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Fotos Jesús Alcántara |
Por aquellos años noventa era algo bastante usual encontrar, diseminados por los clubs, discotecas y hasta teatros madrileños, combos, orquestas y solistas cubanos.
Se había puesto de moda algo llamado “intercambio cultural”, una nueva forma de explotación inventada por el gobierno castrista.
Una rama del INIT (Instituto Nacional de Industria y Turismo) organismo gubernamental que desde tiempos pretéritos regía y controlaba en Cuba el trabajo y hasta la vida de los artistas, era la encargada de gestionar leoninos contratos con el extranjero, básicamente para cantantes y músicos. Los cubanos, ansiosos por traspasar el muro tras el que la dictadura había mantenido aislado durante años al pueblo, hambrientos de mundo y nuevas experiencias, aceptaban eufóricos las increíbles condiciones implícitas en esas contrataciones. A grandes trazos el sistema era este: los contratos se firmaban, los sueldos se estipulaban y cobraban íntegramente por el estado cubano mientras que los empresarios foráneos se limitaban a garantizar, una vez llegados a su país de destino, el hospedaje de los artistas y una dieta tan exigua que escasamente llegaba para mal alimentarse. Según me han contado, a pesar de esto, muchos sacrificaban una de las comidas diarias con el fin de poder regresar a la isla y a sus hogares con algo de dinero que aliviase un poco las penurias familiares.
Aun así los cubanos consideraban un regalo divino aquella oportunidad de extender al fin sus anquilosadas alas. Muchos fueron los que, al no pasar la criba política, nunca lograron participar en uno de esos “intercambios”, pero gran parte de los que lo consiguieron, al llegar a su destino laboral, pidieron y lograron asilo político.
Pero como no presencié lo que sucedía con estos artistas en otros países, evitando generalizar, me limitaré a narrar algunos casos de los que sí fui testigo en España.
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Fotos Tropicana |
Por aquellos tiempos un decadente “Show del cabaret Tropicana” hacía casi el ridículo sobre el escenario del teatro Alcalá de Madrid. Los que habéis tenido la suerte de conocer el Tropicana en sus días de esplendor, ¿os imagináis a aquellas emblemáticas y explosivas modelos intentando evolucionar, en lugar de por las pasarelas que rodean la exuberante arboleda del “Salón bajo la Estrellas”, en un frío escenario y entre las desangeladas filas de butacas, tan cerca del público y tan despiadadamente iluminadas que se podía apreciar a la perfección tanto lo desplumado de sus penachos como los infinitos desgarrones y zurcidos de sus mallas? Jesús y yo, en compañía de varios amigos, fuimos a ver el espectáculo y no puedo expresar la tristeza que tal visión me provocó. Estaba demasiado vívido en mi memoria el recuerdo de Tentaciones, (verInstantánea 35), ese show del que yo había sido una de las figuras en el año 64 y el cual Armando Suez, su director y coreógrafo, a pesar de las ya obvias carestías, lograra llenar del lujo y el glamour dignos del famoso cabaret habanero.
Aunque no conocía a los artistas (treinta años habían transcurrido desde mi salida de la isla) al finalizar el pase quise compartir con ellos unos minutos y creedme que me impactó su actitud, esa mezcla de asombro, miedo e ilusión que, según pude comprobar en posteriores ocasiones, dominaba a los cubanos cuando, por primera vez, respiraban el aire de libertad y bienestar reinante en España.
Poco tiempo después tuve sobradas ocasiones de comprobar e indignarme por el injusto trato que algunos empresarios de mi país tenían para con esos artistas cubanos.
Un día recibí una llamada de alguien recién llegado de Cuba, una persona que decía traerme una carta de mi querida Lucy. El hombre se identificó como Peruchín, director de una orquesta de salsa. Me contó que, formando parte de ese “Intercambio Cultural”, había venido a España con sus músicos y cantantes para trabajar durante dos semanas en un restaurante-espectáculo de Madrid. Mi reacción inmediata fue preguntarle donde estaba parando con el fin de hacerle una visita inmediata y atenderle como solíamos hacer con todo aquel que invocara el nombre de mi hermana de sangre.
Y a la mañana siguiente Jesús y yo salíamos en su busca. Largo tiempo estuvimos dando vueltas en el coche hasta localizar, en medio de una aislada urbanización a unos 20 kilómetros de Madrid, el cochambroso chalet donde los empresarios habían hospedado a los músicos.
