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Channel: Yolanda Farr
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Instantánea 82 - Forqué y Arturo Fernández, dos grandes “maestros”.

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Retrato de Diges durante el rodaje de Madrid, Costa Fleming

José María Forqué era un prolijo y versátil director de cine. Fue para mí una gran satisfacción que quisiera tenerme en el elenco de la película Madrid, Costa Fleming, rodeada  de un reparto importantísimo y permitiéndome disfrutar de un precioso papel. Eso me hacía confiar en que mi camino en el cine español estaba consolidándose.

Claudia Gravi, Mabel Escaño y yo. Foto Diges
Mi relación con las actrices que compartían conmigo el rol de call girls era estupenda. Sobre todo con Claudia Gravi, con África Prats y con Mabel Escaño. Juntas desayunábamos y juntas nos sentábamos a la hora de la comida, intercambiando opiniones sobre nuestros papeles, sobre la profesión y sobre el mundo en general. La película completa, salvo los exteriores,  se rodaba en un moderno hotel madrileño cuya última planta se había alquilado para ese menester.

En una ocasión, durante una escena en la que no participaba, se me ocurrió dar un paseíto por los pasillos, intentando  ejercitar un poco aquellas piernas mías que llevaban toda la mañana inmóviles mientras filmaba una secuencia en la que debía permanecer sentada. De pronto, al acercarme a una puerta entreabierta, oí unos sollozos femeninos.  Segura de que era alguien del equipo, ya que nadie más tenía acceso a esa planta, pregunté con suavidad, “hola, ¿te pasa algo? ¿puedo entrar?”, pero viendo que mis palabras solo lograban incrementar los sollozos, decidí entrar en acción. Allí dentro, sentada sobre la cama, se hallaba una muchacha muy joven, con el rostro oculto entre las manos.

Verónica Forqué

Me acerqué a ella  mientras le decía “hola, soy Yolanda y pertenezco al grupo  de los actores, ¿quieres contarme qué te sucede?” ¡Fue lo mismo que destapar una botella de champán! Como en  explosiones simultáneas las lágrimas brotaban de sus bonitos ojos a igual  velocidad que las palabras surgían de su boca. Me confesó que era muy desgraciada, que no le gustaba nada ser  actriz, que las cámaras la asustaban, pero que su padre la obligaba a seguir la tradición familiar y que su nombre era Verónica Forqué, la hija casi adolescente de nuestro director. Conmovida ante su visible angustia, me quedé un rato a su lado, intentando calmarla. Le aconsejé seguir sus impulsos y negarse a que nadie, ni siquiera su familia, la forzase a tomar un camino que no era de su agrado. “Ya no eres una niña, Verónica, impón tu voluntad. Esta profesión es demasiado dura para dedicarle tu vida sin sentir por ella una devoción casi sacerdotal”.  Al poco tiempo la muchacha se calmó y yo abandoné la habitación sin darle al hecho mayor importancia. ¿Quién iba a imaginar que aquella frágil criatura que con tanto dolor renegaba de la profesión de actriz  se convertiría, unos años después, en una gran estrella?

El rodaje transcurría con facilidad y ligereza, gracias a la gran profesionalidad del director y de los actores, que no en balde son una parte importantísima en el difícil proceso de elaboración de un film. El acierto en la selección de los intérpretes, así como su calidad, han salvado muchas veces del desastre a películas mediocres.

Alfred Hitchcock


Pero una supuesta anécdota de Hitchcock,  con un actor al que pretendía bajarle los humos, rondaba en aquellos días por los estudios de rodaje y estaba endiosando a directores que lo último que necesitaban era eso. Dicen que en una ocasión Hitchcock le indicó a su circunstancial protagonista que abriera una puerta del plató para hacerle un primer plano en el dintel, ante lo cual el divo pidió información sobre los antecedentes  de esa acción. Se cuenta que entonces el excéntrico cineasta le respondió proponiéndole una prueba: el actor debería poner “cara de nada” ante la cámara, en los estudios Hitchcock haría tres montajes distintos con aquel close up y al día siguiente se los mostraría.

