un individuo encantador, pero en extremo peligroso en escena.

El fin de aquel verano del 79 fue también, para nosotros,  el de los Festivales de España y el de la Compañía de Teatro Popular, dirigida por Antonio Díaz Merat, con la cual conocí una España hasta entonces ignorada por mí.

Necrológica.

Myriam Acevedo
El día 23 de julio murió en Roma, Myriam Acevedo, actriz cubana de grato recuerdo para mí y para la mayoría de los habitantes de aquella rutilante ciudad de La Habana de los años 50 y 60. La admiré como la protagonista de Las Criadas, de Genet, de La ramera respetuosa, de Sartre y de La madre, de Gorki, pero nuestra relación se estrechó durante los ensayos de La noche de los asesinos, de PepeTriana, esa obra cuyo proceso de creación pude seguir, desde las primeras notas del autor, gracias a mi amistad con esa familia de artistas. Todos trabajos magníficos de Myriam, pero que, en mi opinión, quedaron eclipsados por su imagen existencialista, banqueta y ropa negra, mientras entonaba, con voz grave y sensual,  su inimitable versión de La Macorina en el pub El Gato Tuerto. Y con esa maravillosa visión de la Acevedo me quedo para despedir su presencia física en este mundo. Su recuerdo pervivirá siempre en la memoria y el corazón de todos los que disfrutamos de su trabajo o de su amistad.

Próximo capítulo. La Farr, ¿transexual?

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