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El Palacio Real, la iglesia de Los Jerónimos y el Museo del Prado |
Madrid es una hermosa y aristocrática ciudad, al menos una gran parte de ella. Además de la tan celebrada zona de “Los Austria”, tiene esas calles Gran Vía y Alcalá que podrían destrozar las cervicales de cualquiera que se dedicara a observar, asombrado, las infinitas estatuas y ornamentos que coronan sus azoteas. Es impresionante la sobria magnificencia arquitectónica de su Museo del Prado, de su Biblioteca Nacional o de su catedral de la Almudena, que por ese año 70 en el que aún se desarrolla esta parte de mi historia, estaba en precarias condiciones (no teniendo lugar el inicio de su restauración hasta 1975 y bajo la presión del Cardenal Tarancón), pero cuyas líneas se adivinaron siempre majestuosas e inspiradas. O la iglesia y convento de los Jerónimos, otra víctima de un abandono tal durante los siglos XIX y XX que dejó la parte conventual sumida en un estado de deterioro doloroso hasta que, entre 2007 y 2011, fue restaurada e incorporada al Museo del Prado.
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El Arco de Cuchilleros y Luis Candelas |
O la grandiosa Plaza Mayor que da acceso por una de sus nueve puertas al Arco de Cuchilleros, el cual conserva, según se dice, efluvios de Luis Candelas, ese bandolero nacido el año 1804 en el muy castizo barrio de Chamberí y condenado a morir por garrote vil en 1837. Se cuenta que este individuo nunca utilizó la violencia en sus muchísimos latrocinios y que, siendo un hombre aficionado al buen vivir, con asiduidad frecuentaba las tascas de esa emblemática zona madrileña. De hecho la mayor y más famosa taberna del lugar lleva por nombre, en su honor, Las cuevas de Luis Candelas. Sí, Madrid es una ciudad llena de historia y hermosa, sobre todo cuando se mira con unos ojos de los cuales, las sombras de la soledad y la miseria han sido borradas por el trabajo, la amistad y el amor. Es decir, mis ojos en aquel último mes del año 70.
A partir del 19 de diciembre yo me dirigía cada día al teatro Maravillas, ubicado en la calle Malasaña. En él debuté, en esa fecha, con la función “El escaloncito”, de David Turner, dirigida por Antonio Amengual, con la fortuna de que los críticos me trataran muy bien, a pesar de ser una desconocida para ellos. Las protagonistas eran una pareja de actrices que recientemente se habían hecho famosísimas a consecuencia de un exitoso programa de televisión; Los Martínez.Como suele pasar en esta profesión desde el invento de “la caja tonta”, un artista puede haber dedicado toda su vida al teatro, como era el caso de ambas, y no alcanzar la popularidad hasta que la TV le acoge y promociona. Ellas eran Florinda Chico y Rafaela Aparicio. Dos grandes profesionales y personas adorables. Bellos recuerdos guardo de ambas y del resto del reparto, Montserrat Blanch y Alberto Bové, prestigiosos veteranos, y Ana María Simón, Pepe Lara y Ramón Reparaz, jóvenes y prometedores. Todos me brindaron el apoyo que ellos consideraban necesario para una “cubanita” recientemente exiliada y “prácticamente novata”. La realidad era que yo no solía ir alardeando de mi currículum. Hacía tiempo que mi querido álbum de recortes de Cuba reposaba en un armario para único disfrute de mis ojos y estímulo de mi espíritu cuando me sentía desorientada o relegada. Entonces aquellas buenas críticas de teatro, aquellos retratos de mi trabajo en el Tropicana o en el Capri, aquellas imágenes y artículos sobre mis trabajos cinematográficos, eran mi sostén, mi impulso, susurrándome al oído, “venga, Yolanda, si lo conseguiste una vez, y no fue cosa fácil, volverás a hacerlo”.
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Foto de El Escaloncito. De izquierda a derecha Pepe Lara, Ramón Reparaz, Montserrat Blanch, Yolanda Farr Florinda Chico, Alberto Bové, Eduardo Martínez, Rafaela Aparicio y Ana María Simón |
Solo al comienzo de los ensayos tuve un conato de problema. Alguien denunció al empresario por contratar a una extranjera, lo cual estaba prohibido. Pero se llevaron un gran chasco. Ese Gianini, para el que nunca tendré suficientes palabras de agradecimiento, me había conseguido tiempo atrás el carnet de “teatro, circo y variedades” del Sindicato Vertical del Espectáculo. Supuestamente para obtenerlo era necesario hacer una prueba y haber cumplido el Servicio Social, equivalente en las mujeres a la mili de los hombres, pero realmente se entregaba, en muchos casos, por “amiguismo”. Así pasó conmigo.
