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Channel: Yolanda Farr
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Instantánea 57 - Nunca llovió que no escampara (1ª parte).

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Quiero dedicar este capítulo a uno de los hombres más humanos y generosos que he conocido: “Gianinni, Representante Artístico”
 
 
Aquella gélida mañana de finales de febrero de 1968, al descubrir ese letrero sobre la fachada de la Calle del Desengaño 14, y a pesar de la mala experiencia sufrida recientemente con el peligroso mánager señor B, presentí que algo bueno estaba a punto de ocurrirme. Al fin. A pasos agigantados deshice el corto trayecto de vuelta a mi hospedaje en busca del sufrido álbum de recortes en el cual, como ya he dicho antes, estaba reflejada toda mi trayectoria artística cubana. Mientras ascendía los escalones que me conducían al despacho de Gianinni, mi ansiedad se incrementaba geométricamente.  Con la historia de mi vida estrechamente apretada contra mi pecho, toqué a esa puerta que me iba a dar acceso a la esperanza, a la calidez y al inicio de mi recuperación profesional.
 
Frente a mí, sentado tras un gran buró de caoba, me recibió una imagen llena de ternura; un hombre de unos sesenta años, grande y rollizo, de mejillas adornadas por  saludables rosetones, vivarachos ojos azules y que devoraba, con el entusiasmo de un niño, una enorme ración del cake de chocolate más apetitoso que había visto en mi vida. Nunca olvidaré sus primeras palabras, “jovencita, ¿ya has desayunado?” Tal vez había adivinado el invisible hilillo de saliva que  mis jugos gástricos, tan inactivos últimamente, debían estar deslizando  por mi barbilla. “Sírvete un café con leche de ese termo y comparte conmigo este pecado de gula que va a acabar con mi salud.” Así comenzó nuestra relación.
 
Una vez dimos cuenta del improvisado desayuno, comenzaron una serie de preguntas a las que, aún no sé porqué, respondí con absoluta tranquilidad, como si ese hombre y yo nos conociéramos de siempre. Le hablé de mi vida en Cuba, incluso de partes tan íntimas como mi relación con Homero, su encarcelamiento y aquel veto que me había mantenido inactiva durante casi dos años. Le conté el exilio de la familia hacia la isla en el año 48, del tiempo pasado por mi padre en un campo de concentración franquista, de mis planes de traérmelos a todos en cuanto mis posibilidades económicas me lo permitieran… De tal manera se reflejaba en su rostro la conmiseración ante mi relato que su actitud me impulsaba a descargar mi alma, sin freno alguno, ante ese recién conocido. Por su parte, él me dijo que su padre, a causa de sus ideas liberales, había sido fusilado durante la guerra civil y me habló de los esfuerzos de su madre por sacar a la familia adelante, allá en Galicia, tras ese suceso.
 
Pero fue cuando mencioné a las “Pfarry Sisters” que su rostro se iluminó con una increíble sonrisa. “¿Que tú eres la hija de las Pfarrys? Pero si siendo yo un adolescente me colaba en los teatros para verlas bailar… Ellas fueron mis dos primeros amores platónicos. Tal era mi adoración que nunca me hubiese atrevido a dirigirme a las mellizas alemanas. ¡Y ahora tengo ante mí a su hija, tan bella y resplandeciente como ellas! Esto es un milagro.” Esas palabras sellaron nuestra amistad.

 
 
Gianinni se especializaba en el mundo de las variedades y, tan solo días después, me consiguió mi primera actuación. Fue  en el hotel Samil, situado en la maravillosa playa del mismo nombre, con las bellas islas Cies de fondo, pero cuyas heladas aguas atlánticas no me permitieron ni siquiera introducir en ellas mis pies ávidos de mar.  Allí en Vigo, Galicia, de donde procedíamos él y el 50 por ciento de mi sangre, me sentí conmovida, identificada e inmediatamente aceptada por un público y unos periodistas  que me recibieron con entusiasmo.
 
