Quantcast
Channel: Yolanda Farr
Viewing all articles
Browse latest Browse all 128

Instantánea 62 - La Segunda Campaña Nacional de Teatro (2ª parte).

$
0
0




En Orense, la máñana de nuestra separación
Y entonces, nuestra peor pesadilla se hizo realidad. Sucedió en Orense, el mes de noviembre de 1969. Es posible que sea  cierto el viejo refrán de que “guerra avisada no mata soldados”, pero no lo es menos que Yolanda y Jesús, los dos aguerridos y entusiastas soldaditos del amor, quedaron con escasa vida, apabullados, destrozados, aplastados por la forzosa e inevitable separación. Jesús dejó la gira, a su amante, y la Segunda Campaña Nacional de Teatro para comenzar  el servicio militar obligatorio en Madrid.  Ahora tocaba, por más que a dos pacifistas como nosotros el hecho nos repateara, “servir a la patria con las armas”. Excuso decir como quedó mi alma y como renegaba de su ausencia mi cuerpo, hacía tan poco tiempo redescubierto y en plena efervescencia.  El día de aquel adiós, que supuestamente duraría veinte meses, cien vampiros hubieran podido intentar beber mi sangre sin lograr extraer ni una gota de mi exangüe persona. Los compañeros-amigos fueron un sostén inestimable. Sobre todo Juan Jesús Valverde, José Hervás, Julia y Emilio Tejela, Esther Farré y Carlos Canut,  con los que habíamos tenido una relación más cercana,  se empeñaron hasta el agotamiento en hacerme más llevaderos los días iniciales de soledad y angustia. Las “primeras figuras”, por supuesto, existían en otra dimensión y se empeñaban en demostrar que nuestras vidas para ellos pasaban desapercibidas.
 
Maruchi Fresno
Con la magnífica excepción de Maruchi Fresno. ¡Qué entrañable personaje! Conocida entre los profesionales con el secreto apodo de La reina santa, a consecuencia de una película del mismo nombre que había rodado, dirigida por Rafael Gil, muchos años atrás, sus maneras nobles y su dulce y generoso carácter la hicieron merecedora, “per sécula”, de ese título. De buena familia pero espíritu artístico, muy joven había contraído un desgraciado matrimonio con el director teatral Juan Guerrero Zamora. Nadie comprendía esa unión entre un ser tan espiritual y otro carnal hasta la médula. Aquello estaba destinado al fracaso. En alguna de nuestras conversaciones durante la gira  ella me confesó haber estado, y aún estar, locamente enamorada de ese conflictivo ser, a pesar de lo sufrido durante la convivencia y del tiempo que ya llevaban legalmente separados. (En aquellos días no existía el divorcio).
 
Tal vez por esa nostalgia del ser amado que ambas compartíamos, quizá también por nuestra devoción a la poesía, nos buscábamos con frecuencia para compartir estados de ánimo. El día de la partida de Jesús, Maruchi me hizo un regalo de tal ternura, que se convirtió en algo inolvidable: un libro anónimo, de una ingenuidad apabullante, que había encontrado en una librería “de usado”, y cuyo contenido era, como su nombre indicaba, sencillas y tiernas “Cartas de amor”.  Entre los muchos recuerdos que guardo de esa mujer tan rica en matices hay uno que sobresale por su originalidad: durante nuestros interminables viajes en autocar, entre plaza y plaza, por las depauperadas carreteras españolas de la época, solo teníamos permiso para hacer una parada, la que aprovechábamos en tromba para orinar y tratar de ser atendidos en la barra por el único camarero que, a esas horas de la madrugada, solía llevar el lugar. Una manada de joven ganado se precipitaba entonces en tropel del autocar para intentar cubrir sus necesidades de vejiga, estomacales y musculares, es decir, al fin poder estirar las piernas.
 
En una de esas ocasiones, siendo alrededor de  las cuatro de la madrugada, con una temperatura exterior de cero grados y mínimamente superior en el interior de nuestro transporte, la troupe en pleno nos abalanzamos sobre la barra asaeteando al pobre camarero con gritos de “¡un café con leche!”, “¡un chocolate caliente”, “¡un bocadillo de tortilla calentito!”. Tal era el griterío que las solicitudes eran prácticamente ininteligibles. A mi lado, Maruchi, alzando un delicado  dedo de su blanca mano intentaba llamar la atención del camarero inútilmente. El vocerío era impenetrable. Su actitud demasiado comedida. Así que, con la intención de ayudarla, le pregunté qué es lo que intentaba pedir a lo que me respondió, con su educadísima voz, “un orujo, hijita, un orujo, a estas horas de la madrugada, siempre un orujo”. Finalmente se lo conseguí. Ver a  esa sutil criatura saborear la fortísima bebida alcohólica de más de 45 grados mientras la jauría de lanzados jovencitos devoraba sus croisants, sus bocadillos de chorizo, sus cafés con leche y sus ardientes chocolates con churros fue una imagen inolvidable. Y aquello era especialmente sorprendente ya que, jamás, durante el día, la vio nadie ingerir bebida alcohólica alguna. Eso sí, a partir de aquella madrugada, durante nuestras tan esperadas paradas en bares de carretera, Maruchi y yo nos convertimos en una pareja inseparable, ambas codo con codo y  apoyadas en la barra, yo con mi vaso de leche caliente y ella con ese orujito que yo le pedía y ella saboreaba con delectación.
 