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Carnet del Sindicato Vertical del Espectáculo |
Es decir que, aparte de no haber dejado de ser nunca española, desde el principio estaba perfectamente documentada. Aún así durante muchos años los compañeros siguieron creyéndome cubana, lo cual no me molestaba en absoluto pues mi alma fue y sigue siéndolo en gran parte. Lo curioso del caso es que en el momento de la denuncia yo llevaba más de un año trabajando profesionalmente sin problema alguno pero, según parece, alguien me había tomado ojeriza y verme en un importante reparto y en Madrid despertó sus iras nacionalistas. Siempre ha existido y existirá este tipo de “personajillo”.
A finales de octubre de ese año 70 se presentaron en casa dos personas que se convertirían en mis íntimos amigos y eficaces representantes durante mucho tiempo; Antonio Collado y Mari Carmen Calleja. Desgraciadamente Gianini, según sus propias palabras, ya no me era de utilidad pues solamente estaba relacionado con el mundo de la música. Ellos me habían visto en Soria haciendo El sereno debajo de la cama, les había interesado mi trabajo e inmediatamente me consiguieron el esperado debut madrileño. Su fe en mí fue la llave que me abriría muchas e importantes puertas. Antonio provenía de una familia dedicada al espectáculo por generaciones y Mari Carmen, su esposa, era una abogado amante de todo lo que tuviese que ver con el mundo de la farándula.
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Con Mari Carmen Calleja y con Antonio Collado |
Los Collado eran tres hermanos, Salvador, Antonio y Manolo y todos siguieron los derroteros familiares. Salvador se dedicó a la producción, Antonio a la representación y Manolo Collado pasó de productor a ser un importante director que convirtió a su esposa, la actriz María José Goyanes, en una de las principales figuras del teatro en las décadas de los 70 y 80. La cosa es que, antes de terminar mi aventura con El escaloncitoya estaba contratada para hacer, bajo la producción de Manolo Collado, la dirección de José Manuel Garrido, en el Teatro de La Comedia y prácticamente con el mismo elenco de la gira, Tiempo del 98, aquella obra tan comprometida que, formando parte del repertorio de La Segunda Campaña Nacional de Teatro, pocas veces pudimos representar en provincias a causa del veto de las “autoridades”.
Su autor, Juan Antonio Castro, había utilizado con maestría trozos de poemas y escritos críticos de personajes de la Generación del 98 como Unamuno, Azorín, Machado o Baroja, los cuales se adecuaban perfectamente con los problemas de la España del momento, víctima aún de la dictadura franquista, ensamblándolos con canciones antiguas y chanzas muy actuales. Básicamente estaba constituida por una serie de escenas que iban desde el aguafuerte goyesco hasta la sátira quevedesca, pero todo muy bien engarzado. El resultado fue un producto revulsivo que en unos despertaba ovaciones y bravos y en otros repulsas y hasta pateos. Ah, los famosos pateos, ya desaparecidos del panorama teatral, pero que durante años lograron retirar de los escenarios a actores mediocres, a cantantes desentonados y a obras por algún motivo fallidas.
Yo llevaba principalmente la parte musical de la pieza y más de una vez, mientras entonaba, vestida de cupletista, una versión caricaturizada de la famosa canción Soldadito Español, fui víctima de insultos y pateos por parte del sector más conservador del público. En una ocasión, un señor muy de derechas arremetió contra mí desde el patio de butacas al tiempo que un “caballero español” saltaba de su asiento para defenderme. Ambos se liaron a gritos reivindicatorios y puñetazos lo cual nos obligó a bajar el telón. Aquella noche no se pudo terminar la función. Esto sucedió en Madrid y tras haber sufrido en mis carnes, antes del estreno y por primera vez, el despiadado mordisco de la censura, como narro a continuación.
Durante las pocas ocasiones en que habíamos representado en provincias Tiempo de98, aquella escena de la cupletista era distinta y mucho más provocadora. En la versión original yo salía envuelta en la enseña española y cantando La Banderita Española, un pasodoble que se había convertido en una especie de himno usado de fondo musical en las “juras de bandera” y los desfiles militares, exaltando con su letra los ánimos más patrioteros y nacionalistas de gran parte del pueblo. Lo que poca gente sabía era que la pieza pertenecía a una revista llamada Las Corsarias y estrenada en el año 1919. La cuestión es que los militares franquistas se habían apoderado, para uso exclusivo, de ese pasodoble, a semejanza de lo que los nazis habían hecho en Alemania, durante la Segunda Guerra Mundial, con la canción Lili Marlene. Por tal motivo y a causa de la forma caricaturesca en la que, por supuesto a instancias del director y del autor, yo lo interpretaba, los censores decidieron, que aquello era una “ofensa a la bandera”, acto penado por ley, y o se eliminaba esa escena o prohibirían el estreno. Esto sucedió durante el inevitable pase privado que toda función pretendiente a entrar en un teatro de Madrid debía ofrecerles. Como el autor no estaba dispuesto a permitir esa estúpida poda de su obra, tras largas conversaciones entre censores, autor y director, llegaron a un acuerdo; yo cambiaría la canción y prescindiría de la bandera.