 
A pesar de la dificultad que entrañaba la irrebatible condición que figuraba  en los contratos,“la cantante NO ALTERNA”, Gianinni me procuró un invierno bastante ocupado. Canté, entre otros, en  El Dragón Rojo, de Pamplona, en la Sala Marruecos, de Villena, Valencia, en el Rio Club, Murcia, en Las Redes, de Santurce, al que volví en más de una ocasión, en Los Tres Peces, de Alicante, donde tuve la agradable sorpresa de coincidir con un antiguo y querido amigo de la familia; Pepe Blanco. En ese club fui contratada por una semana y me quedé tres “a petición del público”.
 
 
 
Con Pepe Blanco en Los Tres Peces
 Aquello de alternar en las salas de fiesta era prácticamente obligatorio. Solo las grandes figuras se libraban de ello y yo, naturalmente, no estaba en ese grupo. Incluso los cabarets importantes solían tener, como reclamo, a bonitas y jóvenes muchachas que, sentadas en la barra, esperaban pacientes que algún cliente las solicitase como acompañante. Su labor consistía en consumir y hacer consumir a su compañero la mayor cantidad de las bebidas más caras, de lo que ellas obtenían un tanto por ciento.  Lo que hiciesen con el “caballero” al finalizar el espectáculo era de su libre albedrio. Fuese como fuese, tan solo el tener que tragar cada  noche grandes cantidades de alcohol y soportar a algún generalmente baboso individuo, eran cosas que me negaba a hacer. Mucho más hubiese podido trabajar en aquella época sin esa traba pero Gianinni no solo  aceptó esa condición mía  sino que me  apoyó.

Nuestra relación ya duraba más de un mes cuando, en una de mis casi diarias visitas, me preguntó preocupado a qué se debía el empecinado catarro con el que "cargaba" desde hacía largos días. Entonces le conté la historia de mi casera, esa ahorrativa “viuda respetable” que parecía querer conservarse en hibernación entre las paredes de su gélida casa, de su rotunda negativa a que pusiera en mi habitación aquel pequeño calefactor que Ramón me regalara y de como  yo dormía arrebujada entre papeles de periódicos mientras el vaho de mi respiración empañaba los cristales de  aquel deteriorado balcón. Su reacción fue inmediata. Frente por frente a su despacho él tenía un apartamento que usaba como desván y archivo de viejos papeles. Me ofreció que lo utilizara gratuitamente por el tiempo que quisiera, y, puesto que aquel edificio tenía calefacción central, aunque no fuese a contar con grandes comodidades al menos me garantizaba una grata temperatura y una absoluta libertad, ya que él me entregaría las llaves para mi uso personal. ¿Era posible una oferta más generosa y apetecible?
 
Así que, tras consultarlo con mis protectores Ramón y Jesús, volví a recoger mis pertenencias y me dispuse a tomar posesión de la habitación más atiborraba de trastos que imaginarse pueda. Viejos archivos polvorientos, desmantelados sillones apilados unos sobre otros, una antigua mesa de despacho y un catre de 80 centímetros  ocupaban la  totalidad del espacio. La encantadora esposa del representante y su  hija adolescente acudieron, ese mismo día, con una pequeña lámpara que colocamos sobre una caja que haría las veces de mesilla de noche. Trajeron también sábanas, una almohada y una gruesa manta de divertidos dibujos con  lo que lograron disimular la aridez de aquel camastro que, sin yo haberlo planeado, se iba a convertir en el reino de mi más total felicidad.


Allí, por la noche, tras cerrarse la oficina de Gianinni, mi Jesús y yo iniciamos una relación amorosa que duraría hasta hoy. Fue increíble el provecho que supimos sacar a esos 80 centímetros de superficie.  De contorsionistas o funámbulos fueron las variaciones que nuestros jóvenes cuerpos lograron  componer sobre tan pequeño espacio. Nuestras uniones solían terminar al amanecer, tras un breve sueño y con los cuerpos encajados en posición fetal, como dos piezas de rompecabezas. Entonces Jesús partía hacia facultad de Ingeniería Aeronáutica donde estudiaba y yo intentaba borrar de mi rostro los signos de la avasalladora pasión nocturna.
 