Pero volviendo a la condena a la que Jesús y yo nos vimos sometidos, he de admitir que no fue tan terrible como esperábamos. Al haberse presentado voluntario a la mili  tuvo la opción de elegir destino.  Su selección fue la base aérea de Getafe, muy cercana a Madrid,  donde, por sus conocimientos de aeronáutica y su natural encanto, consiguió siempre un trato algo privilegiado.  Terrible en cambio era el caso de pobres pueblerinos, moradores de la "España profunda” que, al ser sometidos al sorteo de destinos, eran desplazados, totalmente indefensos ante la vida,  a Melilla, Ceuta o El Sahara o, cuando menos, a cientos de kilómetros de sus casas y familias, o de esos otros que se veían forzados a abandonar los estudios o los trabajos con los que ayudaban a la manutención familiar. La mili fue y sigue siendo un tema muy controvertido.
 
Particularmente me produce un absoluto rechazo todo lo que tenga que ver con la militarización indiscriminada y obligatoria. Nunca he creído que habituar o enseñar a manejar armas de fuego a legos sea en absoluto positivo. Con mis respetos para los militares de carrera, desgraciadamente imprescindibles en el mundo que nos ha tocado vivir, creo que eso  de colgarse al hombro el fusil o la ametralladora es algo muy serio y debe ser una opción personal y nunca una imposición. La mili española siempre me ha recordado demasiado a la Milicia Obligatoria que tanto me disgustaba en Cuba, realmente una de las muchas cosas que rechazaba de ese sistema dictatorial.
 
Aunque Jesús nunca tuvo grandes problemas durante su servicio, era de dominio público que cosas terribles ocurrían. Crueles abusos de poder, accidentes mortales con armas de fuego en manos de ineptos, y hasta suicidios de jóvenes sensibles que no habían sido capaces de soportar la implacable dictadura que implica el militarismo. Finalmente, la milicia obligatoria fue abolida, tras doscientos años de estar en vigor, el 31 de diciembre del 2001.
 
Ante el Puente Romano y La Casa de las Conchas.
 Zamora y Salamanca
Y la larga campaña Nacional continuaba. Fueron infinidad las ciudades recorridas y dignas de total admiración las bellezas naturales y arquitectónicas de España. Costas bravías, como las de Cantabria o Asturias, playas casi tropicales como las de Alicante, Andalucía o Castellón, zonas de vegetación umbría contrastando con otras desérticas, como las de Almería, elegida en esos años por los italianos para rodar sus “espagueti westerns”, y luego las Islas Canarias, tan parecidas a Cuba tanto en el hablar de sus gentes como en su flora. Conocerlas fue un saltro atrás en el tiempo que me llenó de melancolía. La guagua, los aguacates,  la frutabomba, el galán de noche....¡Cuantos recuerdos! En fín, que una polifacética España mostraba ante mis ojos bellezas que no lograban atemperar mi nostalgia de mi familia, de Cuba y, ahora también de Jesús. Sin embargo, algo con lo que no contábamos en el momento de su partida, los permisos militares, hicieron a la vez más soportables y más terribles los meses de separación.
 
 
En Alicante
 
 
Maravillosas eran sus llegadas pero destrozadoras sus partidas.  Tres veces, durante esos seis meses, tuvimos la oportunidad de compartir cama y vivencias durante unos días que siempre se nos hacían demasiado cortos. Verlo partir de nuevo se convertía en una experiencia, a pesar de repetida, siempre igualmente traumática.
 
 
Tan solo el arduo trabajo teatral me recompensaba. Eso y las múltiples anécdotas que me aportaba el diario vivir. Por ejemplo aquella noche en que, durante Águila de Blasón, tras pisarme los largos faldones, perdí el equilibrio y me precipité desde el primer piso del decorado hasta el escenario, dando una vuelta de carnero en el vacío y cayendo sentada, para mi sorpresa airosamente, sobre el suelo del escenario. El público, no sé si creyendo que era parte del montaje o como paliativo a mi vergüenza, prorrumpió en un cerrado aplauso. Afortunadamente solo mi amor propio resulto herido. Nada más terminar la función el representante de compañía, Carpena, entró en mi camerino y me comunicó que, dado el éxito obtenido, Marsillach me pedía repetir el acto cada día. Naturalmente aquello era solo una broma pero durante los minutos que tardé en darme cuenta lo pasé fatal.
En Córdoba y en Sevilla, ante la Giralda
 
En Después de la caída me sucedió algo sorprendente y muy desagradable. Ya he comentado que en esa obra tenía a mi cargo el papel de Olga, un hermoso personaje torturado por sus recuerdos del tiempo pasado en un campo de concentración nazi. Una de mis escenas consistía en un conmovedor monólogo de muchos minutos durante el cual relataba a Quintín (Luis Prendes) mis dolorosas experiencias. Marsillach había montado esa escena centrando toda la luz sobre mí y dejando a Prendes de espaldas al público y en la penumbra mientras debía, conmovido, escuchar mis lamentos.
 
