
Al abrirse la puerta, el rostro de una mujer desconocida, vestida con un largo camisón y rulos en la cabeza, me miró con sorpresa. Lo próximo que recuerdo es una voz que no parecía la mía diciendo “ay, perdóneme” y el sonido de un portazo. Permanecí con mi mano en el picaporte unos segundos que me parecieron eternidades, paralizada. Sin duda me había equivocado de puerta, pero una D de cobre clavada sobre la madera decía lo contrario. Entonces me había equivocado de piso. Miré a mi alrededor pero el letrero sobre la pared decía claramente CUARTO. Llegué incluso a contemplar la posibilidad de que, en medio del cansancio y el aturdimiento, hubiese entrado en otro edificio. Pero eso ya hubiese sido mucho más grave. Estaba yo dolorosamente desconcertada cuando la puerta se abrió nuevamente y de la boca de aquella mujer salieron estás palabras, “hola,Yolanda, no te asustes, no te esperábamos hasta más tarde. Soy Marujita Calvo, mi marido y yo estamos de paso por Madrid y Carlos Rodríguez nos ha ofrecido quedarnos en tu habitación hasta que regresases. La cuestión es que nos has cogido desprevenidos. Déjanos un ratito para acabar de recoger nuestras cosas y desalojaremos tu cuarto.” Así que, aún bajo los efectos del sobresalto, aguardé sentada en el salón mientras la casa se iba despertando con gritos algo somnolientos de “¡qué alegría de verte!”, “¡pero qué guapa estás!”, “¡cuántas cosas tienes que contarnos!”
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Maruja Calvo |
Y esta es la historia de un hecho que, durante nuestra convivencia en la comuna, se repetiría, con algunas variaciones, infinidad de veces. A Marujita por supuesto la conocía de Cuba ya que pertenecía al grupo de artistas españoles adoptados por aquella generosa isla, como Ana Lasalle, Adela Escartín o yo pero en un principio, no la había identificado, tras su logrado disfraz de ama de casa. Esa mañana ella y su marido se fueron pero muchos cubanos más llegaron, algunos pernoctando durante días, recién arribados y buscando donde ubicarse, otros tan solo acudiendo para los frijoles negros o las “timbitas”, es decir, en busca del alimento que, como buenos exiliados, no podían pagarse. Y todo esto porque mi querido amigo Carlos Rodríguez, se dedicaba, en sus horas de asueto, a recoger a todo cubano con cara de exilio que encontraba vagando por la inmensa ciudad que es Madrid.
También recibíamos regularmente a un grupo de visitantes selecto, pero variado, que participaba en unos “saraos nocturnos” donde, todos en círculo y la mayoría sentados en el suelo, pasándonos, como si fuese la pipa de la paz, una enorme copa de cristal llena de brandy del más barato, celebrábamos casi cada noche el milagro de estar vivos. En esas tertulias se hablaba de lo humano y de lo divino.
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Gloria Fuertes, José Bergamín y Carlos Miguel Suárez Radillo |
Por allí pasaron intelectuales como José Bergamín y Gloria Fuertes, grandes poetas españoles, el escritor Suárez Radillo (aún conservo con amor libros dedicados por estos tres personajes), el cineasta Roberto Fandiño, la inolvidable soprano Sara Escarpanter… Pero la verdadera alma del lugar eran los “adictos” como José María Salmerón, veterinario, Gustavo del Valle Carral, pintor, el doctor C, psiquiatra del equipo de López Ibor, del cual no doy más datos por una anécdota, muy personal, que relataré próximamente, Pepe Hervás, el actor que durante los meses de gira se había convertido en mi mejor amigo, así como cualquier eventual que por allí se descolgase o fuese la sorpresiva aportación de algún inquilino fijo de aquella maravillosa casa de locos.
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Sara Escarpanter Foto extraída de vivalavoz.net |
Fueron muchas la historias que estos entrañables personajes protagonizaron, algunas tan divertidas que merecen ser narradas en otro capítulo. Y es que el tema de aquella comuna en la España franquista podría dar para infinitos folios de divertida escritura.
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Roberto Fandiño |
Memorables solían ser las disertaciones de los intelectuales que nos visitaban, como también lo eran las discusiones de Hervás, que se proclamaba comunista, con Fandiño, ese cubano tan culto e informado, y donde mi pobre amigo actor quedaba siempre a la altura del zapato. Pero durante este gran mejunje la sangre jamás llegó al rio y la madrugada solía terminar mientras entonábamos, a media voz, para molestar lo menos posible, La guantanamera, Asturias patria querida o algo por el estilo.
