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Channel: Yolanda Farr
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Instantánea 100- Entre las despedidas y los reencuentros. (Segunda Parte)

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Este capítulo está dedicado a los que, estando fuera de Cuba, han seguido el proceso revolucionario intoxicados por la mentirosa propaganda gubernamental. Cada palabra vertida en él es absolutamente cierta y vivida  personalmente.


Desde mi habitación del Habana Libre, con la hermosa bahía habanera de fondo
 
El reencuentro con Lucy fue algo maravilloso. Mi “niña de chocolate” y yo seguíamos conectadas por unos hilos invisibles que la distancia y el tiempo no habían podido destruir. Los días que pasé con ella no fueron ni en lo más  remoto suficientes para intercambiarnos la totalidad del cariño y la información que bullía en nosotras.

Aquella noche de mi llegada a Boyeros no fui al hotel a reunirme con el grupo turístico en el que había viajado.  Las dos permanecimos hasta el amanecer en su hogar de Ampliación de Almendares, echadas en su cama, poniéndonos al día la una de la otra y, como era inevitable, reviviendo tantas cosas que, desde nuestra niñez, habíamos compartido.  

Mi casa de 70 y 13
 
Al levantarnos esa mañana de noviembre del 85, medio drogadas de sueño y de emoción, hicimos el recorrido por los lugares más cercanos y emblemáticos para mí. Nuestro primer destino fue 70 y 13, Ampliación de Almendares, es decir la esquina en la que  estaba ubicada mi antigua casa, mi residencia durante 18 años. ¡Y no la reconocí! Estuve a punto de pasar de largo sin identificarla.
 
Tan solo se mantenía incólume el balcón, testigo de todas las etapas de mi vida cubana, ese decorado en el cual mi familia y mis perros, Laura y Nana,  la imagen misma de la desolación, me habían dado el último adiós mientras  yo, rota hasta extremos indescriptibles, me alejaba hacia el aeropuerto de Boyeros.  Después mi amiga y yo enfilamos la avenida 13 en busca del cercano cine Metropolitan donde nuestras hormonas adolescentes se habían convulsionado al ritmo de las caderas de Elvis Presley y de su primera película, Love me tender, aquel lugar en el cual ambas habíamos caído fulminadas de amor hacia el hermosísimo Rock Hudson, al tiempo que derramábamos ardientes lágrimas viendo Magnificent obsesion (Obsesión)
 
Los restos de mi Colegio Cima.
Foto cortesía de Tony Pisani
 
Pero fue la imagen de mi colegio Cima, justo frente al cine, la que me rompió el corazón. Por sobre aquel magnífico chalet parecía haber pasado, no el tiempo, si no el más devastador ciclón de indiferencia y desamor, como si una turba hubiese querido destruir todo lo que aquel centro de cultura y civismo había significado.

 
Caminando entre nubes llegamos a Miramar, al chalet de mi abuela Jenny,  tan solo para verlo convertido en una especie de “solar”. Sus paredes lloraban desconchones, algunas ventanas habían sido tapiadas con desmaño y  su frondoso jardín trasero era un estercolero. Pero el  peregrinaje siguió.
 
El chalet de mi abuela Jenny
Tras dedicar un larguísimo tiempo a la espera de esa ruta 2 de mi adolescencia y de  mi primer “desengaño amoroso”,(ver Instantánea 21), llegamos hasta la playa de la Concha, hasta el Conney Island que yo recordaba bullicioso y radiante y que en el momento de ese reencuentro  hallé convertido en una triste ruina herméticamente cerrada. Había decidido enfrentarme de inmediato a todos mis recuerdos más cercanos e íntimos, pero la experiencia resultó desoladora

 
Casi todo el tiempo que estuve en La Habana lo pasé visitando  las tiendas para extranjeros, esas “diplotiendas” en las que sólo se podía comprar con dólares y donde los cubanos tenían prohibida la entrada. Por cierto que, para mayor escarnio, el dólar era una moneda prohibida para ellos  hasta tal punto  que su posesión era castigada con penas de cárcel. Allí adquirí para mis amigos, y para los amigos de mis amigos,  cosas de primera necesidad como bragas,  sostenes (sujetadores), compresas, pañales para niños, ventiladores, jabón, y hasta, increíblemente, CAFÉ….Si, amigos, en Cuba, que poseía algunos  de los mas frondosos cafetales del mundo, donde el “cafecito” era un rito diario, reiterativo e inexcusable, las raciones que se repartían por la libreta eran mínimas y muchas veces hasta inexistentes. La cartilla de racionamiento, instaurada en julio de 1963,  no solo no había desaparecido en los 22 años transcurridos si no que se había convertido en algo mucho más famélico e incierto. Lo único que se podía comprar con el peso cubano, moneda sin valor alguno en el resto del mundo, era lo que cada familia tenía asignado por la libreta y que resultaba muy escaso para una satisfactoria manutención. Aquello hacía aun más indignante que diplomáticos y turistas dispusieran, en las tiendas antes mencionadas, de un amplio surtido en artículos de aseo, ropa y hasta alimentos, llegando al extremo de poder encontrar productos  envasados en cuya etiqueta decía, descaradamente, “excedente de la producción cubana”. ¡Vaya desverguenza!

