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Channel: Yolanda Farr
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Instantánea 81 - Yolanda y los veinte enanitos. (Segunda parte)

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Foto Nanín
Pues bien, el último día de mi participación en el rodaje de Gulliver,iba a convertirse en la ponzoñosa guinda que coronara el pastel de cemento en que se habían convertido los 14 días consecutivos de doblete. ALGO estaba a punto de lograr que las madrugadas viajando en el coche de producción y las agotadoras dos horas de show en el Music-Hallparecieran un agradable juego de niños.

Al llegar aquella mañana a locación, tras mi incursión en el barreño donde la encantadora scrip, supliendo la falta de duchas en el pueblo, me dejaba “pasada por agua”, cubo de agua va, cubo de agua viene, tras mi siempre reconfortante paso por las manos del maquillador Goyo y regresada ya a la vida gracias a sus generosos masajes, Alfonso Ungría se presentó en el cuarto de maquillaje diciendo que tenía algo importante que consultarme.

Fernando Fernán Gómez y yo
Según la versión original, en un acto de rebelión del pueblo contra su dictador, Fernando Fernán Gómez, cuatro de los enanos violaban a su amante, es decir a mí. Era la última secuencia que me quedaba por rodar. Varias veces habíamos hablado Ungría y yo sobre ese momento, aun más desagradable de lo normal por la reciente experiencia sufrida en la filmación de El Perro, a lo que mi director me repetía que no tenía nada que temer, que todo sería totalmente  inofensivo, que confiara en él. Durante los precedentes días de trabajo yo había entablado buena relación con mis futuros violadores y, siendo los cuatro profesionales en los cuales podía confiar, mis preocupaciones, con respecto al incómodo plan de rodaje del día, no eran demasiadas.

Pero mira por donde, de repente me encuentro sentada en maquillaje, con mi mano cálidamente sujeta por la de mi director, con sus límpidos ojos azules mirándome en actitud casi suplicante mientras me intentaba vender, todo sonrisas y amabilidad, sus últimas elucubraciones. “He llegado a la conclusión que la película ganará en intensidad dramática si son los veinte enanos en tropel los que te agreden”. ¡Los veinte enanos! Un montón de personas descontroladas  a la caza y captura de mi integridad física.
Enrique Fernández y yo

Apuesto, queridos amigos,  que estáis convencidos de mi rotunda negativa ante la locura de esa proposición. Pues os diré, para vuestra sorpresa, que media hora más tarde, tras la renovada promesa de Ungría de que sólo los cuatro profesionales, tal y como  estaba planeado, fingirían la violación, tras reiterarme que ellos me protegían con sus cuerpos de cualquier posible desmadre, mi buen criterio flaqueó. Sí señor,  tras su rotunda afirmación  de que el resto del grupo estaba instruido para limitarse a hacer bulto y crear algarabía alrededor, Yolanda Farr, la disciplinada, la devota amante de su trabajo, entre escalofríos y retortijones y por el bien de la película, aceptó  su proposición. 

Un par de horas más tarde mi cuerpo se dirigía al plató mientras mi cerebro intentaba detenerle  con todo tipo de advertencias.

El elenco de enanos
Una vez allí, ante la visión de aquel montón de pobres seres deformes que esperaban el momento para abalanzarse dentro de la habitación, mi desazón llegó a límites increíbles. Por más que me decía que todo estaba controlado, que tenía que confiar en el buen juicio y autoridad de Ungría, mi cuerpo temblaba como si mis entrañas fuesen el epicentro de un terremoto semejante al de San Francisco.

Alfonso Ungría
Llenándome de valor me coloqué en mi marca, y un momento después escuché las familiares palabras de “¡silencio!”, “¡preparados!”, “¡cámara!”, “¡claqueta. Toma uno. Violación!” Pero en lugar de la consabida orden de “¡acción!”, el oír un aterrador grito de “¡a por ella!”, hizo que me sacudiera hasta la médula de los huesos. Y eso es lo último que recuerdo con claridad. Tengo una lejana consciencia de mi cuerpo aplastado por una bulliciosa masa, la sensación de decenas de zarpazos en mi piel, una voz que podía ser la mía gritando una y otra vez, “¡basta ya, por favor!” y luego un potente aullido masculino; “¡joder Ungría, corta ya, me cago en la leche!” Y después llegó la oscuridad. Más tarde supe que aquel exabrupto provino de Goyo, nuestro maquillador, que indignado ante lo que pasaba, había zarandeado bruscamente al director, sacándole de una especie de éxtasis contemplativo y conminándole a dejar de grabar.

Estuve un par de días ingresada en una clínica, más por el shockque por las heridas, ya que, sin duda gracias a la fuerte musculatura de mis piernas  largamente trabajadas por el ballet, aquellas pequeñas manos no habían logrado traspasar esa barrera, dejándome tan solo arañazos y moratones en los muslos y el pecho. Y por supuesto, en el alma.

Mis compañeros, los enanos que debían haberme protegido, vinieron a verme, los cuatro bastante maltrechos y jurando no haber podido contener la avalancha. Ungría acudió asegurando no tener ni idea de por qué o de dónde había surgido el grito de “¡a por ella!” y felicitándose por haber tenido la inspiración de dejar esa escena para el final de mi participación. ¡Pues que bien! También Manolo Pereiro, mi amigo desde Cuba, que era parte del elenco pero con el cual por desgracia nunca coincidí en el rodaje, vino a verme y a aconsejarme, indignado, que le pusiese un pleito a Ungría o a la productora. Lo cual nunca hice, conociendo de oídas la lentitud y poca fiabilidad de la ley en aquellos momentos de inestabilidad política en España.