Mari Carmen Yepes y yo. Foto Diges
Según la historia, al ver el resultado, el famoso actor quedó sumido en el asombro. En una de las escenas, su primer plano era seguido  por la imagen de un salón donde se desarrollaba una fiesta. En la segunda, se mostraba un velatorio, con cadáver incluido, y en la tercera, se había hecho entrar de espaldas a su doble con un cuchillo en la mano, mientras una joven le veía acercarse gritando aterrada. ¡El mismo rostro ante tres situaciones antagónicas y la coherencia era perfecta!  En la primera versión, gracias a la imaginación del espectador, la “cara de nada” parecía sonreír, en la segunda semejaba estar entristecida y en la tercera hasta se podía adivinar una mirada asesina en los ojos del actor. Con eso pretendía demostrar Hitchcock que el intérprete era simplemente un muñeco en manos del director, sobre todo durante el montaje. Y que así debía ser.


Mabel Escaño y yo. Foto Diges
Yo quiero creer que tamaña exageración es tan solo una “leyenda urbana”, pero el hecho es que alteró, como dije anteriormente, el buen juicio de algunos directores. Un día, a mediados del rodaje, tuve la desafortunada idea de comentar con Forqué dicha historia, al tiempo que le afirmaba mi total discrepancia con Hitchcock y lo absurda que la misma me parecía. Y esta fue su reacción ante mis palabras: “¿de verdad crees que   es absurda? Podría demostrarte con qué facilidad, sin quitarte una escena, ni siquiera una frase del diálogo, un director conseguiría que tu bonito papel quedara relegado ante las cámaras a un oscuro  segundo o tercer plano.” Como todo esto fue dicho con una relajada sonrisa en su rostro no di demasiada importancia a aquella conversación. Sobre todo porque en días posteriores nada anómalo noté en mis rodajes ni en nuestra cortés relación profesional.

Tan solo al ver Madrid, Costa Fleming en el cine, meses después, comprobé hasta qué punto su velada amenaza se había cumplido. Yo estaba en la pantalla, sí, pero con demasiada frecuencia de escorzo. Si tenía un plano medio detrás venía un “big close up” de alguna de las otras chicas.  Varios de mis parlamentos mas importantes estaban rodados en un distanciador plano general.  De una forma sutil e inteligentísima había logrado opacar mi personaje por el simple medio de enfatizar el de las actrices que me rodeaban. De aquellas preciosas imágenes mías que el fotofija de la película, Diges,  había tomado, muy poco o nada quedaba reflejado en el celuloide.  Para colmo mi nombre ni siquiera figuraba en los carteles de promoción. Muchas veces me he preguntado la razón por la que José María Forqué hizo esto, si fue una ilógica y desmesurada reacción de soberbia ante mi pretensión de colocar a los actores al mismo nivel de importancia que a los directores o si fue por los consejos de rebeldía que, en una ocasión, había dado a su hija Verónica. La cuestión es que, sin duda, aquel hombre me dio una lección magistral de por qué nunca puede uno contradecir o molestar a un director. Sobre todo de cine.





Al poco tiempo de terminar este rodaje Arturo Fernández, el eterno galán de galanes, se ponía en contacto conmigo con el fin de contratarme, como primera actriz, en su próxima obra.  Es decir que en septiembre de ese año debutábamos en el teatro Beatriz de Madrid con Una percha para colgar el amor,  extraña adaptación del título original de Samuel Taylor, Avanti

En el reparto, además de Arturo Fernández y yo, absolutos protagonistas, estaban Juan José Otegui, Pepa Ferrer, Ventura Oller y Guillermo Hidalgo. Durante los arduos ensayos Ángel Montesinos, el director, hizo un trabajo de la más fina orfebrería. Su empeño principal fue conseguir que el primer actor, un auténtico divo acostumbrado a llevar todos los personajes que interpretaba al mundo de sus estereotipos y “muletillas”, abandonara sus tics y le impartiera a aquel Wendel Jr. toda la ternura y humanidad de las que su autor le había dotado. De hecho, en los ensayos generales, el divo logró demostrarnos, tras arduo trabajo, que podía ser un buen actor. Todos estábamos entusiasmados con la obra y con el descubrimiento de ese Arturo Fernández tan distinto, seguros de que aquella nueva manera de enfocar el trabajo le quitaría el sambenito de actor efectista y superficial.



