Quantcast
Channel: Yolanda Farr
Viewing all articles
Browse latest Browse all 128

Instantánea 68 - Ni el mayor fracaso podía afectarme.

$
0
0
La noche del 9 de octubre de 1971 participé en el estreno más desconcertante de mi carrera.


Llevábamos ya tres días de ensayo general en el escenario del Teatro Fígaro, es decir, con el decorado montado y el vestuario completo. La primera tarde, cuando al llegar vimos aquella complicada y gigantesca estructura, hecha de tubos de hierro y cromo, ¡creímos que nos habíamos equivocado de lugar! No podía existir una ambientación más hostil y amedrentadora para un texto más sutil y a la vez complicado de interpretar. Pero la realidad superó en mucho nuestros temores. Vestidos con unos maravillosos y carísimos trajes largos de la época, hechos de seda cruda forrada y bordados a mano, con coturnos en los pies y un sombrero cónico y alto, tremendamente pesado y casi imposible de sostener en la cabeza, debíamos subir y bajar, a la vista del público, por unas escalerillas de mano, también metálicas, que conectaban dos pisos.

Supuestamente una mitad de la estructura que ocupaba la totalidad del escenario, simbolizaba el palacio de los Capuleto y la otra mitad el de los Montesco. El romántico balcón, donde transcurría una de las más bellas escenas de la obra y donde, en un momento determinado yo, la madre de Julieta, debía asomarme y largar algunas parrafadas, era simplemente una escueta plataforma de los mismos materiales, ligeramente inclinada hacia el público para facilitar su visión, y SIN BARANDILLA ALGUNA DE PROTECCIÓN. Y yo era la primera persona en tener que utilizar aquella parte del decorado. En ese ensayo inicial, mientras intentaba decir mi texto colocada a la mitad de aquel peligrosísimo espacio, oí a Morera gritar desde el público “¡ponte más adelante, Yolanda, que desde las primeras filas casi no se te ve!” Queriendo obedecer sus instrucciones me moví hacia el vacio tan solo unos centímetros. Aquello provocó que la orden del director se repitiera aún más apremiante, “¿no me oyes, Yolanda? Más adelante”. Entonces, por primera vez en mi vida, me enfrenté a un director de escena: “Por favor, Morera, ¿quiere usted subir aquí y ver lo que me está pidiendo?” El ensayo se suspendió por unos momentos, Morera subió a la plataforma, con la consabida dificultad, y una vez allí se oyeron tronar en todo el teatro estas palabras, “¿pero a quién se le ha ocurrido construir esta barbaridad?”.

Eusebio Poncela y María Jose
Goyanes
Como resultado, desde ese momento en adelante, yo fui un busto parlante para los espectadores de las primeras filas y Goyanes-Julieta dedicó la larga escena del balcón a un Romeo que, estando en el escenario, prácticamente bajo el supuesto balcón, ella no podía ver y Romeo-Poncela dirigió sus inspiradas palabras de amor a una Julieta invisible para él, escondida como estaba tras una techumbre de vigas. En fin, que a nadie se le volvió a pedir que se acercarse al borde de aquel criminal precipicio.

Si las mujeres lo teníamos dificilísimo, los chicos, subiendo y bajando por aquellas escaleras, a veces en medio de luchas con unas espadas, que cuando colgaban de los cintos chocaban ruidosamente con los hierros, intentaban infructuosamente dar fluidez a sus movimientos y aplicar las innumerables clases de esgrima que habían recibido durante los ensayos.

Si no hubo accidentes durante las representaciones fue por un milagro de Dios. La pobre Goyanes, cuyo marido, Manolo Collado, era el productor, estaba desesperada. El dineral que había costado esa puesta en escena totalmente fallida, pero que justificaban los escenógrafos diciendo que estaba pensada para simbolizar el odio entre las dos familias, le asustaba casi tanto como recitar los hermosos versos de la escena del balcón mientras trataba de no precipitarse por esa inclinada y desprotegida superficie situada a dos metros del suelo.

La noche del estreno, nada más alzarse el telón, hubo un conato de risas y abucheos. De ahí en adelante todo fluyó lo mejor que las condiciones nos lo permitieron, pero la certeza de un fracaso era inminente en el corazón de todos los actores. Pensábamos que los dos meses de arduos ensayos, simultaneados con las representaciones de Tiempo del 98, en La Comedia, se nos iban a pique por la “gran obra de ingeniería” planeada por Gerardo Vera y Andrea D´Odorico, diseñador y escenógrafo respectivamente. Y no nos equivocábamos. El día después del estreno ya éramos más los actores sobre la escena que el público asistente.En esas condiciones Collado aguantó 17 días la función en cartel. A pesar del magnífico reparto, María José Goyanes, Eusebio Poncela, Rafaela Aparicio, Yolanda Farr, Luis Peña, Francisco Guijar, Ernesto Aura, Narciso Rivas, Concha Lluesma, José Hervás, Juan Jesús Valverde, Modesto Fernández, entre otros muchos de figuración, aquellos bellos versos de Shakespeare, magníficamente adaptados por Pablo Neruda, no lograron superar el garrafal error de montaje.