 
Lucy y yo frente a su casa
 
Al finalizar aquel primer día de grandes desencantos, de nuevo en ese Buick del 54 prestado, Lucy, su marido y su hijo Alejandro, mi ahijado, me llevaron al hotel donde estaba alojado mi grupo, el Presidente. Allí me esperaban con ansia dos personas provistas de muy distintas  intenciones; mi amigo Salmerón y  la desagradable guía-comisaria política que nos habían asignado. “¡Usted no puede hacer esto, desaparecer así. Yo soy la responsable del grupo y, le advierto que, de ahora en adelante, si piensa faltar a alguna de las excursiones que les tenemos preparadas, tiene que avisarme con tiempo y decirme donde puede ser localizada”!, me espetó la mujer. Aquello me pareció el colmo del control así que le respondí con estas palabras; “desde este mismo instante está avisada de que no debe contar conmigo para excursión alguna.  Yo soy una adulta y he venido para conocer Cuba a mi ritmo y no para ser llevaba y traída como una niña alumna de las monjas Ursulinas.” Para mi sorpresa esas palabras, o tal vez mi decidida actitud, la dejaron muda.  Nunca más volví a tener un encontronazo con ella.

Con Salmerón frente al Templete
 
Salmerón, en cambio, me esperaba en el lobby ansioso por escuchar todo sobre mis emocionantes reencuentros. Él, a causa de las malas comunicaciones interprovinciales y el deficiente transporte público urbano,  había decidido sumarse a los viajes organizados por la agencia, pero tras realizar un par de ellos, uno a Viñales y otro a Sancti Espíritus,  comprendiendo  que estaba siendo manipulado, decidió alquilar un cochecito y dedicar más tiempo a las personas queridas que, tantos años atrás, había dejado en La Habana. Parece que mi ejemplo ahuyentó sus temores haciéndole comprender que, a los ojos de los “vigilantes”, éramos solamente turistas y eso nos cubría de un manto protector. A partir de aquel momento nuestra vida cambió. Cada día recogíamos a varios amigos y ellos nos dirigían a esos lugares típicos que, prácticamente escondidos, aún existían. Chiringuitos clandestinos, camuflados a orillas de alguna de las muchas playas cubanas, en los que solían servir, como plato único, masitas de puerco, frijoles negros y hasta yuca,  productos conseguidos   en el mercado negro, es decir, corriendo el riesgo de ser encarcelados.
 
 
Con mi ahijado Alejandro y con Esteban Barrios,
ambos bailarines, en el cabaret Tropicana
 
También, gracias a ellos, descubrimos antros nocturnos, sitios mucho más auténticos que aquel cabaret Tropicana, del cual yo había sido figura en el año 63, (ver Instantánea 35), y que, tras mi inevitable visita,  vi carente de su más característica virtud; el glamour.  En esos recónditos bares te servían un ron  de producción casera, hay que admitir  que espantoso, pero el único que se podía comprar fuera de la libreta, mientras al tiempo   podías disfrutar de algún  trovador espontáneo que, guitarra en mano y con esa musicalidad innata en el cubano, daba al personal una “descarga” de guarachas y boleros. Lo importante es que al fin podías departir con el auténtico pueblo.

Pero una mañana tuve mi mayor, mi más estremecedora confrontación con el sistema. Había pedido a Lucy que viniera a buscarme al hotel Presidente con la finalidad de continuar a su lado mi periplo habanero, solo que ahora por la zona del Vedado. Mi plan era que tomásemos malecón abajo hasta llegar a La Rampa, que subiéramos por ella hasta L y 23 y una vez allí que degustáramos unos helados en Coppelia, como en tantas ocasiones hiciéramos durante nuestra adolescencia.
 
En el cabaret del hotel  Internacional de Varadero
Estando en mi habitación, una llamada telefónica me avisó que "cierta mujer llamada Lucy" preguntaba por mí en  recepción.  “Por favor dígale que suba”, fue mi respuesta. Pero las siguientes palabras de la telefonista me dejaron patidifusa: “Compañera, ningún cubano puede entrar al hotel y mucho menos a las habitaciones”. No podía dar crédito a mis oídos. Hecha una auténtica fiera bajé al vestíbulo, sintiendo en mis carnes la humillación que aquello significaba para mi querida amiga y, según parecía, para el resto de los nacidos en esa isla kafkiana. (A excepción de políticos y militares, por supuesto). ¿Es decir que ellos, los nativos, los auténticos dueños de aquella tierra tenían prohibido el acceso, no tan solo a las “diplotiendas” sino también a lugares públicos como los hoteles y, según supe más tarde, a gran parte de los restaurantes? Mi enfrentamiento con la recepcionista fue antológico. Le dije que "aquella mujer", Lucy Reyes, era la directora del coro polifónico más prestigioso de la isla, que yo era una actriz y cantante famosa en España, que la había citado para tratar temas profesionales y que si persistía en su actitud absurda y segregacionista, acudiría con mis quejas a los más altos estamentos culturales de su país y a la prensa del mío. Mi amiga me miraba con expresión asustada por las posibles represalias y sorprendida de descubrir en mí una faceta completamente desconocida.
 