Así que se me vistió con un absurdo traje de vedette lleno de plumas y me tuve que aprender en dos días Soldadito Español, canción que por algún motivo parecía no ofender la sensibilidad patriótica del régimen. Este hecho me hizo comprobar los desconcertantes designios de esos inevitables y temidos censores. (Y como estos individuos merecen una descripción mucho más detallada, en próximos capítulos seguiré narrando futuros encontronazos con semejantes prepotentes, en cuyas generalmente incultas manos se encontraba la profesión).
Tiempo de 98 nos llenaba a los actores de emociones extremas, pues nunca sabíamos lo que íbamos a provocar en el espectador, contagiándonos tensiones que llegaron a afectarnos personalmente. Terele Pavez, por ejemplo, cayó en una de sus primeras crisis paranoides. Un día, en escena y sin motivo alguno, lanzó a la cabeza de un compañero una máquina de escribir que en ese momento supuestamente utilizaba, pero con tal suerte para ambos que el proyectil no llegó a su destino. Otro día faltó a la primera función, alegando que se había quedado dormida. Cosa insólita en un actor. Una compañera primeriza tuvo un ataque de nervios en escena ante su primer pateo. Con delicadeza y tratando de conservar nuestros personajes, la sacamos del escenario en medio de unos gritos y lloros que el publico debió tomar como parte del montaje pues ni se inmutó. En fin, que hubo a veces momentos terribles para todos.
Esta obra se estrenó el 22 de mayo de 1971 en el Teatro de La Comedia. Por cierto, con un controvertido pero apoteósico éxito.
Y acabo de darme cuenta que he saltado olímpicamente al año 71, pasando por alto mis navidades del 70 y, sobre todo, mi primer fin de año sobre un escenario español. Y os aseguro que aquella fue una experiencia maravillosa.
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Fotografía de Jesús Alcántara |
El día 24 de diciembre, según la costumbre, los teatros solo hacían la función de la tarde, de esa manera los artistas teníamos la oportunidad de pasar aquella fiesta tan familiar con los seres queridos. Es decir, que en la comuna se organizó una cena navideña llena de suspiros y lágrimas por nuestros ausentes, esos sufridos prisioneros del castrismo. Pero el día 31 no tan solo se trabajaba, sino que la función era una gran fiesta compartida con los espectadores. En la taquilla, junto con la entrada, los que acudían eran obsequiados con una bolsa que contenía las doce uvas pertinentes, serpentinas, matasuegras, pitos y un botellín de sidra El Gaitero. Fuese la obra un drama o una comedia, diez minutos antes de las 12 se cortaba la representación, se conectaba con Radio Nacional de España, se pasaba el sonido a la sala por megafonía y ya fuese vestidos del siglo XV, con la ropa más actual o en el semidesnudo propio de las revistas, los artistas se mezclaban con el público y el intercambio de serpentinas o confeti era continuo. Hasta que llegaban aquellos famosos y complicados “cuartos” con los que el reloj de la Puerta del Sol intentaba avisar a toda España que iban a dar comienzo las 12 campanadas dedicadas a transportarnos a un nuevo año. Y en medio del jolgorio general, todos nos esforzábamos en lograr lo prácticamente imposible; ingerir las doce uvas al unísono con unas campanadas que resultaban demasiado largas o demasiado cortas. Indefectiblemente. Después, durante otros diez minutos, se armaba una locura de botellas descorchadas, lluvia de sidra, gritos, estruendo de pitos y matasuegras y demostraciones indiscriminadas de afecto. Pasada esa festiva interrupción se apagaban las luces de la sala, se bajaba el telón y comenzaba el “más difícil todavía”; recobrar el espíritu de la obra y el interés del respetable. Continuar el espectáculo. Hasta tal punto eran emotivos esos 31 de diciembre que incluso los actores sin trabajo en esa fecha subían al escenario de algún teatro para compartir con los compañeros y el público aquel momento mágico.
Y así de mágico fue para mí el fin de año de un 1970 que daría paso a un 1971 lleno de trabajo, parte del cual ya he adelantado, sorpresas y alegrías. Garrafales alegrías, como pronto veréis
Necrológicas.
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Una de las ültimas fotos de José Sancho |
Se van. Todos aquellos apuestos galanes de nuestro teatro, cine y televisión, se van poco a poco, dejándonos un panorama bastante desolado. El día tres de marzo falleció en Manises, Valencia, ciudad donde había nacido en 1944, José Sancho. Su carrera es tan fecunda que solo mencionaré aquel “estudiante” de la serie Curro Jiménez, el cual tanta popularidad le aportó en los años 70. Infinidad de premios homenajean su carrera. Mencionaré únicamente el ACE al mejor actor que le fue entregado en Nueva York el año 2006 y del cual él estaba tan orgulloso. Su poderosa voz trepidaba hasta en las últimas filas del anfiteatro romano de Mérida mientras interpretaba una adaptación teatral de Memorias de Adriano, de Marguerite Yourcenar, bajo la dirección de José Tamayo. Pepe Sancho, un actor de “poderío”, cuyas características humanas y actorales dejan un agujero en la profesión muy difícil de llenar.