El lugar, aunque cercano al restaurante donde iban a tocar, carecía de comunicaciones municipales así que, prácticamente enclaustrados, vivieron los pobres durante sus dos semanas de estancia en España. Cada tarde una camioneta de la empresa los recogía y los trasladaba al trabajo y allí, amenizando las cenas y las sobremesas, permanecían hasta altas horas de la madrugada. Pues bien, a pesar de esas injustas condiciones, aquellos cubanos estaban felices, siempre sonrientes y agradecidos cada vez que Jesús y yo, o algún otro recién adquirido amigo, los recogía para presentarles a una ciudad de Madrid que de otra manera nunca hubiesen conocido. Aunque quizá esta sea una situación extrema, en mayor o menor medida, con esa displicencia eran tratadas las “afortunadas” víctimas de ese mal llamado “intercambio cultural”.
Por otro lado mi vida transcurría en medio de una tremenda monotonía. La salud de mi madre se había asentado en una meseta, sin altos ni bajos, lo cual a la vez que seguía impidiéndome alejarme por largo tiempo de su lado, me permitía continuar con esas escapadas de algunas horas que dedicaba a reuniones con amigos, paseos y a asistir a representaciones y estrenos, actividades que me resultaban indispensables para conservar la cordura.
Y fue durante esos eventos teatrales cuando pude comprobar que, poco a poco, el mundo de la farándula y sus aledaños estaban experimentando una drástica transformación. Aquellas impactantes noches de estreno, llenas de flashes y cámaras de televisión, de actores y público vestidos de gala, se iban convirtiendo en vulgares actos cotidianos en los que primaban los vaqueros, los niquis y el calzado deportivo. Si algún fotógrafo vigilaba desde el hall la entrada del “respetable” era tan solo para dedicar su atención a personajes políticos o de la “jet set”. Me asombraba advertir como grandes actores de toda la vida pasaban totalmente ignorados para ellos. Era cierto que los rostros archiconocidos de Cuenca, Trialasos o Amilibia, entrañables periodistas que durante años nos habían parecido el imprescindible complemento de nuestras vidas artísticas, desaparecían para dejar sitio a los de jóvenes e inexpertos free lance.¿La causa? Las populares revistas del corazón Hola, Diez Minutos, Pronto y otras tantas, esas que antaño nos dedicaran páginas y hasta portadas, se centraban ahora en reportajes sobre ”la marquesa de tal” y su fastuosa residencia o sobre la top model de actualidad y sus aventuras amorosas.
Era como si el mundo nos estuviese despojando de nuestro glamour en un intento por acabar con un “star system” que, de pronto, estaba mal visto, tendencia que siempre me ha parecido errónea. Yo creo firmemente que el público necesita ídolos y los artistas, a la vez, precisamos ser idolatrados, aunque quizá esto os suene mal. Hacía ya tiempo que los programas de entrevistas a personas de la farándula, dirigidos por grandes cronistas como José Luis Uribarri o Tico Medina, habían desaparecido de la parrilla televisiva dejándonos huérfanos de su efectiva y gratuita promoción. Concretando, parecía como si mi profesión, tal y como yo la había vivido durante décadas, se estuviese desmoronando al mismo tiempo que mi carrera.
Pero de pronto comprobé toda la verdad que encerraba aquel dicho de “Dios aprieta pero no ahoga”. En el transcurso de 1998 un par de regalos maravillosos reverdecerían mis esperanzas y mi espíritu.
En el mes de septiembre del 97 Paco Marsó, ese muchachote del que he hablado a menudo en mis Instantáneas, me había ofrecido un papel en el montaje de La rosa tatuada, de Tennessee Williams, producida por él y por supuesto protagonizada por su esposa Concha Velasco. Aquello me garantizaba una larga y exitosa temporada en Madrid al tiempo que estaba eximida, en honor a nuestra amistad, de una posterior gira en la cual sería sustituida.
Pero no solo con la satisfacción de verme de nuevo sobre un escenario empezaría el año 88. Una maravillosa sorpresa me iba a llegar de Cuba, llenándome de alegría y embriagándome de recuerdos y emoción.
De todo esto hablaré extensamente en el próximo capítulo.
Necrológica.
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Hada Béjar. Foto del New Miami Herald |
Mis entrañables amigos Arias Polo y Cueto-Roig me han enviado desde Miami comunicados sobre la muerte, a los 83 años, de una gran actriz cubana, exiliada desde 1964: Hada Béjar. Desde que en Cuba la descubrí en uno de sus muchos trabajos televisivos se hizo poseedora de mi total admiración. Su naturalidad, su buen hacer convertían sus interpretaciones en creíbles y conmovedoras. Que Dios la acoja como la buena persona que siempre fue.
Próximo capítulo: Finales del Siglo XX (1ª Parte).