Pero aquel demoníaco Gulliver no había cesado aún de darme disgustos. Cuando me sentí físicamente recuperada me dirigí a la productora para cobrar los honorarios por mi trabajo. Allí me dieron una palmadita en la espalda, a modo de condolencia por lo sucedido,  y un cheque.  Al ir el día siguiente a cobrarlo me encontré con que no tenía fondos así que sorprendida, pues nunca me había pasado algo igual, llamé por teléfono a la oficina. La persona que respondió a la llamada se excusó diciendo que habían tenido un retraso en los pagos, pero que pronto todo estaría solucionado,  que esperara una semana a la total finalización del rodaje y entonces volviese por allí para cobrar, en efectivo, mi salario “tan duramente ganado”.

Fernando Fernán Gómez y yo
A la semana siguiente la cola para entrar a una productora que ya no existía, casi daba la vuelta a la cuadra. El local estaba vacío y empleados y cualquier otra señal de vida anterior, desvanecidos. Realmente no me sorprendió demasiado notar la ausencia en el lugar de  Fernando Fernán Gómez, de nuestro director de fotografía, José Luis Alcaine, ni de Alfonso Ungría. Estaba claro que tan solo a los débiles, a los ingenuos cooperantes nos habían engañado.  Finalmente, en una España donde estafadores y trabajadores sin derechos eran el pan nuestro de cada día, nunca llegué a cobrar por mi trabajo en Gulliver. En esos días las empresas fantasmas surgían y desaparecían como su mismo nombre indica: fantasmagóricamente.

La película ya terminada y montada, fue secuestrada por la censura. Decían que el mensaje político, aún dos años después de la muerte de Franco, no era claro ni su exhibición recomendable.  Tuvieron que pasar  dos años, en 1979, para que se estrenara a bombo y platillo en el Cinema Palace de Madrid. Solo entonces pude ver el film y comprobar, con tristeza, que mi agonía en la famosa escena de la violación había sido inútil. Todo lo que había quedado en el celuloide era una masa de veinte cuerpos deformes ensañándose sobre algo que yacía en el suelo, algo que bien podría ser yo o un maniquí  pues ni una sola vez se logró captar claramente mi rostro torturado. Es posible que, de todos mis infortunios relacionados con ese rodaje, aquél fuera el que más me entristeció. Mis sufrimientos habían sido baldíos. Para los espectadores, tan solo mis gritos de “¡basta ya, por favor!” quedaban como constancia de mi presencia bajo un montón de figuras convulsas.

Retrocediendo a 1977, la cuestión es que tras aquella experiencia y el agotamiento acumulado durante los días en que logré simultanear el Music-Hally Gulliver,  estaba  realmente tan machacada que me vi forzada a despedirme de ese Top Less que tantas satisfacciones me había proporcionado durante un año. Eso sí, tras prometer a su propietario, Jordi, que regresaría en cuanto volvieran mis fuerzas, cosa que por aquellos días se me antojaba un objetivo inalcanzable.

Pero ya que la depresión es un lujo que tanto los artistas como  los pobres no nos podemos permitir, unas semanas después me unía al rodaje de Los claros motivos del deseo, una película dirigida por Miguel Picazo, ese preclaro ser humano y gran director con el que, años atrás, había participado en varios programas de TVE. Por supuesto asegurándome con anterioridad de que no habría en mi papel ni una escena que  remotamente oliese a sexo.

Realmente fue una suerte volver a la actividad bajo la batuta de Miguel. No creo haber trabajado nunca tan relajada y satisfactoriamente como con él. La sensibilidad y bondad del director de La tía Tula, se convirtieron en un paliativo para mi resentido corazón.

Luego vino Madrid, Costa Fleming, basada en la novela homónima de Ángel Palomino, una comedia ligera y risueña,  dirigida por José María Forqué. A pesar de que  su argumento se basaba principalmente en la vida de un grupo de “call girls”, el tema estaba tratado con tal buen gusto y cándido sentido del humor que podría haberse catalogado como “para todos los públicos”. En el amplísimo reparto figuraba la mayoría de las grandes figuras del momento, Juanjo Menéndez, Rafael Arcos, Ismael Merlo, Agustín González y Francisco Cecilio, entre el equipo masculino y Claudia Gravi,  Mabel Escaño, Mary Carmen Yepes, África Prats, Mari Carmen Prendes, y una chica debutante, Verónica Forqué, joven hija del director. Y por supuesto también estaba yo, en vías de recuperación total,  en un tierno papel, que a pesar de ser secundario, era de gran lucimiento.

De izquierda a derecha Yolanda Farr, Mari Carmen Yepes, Pepe Ruíz
África Prats y Claudia Gravi
Foto fija de Madrid, Costa Fleming. Fotógrafo A. Diges
Y fue durante este rodaje que su director, José María Forqué, me dio una desoladora pero irrefutable “lección magistral”.


Necrológica.


Miguel Narros. Foto Jesús Alcántra
Hoy viernes 21 de junio, ha fallecido uno de los grandes directores teatrales de España; Miguel Narros.  En el año 1983 tuve la suerte de que me dirigiera en una de las obras más difíciles que he interpretado en mi vida: El rey de Sodoma.  Una experiencia estupenda para solo dos actores, enfrentados a seis personajes cada uno, afortunadamente bajo la batuta de  un director preciosista, 
Su dedicación y amor al teatro fueron, durante muchos años, absolutos, como podemos afirmar los miles de actores que le acompañamos durante su labor. Por siempre para él mi agradecimiento por todo esto. La capilla ardiente con los restos mortales del director está instalada en el Teatro Español de Madrid.

Próximo capítulo. Forqué y Arturo Fernández, dos grandes maestros.

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