Tan solo un problema tuvimos en aquella época. Y no era moco de pavo. La vecina de al lado.
En pérfida venganza matutina, esta anciana mujer, además de poner a todo volumen en la radio, a las 7 de la mañana, un programa de Zarzuela que casi nos hizo detestar el género, llegó a hacer algo mucho más peligroso para ese convulso 1970 en el que las reuniones de más de cinco personas estaban prohibidas por ley; nos denunció a la policía por escándalo y reunión ilegal. Pero con tal mala suerte para ella que, el joven policía que acudió a investigar llegó en una noche de relativa calma y, tras ser agasajado con una “timbita”, (para el que no lo sepa, pasta de guayaba entre dos galleticas), y un vasito de jugo de guanábana que alguien había encontrado en un supermercado y aportado a la “comuna”, terminó entablando con nosotros una amistosa conversación y haciendo preguntas sobre Cuba ya que “allí tengo un tío al que le han quitado una tienda en Belascoaín y, además, ahora no le dejan salir”. Así que nos hicimos íntimos y más de una vez acudió a nuestras tertulias, por supuesto, vestido de paisano. Esa era nuestra condición, porque es archisabido que los uniformes siempre coartan y nosotros éramos, sobre todo, espíritus libres.

En aquellos días era corriente oír a algún compañero de trabajo despotricar, en la calle o en alguna cafetería, sobre la “terrible dictadura franquista”. Al principio intenté hacerles comprender que lo que en España se vivía en esos momentos era una “dictablanda” en comparación con lo que el pueblo cubano llevaba años soportando, que sin duda Franco había sido, y era, un dictador pero que, por ejemplo, en la isla nadie se atrevería a criticar a Fidel y los que lo habían hecho públicamente sencillamente desaparecían.
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El emblemático edificio que fue la temida Dirección General de Seguridad |
Cierto que aquí existía represión, que aquel que era llevado a la Dirección General de Seguridad, sita en la Puerta del Sol de Madrid, sabía cuando entraba pero no cuando o como salía (pero acababa saliendo), que con frecuencia a los peatones se les solicitaba la presentación de sus papeles de identidad, que la censura "estrangulaba" aún a autores y actores, pero que todo eso no podía compararse con la represión y falta absoluta de respeto a los derechos humanos que reinaba en Cuba. En un principio intenté hacerles ver que por muy dura que fuese una dictadura de derechas jamás se podría comparar con una de izquierdas, pues en la primera siempre tenías la opción de ser neutral, pero ni me creían ni querían hacerlo. Había una sublimación incomprensible a todo lo que tuviese que ver con el castrismo.
La cuestión es que, a pesar de los gratísimos momentos vividos en la “comuna”, al poco tiempo mi sangre y mi bolsillo añoraban los escenarios.
Una tarde llamó a la puerta el más estrafalario personaje que imaginarse pueda. “Alto, alto, como un pino”, desgreñado y desarrapado, llegamos a creer que se trataba de un mendigo y casi nos reímos a carcajadas en su propia cara cuando me dijo, muy educadamente, desde el umbral; “señorita Farr, la vi trabajar en Badajoz y me dije que, en cuanto terminase la gira, me pondría en contacto con usted para ofrecerle ser la protagonista de mi próximo proyecto, Un sereno debajo de la cama, y aquí me tiene”. Aquello parecía de cachondeo. Con toda la cortesía que me fue posible, pero sin prolegómenos, le contesté que tenía algún que otro proyecto pero que sopesaría su oferta y le contestaría en una semana. Confiaba en que se le pasase el arrebato de locura y me dejara en paz, pero, al tiempo, me daba lástima aquella figura tan parecida a la del Quijote en sus peores momentos y no quería ser ruda con él. Por supuesto no había ningún otro proyecto para mí, desgraciadamente. Ni lo hubo en los próximos días.
Una semana más tarde, cuando el individuo en cuestión, Cecilio de Valcarcel, se presentó, con su desafortunada imagen nuevamente en la puerta de la casa, yo ya había tomado una decisión.
Necrológica.
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Maritza Rosales |
Próximo capítulo. Bolos vuelta y vuelta y algunas “verduras”.