Tan solo algunas veces, cuando por algún motivo Jesús no era mi amante compañero de catre, yo cobraba consciencia de mi tremenda soledad y las oscuras siluetas de los trastos que me rodeaban adquirían agresivas formas que conseguían alterar mi sueño. Hasta una madrugada en la que descubrí que mi soledad no era absoluta, que tenía un tímido compañero de habitación: un ratoncillo. Aunque parezca increíble, aquel ser y yo terminamos teniendo una muy buena relación. Yo le traía restos de mi comida, que él devoraba silenciosa y educadamente cuando se apagaba la luz y después, en esas largas vigilias, el ruido de sus patitas correteando en la oscuridad, siempre a una prudente distancia, me servían de musical compañía. Nunca conté lo de su existencia. Nadie hubiese comprendido nuestra “amistad”.

 
En cuanto al trabajo, al llegar el verano la cosa se animó aún más. Maleta en mano y en vetustos trenes me recorrí las ferias de gran parte de los pueblos de Castilla y Levante. En cada pueblo una sola actuación.  Siempre en improvisados escenarios montados al aire libre y acompañada por pequeños combos compuestos muchas veces por músicos “de oído”, es decir que no sabían leer ni una nota de mis partituras, mis pobres partituras cubanas, hechas por los mejores arreglistas para las orquestas de 50 o 60 ejecutantes de CMQ, la televisión de la isla, jamás fueron utilizadas. Ese caso de músicos “iletrados” se solucionaba comparando, antes del primer pase, las canciones que todos nos sabíamos y adaptándome a la fuerza a las circunstancias. Aun así, muchos buenos recuerdos tengo de aquellos días. Pero también algunos desastrosos. Intentos de agresión de un público masculino borracho al que mis minifaldas excitaba, un pianista que no apareció a la hora del espectáculo, motivo por el cual yo hube de ocupar su puesto improvisadamente, y al cual encontró la policía, totalmente drogado, en una esquina del recinto ferial, y en una ocasión el chasco de un alcalde que se negó a pagarme tras mi actuación, aduciendo que le habían vendido a una cubana, que él supuso necesariamente negra, y que le habían endilgado a una insulsa walkiria.
 
O esta otra surrealista anécdota. Una tarde, en una de mis incursiones feriales, tuve la precaución de preguntar al organizador del evento si los componentes de la orquesta que me acompañaría eran profesionales, a lo que, con actitud ofendida el hombre me contestó, “¡naturalmente”!  Así que cogí varios de mis arreglos, previamente seleccionadas las partes para los seis instrumentos que componían la orquesta y con ellas me dirigí al parque donde íbamos a actuar. Nunca había hecho ese experimento y me corroía la duda de cómo sonaría la cosa. Pero alguna vez tenía que probarlo. Era una tarde cálida y de sol esplendoroso. Un hermoso día de verano. Al llegar al escenario vi cinco atriles, lo cual me traquilizó, y a un joven muy  rubio y con gafas de sol, sentado a un bastante decente piano vertical. “Hola, soy el director y pianista”, me dijo, “el resto de los músicos no puede acudir al ensayo por que el horario de sus otros trabajos se lo impide. Dime qué piensas cantar”. Aquello comenzaba a ser inquietante pero el verdadero mazazo lo recibí cuando, tras entregarle las partituras, el rubiales me dijo: ”mira, muchacha, es inútil. Soy albino y no veo nada durante el día. Déjame los papeles y yo se los entregaré a los compañeros cuando lleguen esta noche. Date una vuelta por el recinto y diviértete. Nos veremos a las 10”. El resultado, como supondréis, fue  un desastre. Sin un ensayo, con partituras escritas a mano, cosa a la que no estaban acostumbrados, (había en Madrid una casa que editaba y vendía pequeños y sencillos arreglos de las canciones más conocidas y con ellos solían trabajar la mayoría de los cantantes) y con piezas para ellos desconocidas,  la actuación resultó la más espantosa de mi vida. Aunque, afortunadamente,  la bulliciosa, excitada y poco atenta audiencia no pareció advertirlo.
 
Pero lo importante de aquella intensa etapa era que Jesús y yo nos habíamos descubierto mutuamente, que mi relación humana con Gianinni era inmejorable y que el dinerito iba entrando y el apartado para los viajes de mi familia comenzaba, poco a poco,  a ser alimentado.

Próximo capítulo: Nunca llovió que no escampara. (2ª parte).

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