Unos días antes del estreno, Montesinos, en un aparte, me rogó que, pasara lo que pasara, nunca permitiera a mi coprotagonista retomar los viciados caminos que, hay que admitirlo, le habían hecho famoso. Que intentara, de todas las maneras posibles, tirar de él hacía el trabajo serio y hermoso de aquel medio melodrama, medio comedia que teníamos entre manos. Avanti o, como se llamó en su versión cinematográfica en España, ¿Qué ocurrió entre mi padre y tu madre?

En un principio, las estupendas críticas y tal vez un rescoldo de satisfacción interior por el trabajo bien hecho, le mantuvieron contenido dentro de la humanidad de aquel tierno personaje que había interpretado en cine nada menos que Jack Lemmon.


Pero poco a poco, los  antiguos vicios del “asturianín”, a instancias de su público incondicional, volvieron a ocupar un lugar prominente en su trabajo. Su personaje, lleno de dudas y ternura, se convirtió en el “chulito asturiano” que sus adeptos adoraban, y de la boca de Wesley Jr. comenzaron a salir palabras como “zapatu” en lugar de zapato o “chatina” en lugar de decir mi nombre en la obra, Pamela. Lo cierto es que sus fans, en la mayoría mujeres, se alborozaban al oírle hablar así o al observar cómo se arreglaba la raya de su impoluto y elegantísimo pantalón cada vez que se sentaba  o levantaba. Este arquetipo que se había construido era tan subyugador que, mientras estuviese en escena, él era el centro de todas las miradas, y no importa lo conmovedor o divertido que fuese el texto del compañero, las adornadas orejas de las damas del respetable prestaban atención tan solo a sus palabras.

Entrevista con el crítico Lorenzo López Sancho


Es decir que era desolador saberte rodeada de personas y sentirte totalmente sola en el teatro, estar junto a  una luz tan potente que tu trabajo se volvía prácticamente invisible y advertir que tu voz, portadora de un hermoso mensaje de amor, se perdía entre los recovecos cerebrales de un público embrujado que solo vivía para su ídolo.

Arturo Fernández y yo
Durante algún tiempo luché, entre disgustos y hasta lágrimas, por recobrar al encantador compañero de escena de los ensayos generales. Pero fue imposible. Una tarde Arturo me hizo llamar a su camerino y muy educadamente me leyó la cartilla:  "Chatina, yo le doy a mi público lo que me pide. Es él y no Montesinos, nuestro director, el que me llena los teatros, alimenta mis bolsillos y paga el sueldo de mis actores. Sé que estás trabajando en tensión y te voy a dar un buen consejo; olvídate de Stanislavsky y, cuando estés en escena, sonríe y cruza las piernas que eso nadie lo hace como tú. Pero si no te sientes a gusto en mi compañía y quieres dejarla dímelo, y muy a mi pesar, te sustituiré”. ¿Como se podía reaccionar ante eso? Por otro lado, yo había comprobado que sus palabras eran ciertas. El público le adoraba tal y como era y, creedme, nada ni nadie tiene el suficiente poder para cambiar los designios del respetable.




Así que, con toda la humildad que me fue posible, acepté esa lección y dejé, durante los seis meses que trabajamos juntos,  de luchar por una causa que nadie apreciaba; la fidelidad a los personajes tan bellamente escritos por Samuel Taylor.

En mi próxima Instantánea seguiré hablando de Arturo Fernández y de algunos defectillos suyos que a veces hacían muy difícil trabajar con él.







Próximo capítulo.Adioses y bienvenidas.

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