Luis Prendes
 
Era una escena muy difícil y yo, como es natural, buscaba a menudo el apoyo en los ojos de mi compañero. Ojos que desgraciadamente nunca estaban ahí. Es decir estaban pero no estaban. En una ocasión, para mi total desconcierto vi a Luis salir del escenario en medio de mi monólogo, y, entre cajas, encenderse calmadamente un pitillo, dejándome sola y abandonada ante el “respetable”. Actitud inexplicable en un actor tan experimentado como él. Nunca le dije nada al respecto pero alguien debió hacerlo pues el hecho no volvió a repetirse.
Terele Pávez y yo
 
Mucho más divertida fue mi anécdota con Terele Pávez, convertida desde entonces en un chascarrillo en el mundo del teatro. Tras uno de esos agotadores viajes de cientos de kilómetros y ya en la nueva plaza, Terele y yo nos cruzamos en la calle, de camino al teatro. Habíamos llegado bien entrada la mañana y en el proceso de encontrar alojamiento se había hecho ya medio día largo. Desde hacía dos noches no veíamos una cama. Sin duda, en aquellos momentos,  estábamos ambas hechas unos “zorros”, así que intentado hacer una gracia para aliviar la tensión le dije, con mi más esforzado aire festivo “hombre, Terele ¿cómo  estás?”, a lo que, en uno de esos prontos que la caracterizaban me respondió, “¡pues anda que tú, hija de p...!” Sin duda, en medio del agotamiento ella transformó las interrogaciones de mi pregunta en signos de admiración y desde luego no suena lo mismo ¿cómo estás? que ¡cómo estás! La riqueza del énfasis.
 
Yo no di más importancia al exabrupto ya que esa temperamental mujer y yo nos habíamos hecho bastante amigas, cosa de la que muy poca gente de la compañía podía presumir. Su personalidad exaltada hacía que muchos huyeran de ella. Otro día, estando en el teatro sentí abrirse, de un empujón, la puerta de mi camerino y en el dintel apareció una furiosa Terele.
Yo- “Hola cariño, ¿quieres algo?”
Ella-“Sabes, Yolanda, te odio,”
Yo- “¿Por qué, Terele?”
Ella-  “¡Porque eres la única persona en esta compañía con la que no he logrado discutir!”
Yo-  “Es que para discutir hacen falta dos, cielo, y yo no estoy por la labor”.
 
Esta fue nuestra escueta conversación. Acto seguido mi veleidosa  amiga y gran actriz salió dando un histriónico portazo y al día siguiente continuamos la amistad como si nada hubiese pasado. En fin, decenas de anécdotas guardo en la memoria de aquella gira, tantas que sería agotador narrarlas.
 
La cuestión es que, casi sin darme cuenta, ya estábamos en 1970. Las fiestas navideñas habían pasado prácticamente desapercibidas, lejos de Madrid, de Jesús y de mis nuevos amigos madrileños, trabajando cada día en alguna distante y bella ciudad española. Al Grupo Teatro 70, montado únicamente para la campaña, ya le quedaba pocos meses de vida, con lo que eso conllevaba de tristeza y a la vez de alivio. Seis meses de ajetreo, prácticamente la mitad en la carretera, era algo agotador.
 
Desde que había iniciado mi viaje en solitario, mi sueldo de 700 pesetas estaban dando más de sí, la bolsa para el traslado de mis padres comenzaba a engordar, las mejores pensiones garantizaban la ausencia de chinches  y hasta me quedaba lo suficiente para enviar a Madrid la parte que me correspondía en los gastos de aquel apartamento al que Carlos Rodríguez, José Escarpanter, Carlos Álvarez, Álvaro Marrero, Jesús y yo nos habíamos mudado, a instancias de mi querido Carlos Rodriguez, (ver Instantánea 60)  en agosto del 1969.  Afortunadamente,  pues el tiempo vivido en aquella “comuna” fue uno de los más felices de mi vida y hay muchas cosas ineresantes y divertidas que contar sobre esa etápa.
 

 Próximo capítulo:La alegre y sorprendente “comuna”.

Viewing all articles
Browse latest Browse all 128

Trending Articles