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Foto Jesús Alcántara |
El interior de aquel hospital de La Fuenfría resultó tan amplio y luminoso como su exterior hacía prever. Amplios pasillos, desahogadas habitaciones con tan solo dos camas y provistas de un balcón por donde entraba a raudales la luz y desde el cual se podía admirar la maravillosa vista del bosque circundante. El médico director de las dos plantas dedicadas a enfermos terminales era realmente encantador.
En nuestro primer encuentro, al ver aquella increíble radiografía del deformado cerebro de mi madre me confirmó este diagnóstico: el proceso de deterioro era imparable y, por supuesto, no había esperanza alguna de recuperación. Pero me aseguró que allí se ocuparían de que su final fuese apacible e indoloro. Confirmar que eso era todo lo que se podía hacer por aquella mujer que adoraba me rompía en mil pedazos pero, al mismo tiempo, nos convenció a Jesús y a mí que ingresar en ese lugar era lo mejor para ella.
Así que la mañana siguiente, acompañé a mi madre en una ambulancia hasta La Fuenfría. No estaba segura de que entendiera mis palabras, pero le conté una mentira piadosa: estaba siendo trasladada a un hospital que contaba con los equipos técnicos y el personal idóneo para curarla. Ella se limitó a tomarme la mano y sonreír. No es posible describir mi angustia al verla en esas condiciones, ni el inevitable remordimiento que sentía por alejarla de mí y de su entorno, aunque ya había comprobado que su cerebro desorientado tenía consciencia casi nula de lo que la rodeaba. Cien veces le repetí, durante el largo viaje, que vendría a estar con ella diariamente y cien veces me respondió con una sonrisa y un “sí, mama” que me envolvía en una mezcla de ternura y desolación.
Dos meses estuvo allí ingresada y ni un solo día falté a mi promesa. Cuando a Jesús le era posible me llevaba en nuestro coche. Cuando no era así, por la mañana temprano tomaba en Atocha el tren de cercanías hasta Cercedilla y, una vez en el pueblo hacía uso de un autobús de la empresa Larrea dedicado exclusivamente a cubrir, cuatro veces al día, el viaje de ida y vuelta al hospital. En total, un recorrido de casi dos horas. Con el fin de darle yo misma la comida siempre estaba allí antes de que sirvieran el almuerzo y me iba después de la cena. Me empeñaba en que comiera, con un tesón casi enfermizo, como si eso fuese a devolverle la vida. Y así pasaron largos días, viendo como aquel manantial de energía y brillantez iba agotándose pacíficamente, sin estridencias pero de manera irremisible.
Hasta que una mañana se desataron todos los demonios del infierno.
Desde La Fuenfría me comunicaron telefónicamente que, durante la madrugada, mi madre se había caído de la cama fracturándose en varios lugares un fémur. Cuando llegué a su lado la imagen de su pierna escayolada hasta la ingle me hizo romper a llorar con desconsuelo. Me garantizaron que no tenía dolores, drogada como estaba, y que así la mantendrían, pero yo sabía el significado de todo aquello: había llegado el auténtico final. Nunca más volví a ver esa radiante sonrisa con la cual muchos años atrás deslumbrara a amigos y admiradores, la misma que hasta ese momento había encandilado, durante sus numerosos ingresos, a médicos y enfermeras. Nunca más su mano agarró la mía. Y el 17 de febrero de 1999, pocos meses antes de cumplir los 90 años, Dora Pfarr de Mariño, la inseparable melliza de Yenny, la abnegada esposa de Arsenio, una de las integrantes de esa pareja de bailes, Las Farry Sisters, que el público tanto había admirado durante las décadas de los 20, 30 y 40, mi adorada madre, dejaba este mundo en el que tanto había luchado y también disfrutado a plenitud.
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Dora y Yenny, las Pfarry Sisters |
No pienso extenderme en la narración de cuan larga y profunda fue mi depresión tras su muerte. Solo os contaré que, en los meses siguientes, rechacé varias proposiciones de trabajo y la invitación de amigos a pasar en sus casas, dentro y fuera de España, el tiempo que desease. No me sentía capaz de abandonar aquel lugar. Aunque suene increíble, añoraba hasta tal punto los años de cuidados y hasta la falta de libertad dedicados a la invalidez de mi madre, estaba tan aferrada ese olor suyo impregnando cada rincón de la casa, que Jesús decidió que debíamos mudarnos. Con un resto de lucidez comprendí cuanta razón tenía. Aquella actitud morbosa de refocilarme en los recuerdos era insana, inevitablemente debía pasar página y reanudar mi vida, como Dora, aquella valerosa superviviente de tantas pérdidas, hubiese deseado.
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Nuestro adosado en Estrecho de Corea |
Por lo tanto en diciembre de 1999 nos mudamos a un chalet adosado de tres plantas en la Calle Estrecho de Corea, una zona residencial prácticamente en el centro de Madrid.
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Nochebuena del 99 |
Y la terapia funcionó. La mudanza, la ardua labor de acondicionar nuestro nuevo hogar, su “presentación en sociedad” hizo que mis biorritmos fuesen poco a poco recobrando la normalidad. Bueno, una relativa normalidad pues nunca he logrado superar los dramáticos momentos pasados y, mucho menos, la ausencia de mi madre.
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Jesús y yo, primera nevada en el chalet |
La cuestión es que llegó el 1 de enero del nuevo siglo sin que el negro vaticinio de Nostradamus sobre el fin del mundo se cumpliera: la tierra siguió girando, la nieve cayó límpida y hermosa ese invierno y, al llegar la primavera no solo los árboles renacieron y las plantas florecieron; también lo hizo mi profesión.
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Rodeando a Maria Luisa Merlo, desde el suelo y siguiendo las agujas del reloj; Eva Higueras, Yolanda Farr, Ana Labordeta, Verónica Luján, Elisenda Ribas, Queta Claver y Elena Maurandi |
Ángel García Moreno, director y gestor del teatro Fígaro de Madrid me ofreció una de las dos protagonistas en “Ocho mujeres”, de Robert Thomas. Y confieso que jamás he disfrutado tanto con un papel ni me he sentido más cómoda y arropada como entre aquellas siete grandes actrices que completaban el reparto: María Luisa Merlo, Elisenda Ribas, Queta Claver, Eva Higueras, Verónica Luján, Ana Labordeta y Elena Maurandi. Sí, amigos, “Ocho mujeres” fue un bálsamo para mi tristeza y un alivio para mi depresión.
Próximo capítulo. ¿Qué será, será?
Próximo capítulo. ¿Qué será, será?