Es decir que antes de terminar el mes de octubre estábamos todos en la calle.

Por otro lado mis padres, que por supuesto habían sufrido junto conmigo el nefasto estreno, trataban de ubicarse en un Madrid que, tras tantos años, les resultaba ajeno. Jesús y yo les llevábamos a direcciones que recordaban, buscando aquellos puntos de sus antiguas reuniones artísticas. Pero ya casi ninguno existía. El tiempo y la “modernidad” habían convertido esos entrañables cafés tertulianos en frías y desangeladas cafeterías.

Menos mal que entre Jesús y los siempre dispuestos  comuneros y adictos  nunca les faltó compañía o “guías turísticos” durante los 17 días que yo asistí a la agonía de Romeo y Julieta

Bobby, el Fox Terrier
Salmerón, nuestro amigo veterinario, que ya había conseguido revalidar su título y trabajar en su profesión, un día se apareció en casa de mi familia con el mejor regalo que se podía esperar: un joven y precioso Fox Terrier que había encontrado perdido por la calle. Ni que decir tiene que a esos empedernidos amantes de los perros aquello les vino como caído del cielo. Bobby se convirtió en la alegría de la casa y a los pocos días de su llegada era ya parte de la familia.

También en la “comuna” había hecho su entrada apoteósica, por supuesto de la mano del incansable anfitrión Carlos Rodríguez, un nuevo personaje; Mequi Herrera.

Mequi Herrera

Mequi era una famosa y bellísima actriz cubana con la que, por esos caprichos de la profesión, yo nunca había tenido relación en la isla. Pero eso no era óbice para que hubiese admirado su labor y garbo en las obras La pérgola de las flores o La esquina peligrosa. No fue hasta el triste y prematuro “fallecimiento” de Romeo y Julieta que pudimos intimar pues, al haber estado trabajando y ensayando a la vez, mi presencia en la comuna resultó muy escasa por aquellas fechas. Jesús y yo nos levantábamos tarde en la mañana y tras el infalible cafecito de Pepe Escarpanter, nos dirigíamos a casa de mi familia y con ella pasábamos todo el tiempo posible antes de tener que reintegrarme a mis labores. Es decir que la comuna no volvía a verme hasta las tantas de la madrugada.

Cuando pude estar presente en sus frecuentes visitas a nuestro apartamento se estableció entre Mequi y yo una bella amistad. Ella era, y es, una mujer de una sensibilidady un sentido de la amistad exacerbado. Esas virtudes, combinadas con una entereza envidiable, me han hecho muchas veces lamentar todo lo que perdí al no disfrutar de su amistad allá en Cuba.

Afortunadamente poco duró mi ausencia de los escenarios ya que, tan solo unos días después de aquella experiencia con Shakespeare que casi fue, como se dice en la profesión, “debut, homenaje y despedida”, todo unido, me llegó una oferta de trabajo maravillosa: José María Rodero, uno de los primeros y más prestigiosos actores españoles, me contrató para ser su coprotagonista en una gira que duraría cuatro meses. Aquello era un regalo de los cielos pues elevaría considerablemente mi prestigio artístico y todos, familia y amigos, ardíamos de entusiasmo. Llevaríamos dos obras de repertorio, A dos barajas, de Martín Descalzo y La Pereza, (La galbana) de Talesnik y fue con esta última que comenzamos los ensayos. El director resultó ser mi admirado Fernando Fernán Gómez y cada noche yo me dirigía en autobús, ilusionada al teatro María Guerrero donde, tras terminar la función, comenzaba nuestro trabajo. Y allí permanecíamos hasta altas horas de la madrugada.

Mequi y yo, años más tarde
En una de esas ocasiones,  mientras me preparaba para el diario desplazamiento,  Mequi me demostró que, aparte de las virtudes que ya he mencionado, era verdaderamente generosa. Ella tenía un coqueto ciclomotor Vespino al que adoraba y con el que solía moverse por Madrid. Era todo un número ver a aquella espectacular mujer desplazarse sobre tan escaso vehículo. Pues bien, para evitarme la difícil y larga ida en omnibus y el caro regreso de madrugada en taxi se ofreció a prestarme su motito. Yo acepté, con la inconsciencia de la juventud, y el resultado fue que, a mitad del camino  y debido a mi total inexperiencia, mi corcel mecánico y yo fuimos a parar al suelo, de una forma muy poco elegante,  por fortuna sin graves daños para ninguno de los dos. Nunca volví a pedirle el ciclomotor y ella jamás me reprochó los arañazos que mi ineptitud dejó en él.