En la playa del Internacional de Varadero
 
En realidad la más sorprendida ante mi arrojo era yo, la pusilánime Yolanda que mientras vivió en Cuba sufrió callada las tropelías que, si sois seguidores de mis narraciones, conocéis de sobra. (Ver Instantáneas 27 y 46).La cuestión es que, mi trola funcionó y a consecuencia de ello Lucy tuvo libre acceso al hotel durante el tiempo que duró mi estancia en él. Sin duda las vírgenes católicas y los santos yorubas me protegieron durante ese viaje ya que mi actitud fue a veces “suicida”. Días más tarde, como cuento en mi Instantánea anterior, fuimos trasladados al hotel que debíamos haber ocupado desde el principio; el ahora denominado Habana Libre. Para mi sorpresa vi que el maravilloso mural de Amelia Peláez que ocupaba todo el frontal, ese que yo había visto instalar,  había desaparecido. Nadie pudo explicarme el motivo. Ay, los grandes misterios de los que el castrismo ha gustado siempre de rodearse.  (Según me han contado, en estos momentos el mural  vuelve a estar en su lugar.)
 

Un par de días antes de nuestra vuelta a la Madre Patria, Cuco Garrudo, un arquitecto cubano, compañero de aventuras de Salmerón desde la adolescencia, decidió hacer una reunión en su casa invitando a los amigos de ambos y a algunos de mis antiguos compañeros de la farándula. Fue una alegría ver nuevamente los queridos rostros de personas como Helmo Hernández, Raquel Revuelta, María de los Ángeles Santana y su marido Julio, Pastor Vega y Adolfo Llauradó, gente con la que, en mis días dorados, había compartido platós y escenarios.  Pero, a pesar de su asistencia, que agradecía de corazón, al poco rato de estar juntos, encerrados en aquella casa,  no pude evitar sentirme desplazada e incómoda entre gente con la que los temas de conversación era escasos y en cuyos rostros se adivinaba la tensión que les provocaba estar reunidos con una exiliada, cosa tan mal vista por el régimen. Tal vez eran imaginaciones mías, pero sentí como si yo hubiese evolucionado mientras que ellos, oprimidos por el sistema y por la censura, tuviesen cortadas las alas de su desarrollo humano y espiritual.  No, la realidad es que aquellos reencuentros no me dejaron el buen sabor de boca que era de esperar.

 

La mañana de mi partida, con Lucy
frente al Habana Libre

Finalmente llegó el momento de regresar a España. Las despedidas  fueron tristes, muy tristes pero la idea de volver a casa, abrazar a mamá y reunirme con Jesús era más fuerte que todo. ¡Mis seres más queridos!  Mi Jesús que, a causa del paulatino deterioro físico de mi madre no había podido compartir conmigo ese viaje, cosa que le habría hecho tan feliz…Mi madre Dora, aquella poderosa bailarina a la que la artritis comenzaba a dejar casi impedida, y por ende, a la que no podíamos, ni queríamos, dejar sola durante días…

 
Dos cosas  positivas logré sacar de aquel descorazonador viaje a Cuba. La primera fue la reconciliación con Emilia, esa gran amiga de mi infancia con la que  hube de romper relaciones a causa de su ciego fervor revolucionario y el ataque de radicalismo que sufrió a principios de los 60.  (Ver Instantánea 21). El tiempo y las desilusiones le habían hecho comprender que nada debía ser más poderoso que la amistad. Fue reconfortante ver como su proceso de maduración había sido hermoso y positivo.Y la segunda y más importante fue la confirmación de que abandonar la isla había sido una de las decisiones más oportunas y acertadas de mi vida. Aquel reencuentro puso fin a mis frecuentes devaneos con las dudas y la nostalgia.

De izquierda a derecha, Lucy, yo y Emilia en la heladería Coppelia
 
Y así, con mi vuelta a ese Madrid que ya respiraba libertad a pulmones llenos, nos vamos acercando a un 1986 que me tenía deparada una experiencia artística inigualable.


Necrológica.
Ha llegado a mi conocimiento que la cantautora cubana Teresita Fernández ha fallecido en La Habana.  Quiero dedicarle un personal y pequeño homenaje en nombre de aquellos días de nuestra amistad, cuyo fondo musical era   "dame la mano y cantaremos, dame la mano y me amarás...", y en el de  tantos niños a los que alegró con sus canciones. 
 

Próxima Instantánea. El Music Hall Lola.


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