Con Rodero la relación fue estupenda aunque agitada, por motivos que explicaré más tarde. Con Fernán Gómez la sintonía resultó perfecta. De aquellos primeros ensayos tengo una divertida anécdota que describe perfectamente a ese especial personaje: en una ocasión Rodero le preguntó a Fernando cuales eran los antecedentes de su personaje, si debía interiorizar o no determinada escena a lo cual él contestó, con aquella profunda y cortante voz tan suya, “José María, yo trabajo con actores profesionales para que no me pregunten tonterías. Haz lo que tú sabes hacer. Actúa y no divagues.” Por supuesto, a partir de ese momento me libré muy mucho de intentar otra cosa que aprender el texto de pe a pa y decirlo con sentimiento y lógica. Gracias a eso el gran Fernando y yo tuvimos unas pacíficas y fructíferas relaciones. Se cuenta que, mientras él y su compañía estaban representando Un enemigo del pueblo, de Ibsen, estrenada hacía un par de meses en el Teatro Reina Victoria, pasaba cada día por los camerinos preguntando si alguien se sentía enfermo. “Si estáis malos decidlo y suspendemos. Recordad que esto no es la guerra.” Según parece no era muy adicto al trabajo y totalmente reacio a la monotonía que la repetición diaria de un texto implicaba.

La segunda obra, A dos barajas, estaba escrita por un cura, Martín Descalzo, y planteaba la dicotomía entre la devoción sacerdotal y el amor carnal. Era un “melodramón” que entusiasmaba a Rodero, el cual se sentía como pez en el agua entre lágrimas, gemidos y muerte. Los gemidos corrían de mi parte, pobre mujer enamorada de un cura, víctima de un amor imposible, y las lágrimas, de la suya pues nadie en el mundo podría superar su grosor o la violencia y constancia con que podían brotar de sus ojos ante la mínima sugerencia. Había una escena en la que, estando ambos abrazados, la pechera de mi vestidito azul claro quedaba empapada por aquel río que, superando holgadamente el supuesto dique de contención de sus pestañas, me salpicaba abundantemente. Un verdadero prodigio. En cuanto a la muerte,  "justo castigo" por las dudas del señor cura,  era el momento álgido tanto para Rodero como para la función, pues, ante su rotundo y sonoro desplome el público irrumpía en aplausos y bravos. Creo que nadie ha muerto en el escenario más veces y con más entusiasmo que él. Esta función fue magistralmente dirigida por Vicente Amadeo.

Por exigencias del guión, como se suele decir en nuestro ambiente, corté y oscurecí mi larga melena dorada y las benditas manos de mis madres me confeccionaron un vestuario sencillo, acorde con la personalidad de esas dos mujeres normalitas y algo anodinas que me tocaba interpretar.

Fotografía Jesús Alcántara

Maravillosa experiencia aquellos ensayos para mí. Pero como nada es perfecto, el inicio de la gira tuvo un defecto: debimos viajar a Las Palmas de Gran Canarias el día 24 de diciembre, ya que el debut tendría lugar el 25. Es decir que, aquellas primeras navidades de mi familia en España las vivimos, forzosamente, de nuevo separados.

Yolanda Mariño inició esa nueva aventura con el corazón dolorido por tener que estar cuatro meses lejos de su recién recuperada familia.
Yolanda Farr sabía, ilusionada, que tenía por delante, durante esos meses, un sin fin de vivencias que enriquecerían su vida y su carrera.


Necrológica.

Bebo Valdés
Ayer tuve conocimiento de la muerte, a los 94 años y en Suecia, donde se había exiliado en 1960, de Bebo Valdés, el hombre que mejor representaba la esencia de Cuba y lo mejor de su música. Durante los años que vivió en Málaga realizó, bajo los auspicios del cineasta español Trueba, sus últimas grandes contribuciones al mundo  musical, recibiendo el Grammy por el disco El arte del sabor y poco despues un segundo, además de tres discos de platino, por el memorable Lágrimas Negras, en compañía del cantaor Diego el Cigala. Su último trabajo fue Bebo y Chucho Valdés, un entrañable CD en homenaje al reencuentro de padre e hijo tras  muchísimos años de separación. 
Cito a continuación las palabras que la SGAE, Sociedad de General de Autores de España,  le dedicó en una ocasión. Me parecen el mejor epitafio.
"Bebo Valdés es el músico cubano que más ha contribuido a universalizar la música de Cuba y el jazz latino".



Proximo capítulo: ¡Ay, los grandes divos...!

Viewing all articles
Browse latest Browse all 128

Trending Articles